Lunes, 14 de Noviembre de 2011 / 08:48 h
22 años y la ofensiva se reanuda
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Dagoberto Gutiérrez
En los meses anteriores al 11 de noviembre de 1989, el Cerro de Guazapa ardía de tensión y concentración. En todas las unidades guerrilleras se esperaba algo grande y un rumor corría hacia arriba y hacia abajo del cerro, culebreaba en los barrancos, se amontonaba en el bosque, se bañaba en las tardes calurosas, y día tras día, el rumor dejaba de ser rumor y el secreto aparecía como una realidad. Se trataba de una ofensiva que nos conduciría a la capital del país. Había entusiasmo y tensión. Entendíamos que era una demostración de fuerza y que si lo hacíamos era porque éramos fuertes. El hecho de llevar la guerra a la capital era como tomarse el corazón del enemigo.
El taller preparaba explosivos en cantidades y estos eran adelantados a depósitos cercanos a San Salvador. Los equipos eran revisados, los implementos de cada combatiente eran asegurados, el estado de las botas era atendido y en el ambiente flotaba una sensación de lucha a muerte. Nadie estaba seguro si saldría con vida porque además era la primera vez que se peleaba en las calles de la ciudad, en una acción concertada a nivel nacional.
La tarde que nos movimos, cada quien recogió todo y levanto todos sus implementos hasta que el campamento de El Franco, en una pequeña meseta del Cerro de Guazapa, cubierto de arboles azotados por el sol, quedó solitario, y parecía extrañar a sus habitantes. El campamento vacío parecía despedirse. Todos los combatientes nos reunimos en la explanada de El Quemado, llenos de firmeza y determinación, con una convicción inquebrantable, y sabedores que entrábamos a una etapa diferente de la guerra, superior y definitiva. Yo dirigí unas breves palabras a los combatientes y todos los rostros expresaban la decisión del combatiente y la entrega. Todos parecíamos saber que nada sería fácil y que no había retorno. Todos llevábamos al Cerro de Guazapa en nuestra mochila. Combatiríamos de ahí en adelante en San Salvador.
Antes de nosotros, ninguna guerrilla del continente había cercado la capital de su país y cuando nosotros lo hicimos fue sobre la base de la más ramificada colaboración del pueblo, y así, a las 10 de la noche del sábado 11 de noviembre de 1989, saltamos a las primeras calles de Ciudad Delgado. Veníamos del cerro San Caralampio en donde nos concentramos desde el viernes 10 de noviembre. A media cuadra de la entrada a la concentración, el ejército puso un punto de control de tráfico sobre un puente, pero no controló el movimiento. En toda la periferia de la capital estallaron los combates.
En Ciudad Delgado combatimos durante 11 días, todos los días, y solo tuvimos 3 bajas mortales: Ende, Rudi y La China. Luego pasamos a combatir en el volcán de San Salvador y después del bombardeo del 12 de diciembre, regresamos al Cerro de Guazapa. La ofensiva había durado más de un mes y demostramos que una solución militar a la guerra no era posible en el corto plazo, y que además de prolongarse la guerra se hacía necesaria una intervención directa del ejército de los Estados Unidos. La situación internacional, con el derrumbe de la Unión Soviética y la invasión estadounidense a Panamá para capturar a su general Noriega, no presentaba esta intervención como necesaria, conveniente y oportuna. Y Washington viró hacia la negociación y obligó a hacer lo mismo a la cúpula arenera gobernante y a sus fuerzas armadas. Así culmina con los acuerdos políticos que pusieron fin a la guerra, la más intensa etapa de la lucha por la revolución en El Salvador.
La lucha armada debía convertirse en lucha política, el ejército guerrillero en ejército político, la alianza de comunistas, anticomunistas y no comunista, que llamamos FMLN, debía revisarse para construir un nuevo acuerdo con las identidades de cada organización, acordes con el nuevo momento histórico. Como entrábamos a luchar adentro del sistema, debíamos saber cómo estar adentro y en contra de este sistema. Como participaríamos en luchas electorales, debíamos saber cómo hacer para que lo electoral no matara a lo político y como se ocuparían cargos públicos, debíamos saber cómo el hecho de ocupar cargos públicos, no convertiría en funcionarios a ningún combatiente. En fin, debíamos saber cómo hacer del aparato del Estado instrumentos al servicio de la continuidad del proceso histórico.
El FMLN había muerto antes de la firma de los acuerdos de paz y la guerra había terminado antes de la negociación final, pero muy pocos lo sabíamos. Sin embargo, los llamados acuerdos de paz se convirtieron en una especie de victoria presentable, y cuando la paz sustituye a la post guerra y se convierte en una especie de símbolo de desenlace victorioso, todo pareció estar listo para que el proceso político abandonara el cauce determinante y tomara un atajo que conducía directamente a las alcobas, corredores y aposentos de posiciones conservadoras, y de acomodo al antiguo orden de cosas.
La derecha nunca ganó la guerra pero ganó la post guerra. Para empezar, sepultándola, y, desde luego, la gana cuando, a la muerte del FMLN, aparece un nuevo actor político que, con el mismo nombre, llena sus bolsas de todo el heroísmo, inteligencia y sabiduría de miles de combatientes para entrar al mercado de la política y a la política del mercado.
Han pasado 22 años de ese juego y ese camino aparece derrumbado, el capitalismo planetario se hunde sin aparente remedio y el diseño político montado en el país después de la guerra estalla en mil pedazos.
El proceso parece retomar la energía y el rumbo que asegure la continuidad de la gesta heroica del 11 de noviembre de 1989.