Postmodernidad y experiencia temporal: Fredric Jameson

Postmodernidad y experiencia temporal: Fredric Jameson
David Sánchez Usanos
Universidad Autónoma de Madrid

A lo largo de las siguientes páginas nos ocuparemos de examinar lo que consideramos una de las propuestas teóricas contemporáneas más sólidas en lo que respecta a la experiencia temporal. Se trata de la realizada por Fredric Jameson (de forma ubicua a lo largo de su obra y siempre en relación a un término a cuya acuñación contribuyó de manera decidida: el postmodernismo).
Fredric Jameson y el postmodernismo

Fredric Jameson es sin duda uno de las principales figuras intelectuales de la segunda mitad del siglo XX. Su carrera se ha desarrollado siempre dentro del ámbito de la teoría y crítica literaria, pero debe su mayor fama a su labor como crítico de la cultura (aspecto en realidad inseparable del anterior, como veremos).

Podemos considerarle con justicia un pionero en la introducción en Norteamérica de las principales corrientes de pensamiento crítico contemporáneo procedentes de Europa (algo de lo que dice sentirse muy orgulloso), labor que llevó a cabo mediante sus libros: Marxism and form; twentieth-century dialectical theories of literature y The prison-house of language; a critical account of structuralism and Russian formalism.

Es también autor de originales y reputados estudios en el ámbito de la teoría literaria como: The Political Unconscious: narrative as a social symbolic act (en el que se dan cita desde la semiótica de Greimas a la hermenéutica medieval pasando por las sutiles distinciones causales de Lukács). Pero, como decíamos, resulta mucho más conocido por su faceta de crítico de la cultura.
Con el artículo «Postmodernism, or The Cultural Logic of Late Capitalism», posteriormente ampliado hasta conformar un libro del mismo nombre, alcanzó reconocimiento internacional fuera del campo de los estudios literarios. Entre sus últimas obras traducidas al castellano cabe destacar: El giro cultural. Escritos seleccionados sobre el posmodernismo 1983-1998 (1999, Buenos Aires, Manantial), Una modernidad singular. Ensayo sobre la ontología del presente (2004, Barcelona, Gedisa) y Arqueologías del futuro: el deseo llamado utopía y otras aproximaciones de ciencia ficción (2009, Madrid, Akal); y su, por el momento, último libro publicado es Valences of the Dialectic (2010, Londres y Nueva York, Verso). Actualmente es profesor 1 en la universidad de Duke (Carolina del Norte, Estados Unidos).

A pesar de ser norteamericano se tiene a sí mismo por un «eurocéntrico», tanto su formación como sus principales referencias intelectuales así lo atestiguan. Realizó su tesis doctoral sobre Sartre, y quizá Adorno pueda considerarse su principal referente estilístico, su obra Filosofía de la nueva música (Tubinga, 1949) ejerció una tremenda influencia sobre él, especialmente el modo en que allí se ponen en relación estructura socioeconómica y manifestación cultural (la sociedad industrial y de masas y las composiciones de Arnold Schoenberg e Igor Stravinski).

Desde el comienzo de su carrera parece empeñado en una vindicación del pensamiento dialéctico, del examen de los fenómenos en toda su complejidad (y ambigüedad), huyendo de simplificaciones y combatiendo la, en su opinión, tendencia hacia la especialización y fragmentación dominante en el pensamiento angloamericano (y desde luego no ajena a los procesos análogos que se llevan a cabo en la producción industrial).

El marxismo supone para él, ante todo, un marco teórico, un instrumento de trabajo desde el cual proyectar su labor crítica. Lejos de cualquier ortodoxia, si por algo se caracteriza nuestro autor es por incorporar de manera fecunda elementos de la más diversa procedencia. Su lectura de Marx se encamina a subrayar lo que de Hegel hay en él (es decir, lo dialéctico); también emplea conceptos del psicoanálisis (Freud y Jacques Lacan) o de la semiótica (el cuadrado de Greimas) dándoles una nueva dimensión e integrándolos armónicamente en su propuesta teórica.

