La conformación histórica de una memoriosa institución original

Los militares, los diplomáticos, todos los profesionales dan mayor valor a la historia de la institución a la que pertenecen que los profesores universitarios a la historia de la universidad en general y a la de aquélla en la que trabajan, afirma Buarque (1993: 82), quien sostiene que ese desprecio resulta en parte de la visión departamentalizada que ve a la curiosidad histórica como una obligación de historiadores, así como un exotismo extravagante y poco serio cuando la desempeñan docentes de otras áreas. Ese desprecio por la historia, afirma el autor citado, dificulta la comprensión y la superación de la crisis actual. Coincidiendo con ese punto de vista, desde nuestra preocupación por el futuro, comenzamos por una mirada al pasado.

La Universidad Hispanoamericana

Suele hablarse de la Universidad Latinoamericana. Pero, cuando se mira a la historia, una división se impone. En la sección americana del imperio portugués la universidad realmente no existió, mientras que, en la América que fuera conquistada por los españoles, la universidad es una institución cuya trayectoria de más de cuatro siglos se inicia con la conquista misma, y se vio profundamente alterada por una “revolución”, el Movimiento de la Reforma Universitaria, que se desencadenó cuando en Brasil la universidad, en sentido propio, todavía no existía.

“En América Latina y el Caribe, la Universidad fue creada antes que el resto de la educación y, por muchísimo tiempo, fue la única institución que impartió enseñanza postsecundaria. A menos de medio siglo del descubrimiento, cuando ‘aún olía a pólvora y todavía se trataba de limpiar las armas y herrar los caballos’, según la frase del cronista Vázquez, se establece en Santo Domingo, en 1538, la primera Universidad del Nuevo Mundo.” (Tünnerman, 1996: 17) En 1551 se crean las Universidades de San Marcos de Lima y de México, cuando todavía no había ninguna en lo que sería los Estados Unidos. “A la época en que Harvard fue fundada (1636) América Latina contaba con 13 Universidades, que llegaron a 31 al producirse la independencia.” (ídem)

Entre las potencias coloniales europeas, la prioridad acordada a la fundación de universidades en tierras colonizadas constituye una verdadera excepción española. Portugal, por el contrario, consideró a la obligación de estudiar en la metrópoli, impuesta a quienes quisieran acceder a la universidad y hubieran nacido en las colonias, como un sustento de la dependencia de estas últimas. (Steger, 1974: 103-104, 156)

Pero, aunque las creaciones formales de universidades fueron más de 30, algunas no pasaron de lo nominal, y se ha dicho que sólo se puede reconocer nivel acorde al nombre a unas pocas que incluyen las de México, Lima, Córdoba y Santiago de Chile.

“Las universidades llegaron a América […] como un producto experimentado y surgido del contexto histórico europeo. Fueron transplantadas y recibidas aquí junto con el poder real y con la cruz. Unas fueron autorizadas por el Papa, como las de Santo Domingo, Bogotá y Quito; otras por el Rey, como en los casos de las Universidades de México, Lima y Santiago de la Paz (Santo Domingo). Al igual que en Europa, su tierra de origen, la universidad americana quedó colocada desde su propia instalación en el Nuevo Mundo entre los poderes eclesiástico y real. Pero, a diferencia de las viejas universidades europeas, ella nació de la voluntad de esos poderes antes que desarrollarse ‘contra ellos’, como ocurrió en París, Oxford o Bolonia.

En efecto, en esos lugares, al igual que en Salamanca o Alcalá, las autoridades daban su aval a congregaciones previamente establecidas; reconocían meramente a una societas o ayuntamiento que preexistía a su sanción por parte del poder. Podía ser una congregación de alumnos, como fue en Bolonia, de doctores y maestros, como en París, o de ambos, como quizás fue el caso de Salamanca. Al decir de Le Goff, estas corporaciones se organizaron lentamente, mediante conquistas sucesivas. Los estatutos que reciben sólo vienen a sancionar esas conquistas; no las crean por anticipado como ocurriría, en cambio, en el caso de la universidad americana. En seguida, las viejas universidades europeas adquieren su autonomía luchando ‘contra los poderes eclesiásticos tanto como contra los poderes laicos’ [Le Goff]. Por el contrario, en el Nuevo Mundo, las universidades son importadas y su establecimiento es otorgado desde arriba y desde fuera, por un acto administrativo.” (Brunner, 1990:14-15)

Lo que se importa, por decisión de los poderes laicos y religiosos, es pues una institución cuya idea de universidad responde al modelo medieval europeo.

Más concretamente: “Salamanca y Alcalá de Henares, las dos universidades españolas más famosas de la época, fueron los modelos que inspiraron las fundaciones universitarias en el Nuevo Mundo.” (Tünnerman, 1999: 14) La primera de todas, en Santo Domingo, respondió al modelo de “convento-universidad” de Alcalá, universidad centralmente preocupada por la teología, cuyo rector era también el prior del convento, y con mayor independencia del poder civil. Salamanca en cambio, la primera universidad de España, se vinculó en sus orígenes con la idea de servicio a la nación, o más bien a la monarquía. “Las dos fundaciones universitarias más importantes del período colonial, Lima y México, ambas de 1551, fueron creadas por iniciativa de la corona y tuvieron el carácter de universidades mayores, reales y pontificias. Su influencia en las restantes universidades del Nuevo Mundo fue decisiva. Sus constituciones y estatutos, inspirados en la tradición salamantina hasta en los menores detalles, fueron adoptados o copiados por muchas otras universidades del continente. En su trayectoria evolucionaron hasta constituirse en ‘universidades del virreinato’, y son las precursoras de las universidades nacionales de América Latina. Santo Domingo, en cambio, puede considerarse como el antecedente de las universidades católicas o privadas.” (Idem: 17-18)

Importa detenerse todavía en las características de los modelos y en la evolución posterior de las copias.

Se ha sostenido que ya en el siglo XIII las universidades en tierras españolas se caracterizaban por su estrecha relación con las monarquías de sus respectivos territorios: de acuerdo a la posición que Alfonso el Sabio asignó a Salamanca, cada una disponía del monopolio docente en un territorio determinado y estaban bajo la directa autoridad real. Cabe pues calificarlas de universidades estatales. (Steger, 1974: 160) Este “modelo salamantino” orientó a tres de las seis universidades hispanoamericanas fundadas en el siglo XVI, las de México, Lima y Santiago de la Paz, esta última la segunda establecida en tierras dominicanas, y en oposición a la ya existente. Como ya se observó, las otras tres universidades las de Santo Tomás de Aquino en Santo Domingo, Bogotá y Quito respondían al modelo de Alcalá; este último devino hegemónico, tanto en España como en América a partir del desencadenamiento de la Contrarreforma, sobrepasando la influencia original de las pautas culturales de Salamanca, universidad que había tenido un espíritu más abierto, dispuesto incluso a aceptar las enseñanzas de Copérnico. Así, un cierto talante humanista habría caracterizado los primeros tiempos de la Universidad de México. Pero ello no duró: más allá de las diferencias de origen y de estructura de los diversos establecimientos, la importación de la universidad a la América Hispana tiene lugar en el clima espiritual de la Contrarreforma; la institución debe formar los nuevos grupos dirigentes y ser un puntal de la “conquista espiritual”. (Steger, 1974: 163-164) Este propósito lo ilustra elocuentemente el impulso fundacional de los jesuitas, que en el breve lapso que va de 1622 a 1625 establecieron seis universidades en América del Sur (Idem: 182).

Esa institución importada tuvo, como sus modelos originales, un carácter unitario: “La estructura académica de la Universidad colonial respondió a una concepción y a un propósito muy definidos, lo que le permitió ser una institución unitaria. Se organizó como una totalidad y no como un simple agregado de partes, con una visión propia del mundo, del hombre y la sociedad.” (Tünnerman, 1996: 18)

Se ha destacado asimismo “la pretensión de la universidad colonial de autogobernarse mediante la acción de sus claustros, pretensión que constituye un antecedente importante de la autonomía universitaria, de la cual la universidad colonial jamás llegó a disfrutar plenamente. También debemos recordar la participación estudiantil en el claustro de consiliarios de algunas de estas universidades, así como el derecho a votar en el discernimiento de las cátedras de que disfrutaron sus alumnos, preciosos antecedentes de la co-gestión universitaria, que constituye una de las características de la universidad latinoamericana.” (Tünnerman, 1999: 22) Este rasgo se vincula también a la tradición original de Salamanca, que incorporaba rasgos propios de la “universidad de estudiantes” según el modelo de Bolonia, por oposición al de París, “universidad de profesores”; así, los estudiantes de la Universidad de México intervenían en la designación de los docentes, pero en ese caso como en los otros el dominio de la institución correspondía a los profesores y a la disciplina religiosa (Steger, 1974: 160-161, 201).

Ahora bien, en el Viejo Mundo, la Universidad fue una creación colectiva original. Pero su evolución histórica la mantuvo al margen de las corrientes culturales más renovadoras de la época en que la misma fue transplantada al Nuevo Mundo. El Renacimiento apenas la rozó. La ciencia moderna se creó y desarrolló en otros ámbitos. El libre examen, la experimentación, la atención a la práctica, el programa baconiano de aplicación de la ciencia naciente al progreso humano fueron rasgos especialmente ajenos a la cultura dominante de la España imperial. Su decadencia económica y cultural empezó a gestarse, cuando Colón no ha llegado a América, con la expulsión de los judíos; siguió con la destrucción de la agricultura mora, y se afianzó con el primado de la Inquisición. Es en una de sus versiones más pobres que aquella idea de universidad llegó a estas tierras, para dejar una huella duradera en la corrientes culturales dominantes, ajenas a las ciencias y a las ingenierías, despreciadoras de la tecnología y del trabajo práctico.

Sin desmedro de ciertas diferencias, como conjunto la universidad colonial tuvo “una vida propia del último período de la escolástica”. Incluso un cierto desarrollo de la actividad de investigación durante el siglo XVIII, visto como reflejo hispanoamericano de la Ilustración, tuvo el carácter de “ciencia extrauniversitaria”, basada en instituciones promovidas directamente por la monarquía borbónica y a menudo resistidas desde las universidades, como la Escuela de Minería, la Academia de Pintura y Escultura y el Jardín Botánico de Méxco, que llevaron a Humboldt a decir que se trataba de la ciudad del Nuevo Mundo, Estados Unidos incluidos, con las instituciones científicas más grandes y firmemente fundadas. (Steger, 1974).

La universidad colonial fue una institución de funcionamiento a menudo precario, con grandes problemas para conseguir catedráticos de alto nivel, muy escasa actividad científica y no demasiados alumnos. Sin embargo, no sólo brindó una formación de tipo universitario a un número significativo de personas sino que también preparó a muchos jóvenes de 12 a 17 años, que después no siguieron estudios superiores pero fueron maestros, sacerdotes, funcionarios: “desde su establecimiento, la universidad jugó en América un papel crucial en las ‘luchas por la hegemonía’ social, política y cultural, formando a un sector de las élites superiores y, a la vez, a un número significativo de las intelectuales intermedios e inferiores, al tiempo que por la propia estructura de la sociedad ella se mantenía relativamente alejada del mundo de la producción y de la difusión de las técnicas.” (Brunner, 1990: 16) Ese papel lo jugó contribuyendo al afianzamiento de una estructura donde la “limpieza de sangre” era requisito tanto para un puesto administrativo superior como para la admisión en los últimos exámenes universitarios (Steger, 1974: 203 nota). Todavía en 1805 la Universidad de Quito le negó al brillante estudioso José Mejía un título en derecho por su origen ilegítimo (Idem, 232)

No es de extrañar que la universidad colonial hispanoamericana se mostrara más bien ajena a las luchas por la Independencia. Actuó junto a los grupos dominantes y fue parte destacada de la estructura de poder creada por la conquista, con la cual inició su trayectoria secular.

Distinta fue la historia en la tierras de dominio lusitano. “A diferencia con el resto de América, el Brasil llega a la independencia sin contar con ninguna universidad. […] las universidades de la América española prepararon, durante el período colonial, 150.000 graduados. Se calcula que [… entre 1577 y 1822] tan sólo 2.500 jóvenes nacidos en Brasil siguieron cursos en Coimbra. Verifícase así cuán reducido fue el número de cuadros de nivel superior de que dispuso Brasil para dirigir su vida independiente. Este país recién instituyó sus primeras escuelas de enseñanza superior en la década anterior a la independencia [que tuvo lugar en 1822].” (Ribeiro, 1971: 62) No habrá allí universidad propiamente dicha antes del siglo XX. A esta experiencia nos referiremos especialmente en un capítulo posterior.

En Hispanoamérica, después de la Independencia, parecen coexistir a lo largo del siglo XIX la decadencia de la universidad colonial con los esfuerzos incipientes de las nuevas Repúblicas para crear una institución distinta.

Por un lado, se asiste a la disolución más o menos rápida de la vieja institución, calificada de escolástica, atrasada y rutinaria, que en algunos casos sobrevive de hecho hasta el siglo siguiente y en otros es disuelta, como sucedió con la Universidad de México, calificada por el gobierno que tomó la medida de “inútil, irreformable y perniciosa”. Por otro lado, se crean o se reestructuran universidades que dependen estrechamente del gobierno y, a la vez, tienen una responsabilidad muy amplia en el conjunto del sistema educacional.

Ilustra este doble proceso la clausura de la Universidad de San Felipe, decidida en 1839 por el gobierno chileno, y la creación en 1842 de la Universidad de Chile, ideada y regida por Andrés Bello. Alrededor del 75% de sus graduados entre 1844 y 1879 fueron licenciados de la Facultad de Leyes y Ciencias Políticas, mientras que en la institución precedente los grados otorgados en filosofía y teología fueron más que los de leyes. No en balde se ha dicho que la de Chile fue el modelo de la “universidad de abogados”, típica del siglo XIX latinoamericano. “La universidad que forma profesionalmente al ‘abogado’ (estudios de carreras), incorporada al antiguo ideal iluminista del ‘Estado docente’, encierra gracias a la acción de Andrés Bello los elementos decisivos para la configuración de una idea del Estado que será característica de la América Latina del siglo XIX”, dice Steger (1974: 291), cuyo último capítulo se titula precisamente “La ‘universidad de abogados’ en el siglo XIX”.

En este período “la carrera de abogado se transforma con el advenimiento de las repúblicas independientes en el principal canal de socialización y acceso hacia las élites políticas nacionales, asegurando a la vez la formación requerida para poder ocupar posiciones dentro del aparato de gobierno a las cuales se llegaba, habitualmente, mediante el patrocinio familiar o político.” (Brunner, 1990: 19)

Al aparato estatal, y a sus vértices, se llega por entonces también por la fuerza de las armas. El continente vive bajo gobiernos de generales y abogados, que pueden preocuparse o no de la educación en general, pero de cuyo campo de atención suelen estar muy lejos la ciencia, la tecnología y sus conexiones con el desarrollo de la producción.

En 1821 se crea la Universidad de Buenos Aires; en 1826 surgen, como reestructuraciones, la Universidad Central de Venezuela y la Universidad Central del Departamento del Ecuador; en 1849 culmina la instalación formal de la Universidad del Uruguay. Estas instituciones nuevas o renovadas se vinculan a un cometido esencial atribuido al sector público, el de desempeñarse como “Estado docente”, responsable de la educación nacional. Se esbozaba así una nueva idea de universidad , la “universidad nacional”, o republicana, cuya misión era promover la educación en todos los niveles, formar profesionales y en particular los cuadros del sector público, e impulsar el cultivo de las disciplinas académicas. (Brunner, 1990: 18-20)

En los hechos, lo definitorio de este modelo institucional para la educación superior fue su orientación profesionalista: “Una característica importante de las universidades latinoamericanas fue siempre el predominio de las escuelas profesionales de derecho, medicina, ingeniería y de las academias militares. En Europa, estas escuelas profesionales generalmente están situadas fuera de las universidades o por lo menos se organizan de forma independiente del núcleo académico central, normalmente orientado para la educación general, las humanidades y las ciencias básicas. Sin embargo, la educación superior en América Latina, desde sus inicios, fue definida casi siempre como sinónimo de educación para las profesiones. De esta manera, alguna calidad fue preservada en las mejores escuelas de ingeniería y medicina; mas también fue un factor de resistencia a las innovaciones oriundas de los nuevos grupos sociales que aspiraban a una educación superior más accesible, a la abertura de nuevas disciplinas y a las tentativas de mudanza provenientes de gobiernos y movimientos reformistas.” (Schwartzman, 1996: 31-32)

La universidad republicana conservó la enorme gravitación sobre el conjunto de la enseñanza que caracterizó a la institución desde su origen colonial, y que sólo gradualmente se irá modificando. Así por ejemplo, en el Uruguay, el reglamento de instalación de 1849 “confió a la Universidad Mayor de la República, la totalidad de las ramas de la enseñanza, erigiendo así el monopolio estatal de la educación. Hasta 1877 al sancionarse la Ley de Educación Común la enseñanza primaria continuará dentro de la Universidad; recién en 1934 se le segregará la enseñanza media.” (Paris, 1969: 163)

Ahora bien, en esa misión de la universidad republicana y pese a esfuerzos sostenidos de varios pioneros, las modernas ciencias de la naturaleza apenas si encontrarán un lugar de destaque. Esta tendencia vio facilitado su influjo por el modelo que inspiró a la “universidad republicana” y, a su vez, gravitó tanto en lo que de ese patrón inspirador se priorizó como en lo que se dejó a un lado.

Como bien se sabe, la Universidad republicana se estructuró de acuerdo al denominado “modelo napoleónico”. La expresión designa a la forma organizacional de la educación superior francesa durante el siglo XIX. Conviene recapitular sus principales rasgos.

“La enseñanza superior francesa, luego de la Revolución y por un período de cien años (1793-1986), no fue más que un sistema de escuelas superiores autárquicas que no respondían al nombre de universidad, organizadas como un servicio público nacional tal como la enseñanza primaria, la secundaria y la normal. Entre 1806 y 1808, Napoleón implantó un vasto monopolio educacional buscando unificar políticamente y uniformizar culturalmente al archipiélago de provincias, en una nueva entidad cohesionada, la Francia republicana.

