3. Biopolíticas imperiales
Salud y enfermedad en el marco de las reformas borbónicas
“El principal objeto que prefi ere á todos el soberano, es el bien de sus
vasallos: á su conservación y felicidad deben dirigirse sus principales miras;
y como el mayor bien de quantos poseen es la vida y la salud, la ley
que imponga el Monarca á este fi n no es dura, sino benigna”
Francisco Gil
En el capítulo anterior he mostrado que el discurso de la limpieza de sangre actuaba como un dispositivo generador de subjetividades en la Nueva Granada colonial. El imaginario aristocrático de la blancura, anclado en el habitus de los criollos, constituye la base ideológica sobre la que este grupo legitima su dominio sobre las castas.
También mencioné que el discurso ilustrado de los Borbones fue percibido por un sector de la elite criolla como una amenaza contra ese imaginario de blancura, a pesar de que la intención de la Corona nunca fue deshacer las jerarquías sociales. Ahora es tiempo de investigar en qué consistía el discurso biopolítico del Imperio español y cómo fue recibido por la comunidad de los criollos ilustrados en la Nueva Granada.
La hipótesis de lectura que guiará esta investigación es la siguiente: a diferencia de los criollos más tradicionalistas, el sector (minoritario) de los criollos ilustrados verá con buenos ojos la introducción de las reformas borbónicas y no las considerará como una amenaza sino, por el contrario, como un complemento del discurso colonial de la pureza de sangre. La pretensión ilustrada de colocarse como observadores imparciales del mundo – lo que aquí he denominado la “hybris del punto cero” -, será para ellos el motivo perfecto para fortalecer su imaginario habitual de dominio sobre las castas.
Enunciado por los ilustrados de la Nueva Granada, el discurso de la ciencia será, después de todo, un discurso colonial.
Ubicarse en el punto cero, decía anteriormente, equivale a tener el poder de construir una visión sobre el mundo social reconocida como legítima y avalada por el Estado. Se trata de un verdadero trabajo de construcción de la realidad social en el que los “expertos” – en nuestro caso, los criollos ilustrados del siglo xviii – se definen a sí mismos como observadores neutrales e imparciales del mundo. Así lo entendía perfectamente el pensador criollo Francisco Antonio Zea en un famoso discurso del año 17911:
“Nadie ignora que los sabios son en las repúblicas lo que el alma en el hombre. Ellos son los que animan y ponen en movimiento este vasto cuerpo de mil brazos, que ejecuta cuanto le sugieren; pero que no sabe obrar por sí mismo, ni salir un punto más en los planes que le trazan. En efecto, el artista, el labrador, el artesano jamás saldrán de lo que vieron hacer a su padre o a su maestro, si los depositarios de los conocimientos humanos y de los progresos del entendimiento, o no quieren llevar sus luces filosóficas al taller, al campo, a la oficina” (Zea, 1982 [1791]: 93-94).
La Ilustración presuponía el establecimiento de una frontera entre los que saben jugar el juego de la ciencia (los expertos) y los “otros” que permanecen encerrados tras los barrotes culturales del “sentido común”. Los expertos son como el alma que, mediante las “luces filosóficas”, se colocan en una situación de objetividad cognitiva que les permite otorgar vida a la totalidad del cuerpo social; sin el auxilio del conocimiento producido por los sabios, el resto de la población (el artista, el labrador, el artesano) quedaría sin orientación y permanecería sumida en la oscuridad de los conocimientos tradicionales.
En este capítulo se mostrará entonces que, en manos de los criollos ilustrados, la ciencia moderna y, en particular, la medicina sirvió como un instrumento de consolidación de las fronteras étnicas que aseguraban su dominio en el espacio social. El discurso metropolitano de la biopolítica se revela, en las periferias, como una prolongación del imaginario de blancura que estudiamos en el capítulo anterior.
3.1 La desmagicalización del mundo o el ocaso de la caridad
Ya desde el siglo xvi la Corona española estableció un vínculo indisoluble entre la evangelización y la política hospitalaria. El hospital era concebido básicamente como una institución de caridad cuya función era beneficiar a los pobres.2
1 Concuerdo con Renán Silva en su apreciación de que el famoso artículo “Avisos de Hebephilo”, publicado por Zea en el número 8 del Papel periódico de Santa Fe de Bogotá, se inscribe plenamente en el imaginario colonial del absolutismo español, que fue el que asumieron los criollos ilustrados de la Nueva Granada (Silva, 2002: 159).
La palabra “hospital” estaba asociada con la virtud cristiana de la “hospitalidad” y por eso la asistencia médica y espiritual de los enfermos estaba a cargo de las órdenes religiosas, quienes la veían como parte esencial de su apostolado. El hospital era un lugar administrado por religiosos – y no por el Estado – en el que no era tanto el cuerpo el que se buscaba curar como el alma. Allí acudían para encontrar cobijo temporal, los huérfanos, los mendigos, los ancianos, los inválidos, es decir, todos aquellos que por su incapacidad física o por su extrema pobreza, no podían valerse de la fuerza física para sustentarse mediante el trabajo (Quevedo, 1993: 51).
Hasta la época de las reformas borbónicas, la institución hospitalaria fue vista en las colonias americanas como una institución de socorro, enmarcada dentro de la función evangelizadora de las órdenes religiosas. La práctica médica al interior del hospital era ejercida como un servicio a los individuos
más desfavorecidos de la sociedad, y por eso no era el médico sino el cura quien se encargaba de administrar los cuidados al enfermo.
Obviamente, la gente también acudía a los hospitales para ser curada de la enfermedad corporal. Particularmente durante los primeros años de la Conquista, muchos soldados españoles llegaban heridos al hospital por causa de flechas envenenadas, picaduras de mosquitos o afectados de alguna enfermedad contagiosa.3
Sabemos que en esa época eran frecuentes las epidemias de fiebre y disentería, y que incluso la gripe fue causa de gran mortandad durante la Conquista. Esta situación llevó al rey Fernando el Católico a ordenar en 1513 la fundación del primer hospital del Nuevo Reino de Granada en la ciudad de Santa María la Antigua del Darién, financiado con fondos reales y administrado por los padres franciscanos (Soriano Lleras, 1966:38-39). No obstante, y a pesar de que las órdenes religiosas se ocupaban de atender
médicamente la enfermedad corporal, la gestión de la enfermedad era un ejercicio filantrópico y no terapéutico. La enfermedad era vista como un problema individual que tenía que ver más con el bienestar espiritual del paciente que con el bienestar material de la sociedad.
2 En este contexto, el sostenimiento de los hospitales dependía, en buena parte, de la caridad de los aristócratas pudientes, quienes demostraban públicamente sus virtudes cristianas mediante generosas donaciones. El médico e historiador Emilio Quevedo cita textualmente un acta de donación hecha en 1564 por Fray Juan de los Barrios, en la que se destinan recursos privados para el establecimiento en Bogotá de “un hospital en el cual vivan y se recojan, e curen los pobres que a esta ciudad ocurrieren y en ella hubieren, así españoles como naturales [y de esta] forma y manera que de derecho puedo y debo, otorgo y conozco que hago gracia y donación, cesión y traspaso puro, perfecto, acabado e irrevocable, que es dicha entre vivos, de las casas de nuestra morada, que son en esta ciudad de Santa Fe […] para que agora y para siempre jamás sean y en ellas se funde un hospital” (citado por Quevedo, 1993: 70-71).
3 Soriano Lleras (1966: 31) comenta que probablemente los insectos de las regiones cálidas ocasionaron más víctimas entre los soldados y colonos españoles que todas las flechas envenenadas de los indios.
El caso del hospital Real de San Lázaro en Cartagena de Indias puede resultar
ilustrativo a este respecto. El hospital fue creado en 1608 para albergar a los leprosos de todo el Nuevo Reino de Granada, en un tiempo en que la lepra era vista todavía como una “enfermedad bíblica”, esto es, como un castigo divino por el pecado (Obregón 1997: 35). Se trataba, en suma, de una dolencia del alma que debía ser tratada “espiritualmente” por los sacerdotes. Ello demandaba la práctica de la caridad cristiana, de acuerdo a la famosa parábola del rico y Lázaro contada por Jesús.4
De este modo, el leproso no era objeto de tratamiento médico sino de misericordia y su reclusión en el hospital obedecía fundamentalmente a este propósito.5 El hospital era entonces un lugar donde se “dispensaba” la gracia divina, y esto no sólo era válido para los lazaretos. También el hospital de San Pedro en Bogotá fue creado en 1564 como un “albergue para pobres” administrado por el patronato de los obispos de la ciudad. En 1630 el rey Felipe iii dispuso que la institución fuera manejada por la orden de los Hermanos de San Juan de Dios, quienes la convirtieron en hospitalconvento
bajo el nombre de Hospital de Jesús, José y María6 y, posteriormente, de San
Juan de Dios.7
Ni los nombres asignados al hospital ni su organización conventual, y ni siquiera su ubicación geográfica eran fruto de la casualidad. El hospital tenía
una manifiesta finalidad evangélica: confortar espiritualmente a los enfermos leves, mostrándoles la necesidad de practicar la caridad cristiana; y a los enfermos graves, prepararlos para la muerte, ayudándolos a concluir su existencia en paz con Dios.8
4 Según esta parábola, Lázaro era un mendigo leproso que ansiaba saciarse de las migajas que caían de la mesa del hombre rico, sin encontrar compasión por parte de éste. Muertos los dos, el hombre rico fue enviado al Hades, mientras que Lázaro fue consolado en el seno de Abraham (Lucas 16: 19-25).
5 Es bien conocida la actividad del sacerdote jesuita Pedro Claver – también conocido como el “apóstol de los negros” -, quien dedicó su vida a trabajar por los enfermos del hospital. Soriano Lleras dice que “San Pedro Claver conseguía ropas y medicinas que enviaba diariamente a los enfermos con un mensajero. Cuando había fi estas religiosas los obsequiaba con una comida mejor y más abundante que le preparaban en casas amigas y que era amenizada con una banda de música de los intérpretes el colegio de los jesuitas ” (Soriano Lleras, 1966: 66).
6 Véase: Soriano Lleras, 1966: 89.
7 Curiosamente, aunque el hospital era visto como una extensión de la misión sacramental de la Iglesia, fueron malos manejos económicos los que motivaron la decisión del Rey. Según Soriano Lleras, las rentas del hospital estaban siendo mal administradas por los obispos, escaseaba el agua y la comida, las limosnas de la feligresía eran cada vez menores, había personas intrusas ocupando habitaciones en la casa y los sacerdotes no visitaban oportunamente a los enfermos (Soriano Lleras, 1966: 64).
8 Véase: Restrepo Zea, 1997: 81.
Otra modalidad utilizada en la Colonia fue la del hospital -colegio. Se trataba de instituciones que combinaban la instrucción moral y religiosa con la asistencia médica. Fue el caso, por ejemplo, de las monjas de la Encarnación en Popayán, quienes regentaban un centro dedicado a la atención de “doncellas pobres” (Paz Otero, 1964).
También en Popayán funcionaba una institución de este tipo administrada por los llamados “Hermanos Camilos de la buena muerte”. Como su nombre lo indica, el trabajo de estos padres se concentraba en la asistencia a enfermos moribundos, velando también por la enseñanza y cuidado de los pobres. Los padres Camilos no solamente visitaban a los enfermos y administraban el sacramento de la extrema unción, sino que también dictaban clases de cristiandad y practicaban operaciones cesáreas.
Nótese que las tres formas de organización hospitalaria, el convento, el colegio y el lazareto, comparten un mismo tipo de orientación: su carácter privado. Es decir, se trataba de instituciones administradas por organizaciones paraestatales – las órdenes religiosas -, cuyas políticas de gobierno escapaban al control del Estado. Pero con la introducción de las reformas borbónicas , esta situación cambiaría radicalmente.
Los Borbones hacen de la utilidad, la riqueza y “felicidad pública ” sus pilares de gobierno. Esto suponía convertir al Estado en el eje ordenador de todos y cada uno de los factores que intervenían en la vida social. El Estado borbón se coloca, como decía antes, en “la perspectiva del Todo”, es decir, asume la tarea de ejercer un control racionalmente fundado sobre las riquezas, el territorio y la población a su cargo, con el fin de fomentar el desarrollo económico del imperio.
Semejante tarea suponía, por supuesto, la estatalización de ámbitos que hasta ese momento habían estado bajo el control de intereses particulares. Era necesario expropiar a estos sujetos, del control sobre los flujos sociales de capital simbólico y económico, centralizando este control en manos de un
sujeto único y absoluto: el Estado. En una palabra, el proyecto de gubernamentalidad implementado por los Borbones exigía la desprivatización de aquellos ámbitos que resultaban claves para el incremento de la productividad económica. Y uno de esos ámbitos claves era el de la salud pública .
Pero la expropiación jurídica y política que se empieza a llevar a cabo en el siglo xviii corría paralela a la expropiación epistemológica. El establecimiento del Estado como único centro administrador de la vida social, representa un ataque a la idea de Dios como fundamento y garantía de la efectividad del campo instrumental de la sociedad (economía , política, derecho). La política borbona ya no parte de Dios como garante de un orden cósmico eterno, sino de la actividad humana (el trabajo productivo) como único medio para ordenar la naturaleza y someterla a los dictados inmanentes
de la razón .
La enfermedad y la pobreza dejan de ser un destino que se acepta con
resignación, para ser vistas ahora como disfunciones que pueden ser domesticadas por la racionalidad científico-técnica. Esto explica porqué razón el Estado borbón intentó quitar a la Iglesia el control sobre la dispensación del sentido de la salud y la enfermedad.
Tales fenómenos debían recibir ahora una nueva significación legitimada por el Estado absolutista y su organum cognitivo: la ciencia moderna. Bajo el gobierno de los Borbones, la enfermedad ya no era vista como un mal de orden espiritual que atacaba al individuo por sus pecados, y por tanto era un castigo de Dios, sino como un mal que ataca al conjunto entero de la sociedad y que posee causas materiales.
No es el cuerpo del individuo sino el cuerpo social el portador de la enfermedad. Por esta razón , el diagnóstico de la enfermedad está ligado a tecnologías poblacionales como los cálculos demográficos, las estimaciones sobre tasas de mortalidad y esperanza de vida, el estudio racionalmente fundado sobre el papel de la educación, así como el conocimiento científico sobre la geografía y sobre las “leyes naturales” que rigen el comercio .
Lo que una enfermedad “significa” ya no depende de instancias privadas dispensadoras de sentido, como la Iglesia, sino de políticas públicas orientadas bajo un modelo económico. El “buen gobierno” al que aspiraban los Borbones tenía que ver directamente con el éxito de su gestión económica, por lo que la salud pública se convierte en un dispositivo capaz de asegurar el incremento de la productividad. Desde este punto de vista, la enfermedad empieza a tener una significación “económica” otorgada por los aparatos ideológicos del Estado, a expensas de una significación “teológica” dispensada por la Iglesia.
La conservación de la salud pública se convirtió por ello en una de las prioridades del gobierno ilustrado. Elevar el nivel de salud de la población, particularmente de aquellos sectores que se encontraban en edad productiva, significaba mejorar las posibilidades de crecimiento económico en las colonias y, de este modo, asegurar la competitividad de España por el control del mercado mundial.