Algunos de los puntos en los que ésta se substancia son los siguientes:
˗ Vivimos en un momento del modo de producción capitalista en el que éste ha ocupado por completo la totalidad del globo y, lo que es más, el espectro completo de la actividad humana. Lo que antes podían constituir espacios autónomos desde los que ejercer la crítica, como el arte y la cultura, se rigen en estos momentos por los mismos parámetros comerciales que cualquier otro segmento de mercado.
˗ Hay, por tanto, una estrecha conexión entre la estructura socioeconómica que se da en un momento determinado y las manifestaciones culturales y artísticas que le son contemporáneas.
˗ La producción artística y cultural puede ser empleada como «material de diagnóstico» a partir del cual el intelectual y el teórico pueden examinar la tendencia de una determinada época, los anhelos e insatisfacciones colectivas que se manifiestan (con mayor o menor grado de inmanencia) en el texto artístico y literario.
˗ El modo de rastrear esa presencia de deseos insatisfechos en, por ejemplo, la literatura de una época no ha de ceñirse, al decir de Jameson, en la atención exclusiva a determinados contenidos a los que tradicionalmente se les atribuye una significación político-social desde la crítica literaria marxista. Es la propia relación entre forma y contenido la que ha de ser repensada a partir del modo en que los materiales disponibles en un momento histórico particular (que vienen determinados, claro está, por las condiciones sociales imperantes en ese momento) parecen exigir un determinado tratamiento formal.
Lo característico de los análisis de Jameson será, por tanto, un extraordinario rigor a la hora de examinar la estructura y materialidad del texto pero que, lejos de quedarse en un mero formalismo, relaciona esos dispositivos formales con la circunstancia socioeconómica que los envuelve. Y es que concibe la suya como una tarea esencialmente política, encaminada a reinscribir la historia en el seno mismo del texto y, en general, a tratar de recuperar cierto «sentido histórico» (en relación, por ejemplo, a la idea del carácter construido ―y por tanto transformable― de nuestro orden social) que parece ciertamente adormecido en nuestra época.
Por lo que respecta a la dimensión política (y económica) de su trabajo, creemos esencial mencionar la influencia del economista alemán Ernst Mandel de quien Jameson adopta su secuencia de las fases del capitalismo presentada en Der Spätkapitalismus.
Ofrecemos a continuación el modo en que Jameson recoge y adapta la mencionada evolución histórica del modo de producción capitalista vinculando cada una de sus fases (o «largas olas» del capitalismo) con la pauta cultural dominante que le corresponde en el tiempo :
1. Una primera fase, o «capitalismo nacional», puede ser descrita en términos de un capitalismo de tipo clásico donde el intercambio y la producción tienen lugar en el interior de cada país (que esté lo suficientemente avanzado en términos de industrialización, claro está). La pauta cultural dominante en esta fase es el «realismo».
2. En una segunda fase, «monopolista» o «imperialista», se crean grandes compañías que ejercen su influencia sobre terceros países de forma colonial. En el ámbito cultural es el momento del «modernismo».
3. En una tercera fase, las compañías pasan a ser multinacionales que extienden su área de influencia a todo el orbe y cuyas relaciones ya no cabe interpretar en los términos de las fases previas. La producción industrial se ve transformada completamente debido al exponencial avance tecnológico, la irrupción de la televisión, los medios de comunicación de masas y la informática. Esta transformación afecta al arte, la cultura, la política y a la práctica totalidad de la actividad humana. A este periodo del capitalismo «avanzado» o «tardío» le corresponde, en lo que respecta a la producción cultural, el postmodernismo.
El final de la segunda fase ―a la que corresponde el modernismo― tuvo lugar cuando acabó la tarea de reconstrucción tras el fin de la II Guerra Mundial. Y a pesar de que el estilo arquitectónico al que originalmente se refería el término postmodernismo hace tiempo que fue abandonado, en modo alguno eso significa que hayamos ingresado en un nuevo ―y distinto― orden socioeconómico. Estructuralmente nada ha cambiado ―tampoco tras el once de septiembre―, luego, siempre según Jameson, seguimos inmersos en la misma situación.
