Un 8 de diciembre de 1941: La locura bestial
Carlos Cañas Dinarte / Segunda parte
Diario El Mundo
Hace 70 años, el imperio japonés lanzó un contundente ataque aeronaval contra la base estadounidense de Pearl Harbor, en Hawaii. Más de 2,400 norteamericanos murieron en el ataque. Al día siguiente, El Salvador entraría en la II Guerra Mundial del lado de Estados Unidos y el resto de aliados contra las potencias del Eje.
Para cuando las primeras bombas y metrallas de la Lutwaffe (fuerza aérea alemana) hicieron blanco en las fábricas portuarias de Polonia, en aquella madrugada funesta del primer día de septiembre de 1939, El Salvador ya había empezado a avizorar la inminencia de un nuevo conflicto bélico mundial.
A fines de agosto de 1939, Hitler ordenó la reconcentración inmediata de todas las naves civiles y militares de bandera alemana. Un barco de pasajeros que se encontraba atracado en el puerto de La Libertad abandonó allí a su carga humana: más de 40 personas tuvieron que ser alojadas, protegidas y repatriadas por el régimen martinista.
Algo grande se avecinaba en el mundo y, después de ello, el planeta jamás volvería a ser el de antes. Mientras tanto, el presidente Martínez se apuntaba un tanto más a favor de su política expectante cuando, el 25 de junio de 1940, emitía el acuerdo ejecutivo que prohibía la permanencia en puertos y aguas territoriales de El Salvador de cualquier nave o tripulación de las “naciones beligerantes”.
La nueva gran guerra, esa “locura bestial” como la denominara el sabio renacentista Leonardo Da Vinci, estaba en marcha y las páginas de los principales periódicos salvadoreños le daban amplia cobertura, de datos locales, sometidos a la severa censura policial de los esbirros del general Hernández Martínez. De vez en cuando, alguna nota relacionaba al país con los sucesos mundiales, como cuando se alertaba a los residentes en la zona costera acerca de la posible presencia de submarinos alemanes “U”, manifiestos luego en el hundimiento de varios barcos mercantes en Puerto Limón (Costa Rica), Mar Caribe y Océano Atlántico, hechos en los que perdería la vida una decena de marinos salvadoreños.
Entre junio y julio de 1940, las notas periodísticas llamaban la atención sobre la suerte del doctor José Gustavo Guerrero, abogado nacional de proyección mundial que entonces fungía como magistrado presidente del Tribunal Internacional de La Haya (Holanda). Pero aquel soñador del fin de todas las guerras, aquel creyente en el arbitraje y en el Derecho Internacional estaba a salvo en Suiza, adonde llegó el 16 de julio de 1940, a bordo de un tren especial cedido por los nazis y en compañía de todo el personal del tribunal a su cargo.
Pocos meses más tarde, en noviembre de 1940, Richard von Heynitz, encargado de negocios de Alemania en el país, es encontrado muerto por su propia mano en su despacho. El crimen, cometido en un país con una alta tasa de población de origen germánico e italiano, nunca fue aclarado. Para ese momento, la Alemania nazi, con su aviación, sus divisiones Panzer (artillería motorizada), su marina y su infantería habían doblegado militarmente a muchos pueblos europeos y africanos, por lo que ya amenazaban la seguridad de los expectantes Gran Bretaña y Estados Unidos.
Entre sus garras de águila vencedora, los miembros de la Gestapo (policía judicial alemana) también habían tenido ocasión de detener e interrogar a algunos salvadoreños, como fue el caso de los hermanos Salvador y Paulino Cañas, intérpretes de la marimba “Azul y Blanco”, que se encontraban de gira europea. A otros, como a los hermanos Michel Martínez, Armando Torres, los hermanos Aguilar Trigueros, José Rodríguez, Rafael, Odette y Rubén Calderón h., Andrés Cañas y al resto de marimbistas de la “Atlacatl” los habían remitido a campos de concentración.
