TRADICIONES COMPARATIVAS DE ESTUDIOS CULTURALES: AMÉRICA LATINA Y LOS ESTADOS UNIDOS
George Yúdice** (Traducción de José Hernández Prado.)
Comenzaré con una renuncia: puedo hablar de algunas tradiciones de estudios culturales, pero sería imposible para mí, e inclusive para un equipo completo de investigadores, cubrir exhaustivamente el terreno implicado por las “tradiciones comparativas de los estudios culturales en América Latina y los Estados Unidos”. Aun en la mejor de las circunstancias, es decir, apoyado por un eficiente sistema de difusión de los trabajos en estudios culturales, como ocurre en los Estados Unidos, uno se enfrenta al problema del acceso desigual: a esferas públicas subalternas dentro de los límites del Estado-nación, integrado por personas que tienen que lidiar no solamente con sus pobres condiciones de vida, sino también con representaciones problemáticas de esas condiciones y, además, el acceso desigual de los investigadores al conjunto de las prácticas culturales de los diversos grupos. La dificultad para aprender acerca de la vida cultural de colectividades variadas se multiplica geométricamente en Latinoamérica, y no solamente para los investigadores norteamericanos y europeos: también para los investigadores locales.
Me gustaría concentrarme en esta dificultad diferencial y extrapolar de ella un marco más amplio, que adoptaré para discutir las tradiciones de los estudios culturales norte y latinoamericanos. Este marco implica examen de las diferencias en las estructuras estatales; las relaciones del mercado global y su impacto en las economías de consumo nacionales, las universidades y los sistemas de la industria cultural, entre otros ejemplos. Comienzo mi exposición bajo este esquema porque hace la discusión más manejable, aun a cambio de una mayor especificidad. Intentaré ser muy concreto en algunos de mis ejemplos, que no deben tomarse como representativos de la totalidad a comparar, sino más bien como ilustrativos de algunas similitudes y diferencias significativas.
Sin este marco que abarca diferentes circunstancias para el estudio de la cultura en las dos regiones sería difícil aseverar cómo es que las similitudes en el análisis de la cultura tienen diferentes funciones según la región de que se trate. Si me limitara al legado del Centro Birmingham de Estudios Culturales de los Estados Unidos y a muchos proyectos de investigación político-culturales latinoamericanos, tendría que enfatizar la permanencia de los trabajos que abordan lo popular y sus relaciones con la industria cultural y de masas.
Por supuesto que lo popular puede construirse y analizarse desde muchas perspectivas, pero lo que ambas tradiciones tienen en común, al menos como yo generalmente las he caracterizado, es el cambio en la definición de cultura, entendida como práctica especializada particularmente de élites, hasta concebirla como parte de la vida cotidiana. A este respecto, las metodologías no difieren mayormente.
A finales de los años sesenta y en los setenta hubo un giro hacia el postestructuralismo y en especial hacia un enfoque althusseriano para erigir el lugar de lo popular. Las clases (como objeto de estudio) fueron crecientemente desplazadas por la vida cotidiana y, en particular, el foco del análisis se trasladó de los modos como las fuerzas económicas y sociales determinaban la conciencia de los grupos dominados hacia las maneras como, aun bajo las circunstancias más colonizadas, estos grupos retaban y resistían a aquellas fuerzas, conduciendo a lo que se ha convertido más recientemente en una política de identidad y representación.
La etnografía ha llegado a ser, por ejemplo, un importante instrumento para determinar cómo ha tenido lugar aquella resistencia. Así, sin un marco de análisis más amplio, parecería que estas tendencias tienen la misma significación en ambas regiones. Puede reconocerse una asimetría en el sentido de que muchas de las nuevas corrientes teóricas y metodológicas se desplazaron de Norte a Sur, lo que no significa que no se hayan generado perspectivas en América Latina que viajaran hacia el Norte.
El emergente movimiento de concientización, típico de la Pedagogía del oprimido de Paulo Freire y de las Comunidades Cristianas de Base, hizo importantes contribuciones a la teoría pedagógica, como lo atestiguan las obras de Ira Schor, Henry Giroux, Peter McLaren y otros autores. Sin embargo, las tendencias dominantes por lo menos de acuerdo al marco que estoy trazando aquí, apuntan más bien hacia un flujo desigual del conocimiento y de metodologías. Me explico.
En primer lugar, como ya lo he sugerido, el mercado para determinadas clases de teoría y de investigación es mucho más grande en los Estados Unidos y algunos países de Europa occidental, lo que no significa que los académicos norteamericanos tengan un acceso más fácil a Foucault o a Bourdieu. Por el contrario, ciertos teóricos de prestigio han escrito algunos textos clave de los estudios culturales que se pueden adquirir en América Latina, aunque comparativamente más caros que en Norteamérica, precisamente porque se estima que el filo intelectual corta todavía deslizándose de norte a sur.
En segundo término, la recepción de aquellos textos que David Bordwell ha denominado la Teoría SLAB (Saussure, Lacan, Althusser y Barthes, aunque pudieran añadirse otros autores más) difiere en Latinoamérica respecto de lo que podría juzgarse que ocurre en los Estados Unidos, donde esos textos han tenido un impacto más grande en las Humanidades (particularmente en idioma inglés), en las que habitualmente ha sido encasillada la transdisciplina, junto con los estudios sobre los medios y las comunicaciones.
Por lo general el término estudios culturales se usa muy poco en .América Latina. Sin embargo hay múltiples y firmes tradiciones latinoamericanas de análisis cultural que reciben los nombres de comunicación, historia intelectual, análisis del discurso, estudios interdisciplinarios y otros términos empleados en disciplinas particulares. Inclusive el término Humanidades significa en América Latina algo más, que generalmente no es incorporado al campo de las disciplinas científicas.