Fredric Jameson no inventó el término postmodernismo que, como decimos, fue usado con profusión en los debates de teoría arquitectónica de finales de los 70 y que, más o menos por la misma época, fue empleado por el crítico y teórico de la literatura norteamericano Ihab Hassan . Aunque su mayor difusión quizá se deba a un oscuro librito de Jean-François Lyotard: La condition postmoderne: rapport sur le savoir escrito en 1979 que poca justicia hace a la brillantez de que hace gala su autor (siempre en otras obras, como decimos); a pesar de esa circunstancia, dos son, en nuestra opinión, las figuras que de quienes podemos hablar como «los pensadores de la postmodernidad»: Jean Baudrillard y quien nos ocupa, Fredric Jameson.
La definición más precisa de qué entiende Jameson por «postmodernismo» nos la da el subtítulo de su obra más conocida, a saber el posmodernismo es precisamente «la lógica cultural del capitalismo avanzado».
Aunque por momentos puedan usarse como términos equivalentes, en un sentido estricto podríamos decir que mientras que «postmodernidad» hace referencia al momento histórico, o «situación», que atravesamos, «postmodernismo» es el nombre que recibe la pauta o estilo que gobierna las manifestaciones artísticas y culturales que se producen bajo esa situación determinada (que es y sigue siendo la nuestra: a saber la de un capitalismo refinado frente al que no se atisban alternativas, que se extiende por la totalidad del globo y cuya «lógica» controla facetas que antes escapaban a su dominio: la naturaleza, el arte o la propia psique).
El prefijo «post» proporciona una carga de paradoja a ambos términos ―postmodernidad, postmodernismo― que quizá haya contribuido en no poca medida a su difusión. Si por «moderno» entendemos tanto lo opuesto a lo clásico o a lo antiguo, como lo que, siendo contemporáneo, parece más avanzado de acuerdo a algún criterio, su referencia siempre parece estar situada en el presente.
Más aún, podríamos decir que lo moderno es lo que, aún dentro del presente, se encuentra más próximo al futuro. Y dado que «post» significa invariablemente aquello que viene después o detrás de algo (que es posterior, en suma), «postmodernidad» o «postmodernismo» significarían respectivamente, aquello que viene después de la modernidad o, por lo que respecta al estilo artístico, lo que sucede al modernismo; es decir algo que, por la contemporaneidad implícita en ambos sustantivos, no puede darse.
«Postmodernidad» y «postmodernismo» implicarían, por tanto, sendos juicios acerca de la modernidad y el modernismo: las características propias de la modernidad y el modernismo se siguen dando pero de un modo distinto, degradado, debido a que el contexto de referencia de ambos términos ha cambiado (para Jameson esa diferencia consiste, lo estamos viendo, precisamente en el ingreso en una nueva fase del modo de producción capitalista que, tras los cambios tecnológicos y sociales acaecidos tras la segunda guerra mundial, ha adoptado una forma que podría considerarse más pura y adecuada a la descripción que hiciese Karl Marx en El Capital que la que el propio Marx conoció en vida).
Evidentemente el significado de postmodernidad y postmodernismo vendrá determinado por qué se entienda por modernidad y modernismo, algo que varía enormemente en función del área de conocimiento que elijamos (y también del ámbito geográfico-intelectual). Por lo que respecta al modernismo sí consideramos necesario compartir con el lector un apunte de Octavio Paz que consideramos sumamente clarificador:
Hacia 1880 surge en Hispanoamérica el movimiento literario que llamamos modernismo. Aquí conviene hacer una pequeña aclaración: el modernismo hispanoamericano es, hasta cierto punto, un equivalente del Parnaso y del simbolismo francés, de modo que no tiene nada que ver con lo que en lengua inglesa se llama modernism. Este último designa a los movimientos literarios y artísticos que se inician en la segunda década del siglo XX; el modernism de los críticos norteamericanos e ingleses no es sino lo que en Francia y en los países hispánicos se llama vanguardia. (Paz, 2008, p. 98)
Tenemos entonces que tanto «postmodernidad» como «postmodernismo» señalan un cierto fracaso de sus referentes originales; en el caso de la postmodernidad la modernización, la modernidad o incluso la Ilustración, y respecto al postmodernismo, el proyecto estético de oposición a la cultura de masas y de renovación de la percepción que supuso el modernismo (usamos el término en el sentido del angloamericano más arriba mencionado).