Ya no se trataba sólo de conservar la salud de los aristócratas criollos – únicos que podían gozar de un tratamiento médico personalizado -, sino también de la creciente población mestiza, que para esa época se había convertido en el principal motor de la producción de riquezas en la Nueva Granada.
El proyecto borbónico de la gubernamentalidad demandaba el impulso de una política tendiente a fortalecer el aumento de la población laboralmente activa, lo cual exigía un combate sin cuartel a los dos grandes enemigos del trabajo
productivo: la enfermedad y la mendicidad . Se hacía necesaria, entonces, una reforma de la política hospitalaria, que hasta entonces había entendido la enfermedad como un problema individual y la mendicidad como un problema de caridad cristiana.
Ambos problemas, la enfermedad y la mendicidad, dejarían de ser asuntos privados para convertirse desde ahora en asuntos públicos, administrados por la racionalidad científico-técnica y burocrática del Estado.
Este cambio de significación es evidente en el plan para la construcción del hospital de San Pedro en la ciudad de Zipaquirá, plan presentado al virrey de la Nueva Granada por Pedro Fermín de Vargas . El ilustrado criollo comienza destacando la “saludable instrucción” que representa la caridad cristiana para el cumplimiento de los deberes morales que exige la vida en sociedad.
Imbuidos de este espíritu cristiano, los reyes de España fundaron hospitales para brindar asilo al pobre y al necesitado durante el tiempo que estuvieran enfermos. Sin embargo, la mayor parte de estos hospitales, aunque inspirados en la caridad evangélica, fueron fundados “sin conocimiento de los principios más esenciales de medicina y política , [por lo que] han causado algunos más daños que provecho” (Vargas, 1944 [1789a]: 120).
Para corregir este error, Vargas propone que el hospital de Zipaquirá no sea encargado a ninguna comunidad religiosa sino que sea público, es decir, que se encuentre sujeto directamente al gobierno central de Bogotá. El Virrey deberá nombrar una junta de gobierno compuesta por el corregidor de Zipaquirá, dos alcaldes y dos vecinos nativos escogidos cada dos años de entre los representantes del pueblo. Ellos, y ya no las comunidades religiosas, serán los encargados de administrar en su totalidad el hospital. Habrá, claro está, un empleo para el capellán, pero su salario (200 pesos) será muy inferior al del médico (500 pesos), ya que éste debe asumir la responsabilidad máxima por el bienestar de los enfermos. El capellán se limitará a cuidar del bienestar puramente espiritual de los enfermos, sin asumir ningún tipo de función médica (1944 [1789a]: 130-131).
Para Vargas, como para todos los criollos que simpatizaban con el proyecto
borbón, resultaba evidente que la medicina era una cosa y el amor al prójimo era otra. La primera pertenecía al dominio exterior de lo público y debía, por tanto, ser administrada por el Estado; la segunda pertenecía, en cambio, al dominio interior de la conciencia (ámbito de lo privado) y debía ser administrada por la Iglesia. Pero en esta división del trabajo, lo privado debe someterse a lo público, ya que es ahí donde se juega el bienestar del hombre en este mundo.
Y siendo la función del hospital rehabilitar el cuerpo del enfermo para que pueda ser útil a la patria, el capellán debe también subordinarse a las órdenes de autoridades superiores: el médico, el alcalde y el corregidor. La “verdad” que administra el Estado – cuyo instrumento cognitivo es la ciencia – es “de este mundo” y, por tanto, superior a la verdad – metafísica e incierta – que administra la Iglesia.
Es esta misma línea política que buscaba someter lo privado a lo público, el
ilustrado criollo José Ignacio de Pombo propone a la Junta Provincial de Cartagena que el convento de San Diego, regentado por los padres franciscanos, sea cerrado definitivamente y el edificio habilitado como hospital. Pombo justifica su propuesta con dos argumentos de corte pragmático: el primero es que el convento se encuentra en la ruina y los frailes deben atender continuamente a su sostenimiento material, descuidando sus obligaciones religiosas; el segundo es que el edificio del convento “presenta por su localidad y fábrica, todas las ventajas que se podrían desear para el
establecimiento del Hospicio propuesto. Está en un lugar ventilado, sano, capaz y fuera de la población” (Pombo , 1965 [1810]: 174).
Según Pombo, los franciscanos no sólo deben ceder el edificio, sino que además tendrán que contribuir con la cuarta parte de las rentas necesarias para el sostenimiento del hospital, destinando incluso buena parte de los réditos obtenidos por misas y limosnas recolectadas en la capilla:
“Si por derecho los bienes de la iglesia son de los pobres, y los eclesiásticos
unos meros Administradores, ningunos con más justicia les pertenecen que
el producto dicho de las quartas […] y que a éstas no puede darse un destino
más propio que el Hospicio en que se recogerán una parte considerable de los
verdaderos pobres del Obispado, y en que por consiguiente disfrutarán todos
de su beneficio […] El producto de las dispensas no puede tener mejor ni más
propio destino, que el del Hospicio. El no es renta eclesiástica, ni pertenece
al Obispo; y [no] es obligación de éste emplearlo en objetos piadosos? Y qual
lo es más, ni más urgente, que el socorro y alivio de dichos pobres?” (Pombo ,
1965 [1810]: 175).
La “visión inmanente” de la salud y la enfermedad defendida por Vargas y Pombo , reconocía ciertamente que es Dios quien otorga y quita la vida, pero afirmaba que la razón humana está en plena capacidad de descubrir las leyes que determinan el funcionamiento de la “máquina del cuerpo” – como lo llamaba Mutis -. El estudio de estas leyes físicas es visto por el sabio gaditano como un modo legítimo de adorar a Dios, “pues si el mundo está fabricado bajo unas leyes tan sabias y manifiestas, ¿qué mucho que el hombre deseoso de saber, destine algunos ratos a la contemplación de las cosas que entran por sus sentidos, como medio más oportuno para las alabanzas debidas al creador?” (Mutis , 1983 [1762]: 41).
Por eso mismo, en su apasionada defensa de la inoculación, Mutis – que además de médico era también sacerdote – afirma que la preservación de la vida humana y el aumento de la población son mandatos divinos (“creced, multiplicaos y poblad la tierra”) y que, por lo tanto, la inoculación no puede ser contraria a la religión. Es Dios mismo quien ha dado a los hombres la luz natural para descubrir los secretos de la naturaleza a través de la ciencia, todo con el fin de llevar a mejor término sus designios eternos. La oposición a la práctica científica en nombre de la religión es vista por Mutis como una actitud cruel e inhumana:
“Si tal ha sido la voluntad del Creador en la multiplicación del género humano, si continuaran los pueblos por su desgracia seducidos de semejantes escrúpulos en resistir el beneficio de la inoculación, sería sacrificar voluntariamente las innumerables víctimas que perecen infaliblemente en cada epidemia, haciéndose reos positivamente culpables de tan horrible sacrificio” (Mutis , 1983 [1796]: 226).
Dios es reconocido entonces como árbitro de la vida, pero qué tanto pueda ser
preservada esa vida y elevada a un nivel de calidad humana en términos de salud física, no es algo que compete a Dios sino a la ciencia . Así lo presenta el científico criollo Jorge Tadeo Lozano , quien en su disertación sobre la brevedad de la vida – un tema abordado tradicionalmente por la teología o la filosofía moral -, no apela a la Biblia sino a la historia natural. Lozano muestra que la brevedad de la vida puede ser explicada enteramente por “causas internas”: alimentación deficiente, clima insalubre, estilo de vida inmoderado, enfermedades contagiosas, malas condiciones higiénicas y trabajo excesivo.
Sobre todo las enfermedades son responsables de la destrucción de “nueve décimas del género humano” y ninguna de ellas es “consecuencia precisa de la constitución del hombre”; es decir que su mortandad no puede ser atribuida a la voluntad de Dios o a la fragilidad de una naturaleza humana castigada por el pecado original, sino a la ignorancia de las personas y a los defectos de una política de salud no iluminada por la ciencia. Las viruelas, el sarampión, la “paralipsis”, el asma, la “hydropesia”, los partos difíciles, la “apoplexia”, las “calenturas pútridas” y las “dyssenterias” son males corregibles a través del conocimiento ilustrado y la buena política estatal (Lozano, 1993 [1801a]: 57-59).
3.2 Ciudades apestadas
Un buen ejemplo del cambio de percepción sobre el significado de la enfermedad es el de las dos epidemias de viruela que azotaron a la capital del virreinato en 1782 y en 1802. Un año después del levantamiento de los Comuneros se declaró en el virreinato de la Nueva Granada una epidemia de viruela proveniente de las provincias del norte.
Alarmado por el rápido avance de la enfermedad y su llegada inminente a la ciudad de Bogotá, el arzobispo-virrey Antonio Caballero y Góngora expide un edicto en el que la enfermedad es presentada como un castigo divino por los pecados del pueblo:
“Mucho afligen a la humanidad los castigos generales de que en tiempo en
tiempo acostumbra enviarle la Divina providencia para despertar a los mortales y sacarlos de su profundo letargo en que puede sumergirlos una continuada prosperidad. Guerras, hambre y pestes son las visitas del Sr. En el estilo de las Stas. Escrituras para manifestar a los pueblos sus enojos; y son los despertadores de que Dios se vale para los sabios designios de su altísima providencia […]. Sabemos con algún consuelo nuestro que avisadas del castigo que justamente recelan, se van preparando y disponiendo las familias con algunos ejercicios de piedad a recibir el inevitable contagio como una de las pensiones a que está sujeta nuestra naturaleza […] Muy bueno es pensar con anticipación en asegurarse tan saludables recursos. Muy bueno será también deponer en lo posible el horror y miedo que naturalmente inspiran a la humanidad las enfermedades contagiosas. Mas al fin, esos suelen ser por lo común unos medios puramente humanos y poco eficaces para conseguir que el Dios de las iras y venganzas tan merecidas por los pecados y escándalos públicos se convierta y manifieste hacia nosotros como Dios de salud y misericordias […] Con mayor actividad y más confiadamente que en los auxilios humanos debemos solicitar de la Divina clemencia la suavidad del azote en la benignidad del contagio, si fuere del agrado del Sr. que persevere su soberano aviso con la propagación de la epidemia […] A este fin señalamos el día Domingo veinticuatro del presente mes, para celebrar una misa votiva con Smo. Patente a que seguirán las Preces dispuestas por la Iglesia para el tiempo de enfermedad […] Debemos esperar de la fervorosa devoción
de nuestros Diocesanos, que advertidos del común peligro, procurarán
suspirar, gemir y clamar a Dios con sinceridad y un verdadero arrepentimiento
de sus culpas […] Por lo cual exhortamos y persuadimos a todos y cada uno
de nuestros amados Diocesanos que se preparen y dispongan para rogar al Sr.
con una verdadera confesión y penitencia de sus pecados; y concedemos, en
virtud de las facultades Pontificias que tenemos, una Indulgencia plenaria a
todas las personas que verdaderamente arrepentidas y confesadas, recibieren la
comunión en este día”.9
He citado in extenso el edicto virreinal de 1782 porque allí se encuentran los motivos centrales de lo que he denominado la significación teológica de la enfermedad dispensada por aparatos eclesiásticos. En el marco de este aparato de significación cultural , la epidemia de viruelas no tiene causas naturales, sino que es la expresión visible de algo invisible, sobrenatural, y en este caso, de la ira de Dios por “los pecados y escándalos públicos” del pueblo neogranadino.10
9 “Edicto del virrey Antonio Caballero y Góngora , Santa Fe, 20 de noviembre de 1782” (Frías Nuñez, 1992: 240-241).
10 Los “escándalos públicos” a los que se refiere Caballero y Góngora tienen que ver con el levantamiento de los Comuneros frente a la autoridad virreinal ocurrido un año antes de la epidemia. Resulta interesante señalar a este respecto que Caballero y Góngora realizó varias visitas pastorales a las regiones que se habían rebelado, con el fin conseguir su “pacificación”. En algunas de estas visitas fue acompañado por el fraile capuchino Joaquín de Finestrad , de quien tendré oportunidad de referirme en otros lugares de esta investigación. El interés de este dato radica en que en su libro El vasallo ilustrado de 1789, Finestrad – un decidido opositor de las ideas ilustradas – atribuía a la epidemia la misma significación punitiva que le había dado el ilustrado Caballero y Góngora siete años antes en su Edicto. Para Finestrad el levantamiento de los Comuneros no fue provocado por el mal gobierno de los Borbones sino por la decadencia moral del pueblo neogranadino, cuya rebelión fue castigada luego por Dios con la epidemia. “El principio que levantó la inquietud pasada y formidable tormenta de perturbación tumultuada que sufrimos en el año de ochenta y uno con riesgo próximo a un lamentable naufragio es el desenfreno de libertad con que se vive en la abominación tan frecuente que se observa en este Reino. La anatomía
que tengo formada de estas gentes no me permite referir la general conmoción al mal gobierno de los sabios Ministros del Rey, como sin refl exión cristiana lo pregonaba el vulgo tumultuado […] Todas las calamidades públicas, las pestes, las hambres y las guerras son penas de los pecados de la República” (Finestrad , 2000 [1789]: 265).
Por eso la epidemia no debiera ser vista como un fenómeno natural, frente al cual es posible tomar medidas preventivas fundadas en el conocimiento científico, sino como un instrumento pedagógico en manos de Dios “para despertar a los mortales y sacarlos de su profundo letargo”. De nada valen entonces “los medios puramente humanos” para combatir el contagio, pues lo que se necesita es la resignación religiosa del pueblo frente a su bien merecido castigo. Antes que fiarse en los “auxilios humanos”, considerados por Caballero y Góngora como “poco eficaces”, los neogranadinos deben más bien arrepentirse de corazón y rogar a Dios para que la epidemia no se cobre demasiadas víctimas.11
Es importante anotar que aunque Caballero y Góngora era el virrey de la Nueva Granada, es decir, el representante oficial del Estado borbón en esta colonia, su posición frente a la epidemia de viruelas no es la del funcionario estatal – que habla en nombre de una racionalidad burocrática – sino la del pastor del rebaño. No habla entonces bajo la autoridad que le ha concedido el Estado, sino “en virtud de las facultades pontificias que tiene”, es decir, como arzobispo de la Nueva Granada12.
11 Este tipo de significación teológica de la enfermedad se encontraba bien arraigado en la religiosidad popular. Renán Silva menciona el caso de la epidemia de viruelas de 1587 en Tunja, cuando una junta de vecinos se dirigió al cura de Chiquinquirá para solicitar en calidad de préstamo la imagen milagrosa de la Virgen con el fin de sacarla en procesión por la ciudad. Lo mismo ocurrió durante la hambruna que soportó el Valle de Tenza en 1696, cuando los vecinos organizaron una procesión por toda la comarca, portando la imagen del santo Eccehomo y clamando por el perdón de sus pecados (Silva, 1992b: 22).