Su núcleo básico estuvo formado por las escuelas autónomas de derecho, medicina, farmacia, letras y ciencias; separadamente se estructuraron la Escuela Politécnica, destinada a la formación de los cuadros técnicos y la Escuela Normal Superior, encargada de crear los educadores que actuarían como difusores, en toda la nación, de la nueva cultura erudita de base científica.

No es cierto que el seccionamiento de la universidad francesa la haya llevado a la decadencia. En los cuarenta años que siguieron a la reforma napoleónica, Francia conoció el mayor período de florecimiento intelectual y científico de su historia.

La nueva universidad se implantó como contraposición a la antigua; las inclinaciones nominalmente humanistas del pasado fueron sustituidas por un nuevo humanismo fundado en la ciencia, comprometido con la problemática nacional, con la defensa de los derechos humanos y empeñado en absorber y difundir el nuevo saber científico y tecnológico en que se basaba la revolución industrial.

La tradición universitaria anterior sería sustituida en ese proceso transformador por una burocracia racional, selectiva e impersonal, con sus defectos de rutina y formalismo que hicieron cada vez más difícil mantener e incentivar la creatividad cultural.

Recién bajo la Tercera República, en 1896, se reorganizaron algunas de estas escuelas dispersas constituyéndose primero, en un corpus de facultades autárquicas, y después -bajo el nombre de Universidad – en una federación de unidades independientes. Quedaron separadas del conjunto la Escuela Politécnica, la Escuela Normal Superior, el Colegio de Francia, el Institut y el Museo de Historia Nacional, a los cuales se agregarían más recientemente, el Museo del Hombre y el Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS).

De este modo, los órganos de enseñanza quedaron aislados de las entidades de cultivo del saber y de práctica de la ciencia.” (Ribeiro, 1971: 34)

Ahora bien, esa estructura académica francesa que emerge a comienzos del siglo XIX, a medida que éste se vaya desarrollando, resultará sensiblemente menos eficiente que la adoptada en Alemania, a la que nos referiremos más adelante. Fue la primera, sin embargo, la que se importó a nuestro continente, sumando defectos de la copia al original, pues si bien se imitó una parte del mismo, el sistema de facultades autárquicas, mucho menos se hizo por montar una estructura de investigación, de la que el original por cierto no carecía. En conjunto, ésta es otra huella duradera de la historia: “El modelo inspirador de las universidades latinoamericanas de hoy fue el patrón francés de la universidad napoleónica que, en realidad, no era universidad sino un conglomerado de escuelas autárquicas.” (Ribeiro, 1971: 70)

Parecería haber en verdad una tensión entre ese modelo y la noción anteriormente predominante de la universidad como institución unitaria, en la cual esta última, si se mantiene en las formas, va perdiendo terreno en los hechos ante la consolidación de una institucionalidad caracterizable como una confederación más o menos laxa de escuelas profesionales. En Uruguay, a partir de 1900, la tensión se expresó como una áspera contraposición entre dos corrientes universitarias, cuyo enfrentamiento derivó a la prensa y al parlamento. Este aprobó en 1908 una Ley Orgánica que, en líneas generales, consagraba la primacía de la corriente “descentralizadora”, al despojar al Rector y al Consejo Universitario de gran parte de sus funciones orientadoras tradicionales; la corriente opuesta afirmó que con ello casi se suprimía a la Universidad. (Paris, 1969: 169) La “federación de Facultades” así establecida sobrevivió a todos los avatares que vivió el Uruguay durante el siglo XX.

Notemos de paso que, si la mencionada Ley Orgánica se inscribía en el marco de la primera gran transformación institucional de la Universidad en el ámbito latinoamericano, de una institución unitaria a un modelo a la francesa, también anunciaba la segunda gran transformación que habría de vivir la Universidad Hispanoamericana: “Por otra parte, ese Estatuto de 1908 consagró, por primera vez en una ley orgánica universitaria de América, el principio de la representación estudiantil […] Aunque indirecta, esta representación en los Consejos de Facultad significa una innovación sin precedentes, anticipándose en una década a los postulados reformistas de Córdoba.” (Paris, 1969: 169)

El modelo emergente de la universidad republicana no adversó mayormente sino que más bien consolidó otra característica mayor de la universidad colonial, y de la entera sociedad hispanoamericana: su lejanía de la ciencia. Vale la pena detenerse brevemente en este punto.

En la Europa del siglo XIX, la gran transformación de la universidad “la revolución académica”, según una concepción a la que nos referiremos más adelante la constituyó la emergencia, primero y fundamentalmente en Alemania, de la moderna “universidad de investigación”.

Esa universidad transformada se convirtió en el gran teatro del avance científico, debido a la interacción fecunda entre la investigación y la enseñanza superior, elocuentemente argumentada por Humboldt en términos que mantienen plena vigencia: “la presencia y la cooperación de los alumnos es parte integrante de la labor de investigación, la cual no se realizaría con el mismo éxito si ellos no secundasen al maestro. Caso de que no se congregasen espontánemante en torno suyo, el profesor tendría que buscarlos, para acercarse más a su meta, mediante la combinación de sus propias fuerzas, adiestradas pero precisamente por ello más propensas a la unilateralidad y menos vivaces ya, con las fuerzas jóvenes, más débiles todavía, pero menos parciales, también y afanosamente proyectadas sobre todas las direcciones.” (en Fichte et al , 1959: 210)

El siglo XX ha mostrado acabadamente cuánto más fructífera resulta, tanto para la enseñanza como para la investigación, esa concepción de Humboldt que la alternativa de separar ambas actividades, encomendando la primera labor a las universidades y la segunda a las academias. Ya en 1810 aquél lo había establecido de manera neta: “Cuando se dice que la universidad sólo debe dedicarse a la enseñanza y a la difusión de la ciencia, y la academia, en cambio, a la profundización de ella, se comete, manifiestamente, una injusticia contra la universidad. La profundización de la ciencia se debe tanto a los profesores universitarios como a los académicos, y en Alemania más todavía, y es precisamente la cátedra lo que ha permitido a estos hombres hacer los progresos que han hecho en sus especialidades respectivas. En efecto: la libre exposición oral ante un auditorio entre el que hay siempre un número considerable de cabezas que piensan también juntamente con la del profesor, espolea a quien se halla habituado a esta clase de estudio tanto seguramente como la labor solitaria de la vida del escritor o la organización inconexa de una corporación académica. El progreso de la ciencia es, manifiestamente, más rápido y más vivo en una universidad, donde se desarrolla constantemente y además a cargo de un gran número de cabezas vigorosas, lozanas y juveniles. La ciencia no puede nunca exponerse verdaderamente como tal ciencia sin empezar por asimilársela independientemente, y, en estas condiciones, no sería concebible que, de vez en cuando, e incluso frecuentemente, no se hiciese algún descubrimiento.” (en Fichte et al , 1959: 215-216)

Dicha “revolución académica” se consolidó precisamente durante el período en que el auge de las tecnologías basadas directamente en la ciencia, como la electricidad o la química orgánica, motorizaba una “Segunda Revolución Industrial”, una de cuyas facetas mayores la constituyó “el matrimonio de la ciencia con las artes prácticas”. El “modelo alemán” se reveló así mucho más eficiente que el modelo napoleónico, que asignaba la investigación a organismos separados de la universidad; pero por supuesto, en Francia, tales organismos cumplían una tarea de envergadura. En Hispanoamérica, por el contrario, “no se crearon o no prosperaron las academias e institutos que en Francia asumieron la tarea de promover el adelanto del conocimiento.” (Tünnerman, 1996: 18) La dinámica económica no apuntaba en esa dirección, las ideas predominantes tampoco, y el modelo universitario no casualmente escogido como espejo no paliaba esa carencia mayor.

En Brasil, durante el siglo XIX y comienzos del siguiente, la enseñanza superior quedó a cargo de unas pocas facultades o escuelas profesionales autosuficientes, con un estudiantado muy reducido en términos relativos. La ciencia brasileña, que se institucionalizó durante las primeras décadas del siglo XX, no lo hizo en las instituciones de educación superior, que no tenían lugar para la investigación, sino en centros o institutos especiales que, con sus luces y sus sombras, parecen haber sido de los más exitosos del continente, sobre todo en la generación de conocimientos aplicados; a ello no fue seguramente ajeno el predominio de la ideología positivista en los sectores más modernos. La creación de las universidades, en cambio, es un proceso, al que nos referiremos brevemente más adelante, que no comienza propiamente antes de la tercera década del siglo XX.

Para entonces, ya cobraban fuerza los rasgos que constituirían la originalidad inmensa de la Universidad Hispanoamericana, donde se imbricaron muy conflictivamente una larga tradición y un gran movimiento de renovación. Este se alimentó de los intentos por reformar la enseñanza superior impulsados a lo largo del siglo XIX, durante el cual, como ya se apuntó, cabe decir que se contrapusieron el viejo modelo de la “universidad colonial”, en decadencia pero aún vigente, sobre todo en algunas de las zonas de más antigua colonización y mayor relevancia durante la dominación española, y el modelo de la “universidad republicana”, en dificultoso ascenso, más cerca de los gobiernos pero no sin conflictos con ellos.

“La principal consecuencia de la gran proximidad entre las universidades y el poder tal vez haya sido la intensa politización de los estudiantes y profesores universitarios, que hizo que los choques entre las élites gubernamentales y las académicas fueran constantes y llevaran a formas inesperadas de autonomía universitaria. En la medida en que los proyectos modernizadores eran colocados de lado por los gobernantes, estos eran incorporados por contra-élites que se formaban en los bancos académicos y ensayaban desde temprano la oratoria y la militancia político-partidaria que los llevaría al poder.” (Schwartzman, 1996: 33)

A comienzos del siglo XX, una revolución surgida de adentro de la institución sacudiría a la que pretendía ser la Universidad de la nación y lo era ante todo del patriciado: “La matriz francesa reducida a ese marco colonial resultaría en una universidad patricial, que preparaba a los hijos de los hacendados, de los comerciantes y de los funcionarios para el ejercicio de papeles ennoblecedores o para el desempeño de los cargos político-burocráticos, de regulación y mantenimiento del orden social o de las funciones altamente prestigiadas de profesionales liberales, puestos al servicio de la clase dominante.” (Ribeiro, 1971: 70) Esa muy reducida base social de la matrícula estudiantil preservó el carácter elitista de lo que era la Universidad de la república oligárquica.

“Las sociedades latinoamericanas siempre fueron muy estratificadas, y sus instituciones de educación superior eran probablemente adecuadas, hasta inicios de este siglo, para dar a sus élites la cantidad limitada de educación formal que ellas deseaban. Las tensiones comenzaron a surgir cuando nuevos grupos sociales hijos de inmigrantes, o de clases medias emergentes de las ciudades comenzaron a entrar en el sistema educacional y a percibir que esas instituciones eran demasiado rígidas para expandirse y asumir nuevos roles.” (Schwartzman, 1996: 25) Ello fue así, en particular, en los países donde la convergencia de una inmigración caudalosa y una temprana generalización de la educación pública elemental ese gran proyecto de las naciones nuevas elevó rápidamente el nivel promedial de instrucción.

Así, las dinámicas sociales e ideológicas que fueron minando el orden oligárquico, tan firme todavía hacia 1900, llegarían a infiltrarse en las casas de estudios superiores, desde donde configurarían una de las principales vertientes antioligárquicas de la democratización latinoamericana.
El Movimiento de la Reforma Universitaria

La insurgencia estudiantil

En febrero de 1908 se reunió, en el Teatro Solís de Montevideo, el Primer Congreso Americano de Estudiantes, en el que participaron “la casi totalidad de las asociaciones estudiantiles de América. El temario del Congreso fue denso, encarándose problemas que las Universidades de América Latina habían comenzado a plantearse separadamente: orientaciones pedagógicas en torno a sistemas de exámenes libres o régimen de exoneraciones, estudios libres o de reglamentación obligatoria. Se discutió además todo un programa que proponía estabilizar vínculos comunes, mediante la unificación de programas universitarios continentales, la equivalencia de títulos académicos, el otorgamiento de becas y bolsas de viaje, la celebración de torneos interamericanos destinados a fomentar un intenso contacto cultural. Una vasta acción gremialista, que anticipaba los principios del Reformismo de Córdoba, quedó también definida en el Congreso de Montevideo, abriendo así una etapa de la Universidad Latinoamericana, propiciando un clima de interrelación entre los universitarios de América y estimulando una perspectiva continental para el análisis de problemas comunes.” (Paris, 1969: 170)

El Congreso proclamó su aspiración a la representación estudiantil en la conducción de las universidades, meta ratificada en los siguientes congresos de Buenos Aires (1910) y Lima (1912). Como ya se anotó, en Uruguay a partir de 1908 rigió la llamada representación indirecta, según la cual los estudiantes elegían sus representantes a los Consejos de cada Facultad, los que debían ser egresados de la misma. En 1910, se incluyó a un estudiante con derecho a voz en el Consejo Directivo de la Universidad de México. (Brunner, 1990: 22)

En ese clima, de preocupaciones compartidas y de reivindicaciones comunes, estallará la insurgencia en lo que era una suerte de baluarte sobreviviente de la vieja universidad colonial. “Fundada a comienzos del siglo XVII, la Universidad de Córdoba era a principios del siglo XX uno de los bastiones del clero y del patriciado argentino. De las Universidades argentinas era la más apegada a la herencia colonial. Sobre ella seguía proyectando su sombra su fundador Fray Fernando de Trejo y Sanabria, Obispo de Tucumán. La Compañía de Jesús, que la gobernó en sus orígenes, continuaba, de hecho, rigiendo su pensamiento. Al iniciarse el Movimiento reformista, Argentina contaba con tres Universidades Nacionales (Buenos Aires, Córdoba y La Plata) y dos provinciales (Santa Fe y Tucumán). Buenos Aires y Córdoba eran ‘universidades clásicas’. La de La Plata, de tipo experimental, gracias al empeño de Joaquín V. González que la nacionalizó y reorganizó en 1905, aparecía como una institución más moderna, mejor adaptada a la época. La de Buenos Aires, reducto de la clase alta porteña, se dejaba penetrar por las corrientes liberales, no así la de Córdoba, que era la más cerrada y medieval de todas. Gobernada por consejeros vitalicios y con cátedras casi hereditarias, era el símbolo de lo anacrónico y de una enseñanza autoritaria y esterilizante.” (Tunnerman, 1998: 111-112)

Las insurgencias suelen ocurrir cuando ritmos muy diferentes de cambio exacerban las contradicciones y tornan intolerable lo que hasta entonces era usual. Argentina era, en las primeras décadas del siglo, un país en curso de acelerada y conflictiva modernización económica, política y cultural. Un punto de viraje en su historia lo constituyó el fin del control oligárquico sobre el gobierno, con la llegada a la presidencia en 1916 de Hipólito Yrigoyen.

En 1917, reivindicaciones de los estudiantes cordobeses que protestan por la clausura del internado en el Hospital de Clínicas y también por la forma de provisión de las cátedras no son atendidas. Los estudiantes organizan un Comité Pro-Reforma Universitaria que emite un Manifiesto a la Juventud Argentina: “La Universidad Nacional de Córdoba amenaza ruina, por la labor anticientífica de sus academias, por la ineptitud de sus dirigentes, por su horror al progreso y a la cultura, por sus mal entendidos prestigios y por carecer de autoridad moral. La juventud universitaria no quiere ni puede hacerse cómplice de la catástrofe, quiere que su corazón y su cerebro marchen a la par con el ritmo ascendente y fecundo de los nuevos ideales.” El estancamiento y la inmoralidad, que a su entender prevalecen en la Universidad, llevan al movimiento estudiantil a decretar la huelga general en marzo de 1918. Las autoridades universitarias clausuran la Universidad. La intervención de la misma es decretada por el gobierno nacional en abril, a pedido de los estudiantes. En Buenos Aires se funda la Federación Universitaria Argentina (FUA). El interventor instaura cambios en Córdoba, en cuyo marco deben elegirse nuevas autoridades, pero, según le dicen los estudiantes, “la reforma implantada por usted ha sido defraudada por el juego de las camarillas que resurgen en su esencia”. El 15 de junio los estudiantes interrumpen el acto electoral, ocupan la sala donde está reunida la asamblea de profesores y desconocen la elección del nuevo rector. Se dirigen al Presidente de la República: “Estamos atravesando una época de profunda renovación. La única autoridad que reconoce la colectividad estudiantil es la de ese superior gobierno.” El 21 de junio ve la luz el celebérrimo Manifiesto Liminar “La juventud argentina de Córdoba a los hombres libres de Sud América”. (Tunnerman, 1998: 112-113; Cúneo, s/f: 278)

Sus autores asumen sin vuelta de hoja lo que han hecho: “Se había obtenido una reforma liberal mediante el sacrificio heroico de una juventud. Se creía haber conquistado una garantía y de la garantía se apoderaban los únicos enemigos de la reforma. En la sombra los jesuitas habían preparado el triunfo de una profunda inmoralidad. Consentirla habría comportado otra traición. A la burla respondimos con la revolución. La mayoría expresaba la suma de la regresión, de la ignorancia y del vicio. Entonces dimos la única lección que cumplía y espantamos para siempre la amenaza del dominio clerical. La sanción moral es nuestra. El derecho también. Aquellos pudieron obtener la sanción jurídica, empotrarse en la ley. No se lo permitimos. Antes de que la iniquidad fuera un acto jurídico irrevocable y completo, nos apoderamos del salón de actos y arrojamos a la canalla, sólo entonces amedrentada, a la vera de los claustros. Que esto es cierto, lo patentiza el hecho de haber, a continuación, sesionado en el propio salón de actos la federación universitaria y de haber firmado mil estudiantes, sobre el mismo pupitre rectoral, la declaración de huelga indefinida.”

