El previsible fin del Imperio estadounidense
Visiones del Apocalipsis
Manuel Talens
www.manueltalens.com
El que tenga entendimiento, cuente el número de la bestia, pues es número de hombre. Y su número es seiscientos sesenta y seis Apocalipsis 13: 18
El Imperio estadounidense, ya se sabe, está situado allá arriba, en la cumbre, y la izquierda mundial se acostumbró hace tiempo a mirarlo desde abajo, con la mentalidad del mosquito que sólo puede molestar al gigante, zumbar a su alrededor, gritar, plantarle cara, pero no derribarlo. Todo izquierdista de nuestros días siente en su interior el suplicio de la impotencia ante la supuesta invencibilidad imperial. Sin embargo, ¿qué pasaría si algo hubiera cambiado, si el dólar –sostén financiero de Estados Unidos– estuviese en fase terminal de una enfermedad incurable y sólo bastara con darle un fácil golpe para provocar la caída del Imperio? Este ensayo explora ese camino y para ello no se basa en ingenuas ilusiones, sino en textos económicos objetivos y verificables. Se trata de un punto de vista insólito, radical, originado en el entorno de geólogos anglófonos inquietos por el inminente cenit del petróleo, que altera profundamente el análisis proyectivo habitual de la política planetaria. Pero no está permitido el júbilo, pues en caso de que estos postulados lleguen a cumplirse y el Imperio muera en un futuro cercano, las profecías del Apocalipsis podrían convertirse en realidad.
Durante el pasado otoño de 2004 las noticias se fueron sucediendo de manera vertiginosa. El presidente George W. Bush ganó de nuevo las elecciones estadounidenses y proclamó el deseo de continuar la misma política exterior de su primer mandato; la posguerra de Irak siguió ensangrentando el país de la antigua Babilonia en una espiral de violencia que no presagiaba nada bueno; murió Arafat, sin haber conseguido el objetivo de su lucha; Ucrania, una antigua república de la Unión Soviética situada hasta ayer mismo en el bando de Rusia, se pasó a Occidente tras una apuesta electoral que los creadores de ficción político-publicitaria han dado en llamar la «revolución naranja»; Cuba y Venezuela, los dos países díscolos de la América Latina, siguieron en el punto de mira del Pentágono y, entre toda esta maraña, la inminente crisis del petróleo asomaba sólo de vez en cuando su tímido rostro en los medios globales. Los troncos de los árboles impedían ver el bosque.
Fue por entonces, el 1 de diciembre de 2004, cuando apareció la noticia en internet, surgida de la pluma de Michael C. Ruppert, redactor y editor del sitio web From The Wilderness (FTW), en un informe titulado As The World Burns, luego traducido al español (Mientras el mundo arde) por los internautas de Crisis Energética. ¿Qué decía ese informe? Básicamente lo que sigue:
Tomando como exergo una cita de John Lennon, «La vida es lo que sucede mientras tú haces otros planes», Ruppert dibujó el paisaje marchito del final de un Imperio, el de los Estados Unidos de América del Norte, cuyos planes de dominio global absoluto desde la caída de la URSS le han impedido ver que la vida de sus enemigos continuaba entretanto por otros derroteros, menos espectaculares que los de la fanfarria militar, pero mucho más sólidos y seguros cuando llegue el momento del asalto definitivo en la guerra planetaria: los de la economía.
Nadie puede vencer a Estados Unidos haciendo uso de las armas, pues su fuerza es tan descomunal que podría aniquilar en el campo de batalla a todas las naciones reunidas. Pero hay otras maneras de proceder y una de ellas, tan antigua como la espada, consiste en asfixiar económicamente al adversario. Lo trágico para Washington es que, hoy, se halla al borde del abismo y a la merced de sus viejos enemigos, que tienen la capacidad de aniquilar el dólar en cuestión de minutos. Sin el respaldo mágico de dicha moneda, Estados Unidos no será nada. La deuda externa que arrastra el gobierno federal es ya incontrolable y convierte a ese país en el más hipotecado de la historia. El 19 de noviembre de 2004 el presidente Bush firmó una ley que autoriza al gobierno de Estados Unidos un límite superior de endeudamiento de 8.200 billones de dólares, es decir, esos cuatro dígitos seguidos de nueve ceros, medida que fue considerada necesaria por haberse sobrepasado el anterior límite de 7.400 billones. Ni que decir tiene que, al ritmo que van las cosas, en cualquier momento de este año se alcanzará el nuevo techo. Además, el déficit comercial estadounidense alcanzó un récord histórico en 2004 al crecer un 24,5%, hasta 617.730 millones de dólares, debido al aumento de las importaciones, sobre todo de China. Hasta hoy, a pesar de esos dos enormes agujeros en la línea de flotación, Estados Unidos ha evitado el naufragio gracias al capital extranjero, pues por razones de seguridad –¿quién se atreve a dudar de la solvencia del Imperio?– y por ser el US$ la divisa del comercio internacional, la economía estadounidense recibe a diario la inyección salvadora de un mínimo de 2.800 millones de dólares procedentes del exterior –1.022.000 millones por año–, sobre todo mediante la compra de bonos del Tesoro. Además, los bancos centrales de todo el mundo, desde China a Suecia, desde Rusia a la Arabia Saudita, desde Australia a Chile, han venido guardado sus reservas de divisas en billetes verdes de dólar, todo lo cual contribuye a mantener artificialmente con vida una moneda que, sin el gotero intravenoso continuo de tales «benefactores», hace tiempo que habría corrido la misma suerte que el peso argentino de los tiempos de la hiperinflación.