12 Este desplazamiento de la voz – de la voz del virrey hacia la voz del arzobispo – no se debe a que Caballero y Góngora ignorara o cuestionara los lineamientos de la biopolítica borbónica en cuanto a la necesidad de la inoculación , sino más bien a una cuestión de estratégica política . La prueba de esto es que en 1783 Caballero y Góngora comisionó a Mutis para la redacción de un informe al ministro de Indias José de Galves en el que se le pone al tanto sobre los progresos del combate a la epidemia, refiriéndose a las cerca de 1700 personas inoculadas oficialmente (Silva, 1992b: 41; Alzate, 1999: 49). Además, su propio sobrino había sido objeto de la práctica inoculadora (Frías Nuñez, 1992: 83). Lo que ocurre es que, estando todavía muy fresco en la memoria colectiva el levantamiento comunero, Caballero y Góngora prefiere activar la voz del pastor que exhorta al pueblo por sus pecados, y no la voz del gobernante ilustrado que organiza
Y como representante de Dios, más que del rey, su visión de la enfermedad es eminentemente teológica. La salud no es vista como un problema que compete al Estado, sino a la Iglesia. No es el médico el encargado de combatir la enfermedad, sino el sacerdote. Por eso el decreto es un llamado a la actividad pastoral de los curas (“exhortamos y persuadimos a todos y cada uno de nuestros amados diocesanos que se preparen y dispongan para rogar al Señor”) y al arrepentimiento individual de los feligreses.
Pero algo muy diferente ocurre con la epidemia de 1802. La significación de la enfermedad ha cambiado radicalmente, pues ya no son los aparatos de la Iglesia sino los del Estado quienes definen qué “es” la enfermedad y cómo combatirla. Veinte años después de la primera epidemia de viruelas, el gobierno ha fortalecido su posición frente a las instancias locales de poder, y la salud pública se ha convertido finalmente en una política de Estado. Cuando se declara el estallido de la nueva epidemia en 1802, el virrey Pedro Mendinueta toma un conjunto de medidas basadas ya no en la teología sino en el conocimiento científico.
En un bando escrito por el oidor decano Juan Hernández de Alba en ausencia obligada del virrey, el gobierno central estipula lo siguiente:
“Que ninguno, por su propio dictamen, haga la inoculación sin consultar previamente o tomar consejo del Médico que sea de su satisfacción; entendiéndose por tales médicos los que están admitidos y reconocidos por la autoridad pública, con exclusión de todos los demás […] A mayor abundamiento se encarga a los Curas párrocos, Prelados de las Casas Religiosas, Predicadores y Confesores que exhorten al pueblo a prestarse con docilidad a las benéficas ideas y piadosos deseos del Superior Gobierno, desvaneciendo los errores y preocupaciones del vulgo […] Para disminuir la malignidad de la epidemia se repite también la prevención del bando anterior acerca de la limpieza de las calles, prohibiendo seriamente se arrojen a ellas las basuras, escombros, inmundicias y animales muertos, y encargando a cada vecino tenga barrido el frente respectivo a su Casa o Tienda, pues de lo contrario se les impondrán las penas establecidas sin la mayor dispensación […] Habiéndose permitido la inoculación como un medio para disminuir el riesgo de la vida en las viruelas naturales, y estándose practicando de orden de este Superior Gobierno las diligencias más activas y eficaces para solicitar la Vaccina o materia contenida en las viruelas que padecen una cruzada racional contra la epidemia. No era conveniente en ese momento estimular la confianza en la razón humana, sino, por el contrario, estimular el sentimiento de dependencia de los vasallos frente a Dios y frente al rey. Sobre la gran habilidad política de Caballero y Góngora para manejar su doble condición de virrey y arzobispo; véase: Tisnés 1984.
las vacas, con la cual una vez inoculada se preserva absolutamente de las viruelas comunes, se declara y advierte que este permiso de inoculación de dichas viruelas cesará inmediatamente que se encuentre la Vaccina y se experimente su virtud […] Finalmente, deseoso este Superior Gobierno de proporcionar no sólo a este vecindario, sino también a los lugares inmediatos y a todo el Reyno el importante beneficio del referido preservativo de la Vaccina, ofrece el premio de doscientos pesos al que tenga la felicidad de hallarla”13
Como puede verse, las diferencias entre el edicto virreinal de 1782 y el bando de 1802 con respecto al significado de la epidemia son evidentes. Las medidas para evitar el contagio ya no pasan por las rogativas públicas y el arrepentimiento individual, sino por la inspección médica y la higiene .14
El Estado recomienda el método de la inoculación , enfrentándose así con los sectores ideológicamente más conservadores de la Iglesia, quienes veían en esta práctica un punto de conflicto con la revelación divina.15 Qué es la viruela y cómo debe combatirse ya no es un asunto que le compete definir a la Iglesia sino al Estado, pues éste dispone del conocimiento experto – la nueva ciencia – necesario para determinar su verdad. Todos los demás conocimientos quedan relegados a la ignorancia y la superstición.
13 “Bando del oidor decano Juan Hernández de Alba, Santa Fe, 9 de julio de 1802”. (Frías Nuñez, 1992:253-256).
14 En su Disertación físico-médica para la preservación de los pueblos de las viruelas, texto de obligada consulta en las colonias según decreto real de 1784, el médico ilustrado Francisco Gil afirma que el mayor obstáculo para vencer la enfermedad es “el lastimoso engaño en que viven la mayor parte de los hombres, de que es preciso pasar casi todos por esta enfermedad, y de que en vano es huir de ella, porque al fin todo es lo que Dios quiere” (Gil , 1983 [1784]: 91). Gil intenta contrarrestar este “lastimoso engaño” mostrando que aunque las dolencias corporales entraron al mundo por causa del pecado humano, éstas no son inevitables, pues Dios ha dado al hombre los medios para combatirlas. En opinión de Gil , “Dios no ha criado enfermedad alguna, sino que todas ellas deben su origen a causas naturales; y si estas las
evitamos, nos libertamos de aquellas. Esta es una verdad constante y muy conforme a las soberanas y benéficas intenciones del Criador” (Gil , 1983 [1784]: 122).
15 Marcelo Frías Núñez resume muy bien el conflicto ideológico de este modo: “[La inoculación] produce una modificación de la idea de Naturaleza: esta deja de verse como algo inmutable y aparece cada vez más como algo activo que puede ser modificado por la aplicación de la técnica. Esta idea, al mismo tiempo, removía los cimientos de una sociedad con una moral basada en una concepción teológica: Dios es el único dueño de nuestros destinos. Toda técnica de prevención contra el futuro aparece entonces
como un enfrentamiento a la voluntad de Dios” (Frías Núñez, 1992: 49-50). El médico Francisco Gil reconocía que la práctica inoculadora tenía muchos enemigos en los reinos de España, y que en el año de 1724 algunos curas predicaban contra ella desde el púlpito de la Iglesia de San Andrés, afirmando que se trataba de un “invento diabólico” y de un “don de Satanás” (Gil , 1983 [1784]: 36).
Por eso el bando exhorta sutilmente a los curas para que eviten alimentar “los errores y preocupaciones del vulgo”, sometiéndose “con docilidad a las benéficas ideas y piadosos deseos del Superior Gobierno”.16 El médico, en tanto que recipiente del nuevo conocimiento experto, reemplaza al sacerdote en la tarea de diagnosticar la enfermedad . Pero el médico, a
su vez, y gracias a la institución del Protomedicato, opera como un funcionario del Estado. El bando es claro en que solamente los médicos “admitidos y reconocidos por la autoridad pública, con exclusión de todos los demás”, pueden realizar las inspecciones oficiales del caso.17
Resulta claro cómo el Estado borbón aspira a tener no sólo el monopolio de la violencia sino también el monopolio de la significación cultural de la sociedad, deslegitimando y sustituyendo en esta función a cualquier instancia
privada (la Iglesia, la aristocracia criolla, la medicina tradicional). Sólo creyéndose en posesión de tal monopolio es que el Estado puede prohibir, bajo pena de multa, que se arrojen basuras en la calle y ofrecer recompensas en metal a quien descubra el antídoto contra la viruela.18
¿Qué es lo que ha ocurrido entonces entre la epidemia de viruelas de 1782 y la de 1802? Podría resumírselo de la siguiente forma: se dio el paso de una significación teológica a una significación económica de la salud y la enfermedad . Para el Estado resultaba prioritario impedir que la epidemia se cobrara demasiadas víctimas entre la población, ya no por un simple acto de caridad cristiana, sino porque ello disminuiría la fuerza laboral disponible y, por consiguiente, la producción de riquezas.
16 Aquí es preciso diferenciar la actitud de diferentes sectores de la Iglesia, frente a las medidas biopolíticas del Estado. (Renán Silva, 1992b: 42-44; 98-99) ha mostrado, por ejemplo, que la práctica de la inoculación , aunque criticada por el alto clero, fue aceptada e incluso promovida por muchos curas y párrocos locales.
17 Esta medida se debe, en parte, a las reservas expresadas por Francisco Gil con respecto a la efectividad de la inoculación. El médico español afirmaba que aunque la inoculación puede debilitar la fuerza de la epidemia, su práctica incontrolada podría causar una mayor difusión de la enfermedad, por lo cual
recomienda su estricta supervisión por parte de un médico avalado oficialmente por el Estado (Gil , 19831784: 38-40). También José Celestino Mutis afirmaba que sin “todas las precauciones y recursos que ofrece la ciencia de los profesores”, la práctica de la inoculación puede llevar a “errores cometidos por la inadvertencia o positiva ignorancia de los pueblos” (Mutis , 1983 [1796]: 223).
18 En realidad, la vacuna ya había sido descubierta en Inglaterra por el doctor Edward Jenner en 1796. Sin embargo, y teniendo en cuenta la gravedad de la epidemia, no era posible esperar a que la vacuna fuera traída desde España, por lo que el gobierno procura conseguir la materia – presente en las ubres
de la vacas – en haciendas ganaderas locales. Para ello crea una comisión médica encargada de buscar las vacas adecuadas y extraer la materia vacuna. José Celestino Mutis escribe a este respecto un pequeño tratado en el que da instrucciones de cómo reconocer, extraer, transportar y conservar la materia virulenta.
Véase: Mutis , 1983 [1802]: 234-236.
El combate a la enfermedad ya no era sólo un problema de orden moral o religioso, sino un problema de cálculo económico. La higiene pública y el estímulo a la investigación científica fueron acciones promovidas estatalmente porque se creía que con ello podría evitarse una disminución de la población laboralmente activa. La obligación del Estado era proteger sus recursos humanos y velar por el aumento de la población, por lo cual la salud pública pasa a ser objeto de una estricta regulación estatal. La erradicación de
la viruela se convierte, entonces, en un asunto de biopolítica , como bien lo expresó el médico quiteño Eugenio Espejo en sus Reflexiones acerca de un método para preservar a los pueblos de las viruelas:
“La felicidad del Estado consiste en que éste se vea (si puedo explicarme así)
cargado de una numerosísima población, porque el esplendor, fuerza y poder de los pueblos, y por consiguiente de todo reino, están pendientes de la innumerable muchedumbre de individuos racionales que le sirvan con utilidad y que (por una consecuencia inevitable) el promover los recursos de la propagación del género humano, con los auxilios de su permanencia ilesa, es y debe ser el objeto de todo patriota” (Espejo, 1985 [1785]: 27-28).
Desde esta perspectiva, la inoculación era vista por el pensamiento ilustrado como una acción humanitaria y patriótica, porque a través de ella podría ser contenido el despoblamiento del Virreinato. Lo que en primera mirada podría parecer una acción cruel, temeraria e inhumana (introducir artificialmente la enfermedad en un cuerpo sano), en manos del Estado se convertía en la clave para obtener el progreso y la felicidad de los pueblos. Por eso Mutis no duda en recomendar que los recién nacidos sean los primeros que deban ser inoculados, ya que “acelerar artificialmente el paso inevitable de las viruelas desde los tres hasta los seis meses en los niños, sería dar con el secreto de aumentar la población y de ahorrar lágrimas á las familias” (Mutis , 1993[1801a]: 132).19
19 En su informe al ministro de Estado José Gálvez sobre la epidemia de viruelas de 1782, Mutis afirma que si los niños reciben artificialmente el virus, “se hallará entonces la mayor parte de los habitantes útiles libre de las viruelas, por haberlas pasado en sus tiernos años” (Mutis , 1983 [1783a]: 208). El resaltado es mío.
20 Se trata de la Real Expedición Filantrópica que fue enviada a América por el rey Carlos iv en 1803 con el objetivo de difundir la vacunación antivariólica. En la Nueva Granada esta expedición – conocida como la “expedición Salvani” – logró realizar, de acuerdo a informes oficiales, más de 56.000 vacunaciones (Ramírez Martín, 1999: 385-389).
Y es por eso también que la expedición Real que introdujo en la Nueva Granada la vacuna de Jenner20 es saludada por el criollo Miguel de Pombo como un signo inequívoco del humanitarismo y “ternura paternal” del rey Carlos iv,quien “conmovido de los estragos que causaban en sus colonias las viruelas, a pesar de las escaceses de su erario, de los apuros y cuidados de una larga guerra, medita y ejecuta una costosa expedición cuyo destino ha sido fijar entre nosotros la vacuna” (Pombo, 1942 [1808]: 198).21
Para los criollos ilustrados como Espejo, Mutis y Pombo , la sabiduría del Estado se deja ver en el modo como son combatidos racionalmente los obstáculos al crecimiento de la población trabajadora, convencidos de que el “buen gobierno” es aquel que utiliza el conocimiento científico como medio para conseguir la prosperidad económica del virreinato. Se trataba, en últimas, de la pretensión de supeditar el “caos” de la naturaleza – y sus dos manifestaciones “indeseadas”: la escasez y la enfermedad – a los dictados de la razón humana, sin tener que recurrir al arbitrio de una voluntad superior accesible solamente a través de rogativas y conjuros.
3.3 Polillas destructoras de la República
En el número 13 del recién fundado Papel Periódico de la Ciudad de Santafé de Bogotá, su editor Manuel del Socorro Rodríguez hacía en 1791 la siguiente reflexión:
“A mi me parece que si á todos los políticos del Universo se les hiciese la pregunta de ¿cuál es el medio más propio para hacer florecer dentro de poco tiempo una República?, todos unánimes responderían: que fundar en cada población numerosa de su distrito un hospicio y una sociedad económica de Amigos del País” (Rodríguez , 1978 [1791]: 97). La pregunta es: ¿qué puede tener que ver un hospicio de pobres con el establecimiento de una sociedad económica?
Mucho, si tenemos en cuenta que el cambio de significación cultural que recibió la enfermedad en el siglo xviii supuso también un cambio en el estatuto social de la mendicidad y la pobreza. La pobreza deja de ser vista
como una eventualidad del individuo que es objeto de caridad cristiana por parte de la Iglesia, para convertirse en una disfunción de la sociedad que es objeto de corrección por parte del Estado.
21 No son menos entusiastas los elogios de Pombo a Jenner, descubridor de la vacuna, a quien coloca a la altura de Harvey , Galileo y Newton : “Mientras los hombres sepan apreciar la vida, y mientras la miren como el primero de todos los bienes, no se acordarán de Jenner sin bendecir su memoria, recomendándola a sus últimos nietos. Sea en buena hora Colón descubridor de un nuevo mundo, Galileo el primero que mide el tiempo por los péndulos, Harvey el primero que conoce la circulación de la sangre, y Newton el primero que desenvuelve y explica las leyes de la naturaleza […]. Pero para ti, ilustre Jenner, para ti estaba reservada la gloria incomparable de haber descubierto el primero y comunicado de la vaca al hombre un fluido que le preserva de la enfermedad más terrible, de una enfermedad que ha desolado
los campos, arruinado las ciudades y despoblado la tierra. Esta va a cubrirse de nuevos habitantes y tú serás el restaurador y el conservador de la especie humana” (Pombo, 1942 [1808]: 199).