El movimiento se extiende a todo el país; la FUA convoca a su primer congreso para analizar una nueva ley universitaria; clausurada por tiempo indeterminado la Universidad de Córdoba, su edificio es tomado para reiniciar las clases bajo dirección estudiantil; 83 estudiantes son detenidos y procesados por sedición; la huelga estudiantil se generaliza y a ella se incorporan algunos sindicatos; en la Cámara de Diputados el socialista Juan B. Justo denuncia que en esa Universidad se enseña todavía un “punto muy peculiar en un país democrático como el nuestro”, los “deberes para con los siervos”; reclama una completa transformación de la institución; el gobierno nacional decreta una nueva intervención, que ejercerá el propio Ministro de Instrucción Pública, reformando los estatutos de la Universidad de modo tal que hace realidad varios reclamos del movimiento reformista; nuevas autoridades son electas y se reinician los cursos; en la Universidad de Buenos Aires, el filósofo Alejandro Korn es electo Decano de Filosofía y Letras con el voto estudiantil. (Tunnerman, 1998: 114; Cúneo, s/f: 280)

El conflicto ha terminado: como se ve, sólo una combinación muy peculiar de circunstancias posibilitó la conjunción improbable y casi teatral de audaces desafíos, proclamas inflamadas y acontecimientos dramáticos con reclamos razonables, evolución sin mayor violencia y desenlace feliz. Pero ello era sólo el principio de la historia: la toma de la Bastilla fue, en realidad, un pequeño tumulto que superó a la pequeña guarnición de una prisión ya sin presos pero emblemática, sugiriendo así que cambios grandes no eran imposibles. El Movimiento de la Reforma Universitaria, MRU, se extenderá por casi todo el continente, a situaciones similares o muy diferentes, y dando lugar a desarrollos muy variados, pero que tendrán en común tanto el panorama general de la Universidad Hispanoamericana como el vigor del cuestionamiento, en sociedades en pleno proceso de masificación modernizadora, al orden oligárquico en general o a sus remanentes.

En este sentido, bien dice Tunnerman (1998: 114) que “se trató de un movimiento latinoamericano que surgió en la Argentina, al darse allí una serie de factores que precipitaron su irrupción, y no de una proyección latinoamericana de un fenómeno argentino.” Sin desmedro de ello, notaríamos que la especificidad argentina fue fundamental para que el episodio de Córdoba resultara a la vez dramático y exitoso, motivo nada menor de su enorme impacto.

Del país de origen el movimiento se extendió rápidamente.

Repercutió ante todo en Perú: “En 1919, los estudiantes de San Marcos acogieron el ideario de la Reforma de Córdoba. Al año siguiente, el primer Congreso Nacional de Estudiantes, reunido en Cuzco, adoptó una resolución de gran trascendencia para el Movimiento: la creación de las ‘Universidades Populares González Prada’, uno de los mejores aportes del reformismo peruano. En estos centros confraternizaron obreros, estudiantes e intelectuales, ampliándose el radio de influencia de la Reforma”. Las principales aspiraciones estudiantiles fueron aceptadas por el gobierno, y también por la Asamblea Constituyente, aunque luego, como en casi todo el continente, sufrieran los vaivenes impuestos por gobiernos de facto. El reformismo peruano aparece como el más politizado; una de sus vertientes condujo a la fundación del APRA, la Alianza Popular Revolucionaria Americana, por quien fuera Presidente de la Federación de Estudiantes, Víctor Raúl Haya de la Torre; la vertiente marxista fue orientada por José Carlos Mariátegui, de cuyos famosos “Siete Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana” se ha dicho que vincularon a las reformas universitarias con las reformas sociales en general. (Tunnerman, 1998: 115)

A partir de 1920 el reformismo se manifestó con vigor en Chile, Uruguay, Colombia, Guatemala, Ecuador, Bolivia, El Salvador, Cuba, Paraguay.

Se expresó de manera muy específica en el México post-revolucionario, donde en 1929 es aprobada una ley orgánica universitaria que establece la participación de toda la comunidad en el gobierno de las casas de estudios. En el contexto de la muy agitada historia anterior y posterior de la Universidad Nacional (Pallán Figueroa, 1989), “en 1929 y 1933, los estudiantes lucharían por conseguir que su Universidad fuera autónoma de hecho y de derecho, como se había previsto en el dictamen de las comisiones de instrucción pública que precedió a su creación.” (González, 1986: 15)

El movimiento alcazará también a Puerto Rico y al conjunto de Centroamérica. Ya en 1928 recoge adhesiones en medios de la educación superior brasileña. Sufre a menudo la represión y en varios casos debe enfrentar la persecución dictatorial, como en Venezuela, donde el embate reformista de 1928 fue desbaratado por el régimen de Juan Vicente Gómez pero hizo historia: la generación del 28 constituirá una referencia para la democratización venezolana. Su plataforma se va extendiendo al incorporar, según los casos, reivindicaciones sindicales, reclamos democratizadores, consignas antimperialistas. Se encuentra rápidamente con los nacientes movimientos obreros y se vincula con la organización de las izquierdas. Marcado por reiteradas victorias y derrotas, estrechamente vinculadas con los avances y los retrocesos de la democracia en el continente, sus avatares han jalonado la historia latinoamericana. (Tunnerman, 1998: 116-117; Cúneo, s/f: 282-294)

Desde el punto de vista propiamente universitario, el principal logro del MRU lo ha constituido la participación estudiantil en el gobierno de las casas de estudios superiores. Esa reivindicación fundacional fue expresada por el documento de los estudiantes cordobeses con palabras inolvidables, que cada generación de militantes estudiantiles sintió como el eco de su propia voz: “Reclama un gobierno estrictamente democrático y sostiene que el demos universitario, la soberanía, el derecho a darse el gobierno propio radica principalmente en los estudiantes.”

Las trayectorias nacionales del MRU resultaron bastante diferentes, pero su unidad esencial, su proyección latinoamericana y gravitación continental durante largas décadas no están en discusión: “Córdoba llenó el imaginario político-intelectual de la joven generación latinoamericana e inauguró el ciclo heroico de la reforma universitaria, el mismo que se cerró en los ’70, en medio del control militar de las universidades y de la apertura de la enseñanza superior a las dinámicas del mercado.” (Brunner, 1990: 21) En realidad, si bien en un contexto bastante diferente, todavía en los procesos de transición a la democracia de los ’80 en el Sur del continente los movimientos estudiantiles desempeñarán un rol destacado, y las consignas clásicas autonomía y cogobierno tripartito de las universidades públicas formarán parte de plataformas democratizadoras ampliamente respaldadas por la ciudadanía.

El Manifiesto de Córdoba será la fuente doctrinaria de un Movimiento verdaderamente continental, y el punto de referencia compartido por las militancias estudiantiles latinoamericanas durante más de medio siglo. Todavía se escuchan sus ecos en los claustros, en los que ha sido la voz más vigorosa de la tradición idealizada.

La Reforma en la visión de Darcy Ribeiro

Vale la pena citar de forma extensa la apreciación de Darcy Ribeiro tanto sobre el papel histórico de la Reforma de Córdoba en la configuración de la universidad continental como acerca del impacto diferencial de esa “revolución académica” que, a diferencia de otras, surgió desde el interior de la institución. Notemos desde ya que el contenido social que Ribeiro le atribuye a la Reforma es susceptible de cuestionamientos, a los que nos referiremos más adelante.

“La principal fuerza renovadora de la universidad latinoamericana fue el movimiento reformista iniciado en Córdoba en 1918. La verdad, sin embargo, es que el movimiento de reforma precedió a aquel evento y lo sucedió como un esfuerzo deliberado de los cuerpos universitarios, particularmente del estudiantado, de toda la región, especialmente de América hispana, por transfigurar las bases de la vida académica, superando sus contenidos más arcaicos.

El ideario de la Reforma expresado admirablemente en el Manifiesto de Córdoba correspondía como era inevitable al momento histórico en que ella se desencadenó y al contexto social latinoamericano cuyas élites intelectuales empezaban a tomar conciencia del carácter autoperpetuante de su atraso en relación a las otras naciones y de las responsabilidades sociales de la universidad, para reclamar una modernización que las volviese más democráticas, más eficaces y más actuantes hacia la sociedad.

Las características distintivas de las universidades hispano-latinoamericanas provienen del programa de Córdoba. Tal es el cogobierno por el cual se instituyó la representación del estudiantado con derecho a voz y voto, en proporciones variables en los órganos deliberativos de las facultades. Los países en los cuales los estudiantes alcanzaron más alta representación son Argentina, Uruguay, Bolivia, Perú y, más reciente y condicionalmente, México, Venezuela y Colombia. En los demás, esta representación es la principal reivindicación estudiantil, objeto de permanente combate junto con los demás objetivos de la reforma.

Las postulaciones básicas de la Reforma de Córdoba fueron:

1) El cogobierno estudiantil;

2) La autonomía política, docente y administrativa de la universidad;

3) La elección de todos los mandatarios de la universidad por asambleas con representación de los profesores, de los estudiantes y de los egresados.

4) La selección del cuerpo docente a través de concursos públicos que aseguren la amplia libertad de acceso al magisterio;

5) La fijación de mandatos con plazo fijo (cinco años generalmente) para el ejercicio de la docencia, sólo renovables mediante la apreciación de la eficiencia y competencia del profesor;

6) La gratuidad de la enseñanza superior;

7) La asunción por la universidad de responsabilidades políticas frente a la Nación y la defensa de la democracia;

8) La libertad docente;

9) La implantación de cátedras libres y la oportunidad de impartir cursos paralelos al del profesor catedrático, dando a los estudiantes la oportunidad de optar entre ambos;

10) La libre asistencia a las clases.

Además de este decálogo, los estudiantes latinoamericanos lucharon, en los últimos veinte años, por una serie de recomendaciones concernientes a la elevación del nivel de calificación del profesorado y la mejora de las condiciones de enseñanza.

Dada su amplitud y sus ambiciones, este programa sigue siendo la bandera de lucha, tanto de los estudiantes, como de gran parte del profesorado latinoamericano, formado bajo su inspiración. Su piedra de toque es, sin embargo, el régimen del cogobierno, acusado por unos de degradar la universidad, de politizarla y de impedirle el ejercicio de sus funciones esenciales; y apreciado por otros como el gran motivo de orgullo de la universidad hispanoamericana.

Estos dos juicios opuestos coinciden visiblemente con las posturas más reaccionarias y más progresistas, dentro de la universidad. Una apreciación crítica del cogobierno indica que él puede conducirla tanto a deformaciones como a progresos. A deformaciones, porque haciendo de los estudiantes los electores de decanos y rectores pueden llevar a ciertas formas de corrupción. A progresos, porque la presencia de estudiantes en los cuerpos deliberativos presta a éstos una sensibilidad mayor frente a los problemas de la enseñanza, una preocupación más honda por los problemas nacionales y les da una mayor conciencia de las responsabilidades sociales de la universidad.

El cogobierno permitió, por otra parte, enfrentar los intereses mezquinos que frecuentemente se encajan en los cuerpos docentes, cuando éstos son los únicos reglamentadores de sus propias carreras y obligaciones. Esas aserciones se comprueban destacando que las universidades latinoamericanas que más ampliaron las oportunidades de educación ofrecidas a la juventud, las que mayores exigencias introdujeron en la renovación de los mandatos docentes, desfeudalizando las cátedras y desburocratizándolas, son las que contaron con el cogobierno estudiantil.” (Ribeiro, 1971: 85-87)

El movimiento reformista y su contexto

La Reforma configuró decisivamente la personalidad de la universidad hispanoamericana. La clave de la Reforma, a la vez punto nodal de su programa e instrumento para hacer realidad el resto, fue el reclamo del cogobierno estudiantil. En torno a esta idea se configuró el actor central de la Reforma, el movimiento estudiantil, al punto que se puede decir que hubo Movimiento de la Reforma Universitaria porque hubo movimiento estudiantil y viceversa. Más precisamente, el accionar de grupos bastante amplios de estudiantes logró que ciertos postulados de la Reforma ingresaran efectivamente a la agenda reconocida, al debate educativo y más en general político, mientras que la visibilidad pública de tales postulados y su imbricación en un programa relativamente articulado convocaron a contingentes estudiantiles mucho más numerosos que los iniciales, y también con una representación geográfica expandida. En paralelo, el estudiantado fue pasando de “grupo latente” a “actor colectivo” propiamente dicho y una “idea de Universidad” se fue configurando.

Apenas diez años después del estallido de la insurgencia, Mariátegui comentaba: “los estudiantes de toda la América Latina, aunque movidos a la lucha por protestas peculiares de su propia vida, parecen hablar el mismo lenguaje”. Andando el tiempo, ese lenguaje llegará a predominar en el conjunto de las universidades, dándoles un aire de familia que no pasará inadvertido a cualquiera que recorra el continente. La cita la tomamos de Brunner, quien destaca ciertos rasgos medulares del movimiento estudiantil en sus primeros pasos. Entre ellos, su “discurso típicamente generacional perteneciente a una categoría de jóvenes intelectuales, que es lo que eran los hijos de esa clase media en ascenso en sociedades donde todavía predominaba largamente el analfabetismo y donde la incipiente modernidad tenía más que ver con las expectativas e imágenes culturales de esas contraélites emergentes.” Su posición muy particular las impulsaba a buscar un protagonismo colectivo: “En 1918, el movimiento estudiantil emergió de una realidad tan reducida como la que proporcionaban las universidades de la época. Se trataba, en ese caso, de minorías activas e ilustradas en el seno de unas sociedades donde la modernización recién arrancaba y aún subsistía en muchas partes el espíritu colonial, de hacienda, oligárquico, atrasado, con amplias masas campesinas y de población analfabeta.” (Brunner, 1990: 24-25)

El Movimiento de la Reforma Universitaria arraigó con fuerza particular en ciertos países del continente donde lo alimentaban tanto la evolución específica de las universidades como el ascenso de las clases medias y el vigor del movimiento democratizador antioligárquico. Vale la pena transcribir la caracterización que ofrece Halperin (1993: 305-306): “Esa distancia entre una renovación ideológica, a la vez muy ambiciosa y muy imprecisa, y objetivos concretos modestos, pero claros, se manifiesta en un movimiento que es acaso el más característico de la corriente antioligárquica: el de reforma universitaria, que en la primera posguerra se difunde por Latinoamérica a partir de Argentina. El movimiento reformista confiesa la doble inspiración de la revolución rusa y la mexicana; esos ejemplos le animan a luchar por una modificación de los estatutos universitarios que elimine el todo poder de los profesores (reclutados demasiado frecuentemente dentro de cliques que son, a su vez, parte de los sectores oligárquicos) obligándolos a compartir el gobierno con los estudiantes (provenientes en parte creciente de sectores sociales más modestos, aunque sólo excepcionalmente populares). Sin duda, el movimiento de reforma universitaria no agota su eficacia dentro de la Universidad; conduce a una politización permanente del cuerpo estudiantil, que ante la sólo incipiente movilización política de los sectores populares se constituye en más de un país en vocero de los que aún permanecen mudos.”

El impacto ideológico y político del MRU no se limitó a los países o regiones donde las dinámicas internas y externas a la Universidad confluían para propiciar y respaldar la insurgencia estudiantil, sino que se extendió por el continente, precisamente porque el movimiento antioligárquico, con grandes variantes en los tiempos y en los contenidos, fue cobrando fuerza en toda América Latina desde las décadas iniciales del siglo XX. Sin mengua de su heterogeneidad, ese movimiento se fue afirmando con el tránsito de la etapa del “crecimiento hacia afuera”, de base agro-exportadora, a la etapa del “crecimiento hacia adentro”, sustentado en la industrialización y vinculado con la expansión del sector público, de las clases medias urbanas, y de las ideologías vinculadas al movimiento obrero. Se ha dicho que, en la segunda etapa, ciertas facetas comunes económicas, políticas, ideológicas se fueron haciendo cada vez más notorias en la por otra parte irreductible diversidad latinoamericana. Una de tales facetas la constituyó la afirmación de una personalidad universitaria modelada, en medida significativa, por el MRU

Esa etapa estuvo signada por la búsqueda de caminos propios para el desarrollo del continente y, paralelamente, por la afirmación de su personalidad específica. La etapa precedente, el “crecimiento hacia afuera”, supuso, al decir de Halperin, la incorporación al “orden neocolonial”; la dependencia económica y cultural consiguiente generó a comienzos del siglo XX preocupaciones vigorosamente expuestas, que encontraban inspiración en el movimiento independentista anticolonial de cien años antes. Esas corrientes tuvieron una de sus principales fuentes en la insurgencia universitaria: “la Reforma de Córdoba trató de encontrar una respuesta americana a la crisis del momento. El ‘americanismo’ fue otra característica del Movimiento que conviene destacar, así como su denuncia del imperialismo. Ya en el Manifiesto de Junio de 1918, los jóvenes cordobeses aseguran estar viviendo una ‘hora americana’. Había llegado el momento de dejar de respirar aires extranjeros y de intentar la creación de una cultura propia, que no fuera simple reflejo o trasplante de la europea o norteamericana. La juventud, bajo el impacto de la guerra mundial, aspiraba a terminar con el vicio de ‘querer regir la vida americana con mente formada a la europea’. Esta actitud del reformismo merece ser subrayada, pues aun cuando no dio todos los frutos esperados, su vocación de originalidad latinoamericana señaló un rumbo que los actuales procesos de renovación universitaria no deben perder de vista. En su americanismo la juventud expresaba el anhelo de superar todas las formas de dependencia. De ahí que Gabriel del Mazo llegara a decir que la Reforma ‘es uno de los nombres de nuestra Independencia’… de la ‘vieja Independencia, siempre contenida o adulterada, pero siempre pugnante por revivir y purificarse’.” (Tünnerman, 1998: 108)

En el contexto evocado, el programa del MRU coadyuvó a la constitución de un movimiento estudiantil que, más allá de grandes diferencias nacionales en cuanto a su vigor y otras especificidades, tuvo realmente carácter latinoamericano. Podría aventurarse que se trató de una “comunidad imaginada” que compartía una “idea de Universidad” a construir. De la “universidad real” que en gran parte pero sólo en parte aquel programa modeló, de sus limitaciones y contrapuestas posibilidades, nos ocuparemos más adelante.