Fracaso, decimos, porque de algún modo se entiende que ambos movimientos se han agotado sin lograr sus propósitos originales (sin cumplir las expectativas, o promesas, que habían suscitado), pero la situación es tal que no contamos con un andamiaje teórico propio que nos permita definir de una manera autónoma» ni lo que sucede en el ámbito socioeconómico (postmodernidad) ni en el artístico-cultural (postmodernismo) y nos vemos obligados a emplear una terminología un tanto parasitaria (que, de paso, conserva en la memoria la conciencia de aquel fracaso). Parece, en definitiva, como si el tiempo se hubiese detenido para nosotros. Yen el examen de este fenómeno consiste precisamente nuestra propuesta.
Experiencia temporal
A nuestro juicio uno de los aspectos más sugerentes del retrato de la postmodernidad que realiza Jameson es su insistencia en la superioridad del espacio sobre el tiempo como categoría rectora fundamental de la experiencia contemporánea.
Este predominio del espacio ―como tema y motivo, pero también como «tono espiritual»― resulta patente en las manifestaciones artísticas y culturales (así como en las preocupaciones teóricas) de nuestra época. La crónica de la historia intelectual de occidente se parece a menudo a la enumeración de los sucesivos bandazos de las preocupaciones y motivos de cada generación respecto a aquella que la ha precedido en el tiempo.
En opinión de Jameson el modernismo se distinguió fundamentalmente por su interés por la cuestión del tiempo, a este respecto la mención a À la recherche du temps perdu (1913-1927) de Marcel Proust resulta ya un lugar común, pero ahí están también, por ejemplo, Sein und Zeit (1927) de Martin Heidegger o el comienzo de Four Quartets (1944) de T. S. Eliot:
El tiempo presente y el tiempo pasado quizá estén ambos presentes en el tiempo futuro, Y el tiempo futuro contenido en el tiempo pasado. Si todo tiempo está eternamente presente todo tiempo es irredimible.
Pero, más allá de estas referencias, podría decirse que para el modernismo intelectual y literario, la cuestión del tiempo era sencillamente la cuestión. Los cambios experimentados después de la II Guerra Mundial en la configuración económica y social del globo (expansión del capitalismo, consolidación de la sociedad de masas…) determinan a su vez una modificación en la estructura psíquica del individuo.
Ello se ve reflejado tanto en el arte y la cultura de la postmodernidad como en el tipo de patologías a las que somos más propensos. En ambos casos lo que se observa es una sustitución del tiempo por el espacio como elemento central y determinante. Las siguientes palabras de Fredric Jameson en su célebre artículo sobre el postmodernismo resultan muy claras al respecto:
Sin embargo el decaimiento de la afectividad puede resultar también caracterizado, en el contexto más limitado de la crítica literaria, como el decaimiento de los grandes temas del alto modernismo acerca de las temporalidad, los misterios elegíacos de la durée y la memoria (algo que debe ser entendido completamente como una categoría de la crítica literaria asociada tanto al alto modernismo como a las propias obras).
En cambio se nos ha dicho a menudo que ahora habitamos lo sincrónico en lugar de lo diacrónico, y creo que resulta al menos empíricamente discutible que nuestra vida cotidiana, nuestra experiencia psíquica, nuestros lenguajes culturales, están hoy en día dominados por categorías espaciales antes que temporales (como sucedía en el período precedente del alto modernismo). (Jameson, 1991, p. 16)
Ese cambio en la disposición afectiva del individuo está en entrecha conexión con el «destino» de la experiencia temporal en la postmodernidad. Así, «Alienación» o «angustia» resultaban términos precisos para referirse a trastornos o estados de ánimo característicos de la modernidad. Pero para que se den tales sentimientos resulta imprescindible que el individuo disponga de la experiencia de una situación distinta (vivida o evocada) con la que comparar su quehacer cotidiano y concluir, en su caso, el carácter inauténtico, empobrecedor y enajenante de éste.
