Apuestas perdidas
Por Héctor Dada Hirezi
Publicado el 24 de Octubre de 2013
La sociedad salvadoreña vive una crisis global, que afecta a todos los aspectos de la vida en común de los ciudadanos. Para decir un lugar común, pero no menos cierto, las crisis son problemas y oportunidades; o más bien, siguiendo el razonamiento del pensador italiano Antonio Gramsci, ese tipo de crisis se da en un proceso que lleva a una situación en la que lo viejo se niega a morir y lo nuevo no termina de nacer. Nuestra sociedad ha pasado por una serie de transformaciones fundamentales por más de medio siglo, que se han acelerado en los últimos tiempos sin que las dirigencias sociales y políticas asuman su responsabilidad de actuar sobre el país real, y no sobre los países imaginarios en el que muchos pretenden vivir. Sin entrar en un análisis detallado – teniendo en cuenta el carácter de este escrito – basta recordar la naturaleza de procesos que tienen los fenómenos sociales, y la necesidad de tener presente la dinámica que heredan del pasado, las condiciones reales de la situación presente y las perspectivas posibles de transformación que permite esa realidad, con la conciencia de que no actuamos sobre un ente social estático sino transformado y en dinámico proceso de transformación.
En 1989, cuando Arena asumió las riendas del país, las condiciones eran marcadamente diferentes a las actuales. No sólo había una situación de guerra interna que exigía su finalización, sino la dinámica social y las consecuencias de las reformas contrainsurgentes en medio de un conflicto armado (que fueron realizadas por la convicción de los Estados Unidos de que eran condición necesaria para tener espacios para ganar la guerra) requerían una definición de reconstrucción no sólo del aparato del Estado sino del mismo tejido social. La decisión del partido de derecha fue abrazar las obsesiones neoliberales y dejar que el mercado fuera el instrumento privilegiado de la reestructuración social, considerando al Estado como “parte del problema y no parte de la solución”. Eso sí, cuidando de tener la capacidad de utilizar patrimonialmente al Estado para reconstruir la cúspide del poder económico a través de la reprivatización de activos expropiados por las reformas contrainsurgentes.
Durante veinte años el país tuvo gobiernos del mismo signo. Tuvieron el tiempo y el espacio para construir un país próspero, aunque fuera con los criterios tan discutibles y tan poco equitativos como los del neoliberalismo. Además, con gobiernos de un partido de empresarios, por empresarios y para empresarios, la confianza de los inversionistas parecería garantizada. Pero los resultados no han correspondido a las apuestas y a las promesas de desarrollo planteadas.
El plan de gobierno 1989-1994, elaborado por FUSADES y asumido como propio por el candidato de ARENA Alfredo Cristiani, suponía – dicho muy sintéticamente – que la apertura comercial y la liberación de la acción del mercado produciría una dinámica económica basada en las exportaciones; la privatización de los sectores estatales, comenzando por la banca, sería elemento básico de un modelo centrado en los esfuerzos privados. La acumulación privilegiada permitiría tasas de ahorro que a través de la inversión producirían trabajo y derramarían el desarrollo que el mercado garantizaba. Al final de su gobierno, en vez de ser exportador neto, El Salvador fue crecientemente deficitario en su balanza comercial y, paradójicamente, los años de crecimiento dependieron de la satisfacción de la demanda pospuesta por la situación de guerra y por la acción de reconstrucción hecha desde el Estado, con recursos propios y de la comunidad internacional.
Luego se pasó a la apuesta de hacer del país una sola zona franca, que en poco tiempo – como expresó uno de sus impulsores – permitiría absorber a los seiscientos mil trabajadores del campo, en un país que suponían que había perdido su vocación agrícola. Esto implicaba una “simplificación impositiva” que dejaría al IVA el papel de casi única fuente fiscal, con la eliminación de muchos de los tributos existentes, así como centrarse en la competencia internacional de los bajos salarios. Estos esfuerzos del segundo gobierno de ARENA tampoco tuvieron éxito, y las reformas planteadas parecieron quedarse truncadas por la falta de respaldo de los poderes fácticos del país. Sin embargo, sus efectos negativos sobre el agro fueron notorios.