Sin desconocer pues las distancias entre el ideal y la realidad, siempre grandes y a menudo muy grandes, la historia muestra que la Reforma desbordó su escenario original y contribuyó de manera muy variada por cierto a que, desde cierto ángulo y sin mengua de la diversidad, pueda hablarse, en singular, de la Universidad Latinoamericana. En términos muy simplificados, ésta puede verse como el encuentro de una “revolución académica”, escenificada en la Universidad Hispanoamericana, con una gran dinámica de cambio social que, de una forma u otra, involucró a todo el continente.

La idea clave de esa revolución puede ser resumida así: se trataba de democratizar a la Universidad para convertirla en herramienta de la democratización de la Sociedad.
La universidad brasileña

Creación de conocimientos y educación superior antes de los ’30

Si en Hispanoamérica había cinco universidades ya en el siglo XVI, en la América lusitana las primeras facultades surgieron recién en el siglo XX; otra diferencia cardinal es que, si los españoles fundaron universidades dirigidas por la Iglesia, las primeras facultades establecidas en tierras brasileñas no tenían, en general, carácter religioso, y su orientación profesional era marcada (Oliven, 1992).

La creación de instituciones de enseñanza superior en el Brasil fue promovida, a partir de la instalación de la Corte portuguesa en Río de Janeiro, durante la primera década del siglo XIX. El impulso inicial fue vigoroso y con rasgos destinados a durar. “Una de las primeras medidas adoptadas por el príncipe regente trasladado a Río (que más tarde fue el rey Juan VI) consistió en fundar escuelas para la formación de nuevas promociones que se desempeñarían en la administración, el ejército, la economía y las instituciones sanitarias. El rey desembarcó en Río el 7 de marzo de 1808. Ya antes, el 18 de febrero de 1808, se había firmado el documento fundacional de la Academia de Cirugía de Bahía; el 5 de mayo de 1808 se funda la Academia de Marina; también en 1808 se crea la Escuela de Economía de Bahía; a fines de 1808 (el 5 de noviembre), la de Anatomía y el 25 de enero de 1809, la de Ginecología. En 1810 se crea la Academia Militar. Paralelamente con estas fundaciones se lleva a cabo la organización del Museo Nacional, el Jardín Botánico y la Academia de Bellas Artes. Todas estas instituciones se convirtieron en escuelas profesionales superiores, en el sentido estricto de la palabra. La tradición humanista-literaria de la escuela secundaria ya no encontró ningún correspondiente en las nuevas instituciones de nivel universitario.” (Steger, 1974: 250-251)

El proceso fue orientado, con consecuencias de largo alcance, por la reforma de la Universidad de Coimbra que el Marqués de Pombal realizara en 1772, apuntando a la introducción de una ciencia aplicada, concebida como un saber acerca de la naturaleza dirigido al progreso material, y con la preocupación centrada exclusivamente en la formación técnica. (Mazzilli, 1996: 73) Esa transformación “desde afuera y desde arriba” apuntaba a convertir a la universidad en una institución moderna al servicio del poder del Estado. La reforma pombaliana y el ciclo de fundaciones antes evocado influirán duraderamente en la educación superior brasileña.

La universidad propiamente dicha no surgirá en Brasil hasta el siglo XX. Schwartzman abunda en las razones de esa aparición tardía, que constituye una diferencia medular con la historia de la misma institución en la América Hispánica. Pese a que se plantearon diversas propuestas para la creación de la Universidad en Brasil, ello se demoró porque al “Imperio como a la República en sus primeras décadas le bastaban las escuelas profesionales.” Esa tesitura conjugaría el rechazo de las élites gobernantes a la instauración de una universidad que, de acuerdo al molde clásico ibérico, tendría cierta autonomía y estaría controlada por el clero, con la “falta de amplios sectores de la sociedad que viesen en el desarrollo de la ciencia y en la expansión de la educación el camino de su propio progreso.” (Schwartzman, 1979: 52) En particular, durante el Imperio, lo que hubo fueron “escuelas profesionales, burocratizadas, sin autonomía y totalmente utilitarias en sus fines.” (ídem: 80) Al respecto establece Ribeiro (1971: 62): “Cuando fue proclamada la República (1889), [Brasil] sólo contaba con cinco facultades, dos de Derecho en San Pablo y Recife, dos de Medicina en Bahía y Río de Janeiro y una Politécnica en esta misma ciudad. La matrícula de estos establecimientos era de 2.300 estudiantes.” Oliven (1992: 89) apunta una interpretación similar, sosteniendo que la hegemonía positivista en la República postergó la creación de la universidad, considerada como una institución anacrónica por los positivistas, que priorizaban en cambio la formación técnica profesional.

El énfasis en la educación técnica aplicada, que se destaca especialmente a partir de 1900, fue estimulado por la incipiente industrialización del país, por el predominio mencionado de las ideas positivistas, y por la inspiración original de las antiguas escuelas Militar, de Ingeniería y de Medicina. Sin embargo, como ya se destacó, los institutos de educación superior no ofrecieron un lugar a la naciente comunidad científica brasileña; pero ésta creció en centros creados específicamente para el desarrollo de la investigación en ciertas áreas de gran relevancia práctica. Fue particularmente importante lo que se realizó en materia bacteriológica y de medicina sanitaria (ver Schwartzman, 1979: 119-136). En materia agrícola, se atribuyó prioridad a la investigación ligada a los cultivos de exportación, no a los de la alimentación popular básica (ídem, 142). “Las primeras décadas del siglo XX constituyen, posiblemente, el período de la historia brasileña en el que más se sintió la presencia y el potencial de la ciencia aplicada. En la salud pública, la agricultura, la ingeniería, la geología, conocimientos técnicos son buscados y muchas veces aplicados con éxito. Con esto se relaciona una búsqueda grande de educación especializada y la creación de una serie de instituciones de tipo técnico.” (Idem., 161)

Recapitulemos brevemente. A diferencia de Hispanoamérica, Brasil no tuvo universidad colonial; durante el siglo XIX, el llamado “modelo napoleónico” de la educación superior fue implantado en una versión extrema, la de las escuelas profesionales prácticamente sin vinculaciones entre sí; pero la dimensión del modelo que atiende a la investigación, basado en institutos dedicados integralmente a esa actividad, parece haber tenido bastante más éxito en el caso brasileño que en los países de habla hispana en su conjunto. En estos últimos, las tendencias dominantes apuntaban a desdibujar a la universidad como institución unitaria, mientras que en Brasil, partiendo del otro extremo las facultades o escuelas aisladas, un proceso de signo opuesto, vale decir, de agrupamiento de escuelas profesionales, llevaría a un resultado comparable, la universidad como “confederación de facultades”.

Surgimiento y evolución de la universidad

“En el caso de Brasil, la primera universidad propiamente tal con rectorado que reúne varias facultades, bajo la dirección de un Consejo Universitario no se constituyó sino en 1920, con la creación de la Universidad de Río de Janeiro.” (García Guadilla, 1996a: 66) Dicha universidad fue constituida, por decreto del gobierno federal, mediante la reunión de tres escuelas aisladas que, como se dijo antes, provenían del período monárquico: las Facultades de Derecho y Medicina, y la Escuela Politécnica. Oliven (1992: 90) afirma que uno de los objetivos de dicha creación fue el propósito de otorgar un doctorado Honoris Causa al Rey de Bélgica, que habría de visitar Brasil. En 1927 se constituye la Universidad de Minas Gerais, de acuerdo al mismo modelo. (Mazzilli, 1996: 77).

No se evidencia por entonces mayor preocupación por la creación científica. A partir de los años 30’, diversos sectores que preconizan la inclusión de la investigación entre las funciones universitarias, manejan en ese sentido la expresión “idea de Universidad”. Así se aludía a una concepción específica, según la cual la universidad a la vez genera y transmite saber; la expresión se fue difundiendo a partir de la creación de la Universidad de Berlín, que encarnaba esa concepción, en contraposición al modelo de las Universidades de Oxford y Cambridge, a las que se atribuía sólo las tareas de difundir el saber universal y de formar a las élites.

También en la década de 1930, la influencia del Movimiento de Córdoba se hace sentir en Brasil, a través del llamado Movimiento de Pioneros, cuyas denuncias acerca de la situación de la enseñanza atrajeron la atención de la opinión pública, y cuyos reclamos incluían la incorporación no sólo de la investigación sino también de la extensión a las funciones de la universidad (Mazzilli, 1996: 213)

En la misma década, diversas iniciativas apuntan a la creación de un sistema universitario. Su reglamentación, por vez primera, la establece el Estatuto de las Universidades Brasileñas, decretado por el gobierno federal en 1931. (Mazzilli, 1996: 79) Enseñanza, investigación y también extensión son funciones asignadas a las universidades.

El Estado fija por esa vía un marco reglamentario, centralizado, rígido y poco favorable; en ese contexto fracasa una institución fundada durante 1935 en Río de Janeiro, la Universidad del Distrito Federal, la cual al decir de Darcy Ribeiro (1971: 90) “pareció demasiado radical y fue clausurada por la dictadura.” El proyecto fundacional incluía ideas renovadoras, en particular, la democratización de las decisiones y la participación estudiantil en la conducción de la institución. (Mazzilli, 1996: 84) Oliven (1992: 90-91) indica que la creación de esa universidad, por decreto del Director de Instrucción Pública del Distrito Federal Anísio Teixeira, puede ser vista como una victoria de los educadores liberales, lo que suscitó la crítica de los sectores conservadores de la Iglesia católica y llevó a su clausura en 1939.

Un hito mayor lo constituyó el surgimiento de la Universidad de San Pablo (USP), creada por ley de 1934, que constituyó una apuesta histórica de la élite paulista, recién derrotada en la “Revolución Constitucionalista” por el gobierno central. Tiene como antecedente la formación de la Escuela Libre de Sociología y Política.

“La USP fue una creación de la élite del estado en una época de intensa competencia con el gobierno federal; el objetivo era dotar a San Pablo de un lugar donde sus hijos dilectos pudiesen estudiar además de prepararlos para, a largo plazo, asumir el liderazgo nacional al que el estado estaba destinado, gracias a sus recursos económicos y empresariales. Considerado a una distancia de medio siglo, este proyecto parece haber alcanzado una dosis considerable de éxito.” (Schwartzman, 1996: 47)

La fundación de la USP reivindica, entre otras tesis innovadoras, la autonomía universitaria, que en ese caso fue respetada durante los primeros años de vida de la institución, y contó además con el sostén de un Estado con importantes recursos como San Pablo. Se previó el desarrollo de la extensión universitaria, como función separada de las otras y dedicada a la vulgarización de las ciencias. Desde el punto de vista de la estructura universitaria, se buscó agrupar a la escuelas dispersas en una institución cuya unidad provendría de la labor creativa y formativa de una nueva Facultad, la de Filosofía, Ciencias y Letras.

Con la instalación de la USP puede decirse que empieza una nueva etapa en la historia de la enseñanza superior en el Brasil. A lo largo de la misma, la USP ha jugado un papel central. En ello incidió tanto la riqueza del Estado de San Pablo, capaz de mantener un sistema universitario estatal de alto nivel cuando los demás estados tuvieron que buscar la inserción de sus universidades en el sistema federal, como la concepción inspiradora de la USP, sin paralelo con las otras universidades brasileñas, salvo tal vez la frustrada Universidad del Distrito Federal (Schwartzman,1979: 212). Refiriéndose a esta última dice Ribeiro (1971: 90) que “las mismas ideas básicas inspiraron más tarde la creación de las dos primeras Facultades de Filosofía, Ciencias y Letras, una en San Pablo y la otra en Río de Janeiro, contando ambas con la colaboración de un equipo de profesores extranjeros, principalmente franceses. Estos introdujeron en el país la enseñanza de las ciencias y la formación de investigadores científicos.” La última parte de la afirmación transcrita debe sin embargo ser matizada, pues desde hacía mucho tiempo se formaban científicos en diversos centros de investigación, particularmente en las áreas de la salud, la agricultura, la geología.

Destaca Schwartzman (1979: 197) que la base conceptual sobre la que se creó en 1934 la USP fue el denominador común legado por las discusiones de las décadas precedentes: “una universidad que no sería simplemente una agregación de escuelas profesionales superiores; cuyo eje central o célula mater sería una Facultad de Filosofía, Ciencias y Letras, donde sería promovida la investigación a tiempo integral, contribuyendo al conocimiento universal, puro y desinteresado, dejando la aplicación de la ciencia a las escuelas profesionales; que sería ampliamente autónoma desde el punto de vista administrativo y académico; que formaría una élite cultural dinámica, capaz de asumir el liderazgo en el proceso de superación del estado de atraso en el que se encontraba el país.” Este papel de la Facultad mencionada, visto como clave para que la nueva institución fuera más que la sumatoria de escuelas profesionales, recogía una antigua reivindicación de la comunidad científica brasileña.

La creación misma de la USP constituyó un proceso rápido, motorizado por un pequeño grupos de personas, vinculadas estrechamente al gobernador del Estado de San Pablo, y con intervención decisiva de este último (Schwartzman, 1979: 200-203). Se trata, parecería, de algo bastante más afín a lo que podríamos calificar de transformación desde afuera y desde arriba, que de una transformación protagonizada por actores colectivos constituidos en el marco de la enseñanza superior.

El artículo 2o. de la ley de creación fijó los fines de la USP: (a) la investigación para el progreso de la ciencia, (b) la enseñanza de los conocimientos que enriquezcan el espíritu o sean útiles para la vida, (c) la formación de especialistas en todas las áreas de la cultura y de técnicos y profesionales en todas las profesiones de base científica o artística, (d) la difusión de las ciencias, las letras y las artes.

Para proveer las cátedras de la Facultad de Filosofía, Ciencias y Letras se procedió a una masiva contratación de investigadores extranjeros, particularmente alemanes, italianos y, sobre todo, franceses. Misiones gubernamentales fueron enviadas con tal propósito a Europa. En la larga lista de los profesores contratados ya para los años 1934-45 figuran nombres de la talla de Fernand Braudel y Claude Lévi-Strauss, por entonces en los inicios de sus carreras. La historia de esta Facultad fue, previsiblemente, compleja; pero se afirma que constituyó efectivamente, en cierto sentido, el alma mater de su universidad, en tanto ambiente académico fundamental para el desarrollo de la investigación de alto nivel en el Brasil. Sin embargo, a diferencia de lo proyectado, ni esa Facultad ni la homónima de Río de Janeiro se transformaron en ejes integradores de sus respectivas universidades, que en gran medida no dejaron de responder al “modelo napoleónico” de la yuxtaposición de escuelas profesionales.

La matrícula en la educación superior avanzó lentamente en las primeras décadas del siglo: “aún en 1940, todo el Brasil contaba sólo con 21.235 estudiantes de nivel superior y recién había aglutinado algunas facultades en seis universidades en proceso de estructuración.” (Ribeiro, 1971:62)

En esa década empieza a constituirse un sistema de enseñanza superior privada católica. Bajo el “Estado Novo” encabezado por Vargas surge, en 1941, la primera institución de ese tipo, la Facultad Católica de Río de Janeiro, transformada en universidad en 1946 (Mazzilli, 1996: 85). Durante la década siguiente se intensificará el debate que opone la enseñanza pública y la enseñanza privada. Paralelamente, el modelo norteamericano de universidad cobra fuerza como vía para una modernización de la enseñanza superior adecuada al proyecto desarrollista.

Las universidades públicas federales correspondían a la jurisdicción del Ministerio de Educación, el que ejercía un control centralizado y una vigilancia que se extendió a las instituciones privadas. En medio de grandes debates sobre la conducción y la estructuración de las universidades, la Ley de Directrices y Bases de la Educación Nacional de 1961 dejó sin embargo a cada institución de educación superior el definir los criterios para la selección de catedráticos y la representación estudiantil en los organismos colegiados. (Mazzilli, 1996: 89)

Las universidades federales ofrecían una enseñanza gratuita, pero extremadamente selectiva debido a los muy competitivos exámenes de ingreso los “vestibulares” que restringían la matrícula, favoreciendo a las clases más adineradas, porque los jóvenes de esas clases eran los que tenían mejores oportunidades de obtener una buena formación en la enseñanza secundaria privada, y consiguientemente acceder a la enseñanza universitaria pública por su desempeño en los “vestibulares”. (Schwartzman,1979: 286)

Con todo, el sistema creció con cierta rápidez: había 15 universidades en 1950, cuando la matrícula global alcanzaba a 37.548 estudiantes; en 1960 llegaría a unos 100.000 estudiantes y en 1965 a 160.000. (Ribeiro, 1971: 62-64)

En 1961, la primera “Ley de Directrices y Bases de la Educación Brasileña”, si bien posibilita cierta flexibilidad, ya destacada, de hecho consolida el modelo tradicional, al mantener la cátedra vitalicia, las escuelas aisladas y las universidades como yuxtaposición de escuelas profesionales, sin mayor preocupación por la investigación (Oliven, 1992: 91).

Hacia la misma época tomaba cuerpo una experiencia diferente, al ensayarse el ambicioso intento de crear una universidad nueva e integrada, más allá del modelo “napoleónico” de la suma de facultades que, de una forma u otra, ha primado en la evolución contemporánea tanto de la universidad hispanoamericana como de la brasileña.

Ese intento fue el proyecto de creación de la Universidad de Brasilia, surgido en 1960 “del esfuerzo de un centenar de científicos e intelectuales brasileños reunidos para repensar el proyecto mismo de universidad, ante la oportunidad ofrecida por la construcción de la nueva capital del Brasil. Este proyecto se inspiró básicamente en los esfuerzos pioneros de Anisio Teixeira, en la Universidad del Distrito Federal (1935-37) y en la lección extraída del fracaso de la tentativa de implantar la Facultad de Filosofía, Ciencias y Letras de la Universidad de San Pablo y de Río de Janeiro como órganos integradores de sus respectivas universidades.