Para darle una mayor atención mediática a la guerra desde el ámbito nacional, el poeta y periodista Serafín Quiteño fundó el semanario capitalino El mundo libre, aparecido en marzo de 1941, en cuya plana de redacción incorporó al poeta y periodista sonsonateco Alfonso Morales Morales (1919-2004) y a los intelectuales hondureños Julio Connor y Medardo Mejía. En mayo de 1941, con la salida de Quiteño de la jefatura editorial, Morales Morales asumió el cargo y, a partir de ese momento, mantuvo a Connor y Mejía en sus empleos, contrató como corredactor al salvadoreño Alirio García Flamenco. Bajo su estímulo directo, el 20 de mayo de 1942, en el local de ese periódico surgiría el capítulo salvadoreño del Congreso Centroamericano de Intelectuales Antitotalitarios, en el que militaron Matilde Elena López, Claudia Lars, Pilar Bolaños, Alberto Quinteros h., Luis “Tito” Mejía Vides, el Dr. Salvador Ricardo Merlos, José Anastasio Miranda, Jacinto Castellanos Rivas, Alirio García Flamenco, Julio Connor, Víctor Manuel Alemán, Juan Francisco Ulloa, José Quetglas y otros hombres y mujeres más.
La guerra comenzaba a tener entonces un matiz de horror más cercano. Y fue entonces cuando se comenzó a escuchar en varios puntos de América Latina acerca de la “humanización del conflicto”. Mientras esto no llegara, las legaciones o representaciones diplomáticas centroamericanas y el Comité Internacional de la Cruz Roja abogaban por los prisioneros de guerra y procuraban su liberación y repatriación, vía Lisboa y Nueva York.
De Polonia a París, de Dunkerque a Moscú, de Normandía a Tokio, las noticias y fotografías de todos sucesos bélicos estremecían a la población salvadoreña y hacían ver que, pese a todo, la guerra tenía entonces un lado ganador. Al menos, así aparecía en las lecturas personales del péndulo martinista.
¡Extra, extra, estamos en guerra!
Pero aquel 8 de diciembre de 1941 todo cambió. El péndulo osciló de forma violenta. A las 12: 55 de la tarde, Hernández Martínez dio su discurso ante la Asamblea Nacional Legislativa, en el Palacio Nacional. Con sus palabras, el mandatario instó a los diputados a que le declararan la guerra al imperio japonés, lo cual quedó consignado en el decreto legislativo número 90, a la vez que decretaban el estado de sitio en todo el territorio nacional, con las consecuentes alteraciones a las garantías ciudadanas consignadas en la Carta Magna vigente desde 1886 y con reformas hechas durante ese gobierno.
Esas declaratorias las solicitó el presidente salvadoreño en concordancia con los designios de la Carta del Atlántico y la Declaración de las Naciones Aliadas, encabezadas por el presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt y el primer ministro británico Winston Churchill, documentos de intenciones globales emitidos el 14 de agosto de 1941y el 1 de enero de 1942.
La guerra ya no era un asunto del Eje contra Inglaterra y Estados Unidos. Ahora era una verdadera contienda mundial. Por ello, la población de San Salvador salió a marchar a las calles el día 10, en solidaridad con el pueblo de los Estados Unidos. Roosevelt comenzaba a ser mostrado y visto como un héroe de la Libertad global, cuyo nombre quedaría perpetuado en una calzada principal de la capital salvadoreña.
Quizá sin adivinar los alcances de su adhesión a los principios libertarios de la Carta del Atlántico, Hernández Martínez aceptaba el principio de que “todos los pueblos han de tener el derecho de elegir al régimen de gobierno bajo el cual han de vivir; y que se restituyan los derechos soberanos y la independencia a los pueblos que han sido despojados de ellos por la fuerza.”
Ante dichos principios, las personas y grupos que constituían la oposición antimartinista, acallados a fuerza de sangre, fuego y exilio, vieron llegar hasta ellos una bocanada de aire nuevo, un aliento político que recorría el mundo. Había que reorganizarse y comenzar a luchar de nuevo, porque las tiranías y dictaduras latinoamericanas debían caer y desaparecer.
Mientras tanto, el péndulo permanecía inmóvil, ajeno a estas acciones de la sociedad salvadoreña, dentro y fuera del país.