Pero ese cotejo resulta inviable en la postmodernidad, el modo de producción capitalista ocupa la totalidad de la realidad (y la imaginación), el individuo se encuentra desorientado ante una circunstancia (la del capitalismo tardío multinacional) que le envuelve pero que es incapaz de representarse, la imposibilidad de organizar su experiencia de un modo lineal y coherente es uno de los síntomas de esa situación.
Es por ello por lo que, siempre según Jameson, a la hora de hablar de la disposición mental que distingue a la postmodernidad términos como «fragmentación» y «esquizofrenia» resultan más apropiados.
El propio pasado se ha convertido en una suerte de depósito, de almacén disponible de motivos e imágenes de los que surtirse a la hora de confeccionar cualquier producto en el presente. El pasado ya no constituye un referente real que precedió a nuestro presente, su naturaleza, en nuestra postmodernidad, es casi ficcional, toda vez que muchos de sus elementos están presentes (recreación constante de estilos y tendencias que se mostraron exitosos; exposición continuada ―y a veces agotadora― a determinados productos y acontecimientos, tanto ficticios (películas o canciones de otras épocas) como reales (el asesinato de Kennedy, el atentado contra las torres gemelas).
Si bien nuestra época parece vivir en un «presente perpetuo» ―fruto de la incapacidad que tenemos tanto de representarnos la totalidad del sistema capitalista, como de imaginar un futuro realmente distinto (más allá de la escatología catastrófica)―, se encuentra, por otro lado, aquejada de una especie de «fiebre historicista» o compulsión por consumir otras épocas, otros momentos históricos (el fenómeno editorial de la novela histórica o la presencia constante de eventos como la II Guerra Mundial en videojuegos y películas son sólo algunas de sus muestras), que son interpretados más como motivos de evasión o elementos asociados a nuestra identidad (construida en torno a nuestros pasatiempos y aficiones) que como hechos realmente acontecidos.
Para Jameson, entonces, las cuestiones del tiempo y la temporalidad, son algo anacrónico, asuntos del pasado. En el año 2003 nuestro autor publicó un artículo con el provocador título de «El fin de la temporalidad» en el que comenzaba afirmando:
¿Después del fin de la historia, qué? No se divisan nuevos comienzos, sólo puede ser el final de algo más. Pero el modernismo ya terminó hace tempo y con él, presumiblemente, el tiempo mismo, del mismo modo que se ha rumoreado mucho con que el espacio ha sustituido al tiempo en el esquema ontológico general de las cosas.
Como mínimo el tiempo se ha convertido en un ser inexistente y la gente ha dejado de escribir acerca de él. Los novelistas y poetas lo han abandonado asumiendo, de modo enteramente plausible, que había sido ampliamente tratado por Proust, Mann, Virginia Woolf y T.S. Eliot y dejó pocas oportunidades de innovación literaria para el futuro.
Los filósofos también lo dejaron dado que, aunque Bergson seguía siendo letra muerta, Heidegger todavía seguía publicando un libro póstumo al año sobre el asunto. (Jameson, 2003, p. 695)
Naturalmente nuestro autor no está diciendo que el tiempo no exista, sino que ha dejado de ser la preocupación literaria y filosófica central, tal y como sucedía en la época inmediatamente anterior a la nuestra. El hecho de que el espacio le haya arrebatado ese puesto es, de hecho, un síntoma que nos permite distinguir históricamente nuestro período. Basta atender al espectacular incremento de libros publicados en torno esa cuestión o al auge académico experimentado.
Así que el dictum de que el tiempo era la nota dominante de lo moderno (o del modenismo) y que el espacio lo es de lo postmoderno tiene un significado a la vez temático y empírico: que lo que hacemos, de acuerdo con los periódicos y las estadísticas de Amazon, es lo mismo que lo que decimos que estamos haciendo. No veo cómo podemos evitar identificar en esto un cambio epocal, y ello afecta tanto a las inversiones (galerías de arte, comisiones de construcción) como a las cosas más etéreas también denominadas valores. (Jameson, 2003, p. 696)
Una de las claves de las innovaciones formales del modernismo reside, al decir de Jameson, en que el modernismo es ante todo la respuesta estética a una modernización incompleta. El capitalismo aún no se había implantado por completo, amplias zonas del occidente europeo aún se regían por sistemas más parecidos a lo que se daba en la Edad Media, todavía existían contrastes entre campo y ciudad, metrópolis y colonia, campesinado e industria.