Ya no se trataba de dar limosnas al pobre que yacía en la calle, sino de integrar al menesteroso en un aparato público de rehabilitación coordinado por el Estado, es decir, de convertir al “inválido” en “válido” y de transformar a los pobres en mano de obra útil para la sociedad. La racionalidad económica del Estado exigía, pues, la extirpación de la ociosidad y la promoción del trabajo útil.
El vínculo entre mendicidad y economía, señalado por Rodríguez , se concretiza en la Nueva Granada con la creación en 1790 del Real Hospicio de Santafé, cuyo objetivo era capturar las limosnas, clasificar a los menesterosos y disciplinar la mendicidad ambulante.
Bajo la iniciativa de Don Francisco Antonio Moreno y con el apoyo del virrey
Ezpeleta, se funda una casa destinada a la recolección de los mendigos, equipada con médico, capellán, mayordomo, administrador y secretarios, financiada con limosnas del público, venta de esclavos negros 22 y algunos fondos del Estado. Rodríguez comenta en su periódico la tarea del Real Hospicio con las siguientes palabras:
“Habiendo el Hospicio en los términos que se anhela, ya no se encontrarían por las calles esos vagos de uno y otro sexo, que fiados en la seguridad del alimento que logran cada día en la limosna que recogen, no piensan en nada más sino en esconder bajo el hábito de pordioseros una infinidad de vicios […]. Habiendo el Hospicio, no se netaría [sic] tanta mala crianza y afeminación en esa numerosa turba de Jovenes viciosos y holgazanes, que no se emplean en otra cosa sino en cultivar los caminos de la iniquidad, de modo que cada esquina y puerta de una chichería, desde muy de mañana hasta lo más tarde de la noche, no presenta a la vista otros objetos que el libertinage, la relajación, la indecencia y la impiedad, sostenidos y fomentados por la embriaguez […]. Habiendo el Hospicio, dexarían de introducirse baxo el pretexto de pobres miserables muchas jovenes y ancianas, que sirviendo de resortes para mantener ciertos amores ilícitos entre algunos que no pueden cultivarlos por otro medio, vienen a ser los instrumentos más adecuados para fomentar ese genero de comercio , de que redunda la desolación de muchas casas” (Rodríguez, 1978 [1791]: 98-99).
La finalidad del hospicio es, entonces, clasificar y resocializar a los mendigos para distinguir quiénes eran pobres “verdaderos” y quiénes simples holgazanes que viven del trabajo de los demás. Esto permitiría desarraigar del virreinato el vicio más peligroso para los intereses económicos del Estado: la ociosidad. Cierto que la caridad hacia el
22 En el número cuatro del Correo Curioso, el día martes 10 de marzo de 1801, apareció un aviso publicitario que rezaba lo siguiente: “Ventas. En la Real Casa de Hospicios se halla un esclavo mozo de buen servicio, aparente para trabajo recio; es casado con una Yndia, también moza. Quien quisiere comprarlo hable con D. Antonio Caxigas, administrador de dicha casa. Se vende á beneficio de los pobres”.
Cierto que la caridad hacia el pobre es una virtud exigida por Dios en los evangelios, pero cuando bajo el pretexto de la caridad se estimulan el vicio y la holgazanería de otras personas, se está cometiendo en realidad un “abuso del precepto de Jesu Christo”.23 El editor del Semanario propugna entonces por una “caridad ilustrada y patriótica”, en donde el amor al prójimo sea reconvertido por el Estado en utilidad pública. Esto permitiría que las limosnas de la gente, en lugar de fomentar la ociosidad, pudieran ser canalizadas hacia “una gran reforma de las costumbres, pues por este medio se harán vecinos útiles los que baxo el fingido hábito de pobres eran verdaderos holgazanes y polillas destructoras de la República” (Rodríguez, 1978 [1792]: 327)24.
Los pobres tenían que ser “recogidos” no sólo para evitar la propagación de vicios y enfermedades, sino también para clasificarlos y saber quiénes eran “rehabilitables” y quiénes no; quiénes podían trabajar y quiénes necesitaban de una verdadera asistencia médica. Solamente el médico, después de someter a los mendigos a un riguroso examen físico, tenía autoridad para decidir quiénes podían excusarse del trabajo productivo.
Rodríguez piensa que los cojos, los mancos y los ciegos, aunque ya sean ancianos, no deben ser vistos como “cadáveres civiles” o “espectros errantes de la sociedad”, pues todavía pueden aprender algún oficio útil.25 Todos, incluyendo las mujeres y los niños, pueden y deben trabajar para su propio sostenimiento y para beneficio de la colectividad.
23 Las palabras de Rodríguez son duras contra los que piensan que la limosna es una obligación cristiana, sin importar quién la solicita: “He aquí, señores, la familia de Jesuchristo tan recomendada en su ley; pero he aquí una gente que ya no fuera infeliz, si vosotros los miraseis con una compasión más racional,
con una Caridad más ilustrada y generosa. Vosotros tenéis la culpa de que permanezcan en esa miserable suerte, porque no les queréis hacer una limosna más digna de la Religión, más laudable para vuestro Zelo, más gloriosa para la patria, y más útil para ellos mismos. Es decir, una limosna que los redima de
una vez de pedir limosna” (Rodríguez, 1978 [1791]: 105).
24 El resaltado es mío.
25 “Los mancos, esa clase de hombres que miramos como absolutamente inútiles, si no es para caminar, bien pueden tener unas ocupaciones en que exercitar la escasa potencia con que se hallan; bien que como el número de estos es tan corto que quizá no pasará de seis en el resinto de la Capital, viéndose que de nada pueden servir, harto se hará en quitarlos de las calles, exercitando á un mismo tiempo dos obras dignas de la Religión y de la Política. Primera, proporcionarles un descanso que nunca podrían disfrutar en la miserable carrera de mendigos; y segunda, separarlos del riesgo del vicio en que no solo pueden caer ellos, sino los incautos jovenes con su exemplo. Tampoco se han de considerar los ciegos como unos espectros y sombras errantes de la sociedad. Ellos son unos hombres que pueden servirla de
algún modo, pagando con el trabajo de sus manos el alimento que se les suministra. La falta de vista no es falta de potencia que los incapacita para alguna especie de ocupación: ellos pueden servir al torno; pueden texer empleita, desmotar algodón; y exercitarse en otras manufacturas según su respectiva havilidad” (Rodríguez, 1978 [1791]: 143).
La función del Real Hospicio es, precisamente, ayudar a que estas personas aprendan todo tipo de manufacturas útiles para el comercio : hilado, lencería,
desmote de algodón, labrado de velas de cera (Rodríguez, 1978 [1791]: 142).
Ningún mendigo recogido debe quedarse sin trabajar, a menos que su incapacidad física, certificada por el médico, exija un periodo de curación y rehabilitación, para lo cual también debe estar preparado el Real Hospicio. Justamente es este modelo de hospiciotaller el que propone José Ignacio de Pombo para el ya citado proyecto de Cartagena:
“Omitimos hablar de las fábricas respectivas a las primeras materias que produce la provincia, com son fique, pita, algodón, etc., y con especialidad de las más ordinarias fáciles y comunes, que son más interesantes por su consumo, y la ocupación que dan a un mayor número de manos, porque su establecimiento va unido a la propuesta hecha del Hospicio, donde deben ponerse los necesarios maestros que las dirijan, como las máquinas e instrumentos correspondientes al intento. De estos talleres saldrán hombres inteligentes que establezcan otras en toda la provincia” (Pombo, 1965 [1810]: 188).
Además de potenciar el trabajo de los sectores improductivos, la medicalización de la pobreza tenía otra importante función económica: fomentar el aumento de la población. El combate a los vicios callejeros no solamente prolongaría la vida productiva – pues los vicios resquebrajan la salud del cuerpo -, sino que también estimularía la reproducción de cuerpos sanos y “útiles al Estado”. No es extraño, entonces, que en el mismo número en el que diserta sobre la función económica del Real Hospicio (viernes 6 de mayo de 1791), el editor del Papel Periódico anuncie un premio de cincuenta
pesos para el discurso que mejores soluciones proponga al problema de la despoblación de la Nueva Granada.26 El criollo Diego Martín Tanco , ganador del anunciado concurso, explicaba en su Discurso sobre la Población que la mejor forma de lograr este objetivo era “ocupar a los habitantes sin excepción de sexo, edad y facultades, [para] que de todo [ello] resulte la opulencia, el poder del Estado, su numerosa población, y un bien extensivo a toda suerte de Gerarquías” (Tanco , 1978 [1792]: 130).
26 “Un sugeto natural y vecino de esta Capital, conociendo que jamás podrá conseguirse la verdadera felicidad del Reyno mientras no se logre el aumento de su población; y hecho cargo de que un buen patriota no solo debe trabajar para el tiempo de su existencia, sino para los posteriores, así como lo hicieron nuestros padres, ofrece la cantidad de cinquenta pesos al que produxere un Discurso haciendo ver con sólidas y bien fundadas razones el modo de aumentarse la población, en términos que de aquí a quarenta ó cincuenta años pueda probablemente esperarse una considerable mutación en orden á las
artes, industria, y demás objetos que forman el buen estado de una República. Dicha Disertación debe formarse con la mayor claridad, brillando en ella toda la elegancia de un raciocinio nervioso y demostrativo. Los medios que se propongan deberán ser los más obvios y sencillos, sin que de dicho proyecto resulten costos al Real Erario, ni gravamen al público”.
En su Discurso, Tanco coincide punto por punto con Rodríguez al afirmar que el problema de la Nueva Granada no es tanto el escaso número de habitantes, cuanto la insalubridad e inmoralidad de los que ya tiene:
“Un Reyno no se debe llamar bien poblado aunque rebose de habitantes, si estos no son laboriosos y se emplean útilmente en aquellas tareas que producen para el hombre el alimento, el vestido, el adorno, y otras cosas propias para la conveniencia de la vida. Aquella sería propiamente una multitud de holgazanes, que su misma inación los iría llevando con pasos acelerados ácia su fin, y muy en breve desaparecería su posteridad de sobre la tierra; porque un hombre sin ocupación se llena de vicios, que en lo moral lo hacen un terrible monstruo indigno de la sociedad; y en lo físico lo llenan de males que por una succesion no interrumpida, se transmiten á sus hijos y nietos” (Tanco , 1978 [1792]: 130).27
El mensaje es claro: la enfermedad , los vicios y el trabajo improductivo son factores que contribuyen a despoblar el virreinato y atentan contra la prosperidad económica del imperio español. Es preciso entonces rehabilitar a la población enferma de la Nueva Granada, tanto desde el punto de vista físico como moral. La enfermedad del cuerpo y la del alma se condicionan mutuamente. Por eso, la “gran reforma de las costumbres” anunciada por Rodríguez y Tanco se centra en una ética del trabajo y del rendimiento impulsada por aparatos del Estado como el Real Hospicio. El hospital,
que hasta entonces era un campo separado de la medicina , se convierte ahora en un centro de rehabilitación física y moral, pues su función es intervenir sobre el cuerpo del enfermo para restaurar su energía productiva mediante la aplicación de un conocimiento experto. La medicalización de la pobreza empieza sólo cuando la salud y la enfermedad devienen variables económicas, es decir, cuando el hospicio se convierte en un dispositivo de curación al servicio del aparato productivo.
También el fraile capuchino Joaquín de Finestrad entiende la ociosidad y la pobreza como graves obstáculos para la prosperidad del Virreinato. Si lo que el gobierno busca es “formar un nuevo edificio político” que coloque a España en una posición “capaz de hacerla respetable en toda Europa”, entonces es necesario empezar con una reforma profunda de los hábitos de la población (Finestrad , 2000 [1789]: 148). De nada sirve reformar las estructuras administrativas y políticas si no se transforma primero la moral de los gobernados. Por ello la atención del gobierno debe concentrarse en desterrar
para siempre la vagancia y la ociosidad, que son las principales “dolencias espirituales” de la Nueva Granada.
27 El resaltado es mío.
Finestrad considera que la ociosidad es una enfermedad , esto
es, una desviación de la conducta normal fijada por la naturaleza humana, porque incluso a los animales salvajes “les es forastera la desidia, la ociosidad, y les es natural la continua ocupación” (148). Por eso, la misión del gobierno debe ser recoger a los vagos y encerrarlos, separándolos así del resto de la sociedad:
“El recogimiento de los vagos, díscolos y mal entretenidos es objeto de igual
atención en el Gobierno. La tolerancia de estos monstruos de la República,
lejos de ser útil a la Corona, es perjudicial a su conservación. Un miembro
podrido en el cuerpo humano se corta para que no se comunique el contagio a
los demás de su formación. Los vagos, díscolos y malcontentos son miembros
corrompidos de la República y es menester separarlos para conservar su buen
orden y esplendor” (Finestrad , 2000 [1789]: 148).
Tenemos entonces que la pobreza recibe un estatuto muy diferente al que tenía en los siglos xvi y xvii: ahora es equiparada con la inutilidad pública y debe recibir un tratamiento médico-policial. De hecho, las metáforas médicas utilizadas por Finestrad (“miembro corrompido”) son bastante claras a este respecto: el pobre debe ser tratado como un ser enfermo que requiere de atención médica y espiritual. Siendo el propósito de las reformas borbónicas colocar a España en la dinámica de la modernidad segunda que recorría como un fantasma a toda Europa, no resulta extraño que la ociosidad fuera percibida como una conducta antipatriótica e incluso antinatural.
Para el pensamiento ilustrado, lo “natural” era que el trabajo productivo fuera el instrumento que permitiera la superación definitiva de la escasez. Lo que constituía la humanidad del hombre era precisamente su capacidad de aniquilar y expulsar el caos de la naturaleza , convirtiéndola, a través del trabajo y la tecnología, en un ente ordenado. Así las cosas, el vago y el menesteroso son tenidos como seres enfermos, por no decir infrahumanos – monstruos de la República -, ya que su actitud no es la de transformar activamente la naturaleza, sino defenderse de ella, resignándose pasivamente a vivir en dependencia de otros. La obligación del Estado es pues resocializar a estas personas mediante su confinamiento en hospicios, con el fin de convertirlas en sujetos productivos.
3.4 El hospital como sueño de la razón
“Recoger al pobre” – como decía Finestrad – significaba internarlo en hospitales destinados a rehabilitar su salud física, convirtiéndolo en “cuerpo útil a la nación”. Pero si los enfermos y pobres debían ser ahora curados, entonces la vieja estructura del hospital colonial tenía que ser renovada por completo. La hybris del punto cero exigía la sustitución inmediata de lo antiguo por lo nuevo. Por ello, el hospital debía ser racionalmente diseñado de antemano, no sólo desde el punto de vista administrativo, sino también arquitectónico y geográfico.
Debía convertirse en un pequeño laboratorio bosquejado a priori donde se pusiera en práctica el control racional sobre la naturaleza. Al igual que las ideas platónicas, el hospital pertenecía al mundo de lo inteligible, pues tenía que ser inicialmente pensado, concebido racionalmente antes de ser implementado en el mundo sensible. Primero había que elaborar un modelo racional del hospital y luego trasladar este modelo a la realidad empírica, ya que sólo en un espacio concebido more geométrico podrían el pobre y el enfermo internalizar e incorporar a su habitus el orden racional soñado por el Estado. El diseño previo sobre la base de una racionalidad ordenadora, es pues una de las características de la biopolítica hospitalaria.
