Una semana después de que Rafael Lara Martínez publicara en este periódico un artículo sobre la obra de Salarrué («Cuentos de barro sin la censura del siglo XXI»), el escritor y ensayista salvadoreño Álvaro Rivera Larios, residente en Madrid, España, responde con estas palabras:
Álvaro Rivera Larios
Miércoles, 12 de Junio de 2013
Como buen clásico que es, el autor de los «Cuentos de barro» ha sobrevivido a las viejas interpretaciones de su obra y lo más probable es que también sobreviva a las actuales. Entre las interpretaciones actuales de Salarrué destaca, por su carácter polémico, la de Rafael Lara Martínez.
Lara Martínez sacude el avispero de ciertas omisiones y carencias en el abordaje de los Cuentos de barro y las interpreta como un ocultamiento. La suya es la típica hermenéutica de la sospecha que siguiendo la estela del «neo-historicismo» sitúa las lecturas del texto dentro de la historia social y la historia del pensamiento. Los silencios y las limitaciones de nuestra filología siempre serían, según él, parte de las estrategias discursivas de poder.
Qué duda cabe de que hay ciertos datos de la biografía política de Salarrué y de la utilización ideológica de su obra que hemos preferido ignorar para que no lastimasen su imagen de gran padre bonachón de la auténtica literatura salvadoreña. Puede que algunos hayan participado en la creación deliberada del mito (esos que, a sabiendas, ocultaron los hechos incómodos); puede que otros, sin mentir intencionadamente, hayamos preferido el plácido engaño al conocimiento que impugnaría las inocentes lecturas de nuestra infancia. Lo que sugiero es que no siempre quien participa de forma pasiva o activa en un ocultamiento ideológico es cómplice intencionado de una maquinación.
La hipótesis de la censura, llevada hasta el extremo, también puede distorsionar la realidad. Gracias al profesor sabemos que Salvador Salazar Arrué omitió trece textos de la versión final de los «Cuentos de barro». Ahora bien, ese dato hay que explicarlo. La auto-censura y la censura aclaran algunas exclusiones, pero no todas. A veces, un escritor suprime textos de su obra final porque los considera mediocres desde el punto de vista literario.
Con ciertas tesis que Lara defiende, y que pertenecen al acerbo metodológico de la filología moderna (hay que trabajar con los datos del archivo, hay que definir los usos originales del texto y el marco inicial de su recepción), no hay más remedio que estar de acuerdo. Otra cosa es cómo se interpreten los datos del archivo y cómo se reconstruyan las lecturas iniciales de una obra.
Entre las fuentes primarias de los Cuentos de barro están las revistas en que inicialmente fueron publicados a partir de la segunda mitad de los años veinte del siglo pasado. La revista Excélsior (en 1928) y la revista Prisma (en 1931), que anticiparon algunos cuentos de barro, no pueden ser etiquetadas como revistas del martinato por la sencilla razón de que el martinato por esas fechas no existía. Esta última precisión tiene importancia a la hora de señalar que la recepción original de los primeros cuentos de barro incluye un período del tiempo social y político en el cual Martínez y su régimen no gobernaban la interpretación de esos textos.
Desde el punto de vista creativo sería un error creer que el Salarrué posterior a 1932 ya estaba presente –con los criterios estético-políticos del martinato– en el Salarrué de 1925. Solo una visión teleológica simplista podría sugerir que los primeros cuentos de barro ya legitimaban la política cultural de una dictadura populista del futuro cercano.
Las primeras fechas de publicación (de los Cuentos de barro) también nos indican que el regionalismo como expresión estética e ideología cultural es anterior al régimen del general Martínez. El regionalismo, como política, ya tenía también un ejemplo poderoso antes de la aparición del martinato y ese ejemplo era el régimen nacido de la revolución mexicana.
Martínez y su corte de intelectuales lo que hicieron fue institucionalizar una sensibilidad estética y unas ideas que ya recorrían América Latina en las primeras décadas del siglo XX. Martínez y su corte de intelectuales pusieron en práctica, imponiéndoles una determinada orientación, planteamientos que habían prendido en la agitada vida social salvadoreña de los años veinte. Por esa época domina en círculos intelectuales y políticos un protonacionalismo cuyos padres eran José Martí, Rodó, Vasconcelos, Masferrer, etcétera.