Sin embargo, el proyecto de Brasilia sobrepasó ampliamente por sus ambiciones aquellos esfuerzos larvales. Allí se contó con recursos humanos y materiales que permitieron aspirar a la creación de una universidad efectivamente capacitada para el entero dominio del saber moderno, para el ejercicio de la función de órgano central de renovación de la universidad brasileña y para el desempeño del papel de agencia de asesoramieto gubernamental en la lucha por el desarrollo autónomo del país.

En el plan estructural de la Universidad de Brasilia se sustituía la división tradicional en facultades aisladas y en cátedras autárquicas y duplicativas por un nuevo modelo organizativo. Este estaba formado por tres cuerpos de órganos de enseñanza, de investigación y de extensión cultural integrados en una estructura funcional: los institutos centrales de ciencias, letras y artes (Matemáticas, Física, Química, Biología, Geociencias, Ciencias Humanas, Letras y Artes), las facultades profesionales (Ciencias Agrarias, Ciencias Médicas, Ciencias Tecnológicas, Ciencias Políticas y Sociales, Arquitectura y Urbanismo, y Educación), y de unidades complementarias (Biblioteca Central, Editorial, Radiodifusora, Estadio y Museum).

La experiencia de Brasilia sólo duró cuatro años: cuando daba sus primeros pasos el golpe militar del primero de abril de 1964, que sometió al Brasil a una dictadura agresiva, asaltó la universidad y le impuso un interventor.” (Ribeiro, 1971: 92-93)

Se ha cuestionado, empero, al proyecto referido en tanto mantenía el compromiso con la formación de las élites dirigentes, sin afrontar el carácter selectivo y por ende excluyente de la universidad brasileña. (Mazzilli, 1996: 90)

Parecería, por otra parte, que el funcionamiento de esa Universidad tenía un carácter altamente centralizado, con enorme peso del Rectorado, con absoluta preponderancia del orden docente, y una representación estudiantil muy reducida en los organismos de dirección.

Durante la misma década de 1960 cobraron fuerza las propuestas del movimiento estudiantil brasileño, vinculadas al accionar de los estudiantes hispanoamericanos y a los postulados del MRU, que apuntaban asimismo a la eliminación del examen de ingreso, el “vestibular”. (Oliven, 1992: 92). Los seminarios de la Unión Nacional de Estudiantes de 1961, 1962 y 1963 promueven la autonomía universitaria, didáctica, administrativa y financiera, la participación de docentes y estudiantes en la gestión universitaria, el régimen de trabajo de tiempo integral para los docentes, la ampliación de los cupos, la flexibilidad de los planes de estudio, y la extinción de las cátedras vitalicias (Fávero, 1994: 151).

Aún esta apretada síntesis pone en evidencia sustantivas confluencias y divergencias no menores entre la reforma impulsada por el estudiantado organizado y la simbolizada por la creación de la Universidad de Brasilia; sus principales énfasis no coinciden. El proyecto estudiantil converge con el de la Reforma de Córdoba. Por su parte, lo definitorio del modelo de Brasilia es la construcción de la universidad en torno a los institutos centrales de investigación y los departamentos unificados de enseñanza, al estilo de las universidades de los Estados Unidos, en vez de la estructura tradicional de escuelas profesionales y cátedras independientes. Se entendía que semejante estructura permitiría superar los viejos defectos del “modelo napoleónico”, integrar enseñanza e investigación, y alcanzar niveles de excelencia en el desempeño de ambas funciones.

Pese a la frustración del proyecto de la Universidad de Brasilia, el mismo se constituyó en fuente parcial de inspiración para otra “reforma universitaria”, que el gobierno militar decretó en 1968. El diagnóstico previo a la misma sostenía que la universidad no se había mostrado capaz de acompañar el extraordinario progreso de la ciencia moderna ni de crear los conocimientos indispensables para la expansión de la industria nacional (Fávero, 1994: 156).

El contenido esencial de la Reforma Universitaria brasileña de 1968 radicó en la creación de: (i) institutos centrales y departamentos académicos, por oposición tanto a la duplicación de actividades como a la compartimentación propia de las escuelas profesionales; (ii) núcleos básicos comunes a grandes áreas de conocimiento y sistemas de crédito; (iii) un sistema nacional de programas de postgrado, también de acuerdo al modelo norteamericano. (Schwartzman,1979: 291-4) Se buscaba aumentar la “productividad” de la Universidad; para ello, además de las disposiciones anotadas, se unificó el examen de ingreso y se estableció un sistema de créditos (Fávero, 1994: 157).

Esta transformación fue impulsada a la par que una política de desarrollo científico y tecnológico mucho más sistemática y vigorosa que en cualquier otro país de América Latina.

La matrícula universitaria creció rápidamente: si era poco superior a los 200.000 estudiantes en 1967, diez años después incluía a más de 1.100.000. Pero aún así alcanzaba a una proporción comparativamente escasa de la población del correspondiente tramo de edad, y no había perdido su carácter marcadamente elitista; al terminar esa década, ello podía apreciarse en los siguientes términos: “En los Estados Unidos y en muchos otros países, las escuelas privadas están generalmente entre las instituciones de alta calidad, adonde los que poseen medios envían a sus hijos, a fin de que obtengan un mejor nivel de educación. En Brasil, con algunas excepciones como la Escuela de Ingeniería Mackenzie de San Pablo, o la Universidad Católica de Río de Janeiro, las facultades privadas tienden a ser empresas orientadas al lucro, con un máximo de estudiantes y un mínimo de inversión en equipamiento y docentes. Las universidades públicas, por otro lado, pueden eventualmente alcanzar niveles bastante satisfactorios de formación profesional. La consecuencia es una situación en la cual los que pueden pagar los costos de una buena educación secundaria consiguen cursar una universidad mejor y gratuita, mientras que los que no tienen recursos para ello van a universidades pagas y de mala calidad.” (Schwartzman,1979: 292) Parecería que veinte años después la situación no ha cambiado sustancialmente.

La convergencia de proyectos

Pero volvamos a la primera mitad de los años ’60, durante la cual surgió un nuevo paradigma para la universidad brasileña, según lo afirma Sueli Mazzilli (1996: 95-107); en esta sección glosamos su enfoque, y a partir del mismo ensayamos por cuenta nuestra alguna conjetura.

En el período indicado, la universidad se vio envuelta en la crisis generalizada y en las grandes confrontaciones por entonces escenificadas, en las que se enfrentaban proyectos orientados a la revolución social con otros que procuraban eliminar los obstáculos para una modernización inserta en la economía capitalista internacional.

Una crítica global a la institución, impulsada desde la Unión Nacional de Estudiantes (UNE), puso en cuestión el “para qué” y el “para quién” del saber que se generaba o pretendía generar. La noción de extensión, asumida por la comunidad académica y recogida en los textos legales, no sobrepasaba, según esta perspectiva, la simple divulgación de conocimientos.

Se llegó a un punto de viraje. Hasta entonces, las tesituras enfrentadas atendían fundamentalmente a la estructura de la universidad, a su reorganización; las propuestas ensayadas aparecen como intentos de transformación “desde arriba”. Se había asistido más bien al enfrentamiento de proyectos que a la contraposición de actores colectivos en las universidades y a la “conquista desde adentro” de las mismas por una propuesta diferente, como ocurriera con la génesis y difusión del Movimiento de Córdoba. Pero, precisamente, el protagonismo en alza del estudiantado brasileño organizado trastocará tanto el marco como los términos del debate, trasladándolo de las cuestiones estructurales a las finalidades de la educación superior. Este enfoque ideológico converge con la prédica y la práctica de Paulo Freire, sobre las vinculaciones entre la concientización y la educación popular, así como con el accionar concreto del propio movimiento estudiantil, que lleva a cabo una vasta labor de extensión al margen de los marcos universitarios. Se apunta a la construcción de una “pedagogía de la libertad”.

Mazzilli afirma que, desde el punto de vista de la construcción de una idea de universidad en el Brasil, este período supuso un salto cualitativo, en el que se pasó de la investigación “desinteresada” y de la extensión como conjunto de cursos de “vulgarización del saber” a una concepción de universidad que tiene como foco el proceso social y como meta la transformación de las estructuras sociales.

Como sucediera, en el marco hispanoamericano, con los sectores mayoritarios del movimiento originado en Córdoba, esta concepción de la Reforma Universitaria brasileña desemboca en la comprobación de que no se puede transformar la universidad sin transformar la sociedad. En el segundo caso, el proceso empezó bastante más tarde, como la propia historia de la universidad. Pero avanzó más rápido, en parte debido al clima general de América Latina en los ’60, aunque quizás también porque tenía lugar en instituciones menos consolidadas por el paso del tiempo, donde los cambios estaban a la orden del día desde su surgimiento, y en las que se contraponía una diversidad de proyectos más amplia y más vinculada con las estrategias globales de élites y contraélites que en otras partes del continente.

No es casual que, después del golpe de 1964, tuviera tanta importancia para el nuevo régimen brasileño la concreción de su propio proyecto para las universidades, propósito que lleva a la implantación de la Reforma Universitaria de 1968. Se apuntaba a lograr varios fines mediante una típica “reforma desde arriba” que, como se dijo entonces, debía ser hecha “antes que otros la hagan”; hacía falta controlar a un movimiento estudiantil en ebullición y que en ese mismo año protagonizó grandes enfrentamientos con el régimen; se requería también una universidad capaz de jugar un papel importante en un proyecto de modernización capitalista y de crecimiento técnico-productivo. Así, se amplió en cierta medida la matrícula universitaria y se reivindicó la unidad indisociable entre la enseñanza y la investigación, en un una reforma cuya letra recogió varias demandas estudiantiles importancia de la extensión, autonomía, participación de los estudiantes en los órganos colegiados, fin de las cátedras, democratización y que fue seguida poco después por el dictado del Acta Institucional No. 5, la cual afianzó a la dictadura y sumió al país en el silencio.

En los ’60, la universidad brasileña fue un gran campo de enfrentamiento entre proyectos sociopolíticos contrapuestos. A diferencia de lo que sucedió en otros países latinoamericanos, donde por esa época se asiste más bien al enfrentamiento “externo”, entre gobiernos y universidades públicas, en general orientadas por la convergencia histórica del MRU y las izquierdas, en Brasil el enfrentamiento “interno” parece más ardiente, en parte quizás porque las grandes fuerzas contendientes a escala nacional están presentes dentro de las universidades, y éstas forman parte relevante de sus respectivas estrategias.

El movimiento transformador surgido en las viejas universidades hispanoamericanas tuvo pronto cierta influencia en el ambiente de la educación superior brasileña; de ello se ha mencionado ya algún ejemplo. Más aún, en respuesta a una consulta nuestra sobre el impacto del movimiento de Córdoba en el Brasil, Sueli Mazzelli (comunicación personal) ha resumido una de las conclusiones de su tesis reiteradamente citada más arriba, afirmando que el principio de la indisociabilidad entre enseñanza, investigación y extensión, incorporado tras largos esfuerzos a la Constitución Brasileña en su artículo 207, que expresa un proyecto de universidad socialmente comprometida, tiene su origen en las tesis del Manifiesto de Córdoba.

Por su parte, en una presentación de conjunto con perspectiva histórica de la problemática de la autonomía universitaria en Brasil, Fávero (1997) destaca una larga lucha por la construcción efectiva de esa autonomía, la cual llevó a la incorporación del mencionado artículo 207 al texto constitucional de 1988, el cual establece que las universidades disponen de autonomía didáctica, científica, administrativa y de gestión financiera y patrimonial, y deben atenerse al principio de la indisociabilidad entre enseñanza, investigación y extensión.

Es difícil dudar de que el activo relacionamiento entre los gremios estudiantiles latinoamericanos significó una vía de difusión de la doctrina reformista a todo el continente, favorecida asimismo por otros múltiples canales de vinculación académica, cultural y política.

A su vez, la acelerada evolución de las universidades en el Brasil dio lugar a un proyecto alternativo global, confluyente en varios sentidos con los postulados de Córdoba, muy notablemente en la centralidad atribuida a la extensión universitaria, y también con énfasis característicos. Entre estos últimos, quizás quepa destacar dos, cuya incidencia se extiende hasta hoy. Por un lado, la considerable atención a la temática de la investigación, probablemente vinculada a las concepciones más modernas que influyeron en el tardío surgimiento de las universidades brasileñas, así como a una mayor jerarquización del tema por el propio Estado. Por otro lado, la íntima conexión con propuestas globales de renovación de la educación.

También con carácter tentativo, cabría aventurar que la tradición reformista hispanoamericana ha insistido más en el libre acceso a la educación superior así como en la democratización de la conducción universitaria a partir de la primacía de los organismos colegiados y de la gravitación en los mismos de los estamentos organizados, en particular el gremio estudiantil. Estos rasgos se vinculan seguramente a procesos que incluyen los siguientes: la temprana expansión de la educación pública básica y media en algunos países hispanoamericanos; la también temprana conformación de fuertes movimientos sociales y políticos democratizadores; la larga experiencia de autonomía bastante significativa en el manejo de la gestión y la dilucidación de buena parte de los conflictos internos, propia de varias de las viejas universidades continentales.

En cualquier caso, cabe sostener en suma que, durante la década de los ’60, las dinámicas específicas pero vinculadas de la Universidad Hispanoamericana y de la Universidad Brasileña convergieron hacia una “idea de Universidad” propiamente latinoamericana.
Idea y realidad de la Universidad en América Latina

Sobre las revoluciones académicas

La emergencia, a lo largo del siglo XIX, de la moderna “universidad de investigación” ha sido calificada como “la primera revolución académica”, mientras que, en las últimas décadas del siglo XX se habría vivido una “segunda revolución académica”, con la irrupción de la “universidad empresarial” (Etzkowitz, 1990). A la última parte de esta tesis nos referiremos en un capítulo posterior; cualquiera sea su validez, es difícil discutir el carácter revolucionario del primero de los fenómenos anotados, seguramente el de mayor envergadura en la historia de la institución universitaria, después de su propia creación.

En una mirada de conjunto a la evolución histórica de las universidades europeas, Geuna (1999) distingue cuatro fases: (i) “el nacimiento de la universidad”, que incluye su desarrollo como institución original, y se extiende desde el siglo XII tardío hasta comienzos del siglo XVI; (ii) “el período de decadencia”, entre la segunda mitad del siglo XVI y fines del XVIII, cuando la revolución científica y la primera institucionalización de la ciencia moderna ocurrieron fundamentalmente por fuera de las universidades; (iii) “la recuperación y la transformación alemana”, desde comienzos del siglo XIX hasta la Segunda Guerra Mundial; (iv) “la expansión y diversificación”, desde 1945 hasta fines de los ’70. Agrega el autor mencionado que probablemente se esté viviendo una quinta fase, que podría ser denominada como “la reconfiguración institucional”.

En esa perspectiva, el comienzo de la fase (i) vale decir, la creación misma de la universidad y la fase (iii) aparecen como las grandes innovaciones; una constituye seguramente el más grande “invento” institucional en toda la historia de la educación superior, mientras que la unión de ésta con la investigación constituyó el núcleo de la otra gran innovación institucional.

Quizás quepa sugerir que la antedicha fase (ii), “el período de decadencia”, incluye en realidad dos etapas de aguda inadaptación de la universidad a otras tantas transformaciones culturales de inmensa envergadura: “El renacimiento humanista surgió fuera y contra la universidad escolástica. Cuando más tarde las universidades se hicieron humanistas y luego filológicas, surgió la renovación filosófica y cientifico-natural del siglo XVII una vez más fuera de éstas (Descartes, Spinoza, Leibniz, Pacal, Kepler).” (Jaspers, 1946: 457) En esta formulación, diríase que una revolución fue necesaria para que las universidades se hicieran científicas.

Ahora bien: ¿qué es, propiamente hablando, una revolución académica? No pretendemos resolver tamaño problema, ni tampoco buscar una caracterización muy precisa, que se ajuste sólo a un ejemplo u obligue a forzarla para incluir varios casos, pero sí aspiramos a delimitar un tanto los términos en uso.

Tentativamente, sugeriríamos que la expresión “revolución académica” ha de reservarse para:

(i) una gran transformación en las actividades de generación, transmisión y utilización de conocimientos avanzados, que

(ii) emerge en una confluencia de profundos cambios sociales y culturales, los cuales

(iii) dan lugar tanto a una reconfiguración institucional de aquellas actividades como a una reorientación de las mismas, a una reformulación de su misión en la sociedad, de modo tal que

(iv) semejantes innovaciones desbordan las fronteras,

(v) sustantivas alteraciones en las relaciones de poder vinculadas al conocimiento tienen lugar, y

(vi) una “idea de la Universidad”, un modelo ideal de lo que la institución debe ser, se conforma como una construcción ideológica con gran impacto en la realidad.

Desde semejante perspectiva, el nacimiento mismo de la universidad, esa creación esencialmente europea, constituye una “revolución académica”.