Más a menudo que el término Humanidades se emplea el de Facultad de Letras, pero incluso ese nombre es de reciente acuñación, pues data de los años veinte. El estudio de la cultura incluyendo la cultura artística y literaria, se refiere a menudo a lo que en los Estados Unidos se considera ciencias sociales. Más aún, desde que la interdisciplinariedad se promueve en instituciones regionales de ciencias sociales como CLACSO o FLACSO, lo que aquí referimos como estudios culturales se identifica mucho más con el análisis antropológico y sociológico.
Por esta razón el análisis cultural en Latinoamérica se relaciona más directamente con el estudio de la sociedad civil y política que en los Estados Unidos. Añádase a eso el poderoso rasgo social de los estudios literarios, como sucede en las obras de Antonio Cándido o de Ángel Rama, que procuran al crítico estadounidense la impresión de que la teoría y la crítica latinoamericana son más sociológicas que estéticas.
Más allá de estas diferencias terminológicas y estructurales dentro de la academia, existe además una diferencia entre el trabajo de los estudios culturales realizado en la universidad y el elaborado de acuerdo a criterios no académicos, que se asocia a veces a periódicos, estaciones de radio, organizaciones civiles, grupos feministas, museos, municipalidades e incluso académicos independientes.
Las Organizaciones No Gubernamentales (ONG) han sido particularmente importantes para hacer posible este trabajo, ya que las fuentes de financiamiento son en general escasas. Tanto en estos programas interdisciplinarios extrauniversitarios como en los científico-sociales e institucionalizados, hay una clara tendencia a emplear metodologías cuantitativas para el estudio de la cultura, particularmente las impulsadas por Bourdieu, y también métodos de encuesta desarrollados en los Estados Unidos. Ello es una reacción, en parte, a aquella tradición dominante en el análisis cultural que es el ensayo intelectual, algunos de cuyos exponentes canonizados son José Martí, José Enrique Rodó, Gilberto Freyre, José Carlos Mariátegui, José Vasconcelos, Fernando Ortiz y Ezequiel Martínez Estrada.
También es notable que esta tradición, que forma parte de la autocomprensión nacional y continental de América Latina, excluya visiblemente a mujeres intelectuales así, como a gente negra o indígena. Mary Pratt ha caracterizado esta tradición como la hermandad nacional, significando con ello que ha tenido un efecto reforzador de las jerarquías, allanando el terreno cultural, por ejemplo, para la construcción de una hegemonía favorable a las clases dominantes y al patriarcado.
A pesar de estas características ideológicas, debiera decirse que la tradición ensayística es un importante precursor de la nueva interdisciplinariedad, que podemos identificar como estudios culturales en el contexto latinoamericano. El hecho de que estos intelectuales evitasen muchos discursos que ahora son codificados como disciplinas institucionalizadas hizo posible que atrajeran el espectro completo de la filosofía y de las prácticas culturales estéticas y cotidianas al análisis de los procesos sociales. Su punto débil, sin embargo, fue una excesiva confianza en las aproximaciones especulativas, que limitaban la practicidad de sus formulaciones.
Hay una escasa atención a las cuestiones de género y orientación sexual, incluso hasta la fecha, por ejemplo en el trabajo de Néstor García Canclini, el mejor conocido de los exponentes de los (que ahora se llaman) estudios culturales latinoamericanos. Por lo general, la categoría de género se está abriendo camino en varias disciplinas a través del trabajo de las feministas, pero todavía no posee la misma importancia que en los Estados Unidos. Tal vez esta carencia relativa pueda explicarse considerando otra pieza de mi marco: la política.
Aquí en los Estados Unidos los estudios culturales se consolidan rápidamente alrededor de lo que ha dado en llamarse el paradigma de la política de representación, que propone que elementos iniciales como la injusticia social basada en la raza o en la clase y la discriminación sexual, puedan pensarse como reparables a nivel discursivo. Contrariamente a esto, se juzga que algunas prácticas y formas culturales populares, especialmente la música y otras formas altamente tecnificadas como el cine o el video, tanto como la práctica más tradicional de escribir de las minorías raciales, tienen, otra vez a nivel discursivo, efectos subversivos contra el statu quo.
Desde este punto de vista, las representaciones multiculturales suelen considerarse instrumentos viables para enfrentar los efectos de la discriminación. Pero la práctica de la política cultural en América Latina es, en todo lo esencial, muy diferente. Las representaciones de ciertos grupos subalternos, dígase los negros en el Brasil o los pueblos indígenas de México forman parte, por un lado, del mestizaje o de la identidad híbrida que constituye lo nacional popular, pero por otro lado, contribuyen a su propia estigmatización.
Hay, desde luego, una política de representación de gente marginada, pero esa política no está usualmente al servicio de la rectificación de injusticias. Los académicos norteamericanos especializados en América Latina, sin embargo, cada vez interpretan más las prácticas culturales de esos grupos precisamente de esta manera, es decir, de acuerdo con el paradigma de la política de representación. Uno tiene que preguntarse si esta tendencia también se hará manifiesta en Latinoamérica o si no lo hará. Después de todo, como otras transferencias culturales, es una cuestión de transnacionalización y globalización de los discursos más prestigiosos y, en este caso, de la proyección de un cambio norteamericano en la política de identidad hacia las prácticas populares de los grupos subalternos latinoamericanos. Sin embargo, hay límites para esta política de representación, y son mucho más obvios en el contexto latinoamericano
En primer lugar, debe reconocerse que una política de representación generalmente se acompaña de cierto grado de compromiso en el campo material por ejemplo, en la participación universal en un capitalismo de consumo, por lo menos a nivel de las mercancías baratas. Intervenir a nivel de las representaciones pudiera tener una función compensatoria en sociedades como la norteamericana, donde a pesar de los problemas de falta de vivienda, el acceso limitado a los servicios de salud y la movilidad descendente, los requerimientos básicos de la inmensa mayoría de la población están resueltos.