En el año de 1789 el corregidor de Zipaquirá, don Pedro Fermín de Vargas , se
queja frente al virrey de la “mala construcción” de las casas de esa parroquia y comenta “lo mucho que conviene remediar los males políticos y morales que de ello resultan”. “Vuestra excelencia” – afirma – “sabe cuánto influye en la salud pública la comodidad de los edificios y cuántas pestes han debido su origen al descuido de esto” (Vargas, 1944 [1789d]: 141). Propone por ello que el edificio del hospital sea construido de acuerdo a normas arquitectónicas establecidas a priori que faciliten la plena recuperación de los enfermos:
“Por repetidas funestas experiencias sabemos los grandes inconvenientes que
producen los hospitales, la inmediación de los enfermos, haciéndose las enfermedades muchas veces incurables por éste malísimo método. A este fin se dispondrán en el hospital de Zipaquirá las salas de enfermerías con el ancho
y largo correspondientes, no sólo para evitar la cercanía de los enfermos sino
también a proporcionar el debido desahogo para su servicio y que los dependientes puedan entrar sin embarazo. Cada sala tendrá el número de ventanas correspondientes a su magnitud, con el objeto de que el aire no se corrompa, pero no tendrán comunicación unas salas con otras sino que se mantendrán por los corredores” (Vargas, 1944 [1789d]: 124).
Unidad, funcionalidad y, sobre todo, orden riguroso, son las características de la arquitectura hospitalaria señaladas por Vargas. El orden debía quedar estatuido antes de que el hospital existiera, ya que esto impediría cualquier futuro desorden. El diseño de este orden recae sobre los hombres ilustrados, poseedores del conocimiento requerido para combatir con éxito los efectos indeseados de la naturaleza . En tanto que “soñadores del orden”, los hombres de ciencia eran los encargados de “ver para prever”; de construir un modelo racional que permitiese anticipar los movimientos de la naturaleza con el fin de controlarlos.
Antes de ser una realidad empírica, el hospital debía ser fundado idealmente, instaurado como un espacio universal de orden para combatir todo aquello que se desviase de la norma deseada y soñada. Como la enfermedad no es otra cosa que una “consecuencia perversa” de nuestra ignorancia sobre las
leyes naturales, el hospital debía reflejar en el mundo sensible el orden inteligible de esas leyes. Sólo así la enfermedad podría ser entendida y erradicada por completo.
También José Ignacio de Pombo imagina una distribución racional de los espacios para su ambicioso proyecto de readecuar el Hospital de San Juan de Dios en Cartagena. El hospital no sólo debía tener los cuartos y salas de rigor para atender a los enfermos, sino también espacio suficiente para montar en él una verdadera escuela de medicina que incluyera jardín botánico , gabinete de zoología y observatorio astronómico :
“El Hospital de San Juan de Dios ofrece quantas comodidades y ventajas se pueden desear para establecer en él un estudio completo de Medicina, de Cirugía, de Farmacia y Anatomía , con un buen teatro Anatómico para las disecciones de los cadáveres; para su escuela de Química con su laboratorio; para otra de Botánica con su jardín; para una de Minerología con su respectiva colección; para una de Zoología con su gabinete; y también para un Observatorio Astronómico con su meridiana y demás necesario que no es menos importante; y esto no solo sin perjuicio del Hospital y de los pobres enfermos, sino con conocida utilidad de éstos y de la enseñanza. La grande capacidad y extensión, en todos sentidos, de dicho edificio y fábrica, sabiéndola aprovechar y distribuir debidamente, y su localidad tan ventajosa para cuanto tiene relación con los establecimientos indicados, es la más a propósito de cuantas hay en la ciudad para el efecto”
(Pombo, 1965 [1810]: 181).
Pero no únicamente la arquitectura sino también el lugar de construcción del
hospital debía ser pensado de antemano. Sobre todo en aquellas zonas propensas a las epidemias, convenía construir el hospital en las afueras de los poblados, en lugares altos donde soplase mucho viento, a fin de evitar la propagación de “ayre mefítico”.28
28 La ciencia de la época respaldaba la opinión del conde de Combie-Blanche, que en el número 57 del Papel Periódico (viernes 16 de marzo de 1792) afirmaba lo siguiente: “Las observaciones de todos los siglos y de todas las Naciones concurren á probar de un modo indisputable, que el ayre mefítico es la causa inmediata de todos los contagios pestilentes, ya sean epidémicos o endémicos”.
29 Resulta interesante observar que no sólo el hospital sino también las escuelas debían ser construidas de acuerdo a modelos racionales a priori. Este diseño debía garantizar que el viento pudiera llevarse de la escuela todos los “vapores mefíticos” y también facilitar la vigilancia constante del maestro. En su Discurso sobre la educación, el criollo Diego Martín Tanco afirmaba: “El edificio que haya de servir para una escuela debe estar, no precisamente en el centro de la ciudad o barrio, sino en lo más retirado de él, lejos del bullicio que pueda llamar la atención de los niños y distraerlos de sus obligaciones. Si puede ser alto, se preferirá el bajo, por más saludable, mejor ventilado y de más agradables vistas. Sobre la puerta principal de la calle se colocará, en una tarjeta con hermosas letras de oro: ESCUELA DE LA PATRIA, para que
sea conocida y respetada del público. La pieza para la enseñanza de los niños debe ser grande y muy clara; y en ella tendrá también el director su asiento, para que de una vea lo que cada uno hace, y nada se le oculte, sin necesidad de valerse del cuidado de otros” (Tanco , 1942 [1808b]: 86-87). El resaltado es mío.
30 El ministro de Indias José Gálvez había remitido a todas las colonias la obra de Gil para que las respectivas autoridades siguieran sus prescripciones (Frías Núñez, 1992: 113). Se sabe que el cabildo de Quito convocó a un grupo de médicos para que estudiaran el tratado de Gil y colocaran por escrito sus
comentarios. Uno de los textos entregados al cabildo fue Reflexiones de Eugenio Espejo.
31 La opinión común era que las epidemias provenían casi siempre de los puertos en el mar Caribe (sobre todo de Cartagena) y que de ahí “bajaban” por el Río Magdalena , pasando por Mompox, hacia el interior del Reino (Silva, 1992b: 13).
En su Disertación físico-médica de 1784, el médico español Francisco Gil propone al gobierno de Madrid la creación de “casas de campo” destinadas a la recuperación de los contagiados por viruela . El objetivo de estas casas era someter al virulento a una vigilancia constante por parte del médico, aislándolo de todo contacto con el mundo exterior y evitando así que la enfermedad se diseminara por zonas densamente pobladas (Gil , 1983 [1784]: 60; 62). El hospital es pensado y diseñado idealmente como una máquina de vigilancia y curación, pues su objetivo es restablecer la salud al enfermo, devolviéndole las facultades corporales que necesita para servir con utilidad
a la sociedad. Por eso la recomendación de Gil es “disponer un hospital fuera de la ciudad, donde pudiesen depositarse los inoculados y permanecer hasta su perfecto restablecimiento”.29
Este diseño a priori del médico Francisco Gil fue trasladado a la realidad empírica en la Nueva Granada cuando sobrevino la epidemia de viruelas en 1802.30 Inmediatamente, el virrey Mendinueta ordenó que se estableciera en las afueras de la capital un pequeño hospital con el fin de atender a los primeros contagiados. Sin embargo, y ante la magnitud de la epidemia, el gobierno resolvió aislar completamente a Bogotá mediante la creación de zonas higiénicas – también llamadas “degredos” – por las que debía pasar obligatoriamente cualquier persona que entrara a la ciudad. Además de
su función curatoria, los degredos operaban como un riguroso mecanismo de control sanitario. Todo viajero era visto como sospechoso de llevar la enfermedad y, por tanto, era sometido a un riguroso interrogatorio en el que las autoridades indagaban por su proveniencia geográfi a31, por las personas que habían estado en contacto con él, así como por el tipo de ropa y mercancías que transportaba.32 Cada persona debía desvestirse y sacar sus ropas al aire para ventilarlas por algún tiempo, siendo también examinada por un médico que determinaba si esa persona debía permanecer en cuarentena
(Silva , 1992b: 15). El degredo se convierte así en la concreción empírica de
un modelo ideal que, como he dicho, buscaba la instauración social del orden.
Se sabe, en efecto, que a raíz de la epidemia de 1802, la construcción de los degredos estuvo acompañada de rigurosas medidas policiales en la ciudad de Bogotá. Con el fin de identificar rápidamente y aislar a los contagiados, el Cabildo dispuso la creación de una junta de sanidad encargada de coordinar inspecciones sistemáticas en los ocho barrios de la ciudad (Rodríguez González, 1999: 38). La junta, compuesta por dos médicos, además de los comisarios y vecinos principales de cada barrio, se impuso la tarea de inspeccionar la ciudad manzana por manzana y calle por calle para descubrir
en dónde estaban los contagiados y determinar a qué grupo poblacional pertenecían.
Frías Núñez (1992: 136) afirma que en las casas de los “vecinos principales”, los inspectores se limitaban a tocar la puerta y preguntar si había algún enfermo, mientras que en las casas donde vivían “gentes de color” se realizaba un cateo minucioso. Una vez identificados por la policía sanitaria , los sospechosos de portar la enfermedad debían ser forzosamente recluidos en uno de los cuatro degredos hospitalarios erigidos para este efecto. Allí eran examinados por el médico, depositario del conocimiento experto a partir del cual se determinaba quién estaba enfermo y cuál era el tratamiento a través
del cual podría reintegrarse a la vida pública.
Pero la concreción empírica del “sueño ilustrado” parecía ser algo que sobrepasaba con mucho las posibilidades financieras y administrativas de la Corona. La construcción y mantenimiento de los hospital es, así diseñados, no sólo requería de competencias específicas a nivel cognitivo (saberes expertos de carácter formal, y sujetos profesionales que encarnaran esos saberes) sino también de un alto grado de racionalización a nivel burocrático y político. Era necesario crear nuevos impuestos, reorganizar los ya existentes y canalizar esos recursos hacia el nuevo ámbito de la “salud pública”. También era preciso crear un mecanismo de control de precios para evitar que los especuladores aprovecharan los momentos de crisis sanitaria para su propio beneficio (Silva, 1992b:75).
A esto se agrega la necesidad de coordinar censos sistemáticos de la población, procesar la información obtenida, reorganizar administrativamente las ciudades y pueblos de acuerdo a esta información, crear nuevas leyes sanitarias e implementar multas para los infractores, etc.
32 El control se dirigía, sobre todo, hacia las prendas de lana y algodón, pues la Disertación de Francisco Gil establecía que estos materiales transportaban la materia de los contagios (Gil , 1983 [1784]: 62).
En fin, la biopolítica estatal demandaba la puesta en marcha de un tipo de racionalidad instrumental tendiente a establecer objetivos técnicamente realizables, maximizar recursos, ahorrar costos y aprovechar la mano de obra existente con el mayor grado posible de eficiencia. La condición de posibilidad para la realización del sueño ilustrado era, a su vez, otro sueño más de la razón.
Un ejemplo de esto lo encontramos en el proyecto de una política hospitalaria para el Estado español elaborado por Jorge Juan y Antonio de Ulloa. Los dos funcionarios borbones critican duramente el modo irracional (la “mala providencia”) con que ha sido manejado hasta ahora el tema de la salud. La razón de esta mala política es que el Estado ha permitido que los hacendados criollos miren a los negros y a los indios como si fueran propiedad privada, es decir, como si su fuerza de trabajo les perteneciera a ellos exclusivamente y no al “bienestar público”. Por eso, cuando estas personas son atacadas por epidemias, el Estado se desentiende de su cuidado, dejándolo en manos
privadas33, en lugar de implementar hospital es públicos en cada pueblo, donde tales personas puedan ser curadas y restablecidas prontamente a sus labores:
“No hay Hacienda, sea de Eclesiásticos seculares ó regulares, ó de seglares que no se sirva de Indios en todo el Perú como queda dicho, á excepción de las de trapiche, ó ingenios de azúcar que tiene la Compañía en la provincia de Quito, y de las haciendas de valles pertenecientes á toda clase de personas las quales se trabajan con negros . En esta suposición podemos decir sin apartarnos mucho de todo el rigor de la verdad, que los indios son los que trabajan en todas las haciendas, fábricas, minas y exercicios de arrieros para que se trafique de unas partes a otras, y siendo así, parece que es de justicia el que todos los que se utilizan en el trabajo de los Indios contribuyan á su curación quando están enfermos, á fin de que su número no descaezca; pues mientras mayor sea el número de Indios trabajadores tanto mayores serán las ganancias que deriven de su trabajo” (Juan y Ulloa, 1983 [1826]: 325).34
33 Abandonados a la piedad de sus amos blancos, los indios y negros mueren por millares cuando sobrevienen las epidemias, “pues como se ha dicho en la primera parte de la Historia, su alojamiento está reducido á una pobre choza sin muebles algunos […] La enfermedad los ataca en este estado, y haciendo su curso regular, concluye fatal para sus vidas. Allí no hay otras personas que los asistan sino las Indias sus mujeres, ni más medicamentos que la naturaleza, ni otro regalo para su alimento que las yerbas, camcha ó mote, la mascha y la chicha ; así pues no solo las viruelas, mas qualquiera otra enfermedad grave es mortal para ellos desde que empieza” (Juan y Ulloa, 1983 [1826]: 321).
34 El resaltado es mío.
¿En qué consiste, pues, el diseño racional elaborado por Juan y Ulloa? Primero, en señalar que la función del Estado es optimizar la mano de obra disponible en sus territorios y canalizarla hacia actividades útiles para toda la colectividad. Esto implica, en segundo lugar, darle un nuevo estatuto a los indios y a los negros. En lugar de verles como esclavos destinados al “servicio personal” de individuos privados, el Estado debe verles como trabajadores que producen riquezas para la sociedad entera.
La racionalidad de la política, en el modelo de Juan y Ulloa, se mide por criterios estrictamente económicos. A mayor cantidad de individuos sanos, mayor será la tasa de crecimiento poblacional y “mayores serán las ganancias que deriven de su trabajo”. Y si el segmento de la población que sostiene la economía es el de los indios, negros y mestizos, entonces el deber del Estado es velar por su salud y proporcionar los medios adecuados para curarlos cuando enferman.
En tercer lugar, Juan y Ulloa proponen la creación de hospitales públicos en cada pueblo, financiados con impuestos provenientes de la producción de caña de azúcar y aguardiente. De la obligación tributaria – o “derecho de hospitalidad” – no ha de quedar exenta ninguna persona o entidad privada, ni siquiera la Iglesia Católica, que es dueña de los trapiches más grandes. Igualmente, los encomenderos deberían ser obligados por ley a construir enfermerías en sus haciendas para que los indios puedan recibir atención médica gratuita. Sin embargo, como el beneficio del cuidado médico lo reciben los mismos indios, estos deberían ser gravados “en uno ó dos reales más sobre el tributo annual que pagan”.