Surgidas en el apogeo de la civilización medieval, “las primeras universidades europeas eran en esencia, corporaciones de profesores y estudiantes que buscaban conseguir, muchas veces con grandes dificultades, el derecho al trabajo intelectual independiente, la autonomía administrativa y el derecho a fuero especial para sus miembros en relación a las autoridades eclesiásticas y políticas de entonces. […] cristalizaron el surgimiento y la diferenciación de una nueva forma de organización para el conocimiento, de tipo secular, de base racional, elaborado por una comunidad frecuentemente cosmopolita, consciente de su independencia en relación a los poderes locales, así como de sus derechos y autonomía. […] Las universidades en los países occidentales evolucionaron de pequeños apéndices de la Iglesia hacia la principal institución para el procesamiento del conocimiento del mundo moderno.” (Schwartzman, 1996: 14)

La generación y transmisión de conocimientos de tipo superior tiene una historia tan larga y diversificada como las civilizaciones. Pero la edificación de una serie de instituciones con una configuración similar, específicamente dedicadas a la educación superior, con personal docente estable y remunerado, vocación multidisciplinaria, programas regulares de cursos, y certificados de estudios ampliamente reconocidos a la vez que relativamente uniformes, constituye una transformación mayor. La universidad surgió como una corporación de gentes dedicadas a actividades académicas. Agrupó a todos los maestros y estudiantes de una misma ciudad. Luchó, con apoyo papal, real o imperial, por conquistar su autonomía frente a otros poderes locales, laicos o episcopales. Se configuró como una institución supra-nacional, característica de la “República cristiana”. Emergió y cobró vigor en el contexto de grandes cambios intelectuales y sociales, tan grandes como los que se mencionan a continuación:

el redescubrimiento por los europeos, a través del Islam, de la cultura de la Antigüedad, lo cual dio lugar a que estudiantes de todas partes del continente se reunieran desde fines del siglo XI para escuchar a un maestro leer y comentar la nueva traducción de un viejo texto, en agrupamientos informales que a partir del siglo XII se formalizarían como universidades (Kuhn, 1985);
el cambio cultural expresado por las formas de pensar y de enseñar que conforman la escolástica, basada en la dialéctica en tanto “ciencia del razonamiento”;
la afirmación del poder ideológico de la Iglesia en la Cristiandad de Occidente;
el renacimiento urbano del siglo XII y el surgimiento de la ciudad medieval como fenómeno específico (Pirenne, 1992).

“La organización universitaria del siglo XIII marca la integración de la vida intelectual a la vida de la ciudad” dice Le Goff (1977).

Geuna (1999, nuestra traducción) resume así las características de la institución: “Como lo testimonia el término universitas, la universidad medioeval fue un peculiar tipo de corporación. Peculiar en cuanto comunidad de magistres y scholares es decir, maestros y estudiantes que estaban involucrados en la elaboración y en la transmisión de un bien peculiar: conocimiento. Al igual que otros tipos de corporaciones, estaba compuesta por miembros que decidían libremente su unión. Era una comunidad con cohesión interna, organización articulada y personalidad corporativa. Era una entidad moral y legal que disfrutaba un cierto grado de independencia de poderes externos por ejemplo, el Papa, el Emperador, el Príncipe, los gobernantes de las ciudades, etc. y capaz de continuar en el tiempo. El objetivo primario de esta comunidad de practicantes era la transmisión de conocimiento de maestros a alumnos. La universidad medioeval era una institución de enseñanza responsable de la preparación para carreras educacionales, eclesiásticas, de gobierno y profesionales.” Y destaca su vocación cosmopolita: “Contrariamente a la naturaleza políticamente fragmentada de la sociedad medioeval, la universidad se desarrolló como una institución cosmopolita ‘supra-nacional’. Un lenguaje común (el latín), un tipo común de educación y una organización común permitió la creación de una comunidad internacional de maestros y sabios que viajaban de una institución a otra disfrutando de los mismos privilegios y deberes sin importar la ubicación geográfica. Las diversas universidades medioevales no eran solamente un tipo peculiar de institución de enseñanza sino que también eran, todas ellas, miembros de una unidad intelectual ‘supra-nacional’ dedicada a cultivar el conocimiento, disfrutando de un cierto grado de independencia del papado, del imperio y de la autoridad municipal.”

La idea originaria de Universidad, cuya incidencia en la realidad se extiende hasta nuestros días, la concibe como una corporación de “maestros” y “aprendices” que, como corresponde al modelo medieval, está dotada de cierta autonomía y se define por el cultivo de un arte bien definido, en este caso la elaboración y transmisión del conocimiento, en el marco de reglas precisamente establecidas.

El caso clásico

Ya nos hemos referido en una sección anterior a las características mayores de la “revolución académica” por antonomasia, el surgimiento desde Alemania de la moderna universidad de investigación.

“La reforma universitaria alemana en las primeras décadas del siglo XIX, que habitualmente se relaciona con el nombre de Wilhelm von Humboldt, estableció como principio perdurable la idea de la unidad entre investigación, docencia y estudio.” (Clark, 1997: 9) “Las acciones realizadas históricamente en nombre del principio humboldtiano condujeron a la revolución académica. En ocho siglos de vida universitaria en el mundo occidental, desde las Bolonias y París del siglo XII hasta las Stanford y Tokio del siglo XX, ningún otro cambio se puede comparar con el surgimiento y desarrollo de la moderna universidad de investigación.” (Idem: 10)

Retomamos la consideración de esa transformación a los efectos de confrontarla con la caracterización tentativa de “revolución académica” propuesta más arriba. El fenómeno puede describirse apretadamente como sigue.

(i) Consistió esencialmente en la gran transformación que supone vincular la generación de conocimientos con su transmisión al más alto nivel, como dos aspectos de una misma tarea realizada por la misma gente en la misma institución.

(ii) Ello se fue plasmando en paralelo con la difusión de la industrialización y con un gran cambio en la organización interna de la ciencia, su estructuración disciplinaria, y sobre todo en la gravitación externa de la misma, tanto por su reconocimiento social como por su incidencia directa en las tecnologías dinamizadoras de la “Segunda Revolución Industrial”.

(iii) Los procesos mencionados favorecieron y se vieron favorecidos por la reconfiguración de las actividades universitarias, donde la investigación apareció como una nueva misión junto a la enseñanza, y ambas se fertilizaron mutuamente, tanto por razones generales anticipadas por Humboldt como por motivos específicamente ligados al “matrimonio entre la ciencia y las artes útiles” que por entonces se fue consumando.

(iv) Esas innovaciones institucionales, si bien reconocen importantes antecedentes, particularmente durante la llamada “Ilustración Escocesa”, conocieron su verdadero “despegue” en el ámbito alemán durante las primeras décadas del siglo XIX; ello tuvo lugar, inicialmente, como parte de la reacción a la derrota militar prusiana frente a Francia, y después en el marco de un esfuerzo estratégico para absorber la ventaja económica que supuso la (Primera) Revolución Industrial para Inglaterra; tales innovaciones confluyeron reforzándose con los procesos recién anotados; por eso mismo fueron adoptadas y desarrolladas por todos los países “centrales”, Estados Unidos en primer lugar, desde fines del siglo XIX y a lo largo del siglo XX.

(v) Esta transformación de las universidades supuso por una parte una redistribución del poder interno, incluyendo una mayor gravitación de los especialistas en ciencias naturales, ingenierías y economía; constituyó por otra parte un factor relevante en los diferenciales de poder económico y militar, tanto entre los países del “centro” como de éste en su conjunto con relación a las “periferias”.

(vi) La concepción emergente cobró tanta importancia que, si hasta entonces para designar a cualquiera de los modelos contrapuestos se usaba la expresión “idea de Universidad”, la misma se reservará en adelante para el nuevo.

Las características de este modelo han sido formuladas por Jaspers (1946) en términos clásicos, que denotan tanto la continuidad con la idea originaria de la universidad medieval como su profunda transformación: “La universidad es una escuela pero escuela única en su género. En ella no sólo se debe enseñar: el alumno debe participar en la investigación y llegar así a una formación científica decisiva para su vida. De acuerdo con la idea, los alumnos son pensadores independientes, autorresponsables, que siguen con espíritu crítico a su maestro. Poseen la libertad de aprender.” (pág. 392) “La universidad quiere tres cosas: enseñanza para las profesiones especiales, formación (educación) e investigación. La universidad es escuela profesional, mundo de formación, establecimiento de investigación. […] en la idea de la universidad estos fines constituyen una indisoluble unidad.” (pág. 424) Se afirma pues que “ante todo la docencia necesita de la investigación para su sustancia. De ahí que el alto e irrenunciable principio de la universidad sea la vinculación de investigación y docencia […] porque de acuerdo con la idea el mejor investigador es a la vez el único docente bueno. […] sólo él pone en contacto con el propio proceso del conocimiento, y por intermedio de éste con el espíritu de las ciencias en vez del contacto con los muertos resultados, fáciles de aprender. Sólo él es ciencia viva, y es en el contacto con él que puede ser contemplada la ciencia tal cual es originariamente. El despierta impulsos similares en los alumnos. El conduce a la fuente de la ciencia. Sólo el que personalmente investiga puede enseñar esencialmente. El otro sólo transmite lo fijo, ordenado didácticamente. Pero la universidad no es escuela, sino alta escuela.” (pág. 428) Si tal es el papel ideal de la investigación para la docencia universitaria, es porque ésta sólo puede ser una “educación socrática: de acuerdo con su sentido, maestro y alumno se hallan a un mismo nivel. Según la idea ambos son libres.” […] “La educación es una mayéutica , es decir, que se ayuda al alumno a dar a luz sus capacidades, en él son despertadas existentes posibilidades, pero no son forzadas desde afuera.” (pág. 433) Se apunta así a una formación integral que “no constituye un cometido divisible. De ahí que juntamente con el principio de la vinculación de investigación y docencia, sea un segundo principio de la universidad el de la vinculación de investigación y docencia con el proceso de formación.” (pág. 435)

De la idea a la realidad siempre hay una gran distancia, incluso en el caso de una revolución exitosa, como seguramente lo fue la emergencia, principalmente en Alemania, de la universidad moderna caracterizada por la doble misión de enseñar e investigar.

Y por supuesto, una gran transformación no puede fecharse en un momento preciso. Antes de la fundación de la Universidad de Berlín, en 1809/1810, momento en el que convencionalmente se fija el surgimiento de la universidad moderna, importantes evoluciones habían tenido lugar, como ya se destacó antes. Durante el siglo XVIII, la universidad escocesa fue un importante escenario de la creación de conocimientos y en la propia Alemania se destacan las reformas introducidas en universidades como Halle y Göttingen, así como el avance de la investigación experimental, particularmente en química, dentro y fuera de los claustros.

La emergencia de la universidad de investigación como proceso gradual, con antecedentes más relevantes de los que a menudo se recuerdan ha sido presentada en términos que vale la pena glosar.

Cabe recordar, en primer lugar, la transformación inducida por la Revolución Francesa en las condiciones de generación del conocimiento.

En la segunda mitad del siglo XVIII el centro de gravedad de la actividad científica se desplazó de Inglaterra a Francia, pero sin que ello supusiera una superioridad muy notoria. En cambio, en las tres primeras décadas del siglo XVIII la supremacía francesa devino inequívoca; sólo en Francia, y más precisamente en París, científicos de primer nivel cubrían todos los campos de la ciencia de la época. (Ben-David, 1984: 88-89)

“La Revolución Francesa (a pesar del hecho de ser responsable de la muerte de hombres como Lavoisier y Condorcet) fue un gran estímulo para la ciencia en Francia. En 1794, el nuevo gobierno creó la Escuela Politécnica, con una asignación de unas 12.000 libras. La Escuela abrió con 400 estudiantes. Su cuerpo docente incluía a los matemáticos Lagrange y Laplace, al químico Berthollet y al cristalógrafo Haüy. Para 1800 el espírtu científico se encontraba firmemente establecido en Francia y había permeado la educación.” (Ashby, 1969: 32) “Francia fue la madre de la investigación científica organizada. Fue el primer país que alentó la práctica de la ciencia experimental en una vasta escala, sistemáticamente, y el primer país en darse cuenta que (como Bacon lo había predicho) el trabajo científico no sólo debe ser organizado, sino que debe también ser resumido y propagado. La Academia y las escuelas científicas estrechamente asociadas con ella, movilizaban el intelecto de la nación.” (Idem: 33)

El impulso encarnado en la fundación de la Universidad de Berlín constituyó una manifestación, en el campo del conocimiento, de la reacción nacional prusiana ante la superioridad francesa plasmada en el campo de batalla. Más adelante, ese impulso se constituirá en una clave de la estrategia nacional alemana ante la superioridad industrial inglesa. Notemos pues, respecto a lo primero, ciertas características de las actividades vinculadas al conocimiento, en Francia como en lo que habría de ser Alemania, que posibilitarían la reversión del panorama.

En la Francia del período revolucionario, se coincidía en que la educación necesitaba una reforma a fondo, pero no se advertían problemas en el campo de la investigación, donde el país se desempeñaba mejor que cualquier otro; por consiguiente, no surgieron impulsos para trasladar la sede de esa actividad de los laboratorios privados, donde los investigadores trabajaban de manera individual, a los establecimientos educativos. (Ben-David, 1984: 96) El florecimiento notable de la ciencia francesa entre 1800 y 1830 no se vincula a nuevas y grandes ideas o prácticas que puedan calificarse de “revolución académica”. En cambio, otras tradiciones universitarias contenían en germen una transformación mayor en las actividades de generación y transmisión de conocimientos.

El punto de partida podría encontrarse en el hecho de que, durante la emergencia de la revolución científica, en el siglo XVII, los científicos naturales de Alemania y de otros países culturalmente periféricos los de Escandinavia, Holanda, Escocia no se alejaron de las universidades, como lo hicieron en Inglaterra y Francia. En todo caso, los humanistas alemanes tendieron a modelar su trabajo según ciertas pautas propias de la nueva ciencia, con énfasis en lo empírico; en el estudio de las humanidades las motivaciones estéticas, morales y formativas fueron cediendo su lugar a enfoques despojados de consideraciones valorativas, que buscaban comprender la cuestión investigada de forma comparable a un fenómeno natural. Se forjó así una identificación de humanistas y científicos que constituyó la base para un reclamo común, el de que las facultades de filosofía tuvieran un reconocimiento similar al de las facultades profesionales, lo que constituyó un impulso a la concepción de las universidades como instituciones cuyos miembros se dedican a la investigación. (Ben-David, 1984: 112) Si la creación de la universidad de investigación parece más bien una “revolución desde afuera y desde arriba”, aquí se destaca la presencia de un importante actor interno de semejante transformación.

Durante el siglo XVIII “Halle y Göttingen [inaugurada en 1737] marcan un nuevo punto de partida en el modelo universitario. Las universidades alemanas medievales incluían las facultades convencionales de filosofía, teología, leyes y medicina. Hasta entonces la Facultad de Filosofía no había servido sino como doméstica de las facultades profesionales; en Halle y Göttingen, y sucesivamente en las demás universidades de Alemania, lo que se erigió en tarea de esta facultad fue la búsqueda del saber por el saber mismo, no como un requisito previo para las profesiones tradicionales. Los estudios filosóficos fueron basados en la razón y no en el dogma. Había libertas docendi y libertas philosophandi . Los grandes estudiosos no siguieron trabajando sólo como individuos: grupos de estudiantes avanzados se reunían alrededor de esos estudiosos para conocer mediante el aprendizaje, no mediante el estudio formal. Surgió el concepto de que el estudio privado y la investigación eran calificaciones esenciales para un profesor universitario; el sueño del estudioso fue simbolizado por una palabra mágica: Wissenchaft. Es siempre necesario preceder toda discusión de Wissenchaft diciendo que no se le puede traducir por el término inglés science , ni por el españo ciencia. Wissenchaft cubre el objetivo y el enfoque crítico de todo conocimiento. No podría haber una ilustración más vívida de esto que el hecho de haberse Wissenchaft convertido en la estrella polar de algunas universidades alemanas antes de que la revolución científica llegara a ellas. Aparte del fisiólogo Haller, que enseñó en Göttingen, los más de los grandes científicos alemanes del siglo XVIII trabajaban (como sus equivalentes ingleses lo hacían) fuera de las universidades; pero en esas universidades florecía la Wissenchaft, como un análisis objetivo de los clásicos, cuestionando, comparando, investigando las antiguas literaturas en pos de la verdad histórica, adonde quiera que ello pudiera conducir. Las primicias de esto fueron las ediciones autorizadas de los clásicos […]. Siguieron luego la filología, el estudio científico del lenguaje, el comienzo de la crítica bíblica […], y el enfoque desapasionado y científico de la historia […].” (Ashby, 1969: 35-36)

“De este modo los basamentos de la Wissenchaft el enfoque empírico del conocimiento fueron colocados en Alemania no por los científicos sino por los humanistas, y fueron colocados en las universidades. La universidad alemana, por consiguiente, fue un maravilloso suelo fértil para el trasplante del espíritu científico de Francia. Por supuesto, no hubo un momento dramático en el que la ciencia se volviera de repente una parte de la vida universitaria. Pero hubo un tiempo en el que se hizo obvio que todo lo que la ciencia había significado para el pensamiento francés iba ahora a significarlo también para el pensamiento alemán, y que las universidades iban a ser sus cuarteles generales. Tal vez ese tiempo date de las investigaciones de Gauss en Göttingen y de los escritos de Alejandro de Humboldt.” (Ashby, 1969: 37)

Conviene todavía señalar que la aclimatación en esas universidades, a comienzos del siglo XIX, de la investigación en el sentido emanado de la revolución científica del siglo XVII, no fue un proceso pacífico: “La adaptación de las universidades alemanas a la ciencia experimental no se efectuó sin resistencia. Del mismo modo que el flujo del pensamiento científico hacia Oxford y Cambridge había de ser, más adelante, obstaculizado durante una generación por la mística de la ‘educación liberal’, así también el flujo del pensamiento científico hacia las universidades alemanas fue detenido, durante un tiempo, por otra mística: Naturphilosophie. Este movimiento rechazaba el enfoque experimental de la naturaleza a favor de una filosofía que daba por sentada la impregnación de esa naturaleza por cierta misteriosa unidad y buscaba entender los fenómenos científicos especulando sobre tal unidad. Como escuela de pensamiento, guiada por Schelling e influida por Hegel, se convirtió en una escuela poderosamente atrincherada en muchas universidades alemanas. Sus discípulos más fervientes veían a Newton con desprecio y consideraban fútil la noción de acopiar datos.” (Ashby, 1969: 37-38)

Si bien el nuevo ideal de universidad que inspiró la fundación de la de Berlín estaba llamado a tener gran repercusión, corresponde destacar que aquél se basaba en una concepción que hacía de la investigación un medio para el desarrollo personal de cada uno de los integrantes de la comunidad de profesores y estudiantes, concentrando la atención en ciertos campos considerados de tipo elevado, como la filosofía, las matemáticas y las humanidades. La investigación de laboratorio recibía una valoración inferior, y la ciencia empírica debió luchar por su emancipación del dominio de la filosofía natural idealista, confirma Keck (1993: 117-118).