Pero ese no es el caso, de casi toda América Latina. En segundo lugar , en tanto que no es la norma que el Estado norteamericano, administre la producción cultural (pues se supone que somos una sociedad con una intervención estatal relativamente baja, aunque en efecto sentimos la creciente presencia del poder del Estado en la toma de decisiones en torno a aspectos culturales, a pesar del énfasis conservador sobre los beneficios de un gobierno que se encoge), el Estado, en la mayoría de los países latinoamericanos, está directamente implicado en la conducción de lo cultural, tanto a nivel popular como a nivel de las élites. De hecho, puede decirse que ha sido una práctica generalizada de los países llamados en desarrollo proteger su patrimonio cultural y su industria cultural, pues ese es uno de los medios para reforzar el consenso. Acorde con el proyecto de modernización brasileña, la refuncionalización de la zamba con el propósito de insertar a los negros y a los mulatos en una obediente fuerza laboral, bajo el gobierno de Vargas, es un caso evidente al respecto.
Aunque la formación de la identidad nacional difiere de país en país en América Latina, hay algunas constantes en el modo como se articulan modernización, representaciones de las razas subalternas, grupos étnicos y de inmigrantes y lo que podemos denominar dependencia. Esta forma común de articulación difiere radicalmente de las soluciones nacionales adoptadas en los Estados Unidos y hace toda la diferencia en la comprensión del estudio de la cultura en Latinoamérica.
Si en Gran Bretaña Arnold, Leavis y Eliot privilegiaban el poder de la alta cultura en la formación de los ciudadanos y en los Estados Unidos el énfasis recaía en la cultura de masas, en América Latina las bases de la cultura hegemónica nacional descansan en lo popular. Esta tradición se remonta a mediados del siglo XIX y se centra en la literatura como el medio idóneo para crear una cultura autónoma independiente de la europea. Andrés Bello (1847) al igual que José Martí, aducía que América Latina no tendría una cultura propia hasta no contar con una literatura claramente definida, basada en prácticas locales y que no imitara los modelos europeos.
Esta tradición aún está viva en el trabajo de Ángel Rama, quien en los años, setenta y hasta su muerte, en los primeros ochenta, luchó por probar que la cultura latinoamericana se hallaba a la par con las de Europa y los Estados Unidos ya que, en su opinión, hasta el modernismo del siglo XIX, América Latina había estado completamente integrada a las fuerzas globales del capitalismo, que Rama comprendía en parte como la fuerza conductora a la que respondía la cultura. Por supuesto que entonces, según Rama, esta respuesta sólo se expresaba a sí misma en la forma simbólica y por tanto compensatoria de la literatura, pues era sólo en esta esfera donde podía decirse que la práctica latinoamericana se encontraba a la par con la de los países metropolitanos (Rama, 1965; 1970 y 1985). La integración de Latinoamérica al capitalismo tuvo un sello propio tal que anticipó nociones como reconversión o hibridación, y que Rama llamó transculturación, siguiendo al antropólogo cubano Fernando Ortiz.
Si desde el principio los estudios culturales de élite se centraron en la literatura, la raza fue el terreno sobre el que se negoció la relación entre nación y Estado en los estudios de cultura popular. De hecho, el problema de la raza, como factor de complicación en la definición de la identidad Latinoamericana y como elemento principal de la política de identidad, se remonta al momento de la conquista (debo reconocer, por lo menos entre paréntesis, que el género fue un factor importante ante el hecho de que muy pocas mujeres ibéricas acompañaron a los conquistadores y colonizadores, lo que hizo del problema del mestizaje un asunto marcadamente sexual: sin embargo, este es un terreno que, con pocas excepciones, no ha sido cultivado hasta el presente).
Más específicamente, desde los años veinte y en los treinta, cuando los intelectuales de la mayoría de los países latinoamericanos empezaron a examinar el asunto de la raza de manera consistente como el factor principal en la definición de la cultura la cultura nacional (la patria chica) y la continental (la patria grande) nuevas intuiciones sobre la interacción de la raza, la cultura popular y las relaciones norte-sur (caracterizadas tradicionalmente como Imperialismo) desarrollaron lo que hasta el día de hoy se halla lejos de poder reconocerse en otras tradiciones de los estudios culturales.
La obra del peruano José Carlos Mariátegui, el brasileño Gilberto Freyre y el cubano Fernando Ortiz que acuñó el término transculturación como un correctivo para la noción unidireccional de aculturación implica un tipo de análisis holístico, si no es que organicista, que se aproxima a la clase, la economía regional, la inmigración, la religión, la música popular, la literatura y a otras prácticas culturales donde lo popular se refiere, más etimológicamente, al pueblo de las clases trabajadoras que a la popularidad de mercado, es decir, a la cultura de masas.
De un modo muy interesante, este análisis holístico de la cultura fue posible en el estilo de producción de conocimientos de la tradición ensayística que nunca se definió claramente a nivel de disciplina en el contexto Latinoamericano. Por supuesto, muchos de los analistas de la cultura popular pertenecieron también a las elites: fueron Intelectuales orgánicos al servicio de los nuevos proyectos nacional-capitalistas de modernización; otros de esos analistas, como Mariátegui, trabajaron en cambio al lado de los oprimidos.
Fue en los años veinte y en los treinta que se modelaron nuevas formas estatales para que América Latina entrara en la economía global de la primera posguerra, en calidad de productora de sustitutos de importación. Este nuevo papel requirió de una novedosa interpelación de los ciudadanos como trabajadores y, como los trabajadores más factibles eran de diferente raza (indígenas, negros o mestizos) o bien de diferente etnia (inmigrantes), el resultado fue un estado autoritario (como el peronista en Argentina o el varguista en Brasil) que buscaba legitimidad entre los sectores populares para sus proyectos modernizadores, ante la oposición de la oligarquía tradicional.