Finalmente, Juan y Ulloa piensan que la administración de estos nuevos hospitales no debería ser otorgada a los frailes de San Juan de Dios, pues ello sería “agregar riquezas á las comunidades sobre las muchas que allí tienen sin beneficio del público, ni esperanza de tenerlo”. El gobierno económico de los hospitales debería ser confiado, más bien, a los padres jesuitas, cuya “sabia conducta” en la administración racional de sus negocios es de sobra conocida.35
El diseño racional de Juan y Ulloa no fue trasladado a la realidad empírica por la Corona española, pero es un buen ejemplo del modo como la política hospitalaria surge inicialmente como “un parto de la inteligencia” – para utilizar la expresión de Rama (1984: 12). Como es bien sabido, Ángel Rama se refiere al sueño de los utopistas y arquitectos renacentistas que fundan ciudades en la América colonial de acuerdo a modelos preestablecidos.36
35 “A la religión de la Compañía había de pertenecer el recibir inmediatamente todo lo asignado á hospitales sin que entrase en las caxas reales, ni que tuviesen intervención en ello los Oficiales de la Real Hacienda […] Así mismo se debería conceder á la religión de la Compañía, que por si, y con intervención del Protector Fiscal, pudiese nombrar los administradores y guardas necesarios para que estos percibiesen los derechos de los hospitales” (Juan y Ulloa, 1983 [1826]: 330).
Pero su teoría de la “ciudad letrada” nos sirve para entender de qué manera los diseños racionales con respecto al hospital, si bien jamás se implementaron en la práctica, sirvieron para establecer el señorío de un orden simbólico
que consolidó la hegemonía étnica, social y cultural de los criollos .
3.5 La domesticación del azar
El establecimiento de una estructura hospitalaria orientada al restablecimiento de la salud física y moral formaba parte del proyecto borbón de racionalizar la estructura económica y administrativa del imperio. La integración de la fuerza de trabajo en el mercado exigía, de un lado, que la enfermedad cesara de ser individual para convertirse en social y, del otro, que se procediera a hacer un inventario de las poblaciones con
el fin de conocer la evolución de su estado de salud. Pero este inventario demandaba también la utilización de un organon de conocimiento – las matemáticas – que posibilitara la medición social de la enfermedad. La “razón matemática” permitiría desterrar la idea de que la salud y la enfermedad eran cuestiones del azar o de la voluntad divina, mostrando que todo en el universo tiene una causa y un efecto, y que el conocimiento de este orden puede ser racionalmente descubierto por la ciencia y utilizado sabiamente por el Estado.
Con la influencia de Newton, que ya se había hecho sentir en la Nueva Granada desde antes de la llegada de Mutis, se fue imponiendo en los círculos oficiales del siglo xviii una visión mecanicista del mundo y de la naturaleza.37
36 “Antes de ser una realidad de calles, casas o plazas, las que sólo pueden existir y aún así gradualmente, a lo largo del tiempo histórico, las ciudades emergían ya completas por un parto de la inteligencia en las normas que las teorizaban, en las actas fundacionales que las estatuían, en los planos que las diseñaban idealmente, con esa fatal regularidad que acecha a los sueños de la razón […]. De los sueños de los arquitectos (Alberti, Filarete, Vitruvio) o de los utopistas (More, Campanella) poco encarnó en la realidad, pero en cambio fortificó el orden de los signos, su peculiar capacidad rectora, cuando fue asumido por el poder absoluto como el instrumento adecuado a la conducción jerárquica de imperios desmesurados. Aunque se trató de una circunscrita y epocal forma de cultura, su influencia desbordaría esos límites temporales por algunos rasgos privativos de su funcionamiento: el orden de los signos imprimió su potencialidad sobre lo real, fijando marcas, si no perennes, al menos tan vigorosas como para que todavía hoy subsistan y las encontremos en nuestras ciudades” (Rama, 1984: 12).
37 Se sabe que ya desde 1740 los colegios de la Compañía de Jesús en Quito y Bogotá promovían la enseñanza de autores como Newton , Copérnico y Descartes . Los Elementos de Matemáticas de Christian Wolff fue un texto ampliamente difundido en la Nueva Granada, como lo demuestra su reiterada aparición en los inventarios de las bibliotecas de la elite criolla y en las de las universidades coloniales (Quintero, 1999; Ortiz Rodríguez, 2003: 28-30).
Los ilustrados neogranadinos creían que la naturaleza entera se encontraba regida por leyes eternas y constantes, susceptibles de ser formuladas matemáticamente por la razón humana.38 En su discurso de apertura de la cátedra de matemáticas en 1762, Mutis decía que cuando Dios creó la máquina del mundo, “todo lo dispuso en número, peso y medida con un orden y establecimientos tan constantes [que] los mismos movimientos de aquellos primeros siglos habrán de perpetuar hasta los últimos” (Mutis , 1983 [1762]: 41). Si todo en el universo está sometido a leyes constantes, entonces, no puede haber nada que no pueda ser conocido mediante las matemáticas. Por eso Mutis afirma que ningún otro conocimiento puede resultar más útil al Estado, ya que “todos los ministerios, facultades, ejercicios, ocupaciones y empleos dignos del hombre reciben copiosísimas luces de las matemáticas”. La medicina, por supuesto, no escapa a esta aplicabilidad universal del pensamiento matemático. Según Mutis , todas las leyes que rigen el macrocosmos se observan también en ese “mundo pequeño” que es el cuerpo humano.
“Sería mucha prolijidad” –afirma– “querer nombrar por menudo todas las partes del cuerpo humano cuyos movimientos están ajustados a las leyes de la mecánica, sin las cuales es imposible entender la física del cuerpo humano” (42).
Pero la utilidad de las matemáticas para la medicina no radicaba sólo en el entendimiento de las leyes del cuerpo, sino también en la fabricación de instrumentos que permitieran medir la frecuencia de las enfermedades. Es aquí donde cobran importancia las estadísticas poblacionales. Los censos de población se fundaban en la idea de que los hechos empíricos – y en este caso los hechos sociales – podían ser abstraídos y convertidos en cantidades susceptibles de ser analizadas, comparadas y procesadas con un altísimo grado de certeza. Los “datos” así obtenidos podrían entonces ser utilizados por el Estado para elaborar políticas de gobierno sobre la población, destinadas
a fomentar la “felicidad pública ”.
38 La confianza inquebrantable en el hombre y en el poder de la razón para dominar las fuerzas de la naturaleza a través del conocimiento, era parte importante del imaginario ilustrado. El criollo José Félix de Restrepo, en un discurso pronunciado en 1791 frente a sus estudiantes del Real Seminario de San Francisco de Asís en Popayán, afirmaba con respecto al hombre que “no hay cosa que pueda resistir su pensamiento, único origen de su autoridad soberana […] Para auxiliar los esfuerzos de sus ojos, fabrica,
según las leyes de una sabia teoría, instrumentos cuyo útil concurso, dando más extensión a la imagen de un objeto, le acerca e ilumina. Con la ayuda del microscopio penetra hasta el interior de los cuerpos, distingue las partes imperceptibles y contempla con asombro las maravillas de su composición [..] Aunque su estatura no excede de seis pies, se anima a perfeccionar una obra que un gigante armado de mil brazos no tendría el atrevimiento de intentar; los vientos vienen a ser sus vasallos y servidores, pasándolo a la otra parte de los más espaciosos mares; doma las fieras que habitan el centro de los bosques. Construye navíos que servirían a sus nietos y descendientes. Señala la dirección al rayo, fenómeno el más terrible que conocemos, y echa al Ródano un puente de que espantada la posteridad le atribuye a particular inspiración del Espíritu Santo” (Restrepo, 2002 [1791]: 416).
El Estado necesitaba ciertamente de una población sana, que pudiera trabajar con eficacia, pero para ello le era menester saber cuántos trabajadores actuales o potenciales había en el territorio , el número de nacimientos y de muertes, quiénes eran estas personas, dónde vivían, cuál era su “esperanza de vida”, cuántos de ellos ingresaban enfermos a los hospitales, de qué tipo de males eran aquejados, cuál era el porcentaje de enfermos rehabilitados, etc. Nace así el interés por la aplicación de las matemáticas a la “ciencia del buen gobierno”, en tanto que instrumento científico que permitiría al Estado conocer y administrar eficazmente los recursos humanos disponibles.
Desde este punto de vista, el ya citado Joaquín de Finestrad propone al gobierno la realización periódica de censos poblacionales con el siguiente argumento:
“Para el mejor orden y arreglo de una República es necesario el conocimiento de las familias que la componen con la imparcial distribución de las diferentes
clases de individuos que forman el vecindario. Para calcular los consumos es
preciso la noticia más exacta del número de habitantes que tiene cada provincia, qué costumbres tienen, en qué ocupaciones se ejercitan, cuál es su carácter y constitución. Con este conocimiento podrá el Gobierno aplicar el remedio a tanto mal […] Se conocerán los buenos patricios, no se disfrazarán los díscolos, se verán los hijos bastardos de la sociedad y no tendrán ciudad de refugio los alevosos, homicidas, ladrones y sediciosos” (Finestrad , 2000 [1789]: 161).
Pero los censos no sólo servían para ejercer un estricto control policial sobre la población, como quería Finestrad , sino también para calcular su tasa de crecimiento y estado de salud. En el informe sobre el primer censo general de la población de Bogotá, publicado en los números cinco y seis del Correo Curioso, Francisco José de Caldas afirma que el clima benigno de la capital, la salubridad de su atmósfera “que rara vez se infesta de vapores pestilenciales” y la “grande fecundidad de las mugeres”, permiten esperar que la población crezca de forma rápida y que Bogotá se convierta con el tiempo en “una de las mejores y más bien pobladas ciudades del mundo” (Caldas , 1993 [1801]: 38).
La ciudad tiene 20.081 habitantes, de los cuales 11.890 son mujeres y solamente 8.191 son hombres, situación que parece no preocupar al sabio neogranadino; la abundancia de mujeres resulta, más bien, prometedora, ya
que el número de “brazos útiles a la patria” iría potencialmente en aumento, como lo demuestra el hecho de que el número de los nacidos excedió al de los muertos en 247 personas durante el año de 1800. Más importante todavía era cuantificar el número de personas que ingresaba a los hospitales y saber cuántas de ellas habían muerto o habían sido rehabilitadas. Caldas informa que en el Hospital San Juan de Dios entraron 1.723 personas en el año de 1800, de las cuales solamente 274 murieron y 1.449 fueron curadas. Alentador resultaba saber que de estas 1.723 personas, 1.522 eran pobres o mendigos (es decir el 88 %), de los cuales murieron únicamente 268 (el 15 %). El informe podía sugerir con orgullo que la política real de recolección de pobres estaba funcionando, aunque había todavía mucho trabajo por hacer, ya que el número de mendigos y vagos “que no tenían casa fixa” era de unos 500 en toda la
ciudad. También era importante saber dónde vivían las personas y cómo se distribuían sus viviendas, con el fin de ejercer un control sanitario más eficaz en caso de epidemias.
Caldas dice que en Bogotá existen ocho barrios con 195 manzanas y 4.517 puertas, siendo el barrio periférico de Las Nieves (habitado sobre todo por artesanos mestizos) el más poblado de todos.
El entusiasmo por las estadísticas contagió también a varios párrocos rurales,
quienes registraban meticulosamente el número de nacimientos, muertes y matrimonios por cada año y los enviaban a los periódicos de la época. Esto permitía a las autoridades calcular el aumento de la población en cada zona del virreinato. Los curas que recolectaban datos eran destacados públicamente como “celosos por el bien público” y colocados como ejemplo a los demás. Es el caso del sacerdote Francisco Mosquera, cuya labor es destacada por Caldas, para entonces editor del Semanario del Nuevo Reino de Granada. Mosquera se tomó el trabajo de elaborar una estadística de nacimientos y muertes en la ciudad de Popayán entre 1800 y 1804, tomando como base los registros parroquiales de esa ciudad.
“Si todos los párrocos” – escribe Caldas – “estuviesen animados del celo del de Popayán, harían al Estado el servicio más importante, dándole luces sobre la población. Este es el verdadero termómetro político: por aquí se conoce la salubridad del clima , la facilidad de la subsistencia, la fecundidad de los matrimonios, y cien otras nociones preciosas a los que tienen el cuidado de gobernarnos, y a los que meditan sobre la economía y felicidad de su patria” (Caldas , 1942 [1809b]: 195).
Las estadísticas poblacionales eran utilizadas, como dice Caldas, para conocer
“la salubridad del clima” y prevenir de este modo la propagación de epidemias. Es el caso de la estadística de enfermos y muertos entre 1802 y 1807 en el Hospital de Popayán, publicada también en el Semanario. La estadística mostraba que de 4.975 enfermos habían muerto 305, y que la mayor parte de estos decesos habían ocurrido entre 1805 y 1806. De ello concluye Caldas que muy posiblemente en esa época la atmósfera de la ciudad se encontraba cargada de “vapores pestilenciales”, y que sería importante dotar a los hospitales de instrumentos de medición con el fin de registrar
las variaciones climáticas:
“¿No merecerían bien estos conocimientos que se destinase un individuo en
cada hospital a llevar un diario metódico de las indicaciones de estos instrumentos? ¿No sería bien interesante que se añadiese a estas listas [estadísticas ] el número de enfermos, con nota de las enfermedades, y de la que principalmente reinaba? ¿Que todos los años se publicasen los resultados, con el número de muertos? […] Todos estos instrumentos valen poco, y se pueden conseguir con facilidad. Sería bien propio de los prelados a cuyo cuidado están los hospitales que se proveyesen de estas máquinas, tan necesarias como el opio y la ipecacuana para ocurrir a las necesidades del hombre enfermo” (Caldas , 1942 [1809c]: 14).
La estadística y los instrumentos de medición cuantitativa empiezan a ser vistos como medios al servicio del objetivo primordial del Estado: el incremento de la productividad económica de la población. No era la matemática per se sino su aplicación social lo que interesaba al Estado borbón, es decir, la matemática en tanto que posibilitadora de una tecnología de control sobre la población.
La domesticación del azar y el sometimiento de la enfermedad a una política del orden se convierten, entonces, en elementos centrales de la biopolítica imperial. Para ello se hacía necesario vincular matemáticamente a una serie de factores empíricos (ahora convertidos en “variables”) que, a los ojos del hombre común, parecían no tener relación alguna: el número de
nacimientos y muertes por año, la extensión del territorio , la distribución de la población tanto por regiones como por razas y sexos, los ingresos reales por impuestos, la producción y consumo de alimentos, el precio de los víveres, la fecundidad de los matrimonios, la temperatura de campos y ciudades, el número y edad de los enfermos por epidemias, la intensidad del comercio interno y externo, etc. Gracias a todos estos cálculos podía deducirse la capacidad presente y futura del Estado para administrar la vida productiva de la población.
Un cálculo de este tipo, pero mucho menos optimista que el de Caldas , es el que realiza el criollo Pedro Fermín de Vargas en su Memoria sobre la población del Reino:
“Para conocer cuán cortos son los recursos de esta población y lo poco que debe esperarse de ella, no hay más que calcular el número de nacidos en cada año, suponiendo, como dije, que el número de habitantes del Reino sea de 2.000.000; y correspondiendo siempre el número de los que nacen al de los existentes en razón de 1 a 23 y 24, y aun más en las ciudades según el comercio y extensión, calcularemos por un término medio que será por 24, diciendo: 2.000.000 por este número, el resultado son 83.333, que es el número de nacidos en año común. Por el mismo estilo se ha llegado a conocer que los muertos son a los vivos como 1 a 29; y haciendo la misma operación, resultan 68.965 muertos en año común, que restados de los 83.333, dejan 14.368, que sería el aumento de nuestra población en cada año; y la que tendríamos dentro de 25 [años] sería, según el mismo principio, de 3.059.200, con corta diferencia. Así, pues, para que llegase esta colonia a tener la población que necesita y puede alimentar, sería preciso que pasasen millares de siglos, y que no hubiese en tiempo alguno enfermedades epidémicas, ni otras causas que contrariasen su aumento” (Vargas, 1944 [1789c]: 94-95).