Aquí es donde interviene la crisis energética, un asunto del que los medios de masas sólo han empezado a ocuparse hace poco tiempo, y de manera superficial –quizá para que no cunda el pánico–, pero que los expertos en geología energética como King Hubbert, Colin J. Campbell, Jean Laherrère, Albert Bartlett, Richard Duncan o Dale Allen Pfeiffer llevan años prediciendo. El cenit del petróleo, a saber, el momento en que las extracciones de ese combustible empezarán a disminuir cada año hasta su total extinción, se iniciará pronto, entre 2008 y 2016. Según el más reciente boletín cibernético de noticias de la ASPO (siglas inglesas de la Asociación para el Cenit del Petróleo y el Gas), eso no significará que vayamos a quedarnos sin combustible de improviso, pero su efecto será devastador, pues dado que el sistema capitalista en que vivimos se basa en el crédito de capital ficticio, bajo la premisa de que el crecimiento económico continuado generará plusvalía para que todo deudor devuelva los préstamos con sus intereses y que, a su vez, dicho crecimiento continuado se fundamenta por completo en la energía obtenida de los combustibles fósiles, la caída del petróleo –si antes no ha llegado el Apocalipsis, como veremos más abajo– significará en primer lugar el fin del crecimiento, luego el crecimiento negativo, el desempleo generalizado, las quiebras espectaculares, la volatilización del papel moneda y, consecuencia lógica, la desaparición pura y simple de la afluencia cotidiana de capital exterior que ahora sostiene la economía estadounidense. Ya lo dijo una vez el cáustico Noam Chomsky: nueve de cada diez dólares de los que circulan en los mercados son especulativos y no se sustentan en bienes físicos «reales». Tras el cenit del petróleo, el dólar se depreciará hasta su auténtico valor, es decir, ninguno.
Es indudable que los estrategas de Washington saben de sobra que esta cadena fatal de acontecimientos tendrá lugar de manera matemática y ésa es la razón principal de sus guerras petroleras, una especie de huida hacia adelante que busca controlar todos los recursos fósiles del planeta antes de su extinción. A Paul Wolfowitz, el secretario adjunto de Defensa de Estados Unidos, se le escapó el siguiente lapsus en Singapur a finales de mayo de 2003: «Veámoslo de forma sencilla. La diferencia más importante entre Corea del Norte e Irak es que, económicamente, en Irak no teníamos alternativa. El país nada en un mar de petróleo.» Y, a pesar de todo, con una población mundial en imparable crecimiento y cada vez menos petróleo para nutrir este voraz desarrollismo que cada vez necesita más energía, el futuro del siglo XXI, tal como se lo plantea el sistema capitalista, sencillamente no existe. A partir del cenit, el mundo ya no será igual, pues no hay otra fuente de energía alternativa capaz de hacer funcionar la ciclópea maquinaria de Occidente durante mucho tiempo –y de manera tan eficaz– como los combustibles fósiles, ya que las reservas probadas de uranio para los reactores nucleares (4,5 millones de toneladas) durarán sólo setenta años al ritmo de consumo actual (60.000 toneladas anuales), pero muchísimos menos si han de reemplazar al petróleo. En cuanto a los generadores eólicos o las placas solares fotovoltaicas, es mejor ni hablar. Los primeros son tan imprevisibles como el viento y, sobre las segundas, se debate si en verdad son una fuente real de energía o un sumidero por el que ésta se escapa. Resulta extraño que, siendo sistemas productores de electricidad –un bien de consumo cada vez más escaso–, las placas solares necesiten ser subsidiadas por los gobiernos con casi seis veces el precio que se paga en el mercado por la energía que generan –y con créditos muy blandos–, para que resulten económicamente rentables. Sin embargo, el aspecto más débil de ambas fuentes es que el viento y el sol sí son renovables, pero no las complejísimas máquinas que se necesitan para producir energía con ellas, cuyo lapso de vida está limitado a pocos lustros y cuya fabricación hoy descansa por completo en el petróleo. ¿En qué descansará mañana, cuando éste no exista? Peor aún, tampoco generan energía sin parar, como requiere nuestra sociedad eléctrica, ni está resuelta la cuestión de cómo almacenar la que generan para redistribuirla sin altibajos a lo largo de horas y meses, sobre todo cuando de lo que se trata no es de llevar luz a una casita rural, sino de sustituir los 9.000 millones de toneladas de petróleo que hoy consumimos al año. La ecuación «alternativa» no cuadra.