Al respecto de los estudios culturales, la cuestión no es tanto si este populismo fortaleció efectivamente los sectores populares; más bien es si puso en la agenda de cualquier análisis social y de cualquier política la cuestión de la cultura popular, inclusive hasta el presente, cuando ésta se estudia en términos de movimientos sociales más que sobre la base exclusiva de las clases. La experiencia Latinoamericana ha realizado, de hecho, una gran contribución a la teoría social contemporánea bajo el reconocimiento ya expresado por Gramsci, de que la política, el conocimiento legítimo y la cultura se funden en el proceso de hegemonía, como lo explica Ernesto Laclau, y asimismo funcionan, básicamente, como una articulación de “contenidos no clasistas –interpelaciones y contradicciones- que constituyen la materia prima sobre la que operan las practicas ideológicas de clase”.
En otras palabras, lo cultural es terreno de conflicto y articulación de conocimientos legítimos y contestatarios. Debiera agregarse que la obra temprana de Laclau sobre el populismo se inscribió dentro de y revoluciono la tradición argentina de análisis de la política populista. Sólo su trabajo posterior, en colaboración con el de Chantal Mouffe, se vio inspirado por el movimiento británico de estudios culturales.
Otra corriente principal de estudios culturales que deriva de la experiencia Latinoamericana es la que se refiere a la noción de flujos culturales, particularmente de norte a sur, vinculados a la tecnología, la ciencia, la información, los medios, las tendencias artísticas e intelectuales y las relaciones de mercado.
Ya en la década de los ochenta del siglo XIX, José Martí escribió perspicazmente sobre los cambios culturales producidos en el eje Norte-Sur. Por supuesto que Martí, al igual que la mayoría de los estudiosos de la cultura latinoamericana hasta tiempos recientes, reducía esa relación al imperialismo cultural. Posteriormente, un análisis transnacional de los flujos culturales arrojó importantes intuiciones en torno a procesos sociales y políticos más generales.
Por ejemplo, se ha percibido que los mass media norteamericanos no pueden ser vistos sólo como colonizadores de América Latina, sino que tienen un efecto generador de contradicciones en comunidades donde la igualdad de los sexos no forma parte del sentido común. Esto ha conducido a toda una nueva generación de estudiosos sociales a acuñar términos tales como reconversión cultural (Néstor García Canclini) o mediaciones de recepción diferenciada (Jesús Martín-Barbero), desde mediados de los años setenta.
Enfocando, por ejemplo, el consumo y otros instrumentos de mediación cultural, estos críticos han logrado medir cómo y hasta qué punto los diversos grupos que componen la heterogeneidad cultural de Latinoamérica interactúan entre si, y qué perspectivas tienen los grupos subalternos de ganar una mayor participación en la distribución del saber, los bienes y los servicios.
El estudio de la relación de la cultura con los movimientos sociales tiene también una larga historia. A principios de los años sesenta se desarrolló a través del continente una corriente conocida como concientización. Su propósito fue retar a la política estatal, las instituciones elitistas y la estratificación social desarrolladas sobre la base del conocimiento legítimo, a fin de propagar la causa de los sectores populares de la población. Esto se hizo creando instituciones alternativas, y buscando una alianza con instituciones tradicionales como la iglesia o el establishment educativo para legitimar los conocimientos incorporados en las prácticas populares. El movimiento se dedicó no sólo al estudio de la cultura sino, más allá, a la redefinición de la propia cultura con un criterio no elitista y popular.
Como tal, este movimiento operó multidisciplinariamente, abarcando Ia pedagogía (Paulo Freire), la economía política (el marxismo), la religión (la Teología de la liberación), el activismo fuertemente enraizado (las comunidades cristianas de base entre las clases trabajadoras de la ciudad y del campo y las organizaciones estudiantiles), la etnografía, el periodismo, la literatura y otras prácticas culturales.
De lo más significativo fue una nueva modalidad expresiva que surge del movimiento: el testimonio. Dar testimonio implicaba la producción de un conocimiento popular que accedía a los campos de diferentes disciplinas de otras configuraciones culturales: la historia social, la etnografía, la autobiografía, la literatura, el análisis político y el alegato. Específicamente, este conocimiento quería oponerse al conocimiento legítimo que justificaba la modernización, es decir, la reestructuración social, política y económica según el modelo del desarrollo europeo y norteamericano; una reestructuración que había tenido consecuencias de deterioro entre los sectores populares.
Este reto al desarrollismo ha subrayado, inclusive, una duradera resistencia epistemológica a los flujos de conocimiento con sentido de Norte a Sur en América Latina, sin contemplar que esos flujos funcionan para integrar a la región en una situación desventajosa y en beneficio de la política económica de los Estados Unidos.
Mucho de lo discutido en este ensayo engarza en una cuestión de valor; es decir, el valor de la producción, circulación, recepción, transformación, respuesta, etcétera, del conocimiento y las formas culturales en general. Finalmente, la manera como estos procesos puedan ser mediados en y a través de relaciones de poder determina su valor. Estas relaciones de poder atraviesan clases, razas, géneros, geopolíticas y distintas fronteras. Reconocer ello es afirmar la crisis actual del conocimiento y su legitimación, no sólo en el Norte, sino también en el Sur.
Son muchos los científicos sociales y los críticos de la cultura latinoamericanos que escriben acerca de una crisis de paradigmas, a menudo insertándola en la crisis global de la modernidad. Uno de los escasísimos centros de investigación dedicados actualmente a los estudios culturales en América Latina, el ILET (lnstituto Latinoamericano de Estudios Transnacionales), fundado en México en 1976, con sucursales en Buenos Aires y en Santiago, se ha centrado en los flujos transnacionales de comunicaciones, información, imágenes de identidad de género y estilos de vida en relación con el colapso de la política formal y los nuevos movimientos sociales, la democratización y la creciente importancia de lo cultural en la integración de modos transnacionales de vida.