El dato estadístico es utilizado aquí por Fermín de Vargas como una forma de
raciocinio que cuantifica lo humano con fines utilitarios de control social. Las tablas secuénciales permiten al Estado hacer un inventario de los seres humanos y sus hábitos con la finalidad de imponer contribuciones, explotar los recursos naturales y “ordenar la sociedad” de acuerdo a parámetros racionales establecidos a priori. Se buscaba conocer el azar para someterlo a una aritmética del orden; pero por encima de todo, a través del conocimiento matemático se pretendía controlar los factores desviados – en
este caso la enfermedad y la pobreza – para encauzarlos e integrarlos a un proyecto de gubernamentalidad diseñado por el Estado y sus tecnócratas ilustrados.
3.6 Licencia para curar
Además del hospital y de las estadísticas poblacionales, la economía política de la salud tenía en el “Real Tribunal del Protomedicato” uno de sus aparatos más eficaces. Se trataba de una institución creada por los reyes de España con el objeto de vigilar y reglamentar el ejercicio profesional de los médicos, cirujanos y boticarios.39 Mediante esta institución de control, el Estado buscaba centralizar y profesionalizar los recursos humanos disponibles, prohibiendo el ejercicio de la medicina a personas que no tuvieran la debida “licencia para curar”. Entre las más importantes atribuciones del
tribunal se encontraban las siguientes40:
• Examinar a las personas graduadas que solicitaban ejercer profesionalmente el “arte de la medicina ”. Una vez revisados minuciosamente todos los documentos presentados, entre los que se encontraba una declaración escrita sobre la “limpieza de sangre ” del candidato, el Tribunal le convocaba para un riguroso examen en el que se evaluaban sus conocimientos teóricos y prácticos. Los examinadores – también llamados “sinodales” – eran por lo general el maestro de Prima de medicina y el catedrático de anatomía y cirugía.
39 Para la historia de la reglamentación de la práctica médica en la España medieval, véase: Ruiz Moreno, 1946.
40 Todos los datos son tomados de Tate Lanning, 1997.
• Realizar visitas periódicas a las boticas, con el fin de inspeccionar la calidad de los medicamentos expedidos al público. El visitador, acompañado de un maestro boticario, examinaba los documentos que acreditaban oficialmente a la botica, los libros utilizados para la elaboración de los medicamentos (pesos y medidas) y los remedios más vendidos: sales, aceites, bálsamos, purgantes, ungüentos, jarabes, yerbas, tinturas y flores. En caso de no cumplir los requerimientos de calidad establecidos por el Tribunal, la botica en cuestión era clausurada y su dueño multado.
• Controlar el ejercicio legal de la medicina y de la cirugía. La práctica ilícita de sangrías, operaciones y tratamientos “empíricos” contra la enfermedad era severamente castigada por la ley, por lo que el Tribunal realizaba visitas de control a médicos, cirujanos y sangradores con el fin de inspeccionar sus títulos y licencias para ejercer. Aquellos que no tuvieran sus documentos en orden eran denunciados ante las autoridades locales y sancionados con multas. En caso de que alguien muriera debido a la administración de remedios o de tratamientos a mano de personas no autorizadas, el castigo era inevitablemente la cárcel.
• Vigilar los anuncios publicitarios de remedios y medicinas aparecidos en los periódicos. Esto debido a que hacia finales del siglo xviii, muchos periódicos y gacetas publicaban anuncios que promocionaban recientes descubrimientos contra las hinchazones musculares, el dolor de muelas, la diarrea y otras dolencias cotidianas.
El Tribunal exigía que todos estos remedios fueran examinados primero por un médico autorizado antes de ser publicitados. Cuando una droga era anunciada sin su autorización, el Tribunal podía iniciar un proceso legal contra los dueños del periódico.
Aunque la Corona española fundó Tribunales en los actuales territorios de Cuba, México, Argentina, Perú y Chile, no existen indicios de la existencia de una policía médica de estas características en la Nueva Granada. Todo lo que se sabe es que hubo personas que desempeñaron ocasionalmente la función de protomédicos, pero de esto no se deduce la presencia de una institución capaz de ejercer las tareas normativas y punitivas arriba señaladas.41
41 Resumiendo los avances de la medicina en los primeros 162 años de la Colonia en Colombia, el doctor Pedro María Ibáñez menciona “la llegada a Santa Fe del primer médico y la creación del Protomedicato” (Ibáñez, 1968 [1884]: 15). Ibáñez se refiere, según sus propios datos, a la llegada en 1639 del médico español Diego Hernández, nombrado por el rey para ejercer las funciones de protomédico, a quien el arzobispo fray Cristóbal de Torres le otorgó un sueldo anual de $ 350. Sin embargo, más adelante informa que “la plaza de Protomédico estaba vacante desde la muerte del doctor Diego Hernández, y para llenarla nombró el virrey Solís en 1758 a don Vicente Román Cancino”. Por su parte, Emilio Quevedo (1993: 55; 59), recurriendo a documentos publicados por el historiador Guillermo Hernández de Alba, resalta el hecho de que el tal doctor Hernández tan solo permaneció 10 años en Bogotá, es decir, hasta 1649, debido en parte a que la cátedra de medicina del Colegio Mayor del Rosario tuvo que ser cerrada por falta de alumnos. Además, Quevedo muestra que todo lo que se sabe de Vicente Román Cancino es que dictó la cátedra de medicina en el Colegio del Rosario una vez reabierta en 1753, pero no que haya sido cabeza de un Protomedicato capaz de actuar como policía médica. Todo esto significa que, descontando las pocas actividades individuales de Hernández y de Cancino, el Real Tribunal del Protomedicato jamás existió en Bogotá. En cuanto a las actividades del Protomedicato de Cartagena tampoco es mucho lo que sabemos, aparte de que fue ocupado por distintos médicos (Solano Alonso, 1998).
Sin embargo, un examen del conflicto que se dio en los albores del siglo xix entre las políticas sanitarias del Estado y los intereses del patriciado criollo, a propósito del Protomedicato, puede resultar útil para entender el conflicto entre la biopolítica estatal y la colonialidad del poder , que ya mencioné
en el capítulo anterior.
Me referiré, en primer lugar, al pleito que se presentó en Cartagena por el cargo de protomédico que había quedado vacante a raíz de la muerte de su titular, el doctor Francisco Javier Pérez. Para ocupar esta plaza se candidatizaron dos personas: el doctor Alejandro Gastelbondo, médico criollo, discípulo de Vicente Román Cancino, quien estudió en el Colegio Mayor del Rosario en Bogotá, y el doctor Juan de Arias, médico español graduado en Cádiz y discípulo del cirujano Pedro Virgili (maestro también de Mutis ).
Aunque Gastelbondo poseía una larga experiencia como médico en el Hospital
de San Juan de Dios en Bogotá y en el Hospital Militar de San Carlos en Cartagena, y Arias había llegado a la Nueva Granada apenas en 1784, la plaza es adjudicada a éste último y de forma irrevocable, por el virrey Mendinueta en 1797. La razón : Gastelbondo, aunque graduado, no había ejercido como catedrático en anatomía y cirugía y, por encima de todo, era de color pardo (Quevedo, 1993: 125-127).
Para poder ejercer su profesión, la ley española exigía que todos los médicos “latinos” – es decir que habían obtenido un grado universitario de medicina – fueran hijos legítimos. Ya vimos en el capítulo anterior que la legitimidad operaba como un mecanismo de diferenciación étnica en la sociedad colonial. Pero en el caso de Gastelbondo, el argumento legal esgrimido para impugnar su candidatura no era que fuera bastardo , sino que tenía la sangre mezclada y que, por tanto, pertenecía a alguna de las castas .
Su “infamia” de nacimiento le excluía del ejercicio de la medicina, de acuerdo con los estatutos de la universidad que, según vimos, impedían el ingreso a los claustros de todo aquel que no pudiese demostrar su pureza de sangre. La pregunta es: ¿por qué razón la “impureza” del doctor Gastelbondo fue ignorada o no fue registrada nunca en los expedientes del Colegio Mayor del Rosario? ¿Por qué se le permitió matricularse, graduarse y ejercer la medicina durante tantos años sin que nada ocurriera?
Una respuesta posible es que las necesidades locales impedían que la ley fuera
aplicada de manera estricta. Las epidemias de viruela atacaban con fuerza en áreas rurales, donde la única posibilidad de tratamiento médico era el ofrecido por teguas, curanderos y sobanderos. En algunos casos los enfermos eran atendidos por barberos o cirujanos “romancistas”, que a diferencia de los médicos “latinos” no eran graduados en la universidad, sino que habían aprendido de forma autodidacta la medicina occidental.
La gran mayoría de estos cirujanos eran mestizos y no estaban en condiciones
de presentar un examen frente al Protomedicato y obtener una licencia, ya que no podían comprobar su pureza de sangre. Los médicos legítimos eran únicamente los egresados de la universidad, médicos que en la Nueva Granada, según datos ofrecidos por Quevedo, fueron solamente dos entre 1636 y 1800, siendo Gastelbondo uno de ellos (Quevedo, 1993: 119).42 Ante esta situación angustiosa, no resulta extraño que el Colegio Mayor del Rosario haya pasado por alto la “inferior calidad” étnica del candidato. En otras palabras: ante la alternativa de dejar a todo el reino sin atención médica, las autoridades virreinales prefirieron interpretar la ley con realismo y permitir
no sólo el grado de mestizos – como Alejandro Gastelbondo en Bogotá y Eugenio Espejo en Quito -, sino el ejercicio ilegal de curanderos y empíricos en las provincias.
Si la intención de la biopolítica era promover la salud de la población, el Estado debía actuar con pragmatismo. Tenía que reformar – o por lo menos “relajar” – los estatutos universitarios que impedían la graduación de los mestizos y, al mismo tiempo, tolerar el ejercicio no profesional de algunos barberos y cirujanos romancistas.
Pero es aquí precisamente donde se presenta el conflicto entre el diseño global de la biopolítica metropolitana y las historias locales de la periferia marcadas por la colonialidad del poder . La aristocracia neogranadina veía con malos ojos que el Estado fuera demasiado tolerante con la graduación de médicos pertenecientes a las castas . La razón para este malestar era obvia: el capital cultural de la blancura , que legitimaba la dominación social frente a los subalternos (el pathos de la distancia ), estaba siendo amenazado. Las elites se quejaban de que la proliferación de curanderos, el monopolio
de los cirujanos – profesión que era tenida como “mecánica” – y la admisión de estudiantes mestizos en las universidades, había terminado con el prestigio social de la medicina .
42 Sólo a manera de comparación: entre 1607 y 1738 la universidad de México confirió cuatrocientos treinta y ocho grados en medicina , es decir, que graduaba un promedio de tres médicos por año. La universidad de San Carlos de Guatemala otorgó treinta grados entre 1700 y 1821, lo que da un promedio de un médico latino egresado cada cuatro años (Tate Lanning, 1997: 205-206). Nótese que la situación en Guatemala – que hacia comienzos del siglo xix tenía un promedio de 18 médicos graduados para un millón de habitantes – era muy superior a la de la Nueva Granada por esa misma época. Si a esto agregamos que el salario de un médico graduado escasamente superaba el de un portero, resulta fácil imaginar porqué razón las cátedras de medicina permanecieron cerradas durante tanto tiempo en la Nueva Granada. Para los hijos de la aristocracia local era mucho más rentable – y de mayor prestigio social – estudiar leyes o teología.
Los jóvenes de “buena familia” se mantenían fuera de las facultades de
medicina para evitar tener que asociarse con gente de inferior calidad étnica y social (Tate Lanning, 1997: 207). Por eso vino la presión de la aristocracia sobre las autoridades locales para fortalecer la frontera étnica que impedía a los mestizos “igualarse” socialmente con los blancos . Y por eso también, ante la insistencia del gobernador de Cartagena y de las elites locales, el virrey Mendinueta negó la solicitud de Gastelbondo y otorgó la plaza vacante de Protomédico al español Juan de Arias.
Sin embargo, no en todos los casos el discurso tradicional de la elite criolla logró imponer su voluntad sobre los designios de la biopolítica . En el año de 1798 el rey Carlos iv se propuso solucionar la crisis de salud que vivía la Nueva Granada y ordenó promover la reorganización del Protomedicato y reformar los estudios de medicina . Para cumplir este mandato real, el virrey solicitó a los médicos Sebastián López Ruiz , Honorato de Vila y José Celestino Mutis un concepto escrito sobre la forma en que debían llevarse a cabo tales reformas. López Ruiz era un médico criollo, natural de Panamá, que se enorgullecía de ser “limpio de toda mala raza ” y de pertenecer a una de
las familias más nobles y distinguidas de su región.43
Estudió medicina en la Universidad de San Marcos de Lima, donde recibió una formación galénica, adquiriendo una concepción medieval de la profesión que no armonizaba ya con el proyecto biopolítico de la corona. Mutis, en cambio, estuvo siempre muy cerca de los Borbones y apoyó
desde su llegada a Santa Fe la reforma de los estudios universitarios y la implementación de una política ilustrada de salud pública . En los informes de Mutis y López Ruiz solicitados por el virrey Mendinueta veremos ejemplificado el conflicto de intereses entre la Corona y el patriciado criollo en torno a la “cuestión étnica”.
López Ruiz inicia su informe de forma bastante inusual, pidiendo al virrey “se
sirva indagar si los otros nombrados conmigo para informar somos con legítimos requisitos legales, verdaderos médicos” (López Ruiz , 1996 [1799]: 73). Es decir, pide que los otros dos informantes comisionados, Honorato de Vila y José Celestino Mutis , demuestren la legitimidad de sus conocimientos, presentando los títulos universitarios que les acreditan como médicos. ¿Qué es lo que está detrás de esta petición? Se trata, a mi juicio, de una movida estratégica de las elites criollas más tradicionales en contra
43 Tal era su celo por el capital de la blancura que repudió públicamente a una de sus hermanas por haber mancillado el nombre de la familia, casándose con un negro. Pilar Gardeta Sabater (1996: 15) afirma, sin embargo, que el padre de López Ruiz casó en segundas nupcias con una mulata, cuestión que levantó sospechas en torno a la “calidad étnica” del médico panameño. En algunos círculos gubernamentales de Bogotá corría el rumor de que López Ruiz era hijo de mulato y mulata, cosa que fue desmentida categóricamente por el médico, quien en repetidas ocasiones demostró ser hijo legítimo de españoles, cristianos viejos y descendientes directo de conquistadores.