Sentadas estas condiciones, Ruppert procede a analizar la situación política y económica del planeta: China, el gigante dormido, está despertando. Su crecimiento económico se sitúa por encima del 9% anual y, para ello, necesita cantidades colosales de petróleo, que crecen un 7% cada año, lo cual sin duda acelerará la llegada a su cenit de producción. Con vistas a asegurarse el suministro, el gobierno chino firmó el pasado noviembre el mayor contrato energético de la historia de Irán, así como acuerdos con Venezuela, Argentina, Brasil y Cuba y con otros países africanos productores, como Sudán. Además, paga más por el petróleo que el precio del mercado, lo cual la pone en superiores condiciones cara a la competencia con Estados Unidos. Al mismo tiempo, su floreciente economía –basada en una mano de obra ultrabarata que ha convertido al país en la factoría donde se fabrican buena parte de los bienes manufacturados del mundo– ingresa a diario sumas pantagruélicas de dólares, una parte de los cuales toman de inmediato el camino de los bancos estadounidenses a cambio de bonos del Tesoro, mientras que el resto permanece en las arcas del Banco Central de China, que posee en la actualidad más de 500.000 millones en divisas.
Sin embargo, con ser gravísimo estar tan endeudado, éste no es el único problema del Imperio, pues se le suma la aparición hace muy poco de una nueva moneda en el horizonte, el euro. Buena parte del valor de las cosas, si no toda, se basa en la fe que el mundo deposita en ellas. Con el dinero sucede igual. El dólar está perdiendo día a día la batalla contra el euro, de tal manera que el capital globalizado –por definición, apátrida y sin piedad– abandonará muy pronto la divisa estadounidense como moneda de cambio, para adoptar el euro. De hecho, parece cierto que el Irak de Sadam Husein planeaba dar dicho paso y ésa fue, posiblemente, la auténtica razón de la guerra o al menos una tan primordial como el control del subsuelo iraquí. La OPEP podría darle también en breve la bienvenida al euro.
Y entonces ¿qué pasará? He aquí la hipótesis apocalíptica que emite Ruppert como conclusión de lo anterior: «La primera tarea para los principales sujetos económicos del mundo es empezar a deshacerse de sus dólares, antes de que quiebren. Rusia, Indonesia, Japón, México y la India ya han empezado a realizar tales movimientos. El Financial Times informó el 26 de noviembre que unos simples rumores en China de que su Banco Central podría aprobar la venta de bonos del Tesoro casi provoca el pánico en los mercados financieros antes de que el rumor (un sondeo evidente) se negase. En el momento que China comience a vender dólares, el resto del mundo echará abajo las puertas del banco para deshacerse de los suyos tan rápido como sea posible. […] En algún punto, probablemente a lo largo del próximo año, tendrá lugar el descontrolado ataque contra el dólar y entonces las brasas financieras se convertirán en llamas.» Llegados a este momento, vale la pena añadir que ni Michael C. Ruppert ni todos los demás geólogos citados más arriba son hombres de izquierda, sino ciudadanos con sentido común que desean un capitalismo sano y perdurable y ven con horror cómo éste se hace el harakiri a fuerza de despilfarro.