Difícilmente pudiera decirse, entonces, que la cultura corresponde al “way of life” de una nación como entidad discreta y separada de las tendencias globales. Más aún, el sociólogo chileno José Joaquín Brunner propone que lo que puede parecer una crisis de la modernidad en el contexto norteamericano y europeo, de hecho es norma en América Latina. Brunner rechaza la idea de que la modernización sea inherentemente extranjera en relación a un supuesto ethos cultural novo hispano, barroco, cristiano y mestizo, y también que sea falsa (al decir de intelectuales como Octavio Paz) en tanto que está colonizada por valores culturales distintos.
Brunner objeta esa noción esencialista de América Latina y piensa que más que debido a ese realismo mágico implícito que los hombres de letras han promovido para legitimar mezclas contradictorias, estas últimas se han generado por la diferenciación de modos de producción, la segmentación de mercados de consumo cultural y la expansión e internacionalización de la industria cultural. Las peculiares formas latinoamericanas de hibridación, por consiguiente, no debieran elogiarse por sus maravillosas cualidades, ni tampoco denunciarse como falsas; más bien habría que entenderlas como presentaciones que caracterizan la emergencia de una esfera cultural moderna en sociedades heterogéneas. (1987: 4)
El antropólogo mexicano Guillermo Bonfil también se ha referido a una crisis paradigmática al afirmar la viabilidad de la antropología en el contexto presente. Él aduce que la antropología surgió en México como materia adjunta al proyecto de integración nacional del Estado cardenista. ¿Cuál es, entonces, el espacio para la antropología, ahora que el Estado promueve una integración de México en el arreglo transnacional que es en lo inmediato el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, y que tan sólo es la primera etapa de la empresa del presidente Bush para impulsar una iniciativa de las Américas secundada por muchos gobiernos latinoamericanos.
Mientras los antropólogos formaron parte integral del proyecto nacional del Estado, pudieron apuntalar en algo las decisiones políticas, pero en la actualidad, sugiere Bonfil (1991:18-19), los antropólogos necesitan aliarse con la sociedad, es decir, modificar la relación con sus informantes e implicarlos en proyectos al servicio de las propias comunidades y de los movimientos sociales.
Semejante reconversión de la práctica del antropólogo tiene importantes repercusiones en los estudios culturales. La sugerencia de Bonfil se está llevando a cabo, de hecho, por parte de otros científicos sociales que conciben los estudios culturales no solamente como el estudio de la cultura, sino como una intervención en ella y como una colaboración con las luchas de los nuevos movimientos sociales. Aquí las interrelaciones entre política cultural, formación de identidades, construcción de instituciones y reconstrucción de una ciudadanía corren parejas. Por ejemplo. Elizabeth Jelin y otros miembros del CEDES (Centro de Estudios del Estado y la Sociedad) han trabajado los últimos tres años con víctimas de las violaciones a los derechos humanos en .Argentina. La premisa de Jelin es que el concepto de ciudadanía en una cultura democrática debiera considerar aspectos simbólicos tales como la identidad colectiva y no únicamente un discurso racionalizable en relación a derechos. (Jelin. 1991)
A este respecto, ella se acerca mucho al concepto de Nancy Fraser sobre la correlación entre la identidad y las interpretaciones sobre las necesidades en conflicto. De acuerdo con Fraser , los conflictos entre necesidades opuestas en la sociedad contemporánea revelan que habitamos un nuevo espacio social distinto a la esfera pública ideal, en la que suelen prevalecer los mejores argumentos. Las interpretaciones sobre las necesidades en conflicto encierran la viabilidad de expertos que supervisan burocracias estatales y otras instituciones que administran servicios, la legitimidad de las peticiones de los grupos sobre la base de su ethos cultural, y “los discursos de reprivatización de los grupos de electores que buscan repatriar necesidades nuevamente problematizadas hacia sus anteriores enclaves domésticos o económicos oficiales”. (1989: 157) A las esferas de Fraser deberíamos añadirles, además, los enclaves estéticos tradicionales que relegarían las prácticas individuales sobre la base del gusto a formas elitistas o populares reguladas por los aparatos estatales.
Para continuar con Jelin, ella postula tres dominios en los cuales se produce la ciudadanía: a) el intrapsíquico, donde están las bases para las relaciones intersubjetivas; b) el de las esferas públicas; y c) el de las relaciones del Estado con la sociedad, desde las autoritarias hasta las participativas, tomando en consideración inclusive formas de clientelismo, demagogia y corrupción.
La cuestión principal es cómo fomentar un ethos democrático. La respuesta de Jelin es expandir las esferas públicas, es decir, aquellos espacios no controlados por el Estado en los que las prácticas que conducen o se oponen a una conducta democrática se ven obstaculizadas o promovidas. La proliferación de esferas públicas asegurará que no sea sólo una concepción de ciudadanía (con sus derechos y responsabilidades) la que prevalezca. En tal sentido, la tarea del investigador es trabajar en colaboración con grupos a fin de crear espacios donde la identidad y el ethos cultural de aquellos grupos pueda tomar forma.
Este proyecto, que incluye entonces una dimensión de estudios culturales, se convierte en parte de la lucha por la democratización de la sociedad, de la misma manera que el Estado se convierte en agente de las políticas de libre mercado y de la privatización de los espacios públicos y culturales.