Se trata, a mi juicio, de una movida estratégica de las elites criollas más tradicionales en contra de la biopolítica estatal.44 Lo que buscaban estas elites era reforzar el control sobre la frontera legal que impedía el ascenso social a personas de inferior calidad étnica. Y una de las estrategias para lograrlo – además de los ya mencionados “juicios de disenso” – era poner freno a la práctica ilegal de la medicina .45 Bien sabido era que un personaje
como Mutis , interesado más en el progreso económico y científico del virreinato que en las formalidades de la ley, estimulaba a personas que no reunían los requisitos legales para que practicaran la medicina. Uno de ellos era el sacerdote criollo Miguel de Isla, quien a pesar de no haber estudiado formalmente, era un autodidacta ilustrado que se formó bajo la tutela de Mutis y tenía mucha experiencia como médico en el hospital de San Juan de Dios.46
Con su ataque directo a la pretensión “ilegal” de Mutis de formar médicos por fuera de los claustros, López Ruiz intentaba desarticular uno de los pilares más fuertes de la biopolítica borbona en la Nueva Granada.
La estrategia de López Ruiz era desacreditar la autoridad de Mutis para ejercer
como profesor ad hoc de medicina . Para ello afirma en su Informe sobre los profesores de Santa Fe que hasta el momento “nadie ha visto” los títulos que acreditan a Mutis como médico graduado y sospecha que tales títulos no existen, pues el Real Colegio de Cirugía en Cádiz, donde estudió Mutis , únicamente forma cirujanos latinos pero no médicos (López Ruiz , 1996 [1801]: 91). Sugiere incluso que el nombramiento de Mutis como catedrático de matemáticas en el Colegio Mayor del Rosario en 1762 fue completamente ilegal, porque se hizo “sin oposición, sin ejercicios literarios y sin gracia previa de Su Magestad” y testimonia que “hace mas de 26 años que vine a esta capital, y jamás he visto que este catedrático haya enseñado, ni presidido acto
público alguno de matemáticas”.
Mutis es presentado entonces como un “intruso” favorecido arbitrariamente por el Estado borbón, que ponía en peligro el capital simbólico de las elites (blancura , nobleza y distinción ) al fomentar con su mal ejemplo la promoción de médicos sin título universitario.
44 Me alejo aquí de la interpretación que pretende ver en este incidente una disputa puramente personal entre López y Mutis por la cuestión de las Quinas – problema del que me ocuparé más adelante – o el simple enfrentamiento entre dos grupos de intelectuales neogranadinos, los ilustrados y los ortodoxos.
45 Tengamos en cuenta que la mayor parte de los curanderos y cirujanos romancistas eran mestizos.
46 Ciertamente, Isla estudió filosofía con los jesuitas en la Universidad Javeriana de Bogotá y luego ingresó a la orden de San Juan de Dios. Sin embargo, la licencia para ejercer como médico no la obtuvo de la universidad sino del superior de su orden, padre Francisco Tello de Guzmán. Sus amplios conocimientos en farmacia, botánica, anatomía y fisiología fueron reconocidos incluso por el virrey Caballero y Góngora, quien le nombró médico del hospital militar de Santa Fe (Quevedo, 1993: 131). Durante la segunda
epidemia de viruelas en Bogotá fue uno de los médicos más activos (Rodríguez González, 1999: 40).
47 López Ruiz hace referencia a las Leyes de Castilla del siglo xvi, en las que se habla de severas penas contra las personas que ejerzan la medicina o la cirugía sin tener los grados y licencia para ello. Los castigos prescritos por la ley oscilaban entre una multa de seis mil a doce mil maravedíes y el destierro
(López Ruiz, 1996 [1799]: 80-81).
Por esta razón, el informe de López Ruiz es en realidad una crítica a las políticas del Estado, que desconocen las leyes que reglamentan la profesión médica47 y atentan contra los privilegios tradicionales de la nobleza criolla:
“Veo sujetos que sin los requisitos al principio expresados, y lo más es, sin haber tenido esta capital Aula, ni Tribunal de Medicina donde cursarla legítimamente, ni quien con autoridad competente los examine, revalida y les expida títulos, ejercen impunemente las referidas facultades en toda su extensión civil y forense, y que se les da tratamiento de Doctores […] Como la Medicina y la Cirugía han estado siempre en un estado de abatimiento, ningún joven decente se dedicará a su estudio hasta verlas brillantes y con el honor con que su Magestad condecora, distingue y protege a sus alumnos” (López Ruiz , 1996 [1799]: 83; 87).
Por su parte, Mutis comienza el informe diciendo que la proliferación de enfermedades en la Nueva Granada entorpece los planes ilustrados del gobierno, pues “reunidas tantas calamidades que diariamente se presentan a la vista, forman la espantosa imagen de una población generalmente achacosa, que mantiene inutilizada para la sociedad y felicidad pública la mitad de sus individuos” (Mutis , 1983 [1801a]: 35).
Con ello se coloca del lado de la política que buscaba convertir la salud en un problema de “felicidad pública” administrado por el Estado. Por esta razón, si Mutis está de acuerdo con López Ruiz en la necesidad de terminar con la práctica ilegal de la medicina , no es por defender los privilegios de la nobleza criolla sino para evitar que charlatanes y curanderos destruyan todavía más la salud de la población, obstaculizando la productividad económica del reino. Mutis sabe perfectamente que el Rey ha solicitado este informe para poner remedio a una situación que afectaba el bienestar público de todo el Virreinato, y no para ocuparse del bienestar privado de un grupo social en particular (los criollos ) o de un gremio profesional (los médicos).
Desde este punto de vista, el médico gaditano afirma que las declaraciones de López Ruiz no sólo están llenas de “hiel y acrimonia”, sino que buscan defender más sus propios intereses que los intereses del Estado:
Este hábil profesor [López Ruiz], aunque satisfecho y pagado de su propio mérito hasta el punto de negarse a concurrir en las consultas de sus compañeros, serviría de más consuelo al público y mayor utilidad suya, si no escaseara tanto su asistencia […] Es bien sabido en la capital y notorio a todo el reino que, a pesar de mi avanzada edad y tareas del real servicio, mantengo abiertas las puertas en cualquier hora del día para recibir sin distinción de personas y sin interés alguno, a cuantos imploran el socorro en sus enfermedades. Así llevo sacrificada mucha parte del tiempo, que debería destinar a mi comodidad y descanso, mientras López gasta todo el suyo en cultivar sus amistades, maquinar sus proyectos, entablar sus pretensiones y exaltar sus descubrimientos, que asegura sobre su palabra haber verificado, negándose a contribuir por su parte al consuelo de la humanidad afligida, que no se atreve a llegar a sus puertas (Mutis , 1983 [1801a]: 39; 43).
La crítica de Mutis apunta hacia el hecho de que personas como López Ruiz , que utilizan la profesión médica como medio para consolidar un ethos señorial y aristocrático, desinteresado por la felicidad pública , son las que favorecen la presencia de curanderos e intrusos en el Nuevo Reino de Granada.48 Estos llenan el inmenso vacío que deja la falta de atención profesional y atienden a los que no pueden darse el lujo de “llegar a la puerta” de un aristócrata como López Ruiz . Precisamente por esto, Mutis afirma que la solución al problema de salud pública no consiste en prohibir ipso facto la presencia de curanderos sin licencia, pues esto dejaría definitivamente a la población sin ningún tipo de ayuda médica. La solución es, más bien, discriminar entre aquellos empíricos que no pasan de ser “charlatanes advenedizos”, de aquellos que “por su instrucción, caridad y buena conducta” podrían ser utilizados legítimamente
como auxiliares en actividades subalternas (barberos, cirujanos, sangradores, parteras, boticarios) o incluso ser promovidos como médicos.
Mutis se refiere específicamente a los barberos y sangradores, diciendo que ninguna población culta puede gloriarse de tenerlos “mejores y más abundantes” como la Nueva Granada.49 Gracias a ellos pudo ser combatida con éxito la epidemia de viruelas de 1782, pues cumplieron la importante función de inoculadores.
48 Recordar lo dicho anteriormente en el sentido de que la medicina no era vista en esa época como una carrera lucrativa, sino ante todo, como un compromiso cristiano con los pobres. Cuando prestaba juramento, el médico se obligaba a atender y asistir a los pobres sin cobrar aranceles ni esperar salarios. La piedad y la caridad eran entonces las dos principales virtudes del médico. Los Borbones consiguen reconvertir el deber médico de “amar al prójimo” en la obligación patriótica por la salud pública, motivo suficiente para inducir al médico a atender a los pobres sin cobrarles. Este es precisamente el argumento de Mutis contra López Ruiz .
49 Mutis afirma que “durante la época en medio siglo han existido los que hallé acreditados y después he conocido innumerables de habilidad mediana y muchos de superior destreza, a quien van sucesivamente reemplazando otros jóvenes sus discípulos por la inclinación con que desde luego se aplican a esta práctica los mancebos de las barberías; de donde podrían salir muy buenos cirujanos romancistas, admitidos en la correspondiente clase de la enseñanza pública” (Mutis , 1983 [1801a]: 42).
También se refiere a boticarios como fray José Bohórquez y don Antonio Gorráez, e incluso a médicos sin título como fray Miguel de Isla y don Manuel de Castro, cuya labor ha sido de gran utilidad para la asistencia de aquellos sectores más desfavorecidos de la población.50
El panorama no es entonces tan oscuro como lo presenta López Ruiz , quien, con su “acalorada imaginación”, razona que de la escasez de profesores se deduce necesariamente la completa ignorancia y barbarie de la práctica médica en el virreinato.51 Mutis piensa que una política de salud pública en la Nueva Granada no necesita partir de cero, pues aunque no haya médicos que puedan exhibir pomposos títulos, sí existen suficientes personas hábiles para cumplir la función de conservar una población sana, capaz de asegurar la producción de riquezas para el Imperio. Lo que se necesita es organizar unos
estudios médicos que puedan brindar a estas personas la instrucción requerida para cumplir eficazmente su misión.
No es la expedición de títulos lo que importa sino el tipo de estudios impartidos, ya que existen muchos médicos graduados – como López
Ruiz – que practican la medicina “sin haber saludado los autores célebres de nuestro siglo y sin la más mínima noticia de aquella erudición teórica y práctica, que eleva al médico cuando no a la esfera de sobresaliente, por lo menos a la clase de un mediano profesor de su carrera” (Mutis , 1983 [1801a]: 57).
50 López Ruiz consideraba que ni fray José Bohórquez ni el padre Miguel de Isla, ambos religiosos con amplia experiencia en la atención de conventos y hospitales de caridad, tenían las capacidades para ejercer como boticarios o médicos. Al respecto escribe de forma maliciosa: “Si no fuera tan odiosa la
puntual especificación de personas, podría formar aquí una copiosa lista de sujetos Seculares y Regulares intrusos en la Medicina, Cirugía y demás facultades subalternas; que no contentos con ejercerlas entre el público, se atreven hasta introducirse dentro de los claustros, y celdas de los Conventos de monjas, acompañados de otras religiosas para visitar a las enfermas y aplicarlas” (López Ruiz , 1996 [1799]: 74).
Acerca de Miguel de Isla escribe específicamente: “El Padre fray Miguel de Isla , poco antes religioso hospitalario de San Juan de Dios desde su tierna juventud, ya secularizado con hábitos clericales, y desde luego Don Miguel no ha tenido más estudios, ni práctica de Medicina que la que él mismo se propuso adquirir, como muchos de estos religiosos hospitalarios. El año de 1792 después de haber sido Prior en varios conventos de esta que fue su provincia, regresó a esta capital : entonces ganó título de médico que dicen le libró el Excelentísimo Señor Virrey Don José de Ezpeleta, precediendo examen que le hizo, con aprobación, Don José [Celestino] Mutis su maestro según dice; pero ¿dónde se graduó de Bachiller en Medicina y practicó?” (López Ruiz , 1996 [1801]: 95).
51 “Mucho más debe admirar la horrorosa pintura que del cuadro ideal concebido en su acalorada imaginación trasladó a su informe don Sebastián López, sepultando en el profundo abismo de la ignorancia a cuantos médicos existieron y existen hoy en Santafé y con tan renegridos colores, que no sabría
pintar mejor la infeliz suerte de nuestros confinantes indios bárbaros , chimilas y guajiros” (Mutis , 1983 [1801a]: 39).
52 El pensum que propone Mutis es de carácter radicalmente antiescolástico, siguiendo la línea reformista del Estado borbón encarnada unos años antes por el fiscal Moreno y Escandón . Recordemos que ya en 1768, el fiscal criollo había propuesto sacar la carrera de medicina de su tradicional orientación aristotélicogalénica para convertirla en una actividad verdaderamente científica, basada en la observación sistemática, la experimentación y la formulación de leyes a partir del método newtoniano analítico-sintético.
53 El desprecio visceral de Mutis por los pardos se refleja en esta frase, donde comenta la situación del Real Protomedicato en la ciudad de Cartagena: “¿Y no sería convenientísima la erección y nombramiento [como Protomédico] de un sujeto instruido, incorruptible y demás prendas necesarias para el desempeño de sus funciones, a imitación de los reinos ilustrados y mucho más necesaria en aquella ciudad, donde por desgracia se halla la noble profesión de medicina envilecida y ejercitada por Pardos y gente de baja extracción, a excepción de tal o cual cirujano español de la marina real o comerciante?” (Mutis , 1983 [1801a]: 56).
Por eso propone la creación de ocho cátedras fijas que giren alrededor de los tres ejes de la medicina ilustrada de su tiempo (Newton , Linneo y Boerhaave), es decir, que incluyan el aprendizaje de “ciencias básicas” como la física, la química y las matemáticas , así como los últimos avances en
materia de botánica , historia natural, medicina clínica, fisiología y patología.52
Mutis también propone candidatos para ocupar esas cátedras, entre los que se encuentran el controvertido padre Miguel de Isla y el joven asistente de la Expedición Botánica, don Francisco Antonio Zea , quien jamás estudió medicina.
El plan de Mutis fue aprobado por la Corona y firmado definitivamente el 6 de
agosto de 1805 (Quevedo, 1993: 149). Se sabe también que a pesar de la gran oposición de la elite criolla más conservadora, el padre Isla recibió su título de médico sin necesidad de haber cursado estudios en la universidad, por lo que pudo recibir su nombramiento como catedrático de medicina en el Colegio Mayor del Rosario.
En esta ocasión parecía triunfar la biopolítica del Estado sobre los defensores de una estructura social que defendía los privilegios asociados con la limpieza de sangre . Desde luego, no es que Mutis y el Estado borbón promulgasen la igualdad social entre blancos y mestizos.53 Lo que sucede es que por razones pragmáticas – “razones de Estado” – se hacía necesario relajar un tanto la frontera jurídica que separaba a los blancos de las castas , debido a que la población mestiza, hacia finales del siglo xviii, era ya la principal fuerza de trabajo de la Nueva Granada. Por eso, el Estado no tiene reparos en promover y estimular la movilidad social de los estratos subalternos, esperando castigar con ello a los sectores más improductivos de la sociedad (terratenientes
y criollos aristócratas).
Lo que importaba al Estado tecnocrático no era tanto “quién” realizaba una labor pública (como la de cirujano , boticario o profesor en medicina) sino con qué eficacia la realizaba para cumplir los objetivos generales diseñados por
el gobierno central. Pero, como se verá enseguida, en la mentalidad de los criollos ilustrados, el “quién” continuó primando sobre el “cómo” y la biopolítica terminó siendo para ellos una prolongación de su sociología espontánea .