No ha transcurrido mucho tiempo desde que Ruppert publicase sus palabras proféticas en internet. Desde entonces, veamos algunas noticias subsiguientes, escogidas al azar en los medios globales: el año 2004 terminó con el anuncio de que China acababa de firmar acuerdos multimillonarios con Cuba y Venezuela; el 28 de enero Bill Gates, el hombre más rico del mundo –capitalista antes que patriota–, apostó contra la moneda de su país y dijo en Davos: I’m short the dollar, the ol’ dollar it’s gonna go down («No tengo dólares, el viejo dólar se hunde»); el 1 de febrero, el Wall Street Journal anunció que el gobierno que preside Hugo Chávez va a vender su participación en ocho refinerías estadounidenses con el fin de reducir los vínculos petroleros entre este gobierno latinoamericano y su principal cliente y adversario ideológico; dos días después, el 3 de febrero, El País informaba de un discurso televisado del presidente cubano Fidel Castro, en el que éste, tras ironizar sobre el hecho de que la Unión Europea le esté perdonando la vida a Cuba, afirmó rotundamente que «Cuba no necesita de Estados Unidos ni de Europa… hemos aprendido a prescindir de ellos». Asimismo el 3 de febrero, la edición electrónica del India Daily anunció que Rusia y China acababan de unir fuerzas para contrarrestar la influencia militar y económica global de Estados Unidos y Europa. Como por casualidad, un par de días más tarde, el 5 de febrero, El País publicó un titular en la sección de Economía que rezaba así: «Rusia incorpora al euro como moneda de referencia y resta peso al dólar». En el cuerpo de la noticia, la corresponsal explicaba que el banco central de ese país había empezado a orientar su política de cambios hacia una cesta de divisas que, además de dólares, incluirá euros (las cursivas son mías: había empezado significa que continuará).
Si lo anterior se lee a la luz del informe aparecido en FTW, todas las piezas del puzzle encajan entre sí. Las guerras definitivas –ésta será, sin duda, la más importante de todas las que ha habido en el curso de los siglos– son una cuestión de estrategia y nadie en su sano juicio las declara si cree que puede perderlas. Por mucho que Condoleezza Rice o George W. Bush amenacen retóricamente a Irán, los ayatolás deben estar muertos de risa, pues saben muy bien que, desde el punto de vista geopolítico, su país no es ni Afganistán ni Irak, ya que China necesita como el aire las reservas de petróleo que ellos tienen bajo el suelo y no permitirá nunca que Estados Unidos se quede con ellas, más aún cuando al gobierno chino le bastaría –le bastará– con poner en venta sus reservas de dólares para que se produzca un efecto dominó en los mercados del mundo que aseste un golpe mortal a la divisa verde. Una vez hundido el dólar, Washington no sólo será incapaz de mantener económicamente una guerra más allá de la primera escaramuza, sino que los dólares hiperdevaluados apenas le alcanzarán para alimentar a una pequeña parte de su población. Esto explica perfectamente los movimientos de Castro y Chávez, pues saben que, a la larga, China lleva las de ganar y, dado que está de su parte, eso les garantiza a ambos que el vecino imperial del norte no se atreverá a invadirlos. El curso de la historia ofrece a veces vuelcos imprevistos así: en la partida de póquer que el Imperio le ha estado obligando a jugar a Castro desde hace cuarenta y cinco años, el presidente cubano tiene ahora una escalera de color entre los dedos, mientras que Bush no pasa de un mísero trío. Por su parte Chávez, que hace muy poco hubo de contrarrestar un putsch de inspiración estadounidense, hoy puede dormir tranquilo con la seguridad de que ha dejado de correr peligro. Es verdad: Cuba, siendo amiga de la poderosa China, no necesita ni a la Unión Europea ni a Estados Unidos. Y Venezuela, menos aún.
Tras esto ¿qué nos traerá el futuro? Michael C. Ruppert avanza algunas cifras de un ensayo que el legendario geólogo del petróleo Richard Duncan publicará pronto en FTW. En el caso de que entre 2008 y 2030 se cumpla la plausible hipótesis de la disminución exponencial del petróleo, Duncan predice que, en 2030, la población de los países industrializados habrá descendido desde los 3.300 millones de personas actuales hasta sólo 900, una muerte masiva neta de alrededor de 300.000 personas al día en esos 22 años.
Y Estados Unidos ¿qué hará? Parece obvio que el golpe de gracia contra el dólar y el Imperio estadounidense es sólo una cuestión de tiempo entre el momento en que escribo estas líneas y la aterradora aparición del cenit del petróleo, pero todavía más obvio es que, antes de morir de ruina económica, el Pentágono –cuyo número, el lector lo habrá presentido, es seiscientos sesenta y seis– hará uso de su increíble poderío militar. Y sobre las cenizas del Apocalipsis, en un paisaje devastado, el nuevo Imperio que surja empezará desde cero.
Manuel Talens es escritor español (www.manueltalens.com).
BIBLIOGRAFÍA GUTENBERGIANA Y CIBERNÉTICA UTILIZADA PARA LA REDACCIÓN DE ESTE TRABAJO
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