Otro ejemplo de estudios culturales que ha tomado una dirección diferente, aunque complementaria de la de Jelin, es el de Néstor García Canclini y el equipo de Investigadores de la Universidad Autónoma Metropolitana, que ha llevado a cabo recientemente un estudio acerca de los efectos del inminente Tratado de Libre Comercio sobre la educación y la cultura. Esta es una política de análisis que considera aspectos tales como la economía política, por lo común nunca incluida en el tipo de estudios culturales que predomina en los Estados Unidos.
Para dar sólo un ejemplo de este trabajo que tiene diferentes secciones referentes al probable impacto de los acuerdos comerciales sobre la educación, las diversas industrias culturales, la innovación tecnológica, la propiedad intelectual y los derechos de autor, el turismo y la cultura fronteriza, digamos que la industria mexicana de las publicaciones se verá adversamente afectada cuando el Estado ponga a concurso la producción de libros de texto de educación primaria (de los que se editan 96 millones de ejemplares al año). Lo que complica el asunto es que ese concurso admitirá editores extranjeros, haciendo entonces improbable que las compañías mexicanas logren competir en términos de costos o calidad. (García Canclini, 1991:111)
Pero más importante a nivel de lo cultural es la descentralización del propio sistema cultural, prevista en los planes de privatización educativa. En lugar de que el Estado subsidie a las comunidades, ellas mismas deberán adquirir los libros para sus estudiantes, como ocurre en los Estados Unidos. Esto significa que las comunidades controlarán el contenido de los libros de texto, un aspecto del plan que la Iglesia Católica está ansiosa por ver puesto en práctica. La Iglesia ya ha iniciado un ataque a la educación sexual y otras cuestiones éticas que hasta el momento reflejan una posición relativamente liberal.
Como es evidente a partir de nuestro breve ejemplo, las repercusiones culturales del acuerdo de libre comercio son potencialmente inmensas. Aunque emprendiendo una aproximación diferente, el grupo de artistas, escritores, ejecutivos de la industria cultural, periodistas, académicos y otros, reunidos en la Fundación Friedrich Ebert de Montevideo, constata además el impacto de un inminente acuerdo comercial: el MERCOSUR (un mercado regional compuesto por Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay). (Achugar, 1991) Traigo a colación este esfuerzo sólo para dar otro ejemplo del creciente reconocimiento de cómo los estudios culturales deben ir más allá de una política de representaciones en la que las relaciones de poder se entiendan casi exclusivamente como una función de la manipulación simbólica.
Si el ejemplo del trabajo de los nuevos estudios culturales en América Latina tiene algo que ofrecer a las tradiciones anglo-americanas es ese reconocimiento de que las instituciones estatales y civiles, los cuerpos políticos, la economía política, los tratados comerciales, etcétera, son indispensables para cualquier proyecto viable de estudios culturales. Mas aún, estos estudios subrayan el papel que el crítico cultural pudiera tomar: no permaneciendo ajeno y celebrando la supuesta subversividad de la estrella de rock o de la situación teatral fabricada por los medios: no condenando las políticas estatales sin enfrentar el problema de una intervención más directa en la política institucional.
Por ello me resulta gratificante ver en la nueva antología de Cultural Studies de Routledge un ensayo de Tony Bennet intitulado “Putting Policy into Cultural Studies”, que contradice a cada uno de los demás ensayos del libro, toda vez que los estudios culturales necesitan “examinar las prácticas culturales desde el punto de vista de su imbricación con, o dentro de las relaciones de poder”. Bennet adelanta “cuatro objetivos en relación a las condiciones necesarias para cualquier forma satisfactoria de compromiso, tanto teórico como práctico, en las relaciones entre cultura y poder.” (1992: 23) Pienso que estos cuatro objetivos son muy consistentes con la selección misma del trabajo latinoamericano de estudios culturales que he revisado aquí. Ellos son primero, la necesidad de incluir consideraciones políticas en la definición de cultura, como si fuera un campo particular de gobierno; segundo, la necesidad de distinguir diferentes regiones de cultura dentro de ese campo general, en términos de los objetos, objetivos y técnicas de gobierno que les son peculiares; tercero, la necesidad de identificar las relaciones políticas específicas a las diferentes regiones de cultura así definidas y de desarrollar modos específicos apropiados para comprometerse con y dentro de ellas; y cuarto, lo conveniente de un trabajo intelectual conducido de manera tal que tanto en su sustancia como en su estilo, pueda calcular su influencia o sus servicios a la conducta de agentes identificados en la región de cultura involucrada. (1992: 23)
Aparte de ciertas críticas convincentes a esta aproximación políticamente orientada de los estudios culturales (la cual pudiera quedar subordinada a los dictados estatales, problema que ha afectado a muchos investigadores latinoamericanos, especialmente antes de la privatización en curso), tal aproximación pudiera servir para fortalecer la política de representación típicamente norteamericana. Por lo general no se piensa que mucho de lo que constituye una identidad se debe en, parte a presiones ejercidas desde el Estado.
Si en Latinoamérica el eje de los estudios culturales se ha desplazado a las cuestiones de ciudadanía luego de las dictaduras autoritarias, y a la transición a la democracia bajo las difíciles circunstancias de las políticas de libre mercado, que han acentuado los conflictos sociales durante el mismo periodo, en los Estados Unidos el Estado mismo ha colaborado en el cambio de cuestiones, pasando de una ciudadanía apoyada en el discurso de los derechos a una basada en la interpretabilidad de las necesidades y las satisfacciones. Permítaseme explicar este cambio relacionado con lo que he llamado antes el imperativo social de actuar (the social imperative of perform). (Yúdice, s/f)
En las dos últimas décadas ha habido numerosos debates acerca de si la identidad es una esencia o es socialmente construida. Es común que la mayoría de las aproximaciones de los estudios culturales se adhieran a la perspectiva construccionista. Sin embargo, aquella perspectiva ha resultado insatisfactoria porque no reconoce la experiencia. No hablo aquí de la experiencia en el sentido en que Hoggart emplea el término para referirse a la cultura de la clase trabajadora. El uso que este autor hace de la noción raya en el esencialismo, pues habla de maneras auténticas para la pertenencia a la clase obrera.