La apreciación crítica de la nueva forma de vida que significaba el capitalismo únicamente resulta posible a partir del elemento comparativo que suponen esos otros órdenes y formas de producción que, como sabemos, terminarán por ser abolidos. La experiencia del tiempo que propiciaban la vida urbana y el trabajo en el taller fabril era completamente diferente de aquella que había regido hasta ese momento (más apegada a los ciclos naturales de las cosechas, a las estaciones o a la alternancia del sol y la luna). Con la progresiva extensión del modo de producción capitalista desaparece, entre otras cosas, toda experiencia alternativa del tiempo, esa homogeneidad de la experiencia parece entonces quedar mejor definida por un patrón espacial.
Espacio, además, cuyo dibujo proviene del progresivo aumento, tanto en intensidad como en extensión, de la planificación, la racionalización y control que se da en cada una de las mencionadas fases que atraviesa el modo de producción capitalista con respecto a la anterior. Ello conduce, como hemos señalado con anterioridad, a que en la postmodernidad no existan zonas ajenas a la lógica de la mercancía.
La intervención de Mandel en el debate postindustrial implica la proposición de que el capitalismo tardío, multinacional o de consumo, lejos de ser inconsistente con el gran análisis de Marx llevado a cabo en el siglo diecinueve, constituye, al contrario, la forma más pura de capital que hasta el momento ha emergido, una prodigiosa expansión del capital en áreas hasta el momento no mercantilizadas. Este capitalismo más puro de nuestro propio tiempo elimina, por lo tanto, los enclaves de organización precapitalista que habían sido tolerados hasta el momento y los explota de un modo tributario.
En conexión con esto, uno se siente tentado a hablar de una nueva e históricamente original penetración y colonización de la naturaleza y el inconsciente: esto es, la destrucción de la agricultura precapitalista del tercer mundo por medio de la Revolución Verde, y el auge de los medios de comunicación de masas y la industria publicitaria. En cualquier caso, habrá quedado suficientemente claro que mi propia periodización cultural de las fases de realismo, modernismo y postmodernismo está tanto inspirada como confirmada por el esquema tripartito de Mandel. (Jameson, 1991, p. 36)
El nuevo espacio en que consiste la experiencia contemporánea de la postmodernidad posee dos características que llaman la atención sobre las demás.
1. La desaparición del cambio
Dado que la forma mercancía ocupa todo el espacio de lo posible y que el modo de producción capitalista en su fase avanzada constituye la única experiencia del mundo que posee el individuo contemporáneo, la estructura socioeconómica ha dejado de vivirse como histórica y es contemplada, en cambio, como natural.
Fruto de esta situación acontece en nuestra psique un fenómeno ciertamente inquietante: la incapacidad para percibir los cambios (debido a que, quizá tomado el sistema en sus conjunto, efectivamente no acontezca cambio alguno) que a su vez está relacionada con esa falta de sentido histórico (o falta de aptitud para percibir la historicidad de determinados estamentos e instituciones ―el hecho de que tengan un origen en el tiempo y que puedan tener un final o verse alterados―) que Jameson se empeña en denunciar y conjurar una y otra vez (no se equivoca quien crea ver en este punto la influencia de Bertol Brecht y su táctica de «extrañamiento» u ostranenie ).
El apego al presente ―o «presente perpetuo» que anunciábamos líneas más arriba― adquiere numerosas formas, una de ellas es la moderna preocupación contemporánea por el cuerpo: Pues la reducción al presente, desde esta perspectiva, es también una reducción a algo más, algo bastante más material que la eternidad como tal. En realidad parece suficientemente claro que cuando no se tiene nada salvo el presente temporal, se sigue que no se tiene nada salvo el propio cuerpo. Por tanto la reducción al presente puede también ser formulada en términos de una reducción al cuerpo como el presente del tiempo.