En una perspectiva similar, Ben-David (1984: 115, 117) sostiene que, si bien Humboldt no compartía el enfoque extremo de los filósofos idealistas y románticos, durante sus primeros veinte años de existencia la nueva universidad alemana quizás dañó más que benefició el cultivo empírico de las ciencias naturales, y más aún en el caso de las ciencias sociales; pero hacia 1830 la corriente cambió de sentido, y el enfoque experimental empezó a afianzarse, primero en los estudios de los fenómenos naturales y, en la segunda mitad del siglo, en relación a los fenómenos sociales y psicológicos.

A mediados del siglo XIX, la orientación hacia la investigación se había consolidado en las universidades alemanas, las que en esa actividad alcanzaron un alto nivel, ascendiendo incluso al liderazgo mundial en campos como la medicina, la química y la física. El proceso fue mucho menos autónomo de lo que “la idea de Universidad” establecía, pues fue impulsado, orientado y estrechamente controlado por altos funcionarios estatales. Por otra parte, la contribución de la universidad alemana, durante ese siglo, fue muy grande en la ciencia pero no en la ingeniería, que para profesores y administradores en general carecía de la dignidad de la ciencia y por lo tanto no fue admitida en la universidad. (Keck, 1993: 118-119) En este terreno, la prioridad corresponde más bien a los Estados Unidos, como lo recordaremos más adelante.

En Alemania, las escuelas de ingeniería y los politécnicos cuya fundación se remonta al siglo XVIII fueron elevando su nivel, ampliando el papel de las ciencias en sus cursos y conquistando el reconocimiento social. Contra una fuerte resistencia de las universidades, ciertos Politécnicos llegaron a conquistar el derecho a conceder doctorados. Junto a las enormes tensiones entre las universidades y los politécnicos se destacan, más en general, las registradas entre ciertos ideales humanísticos y las actividades industriales y tecnológicas: ni el proceso de industrialización en general ni en particular el sistema de educación científica y técnica resultaron de la aplicación de una ideología unificada. (Keck, 1993: 120, 123).

Fue pues de manera conflictiva y compleja que en Alemania llegó a configurarse un sistema de educación superior basado en la estrecha combinación de enseñanza e investigación, que la dotó de una ciencia del más alto nivel y de una proporción de científicos e ingenieros respecto al total de la población muy superior al de las otras potencias de la época, constituyéndose así en uno de los puntales de la afirmación económica y militar de ese país durante la “Segunda Revolución Industrial” que tuvo lugar en las últimas décadas del siglo XIX.

“A mediados de siglo, la tecnología seguía siendo aún esencialmente empírica y, en la mayoría de los casos, la forma más efectiva de transmisión de conocimientos siguió siendo mediante la experiencia directa en el trabajo. Pero desde que la ciencia comenzó a anticiparse a la técnica -y en parte esto ya comenzó a suceder hacia 1850-60- la educación formal se convirtió en un importante recurso industrial, y los países continentales vieron cómo lo que antes había sido un factor compensador de sus limitaciones pasaba a convertirse en una ventaja diferencial importante.” (Landes, 1979: 169) Países como Francia y Alemania, ante la superioridad tecnológica de Gran Bretaña, cuna de la Revolución Industrial, fomentaron la capacitación formal avanzada, en la que tempranamente aventajaron a su rival; cuando esa capacitación y la investigación científica se convirtieron en claves del avance industrial, el país más preparado para impulsar y combinar ambas actividades se vio ampliamente favorecido.

En la universidad alemana, entre 1825 y 1900, la investigación científica se convirtió en la actividad profesional, públicamente reconocida y organizada de un número considerable de personas, relacionadas entre sí de manera estable. Este cambio significativo, en relación al carácter primordialmente privado e individual que antes tenían las actividades científicas, ya era notorio hacia mediados del siglo XIX, cuando prácticamente todos los científicos de Alemania eran profesores o estudiantes universitarios, que trabajaban cada vez más en grupos constituidos por un maestro y varios discípulos. (Ben-David, 1984: 108)

Esa universidad contribuyó así decisivamente tanto al avance general del conocimiento como al de su país. En ambos aspectos, sin embargo, sus pecados no pueden ser olvidados. Ante todo, porque se trató de una institución ligada a un orden profundamente antidemocrático, donde fue grande el apoyo a corrientes nefastas: “ La universidad como institución había devenido, hacia el final de ese siglo, mundialmente renombrada por su trabajo científico pero, por desgracia, irracionalmente elitista. La libertad académica y la auto-administración seguían siendo el privilegio de un cuerpo académico minoritario, cultivando una atmósfera conservativa, a menudo xenófoba y fuertemente misógina., que le dió la bienvenida tanto al militarismo como al antisemitismo. No es por accidente que Alemania fue uno de los últimos estados europeos modernos que admitieron mujeres en sus universidades, alrededor de 30 o 40 años después que Francia, Suiza, Suecia u Holanda”. (Hagemann-White, 1996: 31, nuestra traducción)

Aún en lo puramente académico, es notorio el conservatismo de la universidad alemana clásica. La dominó la corporación de los catedráticos, que tendieron a hacer de los institutos sus feudos y a bloquear los cambios estructurales.

Ya nos hemos referido a la actitud que en ella prevaleció respecto a la tecnología. Fue, como también se apuntó, en Estados Unidos donde las universidades incorporaron tempranamente a la ingeniería y atribuyeron un lugar relevante a los laboratorios de desarrollo experimental. Conviene recordar que, si la instalación de la Universidad John Hopkins en 1876 suele ser vista como el origen de la adaptación del proyecto de Humboldt a los Estados Unidos (Muller, 1996: 20), la fundación del Instituto Tecnológico de Massachusetts en 1861 marcó un punto de viraje en el estudio de la ciencia con fines prácticos y en la introducción de la formación en el laboratorio como foco de la enseñanza de la ingeniería (Noble, 1977: 22-23)

Más en general, parecería que la emergencia de lo que hoy se llama la universidad de investigación constituye un proceso que sólo puede comprenderse si, además del surgimiento del “modelo alemán”, se considera su adopción con modificaciones sustantivas en Estados Unidos. Pasos cruciales en la importación creativa de aquel modelo fueron (Ben-David, 1984: 139-145):

(i) la introducción de la escuela para graduados, que posibilitó ofrecer sistemáticamente una formación avanzada para la investigación que, hacia fines del siglo XIX, ya era inviable en el marco de un programa único de grado;

(ii) la promoción de escuelas profesionales avanzadas y, sobre todo, la vinculación de la formación en esas escuelas con la investigación aplicada en medicina, ingeniería, agricultura, educación, el desarrollo de cuyas diversas disciplinas fue apoyado mediante la creación de programas de capacitación, titulación de postgrado, asociaciones especializadas, revistas y textos.

La importación creativa, de un sistema a menudo idealizado por los norteamericanos que iban a estudiar a Alemania, permitió dejar de lado algunos de los aspectos menos estimulantes para los cambios, como el predominio absoluto de la cátedra, institucionalizar mediante la escuela de postgrado potencialidades inherentes al sistema y, fundamentalmente, extender al campo de la tecnología la idea fundacional de vincular enseñanza e investigación. La reforma de la educación superior en Estados Unidos, para adaptarla al auge de la ciencia y bajo la influencia del modelo alemán, no supuso el abandono de la propia tradición de aprender a través de la práctica (Ben-David, 1984: 146).

Tampoco se dejó de lado, sino todo lo contrario, otra tradición vinculada a la recién anotada, la de vincular la generación de conocimientos con las actividades productivas: Desde el siglo XIX y durante el siglo XX, debido en gran medida al influjo de la inmigración de investigadores, fueron recreadas “en los Estados Unidos las tradiciones de trabajo y los padrones de excelencia típicos de las universidades europeas de élite [… sin que ello impidiera] que continuaran existiendo las centenas de grant land colleges, escuelas técnicas, institutos de ingeniería y otras instituciones que trabajaban íntimamente ligadas a la industria y a la agricultura y otorgaban a la investigación académica un puente natural y directo con el sector empresarial, que retribuía apoyando y financiando las instituciones universitarias.” (Schwartzman, 1996: 8-9)

Es a través de un proceso originado de un lado del Atlántico, importado y modificado del otro lado, para extenderse luego por ambos, que surge la universidad de investigación en el sentido moderno, orientada a combinar la enseñanza de las diversas disciplinas con una relevante labor de creación y aplicación de conocimiento científico y tecnológico. Los escenarios principales del surgimiento de esa institución fueron Alemania y Estados Unidos, los países que se constituyeron en líderes de los cambios técnico-productivos a partir de la Segunda Revolución Industrial, caracterizada por un gran salto en el estrechamiento de las relaciones entre ciencia, tecnología y producción.

Volvamos ahora al tema específico que ha motivado estas observaciones. En este caso clásico de transformación de la educación superior, ¿cómo parece dibujarse la interacción entre revolución académica, idea de universidad y universidad real? Da la impresión de que una cierta “idea” grosso modo, la expresada por Humboldt hacia 1810 resume tempranamente ciertas aspiraciones, e incluso algunos cambios en curso, constituyéndose en un factor de índole ideológica que, interactuando con varios otros, alimenta un proceso en el cual se va construyendo una institución, o más bien, un conjunto de instituciones con ciertas relevantes pautas compartidas, así como una autoimagen de trazos poderosos; ésta se relaciona estrechamente con aquella “idea” inicial, pero no es idéntica, pues amen de diferencias muestra aspectos que a la vez son nuevos y compatibles con la formulación original; semejante autoimagen se va convirtiendo en un factor de poder externo e interno, en un modelo simplificado a imitar y a preservar, por ende en un factor de cambio hacia afuera y de conservación hacia adentro.

La concepción inicial, vertebrada por la integración entre enseñanza e investigación en ciertas disciplinas consideradas superiores, como tarea de una comunidad autónoma de profesores y discípulos, fue cuestionada y modificada a lo largo de un proceso algunos de cuyos aspectos se evocaron sumariamente más arriba. En particular, se abrió así camino a un reconocimiento de la técnica por su peso en la economía y por el accionar tanto del gobierno como de otros actores, que llegó hasta la formulación de “la idea”. En términos de Jaspers (1946: 477): “la unión de la universidad y de la facultad técnica se convertiría en beneficiosa para ambas. La universidad se enriquecería, se modernizaría, abarcaría más; sus interrogantes fundamentales adquirirían un nuevo movimiento. El mundo técnico a su vez se haría más reflexivo, su sentido se convertiría en seria interrogante; su afirmación y su limitación, su arrogancia y su lado trágico llegarían a una concepción más honda.”

El proceso en cuestión delineó el modelo de universidad moderna, definida por el desempeño simultáneo de las funciones de enseñanza e investigación. El propósito de difundir o imitar semejante modelo devino un poderoso impulso transformador del mundo de la educación superior. Paralelamente, al convertirse en la idea de universidad por excelencia, el modelo se constituyó en una prominente fuerza estabilizadora, en la medida en que combinó en una misma institución, siempre memoriosa y ahora más gravitante, la tradición secular y el nuevo potencial científico-tecnológico.

Una exitosa “revolución académica”, iniciada poco después que la Gran Revolución disolviera a esas instituciones típicas del ancien régime que eran las universidades, las revitalizó transformándolas.

También en las redes u organizaciones constituidas en torno a las actividades ligadas al conocimiento generación, transmisión, utilización el poder tiene la doble condición que Mann (1986, 1993) destaca en las relaciones sociales en general: “poder colectivo”, de la organización en su conjunto con respecto a la naturaleza y/o a otros miembros de la sociedad, y “poder distributivo”, interno, de quienes ejerecen las funciones de coordinación y control en la organización sobre el resto de sus integrantes. Esta nueva configuración de la organización universitaria aportó mucho más al “poder colectivo” de la misma que los otros modelos en danza, en tanto se convirtió en vehículo fundamental de la expansión científica y tecnológica; por ende, robusteció también el “poder relativo” de los sectores dirigentes de las universidades modernas, y en especial su capacidad de resistencia ante otros intentos de cambio.

La Reforma de Córdoba en perspectiva

Las casas de estudios superiores del continente muestran las huellas de una historia secular, a lo largo de la cual se puede señalar la sucesión de ciertos “modelos” o “tipos ideales” universidad colonial, republicana, de la Reforma que en la realidad a menudo se yuxtaponen y nunca desaparecen del todo. De ese proceso, creemos, resultaron instituciones que, por sus semejanzas dentro de la diversidad, cabe agrupar en un mismo género. Si ello es así, ¿cuál es o mejor, cuál era hasta hace poco tiempo la “universidad real” de América Latina? A mediados de los ’90, la siguiente caracterización de “la universidad latinoamericana tradicional” fue propuesta por un gran conocedor del tema (Tunnerman, 1996: 22-23).

“Resultado de un largo proceso histórico la Universidad latinoamericana clásica es una realidad histórico social cuyo perfil terminó de dibujarse con los aportes de Córdoba. De manera muy esquemática, las líneas fundamentales que la configuran son las siguientes, aunque advertimos que en la actualidad muchas universidades del continente han superado ese perfil en diversos aspectos.

a) Carácter elitista, determinado en muchos países por la organización social misma y por las características de sus niveles inferiores de educación, con tendencia a la limitación del ingreso. La verdadera democratización de la educación hunde sus raíces en los niveles precedentes. Cuando el estudiante llega a las ventanillas de la Universidad, el proceso de marginación por razones no académicas, ya está dado.

b) Enfasis profesionalista, con postergación del cultivo de la ciencia y la investigación.

c) Estructura académica construida sobre una simple federación de facultades o escuelas profesionales semiautónomas.

d) Predominio de la cátedra como unidad docente fundamental.

e) Organización tubular de la enseñanza de las profesiones, con escasas posibilidades de transferencia de un currículo a otro, que suelen ser sumamente rígidos y provocan la duplicación innecesaria del personal docente, equipos, bibliotecas, etc.

f) Carrera docente incipiente y catedráticos que consagran en realidad pocas horas a sus tareas docentes, aún cuando tengan nombramientos de tiempo completo.

g) Ausencia de una organización administrativa eficaz, que sirva de soporte adecuado a las otras tareas esenciales de la Universidad. Poca atención a la ‘administración académica’ y a la ‘administración de la ciencia’.

h) Autonomía para la toma de decisiones en lo académico, administrativo y financiero, en grado que varía de un país a otro y con tendencia a su limitación o interferencia por los gobiernos en el aspecto económico.

i) Gobierno de la Universidad por los organismos representativos de la comunidad universitaria. Autoridades ejecutivas principales elegidas por ésta, con variantes de un país a otro.

j) Participación estudiantil, de los graduados y del personal administrativo, en diversos grados, en el gobierno de la universidad, activismo político-estudiantil, como reflejo de la inconformidad social; predominio de estudiantes que trabajan y estudian, especialmente en las instituciones públicas.

k) Métodos docentes basados principalmente en la cátedra y la simple transmisión del conocimiento. Deficiente enseñanza práctica y de métodos activos de aprendizaje por las limitaciones en cuanto a equipos, bibliotecas y laboratorios.

l) Incorporación de la difusión cultural y de la extensión universitaria como tareas normales de la Universidad, aunque con proyecciones muy limitadas por la escasez de los recursos, que se destinan principalmente a atender las tareas docentes.

m) Preocupación por los problemas nacionales, aunque no existen suficientes vínculos con la comunidad nacional o local, ni con el sector productivo, en buena parte debido a la desconfianza recíproca entre la Universidad y las entidades representativas de esas comunidades y sectores.

n) Crisis económica crónica por la insuficiencia de recursos, que en su mayor parte, en lo que respecta a las Universidades públicas, proceden del Estado. Ausencia de una tradición de apoyo privado para la Educación Superior pública, aún cuando se dan casos excepcionales en tal sentido.”

Teniendo presente semejante caracterización de la “universidad real” latinoamericana, y a cuenta de volver sobre la misma en próximos capítulos, intentemos una valoración global del Movimiento de Córdoba como respuesta a la siguiente interrogante: ¿La Reforma Universitaria fue una “revolución académica”?

(i) De acuerdo a la noción manejada más arriba, una “revolución académica” es, en primer lugar, una gran transformación en las actividades de generación, transmisión y utilización del conocimiento avanzado. En lo que más estrechamente se relaciona con esto, los cambios cardinales que el Movimiento de la Reforma Universitaria impulsó, y en medida apreciable logró plasmar en la realidad, apuntaban a la democratización de la enseñanza superior y a la renovación académica.

Lo primero dice relación, más específicamente, con la apertura de la universidad a sectores sociales más amplios, lo cual fue perseguido mediante:

la implantación de la libre asistencia a clases, en beneficio de los estudiantes que trabajan;
la gratuidad de la enseñanza superior;
la asistencia social a los estudiantes.

Por supuesto, el acceso a las universidades no dejó de estar reservado en gran medida a jóvenes provenientes de sectores relativamente acomodados. Pero ello no alcanza para valorar los logros del Movimiento. Como señala Tünnerman, la desigualdad de oportunidades se plasma fundamentalmente en los niveles anteriores de la enseñanza. Por otra parte: “La gratuidad de la enseñanza superior, incluida también en el programa reformista, es hoy día rasgo predominante de la Universidad Nacional latinoamericana.” (Tünnerman, 1998: 125)

Habría que tener en cuenta, además, qué hubiera sucedido, en un continente tan marcado por la desigualdad como América Latina, si no se hubiesen alterado las tendencias prevalecientes antes de la Reforma, cuando las casas de estudios superiores tenían un carácter netamente elitista; un análisis cuidadoso, que exigiría comparar las por cierto diferentes situaciones nacionales, mostraría creemos una importante correlación entre apertura de la universidad a sectores más amplios de la población, vigor del movimiento reformista y vigencia de sus dos reivindicaciones emblemáticas, la autonomía y el cogobierno.