El regreso del Centro de Birmingham al trabajo subcultural desdice esa aproximación y enfoca identidades que se constituyen en un proceso de hegemonía. Pero tal aproximación no es suficientemente adecuada para tomar en cuenta la experiencia o los desempeños de experiencia (performances of experience) que se han convertido en el modo en el que funciona la política cultural en los Estados Unidos, la cual explica, en parte, un retorno a la Identidad en la mayoría del arte del performance de los años ochenta y los noventa.
Creo que es muy difícil trazar en el presente una línea de demarcación entre la comprensión de la política de identidad y lo que he denominado desempeños de experiencia. Ambas entidades coinciden en muchas, si no es que en la mayoría de sus instancias. Pero permítaseme tratar de diferenciar. La política de identidad en Norteamérica tiene su origen en las luchas del movimiento por los derechos civiles que, como han afirmado Michael Omi y Howard Winant, fueron la primera expresión verdadera de democratización en los Estados Unidos. (1986: 75)
Por ello querían señalar que a diferencia del periodo anterior a la Segunda Guerra Mundial, en el que las minorías raciales se vieron constreñidas a una guerra de maniobras ( war of maneuver) –“una situación en la que grupos subordinados buscan preservar y extender un territorio definido, para resistir asaltos violentos y desarrollar una sociedad interna como alternativa para el sistema social represivo que confrontan” (1986:74)-, los derechos civiles transformaron el carácter de la política racial en una lucha política o guerra de posiciones (war of position), que necesita de “la existencia de diversos terrenos institucionales y culturales sobre los que puedan montarse proyectos políticos de oposición.” (1986: 74)
En otras palabras, los derechos civiles devinieron posición emergente y definida en la lucha por la hegemonía, hasta el punto de que la transformación de la matriz cultural y política que propiciaron permitió a otros grupos subordinados impulsar sus propias guerras de posición. Desde luego que el Estado y la economía estuvieron envueltos en esa lucha por la hegemonía, de ello resultó que muchas instituciones y políticas estatales se redefinieran y que las industrias cultural y del consumo aprendieran a seguir su propio mercadeo de posiciones. Los grupos de Identidad en los Estados Unidos, tal como los entendemos ahora, comenzaron a actuar o a desempeñarse en las esferas públicas acaso inventándose a sí mismos (authoring themselves) en cada proceso.
La identidad se hizo necesariamente una práctica, un desempeño, un desplegamiento sobre el terreno institucionalizado de la formación social, y actuar se convirtió en el medio para apropiarse, por un reacentuamiento o una reconfiguración de los géneros disponibles para la participación social: las formas para negociar todos los aspectos de la vida, desde la salud, la educación y la vivienda, hasta el consumo, lo estético y la sexualidad. De hecho, como lo sostienen las nuevas teorías de las esferas públicas, no solamente la identidad, sino también la comprensión misma de las necesidades y las satisfacciones se abrieron a la interpretación y la ejecución.
Ese proceso de autoría (authoring process) va más allá de los límites del término construccionismo, que enfatiza las presiones de las instituciones y la economía. También va más allá de la noción de grupo de Interés, cuyo autoconocimiento, dado de antemano, lo posibilita para buscar ventajas sociales y políticas. Desde luego que los grupos de identidad se comprometen también en la política de interés, pero los grupos de identidad nuevos o reinventados delinean y ejecutan sus identidades contingentemente. Todo lo que he dicho hasta el momento puede, tal vez, sostenerse para todos los grupos de identidad en los Estados Unidos.
Sin embargo, parte de la comprensión de las identidades actuantes de manera contingente implica que diferentes grupos harán lo mismo sobre bases muy diferentes. Michael Warner, por ejemplo, previene acerca de la disposición de acto reflejo del “paraIelismo de identidades”, es decir, la idea de que todos los grupos marginados por la raza, la etnicidad, el género, la preferencia sexual, la clase, etcétera, son de alguna manera equivalentes:
Diferentes condiciones de poder implican diferentes estrategias que no siempre pueden hacerse homogéneas. A veces la política de alianzas puede forzar importantes correcciones. Muchos temas y esfuerzos organizacionales en la política gay han sido empleados sobre el modelo de hombres blancos de clase media, de tal manera que sólo en principio resultan aparentes. Pero los requerimientos estratégicos pudieran diferir aun cuando la gente actúe de buena fe.
Debido a que la apariencia homosexual es comúnmente invisible, por ejemplo, ella ocasiona una política peculiar de dejar hacer y saber erigiendo a muchos aspectos del movimiento homosexual en tácticas de visibilidad clásicamente, en el modo activo de “salirse del closet”, o descararse, o más recientemente, de “salir de paseo” y en las políticas “a la cara” promovidas por Queer Nation y ACT UP. Una tensión considerable, tanto dentro de estas organizaciones como en relación con otros grupos políticos, ha resultado del hecho de que estas nuevas tácticas y su despliegue público responden en lo principal a la política específica de la apariencia homosexual.
Es verdad que la particularidad de la apariencia física es el criterio crucial en la comprensión de un desempeño. No puedo imaginar el mismo tipo de actuación en un chicano masculino hecho y derecho, a partir de su chicanidad, su masculinidad o su cabalidad. Generalmente, los afroamericanos, los chicanos y las mujeres no pasan por el ritual de salirse del closet como tal. Sin embargo, hay diferentes clases de desempeño que se relacionan con formas de vestir, gesticular, hablar, etcétera y que son parte del desempeño de la identidad en todos los grupos de identidad. La diferencia, me parece, remite a las fantasías que soportan la ejecución, y a lo que todos los aspectos del mismo significan en relación con el deseo y la fantasía.