Este movimiento explica la proliferación de teorías que se dan hoy en torno al
cuerpo y su valoración (así como la de su experiencia) como la única forma auténtica de materialismo. Pero un materialismo basado en el cuerpo individual (que de nuevo se encuentra en la investigación contemporánea en relación al cerebro y la filosofía de la mente y también en torno a las drogas y la psicosis) se identifica con el materialismo mecánico que proviene más de la Ilustración del siglo XVIII que del materialismo histórico y social como el que surgió de Marx y de una visión del mundo propiamente histórica (del siglo XIX). (Jameson, 2003, pp. 712-713)
Evidentemente ello no quiere decir que Jameson se sitúe políticamente en contra de aquellos que protagonizan esas vindicaciones (antes al contrario) , pero lo que critica nuestro autor es la función efectiva que cumplen dichas teorías en el capitalismo tardío, o lo que es lo mismo, las analiza en tanto que síntomas del propio sistema que dicen combatir / denunciar (algo parecido a lo que nuestro autor realizaba a propósito del estructuralismo y el postestructuralismo en The prison-house of language).
Hemos de afirmar, no obstante, que Jameson huye siempre de cualquier tipo de posición «moralizante» y, como respecto al postmodernismo o al propio capitalismo, evita hablar de bueno / malo también en este caso: «No es tanto lo correctas o incorrectas que tales teorías sean lo que aquí nos ocupa; en realidad, ya he sugerido que éstas no son las categorías adecuadas con las que juzgar cualquier posición intelectual de hoy en día, que más bien deben ser evaluadas en términos de la experiencia del mundo que organizan y reflejan así como de las funciones ideológicas a que sirven. En el caso de la reducción al presente y al cuerpo, es más importante subrayar los modos en que todas estas teorías reproducen la tendencia más profunda del propio orden socioeconómico.» (Jameson, 2003, p. 713) .
2. Desorientación
La desorientación es propia de la condición urbana del tardocapitalismo. Si por algo se caracteriza nuestro presente es por la cantidad de antiguas barreras que han desaparecido («todo lo sólido se desvanece en el aire» decían Marx y Engels en el Manifiesto comunista). La mencionada expansión e implantación del modo de producción capitalista ha acabado, lo veíamos desde el principio, con la antigua autonomía que ostentaban el arte y la cultura.
Ello no ha redundado en la desaparición del arte y la cultura. No al menos de un modo convencional. Lo que ha sucedido, más bien, es el aumento desmedido de aquello que es susceptible de ser considerado arte o cultura, asistimos a lo que podríamos denominar una «pan-estetización». Si en esta atmósfera cabe hablar de muerte del arte, dicho deceso hemos de atribuirlo sin ningún género de dudas, a su éxito. Si cabe decir que en nuestra época el arte ha muerto ―lema ya acuñado por Hegel― desde luego ha muerto de éxito.
Lo que sí resulta muy diferente en la postmodernidad respecto a la época del modernismo inmediatamente precedente es el desmantelamiento de la antigua frontera entre alta y baja cultura, o entre arte y cultura de masas. El artista del modernismo tenía conciencia de ser un desclasado, ante el nuevo orden que se estaba fraguando le acompañaba siempre un reconfortante sentimiento de marginalidad (asunto bien distinto es el posterior ingreso de las principales obras y artistas de ese período en el canon académico). Gustaba de percibirse a sí mismo y a su producción enfrentada a las mercancías destinadas al consumo masivo.
La progresiva incorporación de elementos procedentes de esa cultura de masas en la obra artística (primero, cierto es, bajo una voluntad ciertamente irónica) terminó por conducir (Andy Warhol es el ejemplo más citado) a un mimetismo casi absoluto. El predominio del collage y el kitsch en la postmodernidad (algo que no debe desvincularse de la compulsión historicista que mencionábamos más arriba) ha de entenderse dentro de esta tendencia.
Otra de las fronteras que se han desvanecido es la antigua distinción entre campo y ciudad. Con el sometimiento de la naturaleza (otrora fuente de lo sublime e indómito) a la disciplina industrial no existe hoy en día nada distinto a la ciudad. Nuestro mundo es un mundo urbano que desconoce, por ejemplo, los antiguos ritmos de la cosecha y las estaciones que servían, durante el período modernista, de contrapeso a la experiencia del tiempo impuesta por la producción fabril.