En ese mismo gobierno se tomó una decisión que sigue golpeando a las finanzas públicas: el esquema de privatización del sistema de pensiones. Pese a la franca crítica de expertos reconocidos internacionalmente, indicando que la forma – no la privatización en sí – estaba condenada a generar problemas fiscales casi insuperables, la reforma se aprobó tal cual la proponía el Órgano Ejecutivo con su mayoría automática en la Asamblea Legislativa. Las consecuencias que ahora tiene no es necesario señalarlas por obvias, pese a la posterior aprobación de un fideicomiso para ocultar el problema.
El gobierno del Presidente Francisco Flores hizo dos apuestas centrales: llevar a la práctica el sueño de dolarizar al país que no pudo realizar el Presidente Armando Calderón, y firmar un tratado de libre comercio con los Estados Unidos. La primera se volvió ley a finales del año 2000, y el 1 de enero del 2001 comenzó a implementarse con la mentira del bimoterarismo pese a la prohibición de emitir colones que contenía la ley. Esto, según sus corifeos, convertiría a El Salvador en un centro financiero competidor con el que desde hace años funciona en Panamá, además de dar estabilidad económica y ventajas crediticias que, a la vez que favorecerían a los consumidores, atraerían la inversión nacional y extranjera. Los hechos han mostrado que algunas ventajas son innegables, pero a un costo muy alto para el país, y que lejos de haber convertido a El Salvador en una centro financiero, el sector bancario nacional no soportó la competencia internacional en su esfuerzo de regionalizarse y ahora casi todo el sistema bancario está en manos de extranjeros, con sucursales que actúan localmente y que no pasan de ser agencias de muy bajo nivel de las grandes instituciones financieras internacionales. Y la inversión permanece básicamente en los niveles ya excesivamente bajos que históricamente ha tenido el país.
El CAFTA fue como el paroxismo de esta línea de pensamiento. El Ministerio de Economía ofrecía al país la creación de 400.000 empleos en los dos primeros años de su vigencia, y eso debido a que seríamos un gran atractivo para las inversiones destinadas a satisfacer la demanda del país del norte. Si a eso uníamos los efectos del tratado de libre comercio con Chile y con México, la cifra crecía apreciablemente. Los hechos son tozudos, y de nuevo hubo una apuesta que no se ganó. Como dijo hace poco un dirigente empresarial, “no perdimos, porque al menos salvaguardamos los empleos de la maquila que el trato de la Iniciativa del Caribe nos había permitido tener”.
Los logros que se atribuyen al “modelo” aplicado se basan fundamentalmente en la disminución de la pobreza. Se habla de cerca del 20% de la población que entre 1989 y 2004 dejó de ser pobre. No discutimos la cifra, que es muy probable que sea real; lo que como economistas nos extraña es que casi corresponde al volumen de migrantes que se supone han salido hacia el norte, y que dada esta realidad y el monto de remesas que el país ha recibido (una política social privada de pobres a pobres) es sorprendente que se continúe con cifras de pobreza tan altas, salvo que el funcionamiento de la economía interna tuviera una tendencia a producir pobres que fuera superada por los efectos de la migración y las remesas. Lo que sí es constatable es que el objetivo de concentrar riqueza se logró, aunque éste no se transformó en un coeficiente de inversión más elevado como decía el supuesto.
Si las apuestas se perdieron, si no se tuvo éxito en los objetivos estratégicos de las políticas, lo que es real es la creación de condiciones y realidades estructurales coherentes con esos objetivos perdidos y que no es fácil revertir, que ha supuesto una limitación de la capacidad de acción del Estado y problemas para lograr productividad. No discuto que el Gobierno de Mauricio Funes teóricamente pudo haber avanzado más en y revertir algunas realidades centrales heredadas que dificultan el desarrollo; eso nos introduciría al análisis de las posibilidades reales, que rebasa estas líneas. Lo que es cierto es que recibió una situación en la que no tiene mayor espacio de acción a partir de la utilización de instrumentos de política monetaria o comercial, con una situación fiscal deplorable, y tampoco ha asentado un poder social y político que le de más espacio. El peso de las apuestas perdidas durante veinte años sigue – y seguirá por algún tiempo – limitando las posibilidades de crecimiento del país, así tengamos algunos respiros momentáneos como en el pasado. Y ninguno de los aspirantes a conducir el país – a partir de sus respectivos discursos – parece enfrentar esta realidad.