Atender a la fantasía en el reino de las ayudas sociales modifica la política de identidad desde su énfasis en corregir representaciones, hasta la comprensión de que el desempeño no sólo consiste en adoptar un papel (como propone la sociología convencional), o en convertirse en un simulacro (en el sentido baudrillardiano). En primer lugar aceptemos, por el bien de nuestro argumento, la definición psicoanalítica de fantasía como una “escena imaginaria en la que el sujeto es el protagonista, representando la plena satisfacción de un (deseo).” (Laplanche y Pontalis, 1973: 314)
A este respecto, me aventuraría a aducir que en la sociedad estadounidense contemporánea en la que los medios y la cultura del consumo han planteado la cuestión de la identidad en el público y en la que las necesidades y satisfacciones no son simples datos, sino fenómenos a ser interpretados y remontados, la fantasía no se limita a la psique privada, sino que se proyecta a la pantalla de lo social. El deseo es, precisamente, el operador en semejante situación, “(apareciendo) como la grieta que separa la necesidad de la demanda.” (Laplanche y Pontalis, 1973: 483)
Después de todo, los grupos de identidad intentan satisfacer sus demandas de reconocimiento sobre la base de cómo pueden ellos proyectar sus necesidades éticamente legitimadas en el terreno social y político. En segundo lugar, puesto que ningún grupo tiene el control de la política de la interpretación de las necesidades, el proceso de la fantasía social debe continuar, sujeto a la compulsión de repetirse. En tercer término, lo dicho arriba parecería indicar que la fantasía, como el proceso en el que y a través del cual la identidad y la política se enfrentan, es incapaz de producir fácilmente aquellas clases de lectura cognitivista (cognitivist) y política que persiguen las corrientes de orientación marxista en los estudios culturales. Jacqueline Rose es útil en este aspecto:
“La fantasía y la compulsión a repetir aparecen como los conceptos frente a los que la idea de una objeción plenamente política ante la injusticia estorba de continuo. Me parece que tal es el terreno sobre el que el debate feminista acerca del psicoanálisis se ha desplazado en la actualidad: pero con ello tan sólo se ha subrayado un problema más general en el análisis político que siempre ha estado presente en las lecturas radicales de Freud. ¿Cómo reconciliar el problema de la subjetividad que asigna actividad (pero no culpa), fantasía (pero no error) y conflicto (pero no estupidez) a los sujetos individuales, en este caso las mujeres con aquella forma de análisis que también pudiera reconocer la fuerza de las estructuras en una urgente necesidad de cambio social?” (1986:14)
Me parece que la política de identidad ha encontrado la manera de tratar los callejones sin salida que ha frustrado históricamente las interpretaciones políticas de la cultura estética. El desempeño (performativity) que caracteriza la política de identidad en los Estados Unidos y que es un importante, aunque poco teorizado, objeto de análisis en los estudios culturales, tiene sus premisas en la expansión de la fantasía; en la dimensión imaginativa que siempre se ha atribuido al arte y a la totalidad del espacio público. Ello, desde luego, tiene su precio, pues el efecto principal es, tal vez la absoluta erradicación de lo privado, aquel lugar a que se supone que tradicionalmente ha sido inherente la actividad estética.
Una discusión más completa de esta dimensión de la política cultural trasciende las fronteras de este ensayo. Es suficiente con decir aquí que las actuales guerras culturales en los Estados Unidos tienen algo que ver con esta transferencia de la ejecución de lo estético de la experiencia privada hasta la pública. La teoría estética clásica define la práctica artística como constitutiva del reino de la libertad. Pero esa libertad es precisamente lo que está en riesgo cuando la fantasía se convierte en sujeto de presiones políticas.
Se ha aducido, por supuesto, como lo ha hecho Terry Eagleton, que semejante libertad siempre fue una ilusión que encubría la dominación burguesa, una especie de prótesis de la razón o de “carta poder” del poder mismo. (1990:16) Pero más que pensar todo ello en términos de libertad, lo más productivo sería caracterizarlo como el signo de la satisfacción y la demanda que estructuran la fantasía y la identidad.
Me gustaría concluir refiriéndome al marco en que he comparado las tradiciones de los estudios culturales en los Estados Unidos y en Latinoamérica. He usado este esquema como punto de partida y por ello no es del todo completamente adecuado repasar sus similitudes y diferencias. Me gustaría sin embargo reiterar el hecho de que en los Estados Unidos quienes cultivan los estudios culturales tienden a poseer un background propio de las Humanidades y que en América Latina la abrumadora mayoría de esos cultivadores tienen una formación en ciencias sociales.
Incluso aquellos como el argentino Aníbal Ford o como la brasileña Heloisa Buarque de Holanda, que trabajan la literatura y las artes. Pero al igual que sus contrapartes norteamericanas, ellos han superado las fronteras de sus disciplinas, e incluso las fronteras de sus instituciones para adentrarse en otras esferas más mundanas, y esto es así necesariamente porque el sistema universitario de la mayoría de los países latinoamericanos es terriblemente endeble y con muy bajos recursos económicas (tema que inicia una importante discusión que no puede abordarse aquí).
En lugar de algún punto definitivo, concédaseme proponer una agenda a manera de conclusión que pudiera ayudarnos a reunir las diferentes tradiciones de estudios culturales, pues estimo que esas tradiciones tienen mucho que ofrecerse unas a otras, y no exclusivamente en las esferas teórica y política. Proyectos de investigación comparativos y en colaboración serían, desde mi punto de vista, indispensables para la posible conducción de un mundo crecientemente transnacionalizado, en el que los efectos pueden sentirse siempre de un modo agudo a nivel local. Sólo produciendo vinculaciones académicas transnacionales podremos enfrentar ese fenómeno.
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