La ciudad postmoderna, como el sistema económico al que pertenece, ya no se encuentra, además, planificada de acuerdo a dimensiones y necesidades humanas. Cada vez resulta más difícil orientarse en ellas (a este respecto quizá la ciudad norteamericana de Los Ángeles sea uno de los ejemplos supremos). En general podemos decir que la sensación del individuo en el espacio postmoderno (es decir, del habitante de la gran ciudad) es la de un extravío permanente.
Se trata de un fenómeno físico pero, sobre todo, mental ya que enlaza con lo comentado acerca de la imposibilidad de generar una representación total del sistema, de la red del capitalismo mundial (de la que tenemos experiencia pero respecto a la cual carecemos de una imagen que nos permita orientarnos y actuar) y que, entre otras cosas, tiene un efecto paralizante pues las representaciones (incompletas) a las que tenemos acceso nos transmiten esa inmensa complejidad del sistema: «un desplazamiento convulso en nuestra cartografía cognitiva de la realidad que tiende a privar a la gente del sentido de hacer o producir esa realidad, de situarlos frente a la realidad de circuitos pre-existentes que carecen de agente, y condenarles a un mundo de recepción puramente pasiva.» (Jameson, 2003, p. 702) .
Pero Fredric Jameson, insistimos, no es que abogue por la desaparición del tiempo, de hecho apuesta fuerte por la historia. Lo que distingue, de hecho, al período histórico en el que estamos respecto a otros es precisamente el modo en que experimentamos el tiempo. Esa «espacialidad», imposibilidad de pensar el cambio y desorientación que nos caracteriza tiene como resultado una parálisis del juicio crítico y, por tanto, de la acción política.
Encaminado a corregir esa situación nuestro autor se esfuerza por hacer patentes esos rasgos mediante el análisis de productos artísticos y culturales contemporáneos (el primer paso para el cambio de una situación es percibirla; en este sentido Jameson siempre ha interpretado la labor del crítico literario como una tarea eminentemente política) y aboga también por una transformación de nuestra percepción (lo cual revela, por cierto, su educación bajo el canon modernista, pues ésa era ―la renovación de las facultades perceptivas― una de las máximas aspiraciones de los artistas de la época) de modo que volvamos a pensar la historia.
En una época, la postmodernidad, caracterizada por el dominio de lo espacial, y en un autor que reniega de todo humor nostálgico, la «solución» no puede provenir nunca de una estética, un arte y unas condiciones socioeconómicas pasadas pues ya no son las nuestras. Hemos de ser responsables y asumir nuestro propio tiempo, en este sentido Jameson confía en una propuesta artística y cultural ―a la que se refiere de un modo un tanto vago con el nombre de «cartografía cognitiva» ― que tenga siempre un horizonte pedagógico – político, que nos permita orientarnos a través de mapas cognitivos que nos procuren una experiencia más satisfactoria y nos permitan hacernos cargo de nuestro propio tiempo (y su eventual transformación).
Una estética de cartografía cognitiva ―una cultura pedagógica y política que busque dotar al sujeto individual con un nuevo sentido intensificado de su lugar en el sistema global― necesariamente tendrá que respetar la ahora enormemente compleja dialéctica representacional e inventar formas radicalmente nuevas de cara a hacerle justicia.
Claramente esto no es entonces una llamada a un retorno a algún tipo de sistema más antiguo, un espacio nacional más antiguo y transparente, o algún enclave más tradicional y tranquilizador desde el punto de vista de la mímesis o la representación: el nuevo arte político (si es que resulta posible) tendrá que mantener la verdad del postmodernismo, es decir, de su objeto fundamental ―al mismo tiempo que logra tremendo avance en una manera, aún inimaginable, de representarlo― en el cual debamos de nuevo comenzar a captar nuestra posición como sujetos individuales y colectivos y recuperemos la capacidad de actuar y luchar que ahora mismo se encuentra neutralizada por nuestra confusión tanto social como espacial.
La forma política del postmodernismo, si hay alguna, tendrá como su vocación la invención y proyección de una cartografía cognitiva global, a escala tanto social como espacial. (Jameson, 1984, p. 92 y final)
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Proust, Marcel (1913-1927), À la recherche du temps perdu, París, Gallimard

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