En cuanto a la renovación académica perseguida por el reformismo, cabe destacar la incidencia que en mayor o menor grado alcanzaron postulados como los siguientes:

la selección de los docentes a través de concursos públicos;
la fijación de mandatos a término, con plazos fijos, para el ejercicio de la docencia, sólo renovables en la medida en que su ejercicio se hubiera demostrado competencia y dedicación a las funciones universitarias;
la libertad en el ejercicio de la docencia, incluyendo la implantación de cátedras libres, autorizadas a dictar cursos paralelos a los de los docentes con nombramiento, de esta manera permitiendo en principio el acceso a la docencia de todas las personas capacitadas, sin distinciones ideológicas o de otra índole, y dando a los estudiantes la oportunidad de escoger entre los distintos cursos ofrecidos.

Lo último no llegó a tener mayor envergadura, y es cada vez más difícil de implementar, en tanto la docencia universitaria de nivel adecuado exige una alta dedicación. Sin embargo, no corresponde minimizar el impacto que la posibilidad misma de establecer cátedras paralelas tuvo, sobre todo tiempo atrás, en la renovación de las cátedras más anquilosadas.

El concurso y los mandatos a término, con todas las limitaciones y distorsiones que su implementación ha registrado, como sucede con todas las normas, constituyen un aspecto fundamental de la renovación académica. No casualmente ambos procedimientos figuraron habitualmente entre las primeras víctimas de las reiteradas intervenciones padecidas por las universidades públicas, autónomas y cogobernadas del continente. En la medida variable en que éstas muestran un funcionamiento más eficiente y transparente que el promedio de los organismos públicos, ello tiene muchísimo que ver con la vigencia de las instituciones del concurso y del mandato a término, con renovación dependiente del desempeño. En ese sentido, ambas instituciones aparecen como claves para auténticas reformas progresistas de los aparatos estatales. Y ambas han colaborado sustantivamente a la democratización interna de las universidades, proceso siempre incompleto y realidad frágil en el mejor de los casos, pero que no dejará de ser notada por quien efectúe una comparación objetiva con el funcionamiento promedial de otros organismos, públicos o privados.

Ahora bien, sin desmedro de la importancia que atribuimos a los puntos anotados y por motivos que explicitaremos más abajo, es difícil sostener que la Reforma Universitaria haya dado lugar a una transformación mayor en las actividades ligadas al conocimiento en nuestro continente.

(ii) Una “revolución académica” emerge en el contexto de e interactúa con grandes cambios sociales y culturales.

A este respecto, no caben mayores dudas acerca de la relevancia de los cambios entre los cuales el Movimiento de la Reforma Universitaria se inscribió en la historia continental. Fue parte de un haz de impulsos democratizadores, de la activación social, la extensión de la participación política y, en especial, el ascenso de las clases medias, que caracterizaron a la etapa de grandes cuestionamientos al orden oligárquico. En su génesis, como ya fuera resaltado también, incidieron las conmociones generadas por la I Guerra Mundial y la Revolución Rusa; por entonces se vivía la sensación de que, por fin, la hora de los cambios políticos y culturales había llegado a un continente donde se ha dicho que el siglo XX comenzó recién en 1918. La Reforma se entretejió y expandió con las reivindicaciones americanistas y antimperialistas. Surgida como una de las expresiones más características de las tendencias antioligárquicas, llegó a ser una de las fuentes principales de las corrientes revolucionarias que hicieron eclosión en la década de 1960.

(iii) Una “revolución académica” implica tanto una reconfiguración interna de las actividades ligadas al conocimiento como una reorientación externa, a través de la reformulación de la misión social de las universidades.

En relación a lo primero, la Reforma, más allá de las intenciones de cambiar la enseñanza, implantando métodos activos de docencia y reorganizando las actividades académicas, dio lugar a transformaciones limitadas; sin disminuir la enjundia de los proyectos, de las innovaciones conceptuales y de no pocos logros, da la sensación de que el proceso en su conjunto, antes que una reconfiguración en profundidad, tuvo más bien el carácter de una actualización, que no modificó esencialmente la estructura académica previa.

La “confederación de facultades”, con escaso lugar para la investigación y predominio de la formación tradicional de profesionales, sobrevivió sin mayores alteraciones. Por cierto, nuevos espacios para la creación de conocimientos se fueron abriendo, con grandes esfuerzos y no pocos resultados, pero los avances fueron lentos, en conjunto bastante pequeños, y no puede en realidad hablarse de transformación mayor en este sentido. El Movimiento de Córdoba no incluyó un proyecto radical de cuestionamiento a la estructura académica generada por la importación del modelo napoleónico.

Pero la Reforma tuvo entre sus aspectos definitorios la inclusión de una nueva misión de la universidad:

“La “Misión social” de la Universidad constituía, como se ha dicho, el remate programático de la Reforma. De esta manera, el Movimiento agregó, al tríptico misional clásico de la Universidad, un nuevo y prometedor cometido, capaz de vincularla más estrechamente con la sociedad y sus problemas, de volcarla hacia su pueblo, haciéndolo partícipe de su mensaje, transformándose en su conciencia cívica y social. Acorde con esta inspiración, la Reforma incorporó la Extensión Universitaria y la Difusión Cultural entre las tareas normales de la Universidad latinoamericana y propugnó por hacer de ella el centro por excelencia para el estudio objetivo de los grandes problemas nacionales. Puntos de este programa fueron las ‘Universidades populares’, las actividades culturales de extramuros, las Escuelas de temporada, la colaboración obrero-estudiantil, etc.… Toda la gama de actividades que generó el ejercicio de esa misión social, que incluso se tradujo en determinados momentos en una mayor concientización y politización de los cuadros estudiantiles, contribuyeron a definir el perfil de la Universidad latinoamericana, al asumir éstas, o sus elementos componentes, tareas que no se proponen o que permanecen inéditas para las Universidades de otras regiones del mundo.” (Tünnerman, 1998: 121-122)

Enseñanza, investigación y extensión son las tres funciones de la Universidad de la Reforma. La tercera dio lugar a diversas innovaciones en la relación universidad-sociedad, pese a que nunca recibió atención comparable a las otras dos. Pero las tareas que fomentó configuraron el proyecto de difundir al pueblo la cultura universitaria; en las palabras del Congreso Internacional de Estudiantes de 1921, reunido en Ciudad de México, “la primera y fundamental acción que el estudiantado debe desarrollar en la sociedad es difundir la cultura que de ella ha recibido entre quienes la han de menester”. (Citado en Pallán Figueroa, 1989: 62). Por encima de todo, las tareas vinculadas con la extensión contribuyeron a delinear una nueva concepción de la misión social de la universidad, que es seguramente lo más característico del Movimiento de Córdoba.

(iv) Cabe hablar de “revolución académica” cuando las innovaciones involucradas no constituyen un fenómeno esencialmente local, sino que desbordan las fronteras dentro de las cuales emergieron.

También desde este punto de vista la envergadura transformadora de la Reforma Universitaria es muy notable. Se difundió por toda América Latina. Incidió profundamente en la configuración, en muchos sentidos similar, de sus universidades. Impactó, más todavía, en las ideas predominantes y en los valores profesados en las comunidades universitarias del continente. Y sus influencias se hicieron sentir bastante más allá, muy especialmente en la institucionalización de la función de extensión y en la reivindicación del cogobierno autonómico, con participación de toda la comunidad universitaria y énfasis en la representación estudiantil.

(v) Una “revolución académica” conlleva sustantivas alteraciones en las relaciones de poder vinculadas al conocimiento.

Las relaciones de poder dentro de la universidad cambiaron con la constitución del movimiento estudiantil como un actor colectivo relevante, con incidencia variable pero permanente y amplia en la vida universitaria. Nuevas relaciones se institucionalizaron al adoptarse, bajo diversas formas, regímenes de cogobierno con representación estudiantil directa.

Corresponde subrayar el carácter genuinamente revolucionario, en el marco de la historia de la institución universitaria, de la emergencia del cogobierno por oposición a las formas más o menos tradicionales de autogobierno. Escribiendo a fines de la década de 1950, Ashby pasa revista cuidadosa a la realidad del autogobierno de las universidades inglesas, como ejercicio del poder de decisión del cuerpo académico, entendiendo por tal los profesores en sentido estricto. Ninguna referencia hace a la participación estudiantil. El sistema que describe es el que considera, a la vez, como lo tradicional y como lo deseable, aunque no deja de advertir algunos de sus problemas. Concluye así su presentación (Ashby, 1969: 159-160):

“Hay una larga y noble heredad de libertad académica en Europa. Cuanto más uno estudia esta heredad, tanto más uno se vuelve un convencido de que no ha sido conservada por una particular forma de constitución universitaria sino por una técnica para trabajar casi con cualquier forma de constitución. Esa técnica consiste en asegurar el gobierno por consenso y, después de consultar, asegurar que haya un flujo de trabajo y de trazado de política dirigido hacia arriba y no hacia abajo. Aún en sociedades de autogobierno tan estricto como las universidades medievales, se pueden discernir los elementos de esta técnica. En Gran Bretaña ha sido aceptado por los gobernadores no académicos de las universidades modernas, aún a pesar de que hombres como esos están acostumbrados al flujo, más común, de trabajo hacia abajo en la industria y en los servicios públicos.

Esta es la anatomía del autogobierno en las universidades escocesas y en las más nuevas de la universidades británicas. Hay una condición importante para esta supervivencia, a saber, que el principio del flujo hacia arriba debe ser aplicado a través de la entera jerarquía, y no simplemente entre el Consejo y el Senado. No todos los profesores consultan a sus asistentes, antes de que las decisiones sean tomadas, con la misma escrupulosidad con la que ellos esperan ser consultados por los gobernadores no academicos en circunstancias similares. A medida que los consejos de facultad se hacen más amplios, surge la tentación, para una oligarquía de profesores de mayor antigüedad, de asumir las responsabilidades de gobierno en nombre de sus colegas más jóvenes. En esta dirección reside el peligro, pues cualquier debilitamiento del principio de autogobierno dentro del cuerpo académico hace más difícil preservar el autogobierno dentro de la universidad como un todo, y, de parejas, hace más difícil mantener la autonomía de la universidad en el moderno estado democrático.”

Un convencido defensor del sistema descubre así el peligro de que el autogobierno ejercido por la élite profesoral desemboque en lo que los estudiantes cordobeses del año 18 denunciaban: “Nuestro régimen universitario aun el más reciente es anacrónico. Está fundado sobre una especie de derecho divino: el derecho divino del profesorado universitario.”

El autogobierno universitario resultó profundamente modificado por la Reforma. También cambiaron las relaciones de poder externas, de las universidades con los gobiernos en especial, en la medida en que el otro gran reclamo del Movimiento de la Reforma, la autonomía universitaria, fue haciéndose realidad, lo cual era característico de gran parte del continente en los años ’40.

Bien se sabe que autonomía y cogobierno han experimentado alzas y bajas acordes a la tumultuosa historia contemporánea de América Latina. Pero, en conjunto, parece indudable que la Reforma implicó alteraciones sustantivas en las relaciones entre las universidades públicas y la sociedad. Si antes de 1918, aquéllas respondían sin mayores fisuras a los intereses sociales dominantes y aseguraban la reproducción de élites que asumían sus valores, el panorama se hizo mucho más complejo después. De las universidades emergieron élites y contraélites, contingentes de profesionales bien incorporados al sistema y movimientos contestatarios; las casas de estudios como tales y sus autoridades se enfrentaron frecuentemente a los gobiernos y a los sectores más poderosos de la sociedad; de ello hay ejemplos en otros tiempos y también en otras geografías, pero probablemente la envergadura del fenómeno no tenga parangón. La configuración, durante períodos bastante prolongados y en términos agudos, de la universidad como actor de poder contrapuesto a los sectores dominantes de la sociedad es un trazo mayor de la experiencia histórica de la Reforma de Córdoba.

Sin embargo, ese proceso no desembocó en una transformación sustantiva del papel del saber en nuestros países. Ya anotamos que la Reforma alteró poco y lentamente la estructura tradicional de las universidades latinoamericanas en lo que se refiere a la generación de conocimientos.

La “universidad de investigación” se afianzó en los países del “centro” por una variedad de causas entre las cuales seguramente la principal fue el “gran salto” contemporáneo en la importancia de la ciencia para el cambio técnico-productivo y específicamente para las nuevas fases de la industrialización. Ello entrelazó a la investigación científica y tecnológica con el crecimiento económico, uno de cuyos factores fundamentales llegó a ser la generación, transmisión y aplicación de saberes como actividades universitarias inseparables. En la periferia por el contrario, el crecimiento económico no se ligó de por sí con la demanda de conocimiento endógenamente generado; las dinámicas emanadas de la “división internacional del trabajo” apuntaban en sentido contrario. Ello ha de verse como una tendencia mayor o dominante, no como un destino predeterminado; en ciertas regiones que fueron periféricas, y ya no lo son, como Escandinavia o Japón, procesos socioculturales muy propios e iniciativas específicas de ciertos actores revirtieron la tendencia dominante. No sucedió así en nuestro continente. En particular, el Movimiento de Córdoba no atribuyó de hecho importancia decisiva al tema: sus inspiraciones culturales y sus basamentos sociales no lo impulsaron a hacer de la ciencia y la tecnología una palanca fundamental en la nueva revolución, por la segunda Independencia, que anunciaba. Una revolución en el papel del conocimiento en la sociedad no tuvo lugar en América Latina.

(vi) Una “revolución académica” da vida sustantiva a su propia “idea de la Universidad”, un modelo ideal de lo que la institución debe ser y una construcción ideológica con gran impacto en la realidad.

El Movimiento de la Reforma Universitaria alumbró un ideal original que ha tenido considerable impacto tanto hacia adentro como hacia afuera de los claustros universitarios.

Tünnerman (1998: 119) cita una ajustada síntesis del “movimiento político-académico que fue la Reforma”, debida a Augusto Salazar Bondy: “a) abrir la universidad a sectores más amplios de alumnos, sin consideración de su origen y posición social, y facilitar en todo lo posible el acceso de estos sectores a las profesiones y especialidades -de donde se derivó la reivindicación de la asistencia libre en beneficio de los estudiantes que trabajan; b) dar acceso a la enseñanza a todos los intelectuales y profesionales competentes, sean cuales fueren sus ideologías y sus procedencias, de donde la cátedra libre y la periodicidad del contrato profesional; c) democratizar el gobierno universitario de donde la participación estudiantil y la representación de los graduados; y d) vincular la Universidad con el pueblo y la vida de la nación de donde la publicidad de los actos universitarios, la extensión cultural, las universidades populares y la colaboración obrero-estudiantil.”

La “idea latinoamericana de Universidad” es la de una institución autónoma, cogestionada por la propia comunidad universitaria, en la cual la representación estudiantil es un factor tanto de democratización interna como de apertura externa, la cual vincula a la Universidad con los sectores postergados, convirtiéndola en palanca de democratización social y cultural.

De la idea a la realidad la distancia nunca fue pequeña, pero tampoco fue pequeña la gravitación de la idea sobre la realidad.

En suma, la Reforma Universitaria se pareció mucho a una “revolución académica”, pero quizás fue simultáneamente algo menos y algo más. Menos, porque ni las actividades vinculadas a la producción del conocimiento ni el papel social de éste cambiaron profundamente. Más, porque la academia llegó a ser, durante alrededor de medio siglo, un factor relevante de oposición socio-cultural al orden establecido.

Una institución con personalidad propia

El ciclo de la Reforma, como revolución en o desde los claustros, ha concluido. Probablemente no en los años ’70, durante la irrupción militar en las universidades y la apertura de éstas a las dinámicas del mercado, como lo ha sostenido Brunner, sino más bien con la culminación de los procesos democratizadores de los ’80, cuyas plataformas incluyeron la vigencia de una cierta autonomía de las universidades y la representación estudiantil en sus órganos colegiados de gobierno. En el actual régimen de funcionamiento relativamente normalizado, los postulados de Córdoba no generan grandes iniciativas para la transformación interna de las universidades, ni éstas son fuentes de cuestionamientos a las relaciones de poder predominantes.

Vivimos ya una nueva etapa, de contornos inciertos. Entre los factores que condicionarán los futuros posibles de las universidades latinoamericanas un lugar no pequeño corresponderá, creemos, a la gravitación de ese pasado a cuya caracterización hemos dedicado este capítulo inicial de nuestro trabajo. Ello es así porque la historia ha modelado una institución muy memoriosa y con personalidad propia.

Bien se ha dicho que las universidades son siempre memoriosas, quizás porque cultivar la memoria es una de sus actividades predilectas, y sin duda también porque su acontecer se inscribe en la muy larga duración, habiendo la institución demostrado una impresionante aptitud para persistir durante siglos e incluso para revivir, cambiada pero indudablemente la misma.

La universidad continental es parte de esa historia de continuidades y de la antigua tradición, con la cual se conecta incluso directamente a través de la universidad colonial hispanoamericana. Es memoriosa además porque no sólo en sus recuerdos sino también en su funcionamiento cotidiano están marcadamente inscritos rasgos que provienen de la antigua institución unitaria, junto a varios otros típicos de la estructuración de la enseñanza superior durante el siglo de la Independencia, y a los cambios sustantivos emanados de la Reforma. Debido a ésta, también y sobre todo, es una institución memoriosa: conserva vigente una tradición reciente, inspirada por un proceso autóctono y muy específico, en el curso del cual los modelos importados de universidad fueron parcial pero sustantivamente modificados en la realidad, dando lugar a nuevas formas de gobierno interno y de relacionamiento externo, que configuraron una institución original, la Universidad Latinoamericana con mayúsculas.

De acuerdo a su propia idea de lo que debe ser a una imagen que se va desvaneciendo pero que no ha sido reemplazada por otra y que aún gravita en los imaginarios colectivos, esa Universidad se considera llamada a colaborar de manera integral a la solución de los problemas colectivos y a la mejora de la calidad de vida, sobre todo de los sectores más postergados de la sociedad, siguiendo para ello cursos de acción autonómicamente resueltos por la comunidad universitaria.

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