Los primeros usos e interpretaciones de los Cuentos de barro hay que hacerlos retroceder hasta esa época, teniendo el cuidado de no confundirlos con el uso peculiar que Martínez le dio a la estética regionalista con fecha posterior a 1932. Martínez utiliza unos antecedentes, no los crea, por eso es un error vincular genéticamente al regionalismo con la política del martinato.
El protonacionalismo popular latinoamericano era lo suficientemente ambiguo, en sus expresiones artísticas y políticas, como para albergar en su seno posturas pequeño-burguesas, fascistoides y marxistas. Por eso hubo una época en la cual Farabundo Martí colaboró con Sandino y Diego Rivera con José Vasconcelos. Éste último, con el paso del tiempo, y de modo semejante al general Martínez, llegó a simpatizar con Hitler.
Una pregunta que debemos hacer es si las recensiones críticas de los Cuentos de barro aparecidas en «las revistas del martinato» representan todas las lecturas que se hicieron de dicha obra literaria antes de Martínez y durante su dictadura. Es bastante probable que Agustín Farabundo Martí leyese los primeros Cuentos de barro. Sería bueno saber cómo interpretaron inicialmente esos cuentos los lectores e intelectuales que fueron derrotados en el año 32 ¿Qué rastros quedan de esas lecturas en las fuentes primarias que nos ofrece el profesor?
El diálogo entre Farabundo Martí y Salarrué demuestra que el escritor admiraba la integridad ética del político y que el político quizás admiraba la estética del escritor. Quizás. Esto es algo que debería investigarse pero cuya sola posibilidad nos pone en la pista de que las lecturas institucionalizadas de los Cuentos de barro que se impusieron a partir del 32 no agotan el universo ni el contexto original de su primera recepción.
Hay algo en el planteamiento de Lara Martínez que recuerda al uso mecanicista, y no dialéctico, de la tesis de la ideología dominante. Dicho enfoque deja sin voz y sin resistencia interpretativa a quienes se hallan bajo el dominio simbólico de una élite. Esas voces y esas lecturas difícilmente llegan a las redacciones de los periódicos y las revistas después de una matanza como la que inauguró la dictadura del general Martínez.
Pero sería un error ver a Martínez solo como a un hombre severo dotado de un cuchillo. Martínez asumió un proyecto (se rodeó de intelectuales) y poseía habilidad retórica (también era un hombre al que le gustaban la pluma y el micrófono). El General y sus secuaces presentaron la matanza como una pacificación y a los rebeldes como a unos agresores bestiales y sanguinarios. Indígenas y comunistas fueron derrotados en el teatro de la guerra y en el terreno de la propaganda (de ahí que la interpretación martinista de los Cuentos de barro pueda presentarse como «la primera»).
Sin lugar a dudas, tienen muchísima importancia las fuentes primarias, pero también hay que saber interpretarlas. Demasiado poder le concede a esas fuentes quien opina que los artículos aparecidos en una revista son capaces de determinar el uso social de unos cuentos. Tal uso puede estar influido por «la crítica» pero no se configura únicamente en el ámbito textual como sabe perfectamente cualquier sociólogo de la literatura.
Es cierto que las lecturas actuales de una obra no pueden ignorar el contexto original de su recepción. Pero también es verdad que la historia inicial del texto no puede ser la única pauta que rija sus lecturas actuales y futuras. La historia ilumina siempre que no sea un historicismo. El conocimiento del pasado es liberador siempre que no imponga una nueva camisa de fuerza.
Una historia social que ignore la historia del pensamiento está mal, pero está mal también una historia del pensamiento que ignore la entidad de lo literario. Es cierto que puede existir un nexo entre la recepción de un texto y las dimensiones simbólicas de la política, pero ésta conciencia crítica debe evitar los peligros de subsumir de forma mecanicista la complejidad de la obra literaria en los juegos crudos del poder.
Aceptemos que toda valoración de un poema o un relato que ignore los profundos vínculos de la palabra con el marco social e histórico en que es producida e interpretada corre el peligro de vaciarla hasta cierto punto de sus sentidos originales. Aceptemos que las posiciones políticas que adoptó Salarrué después de 1932 pudieron influir en la forma en que fueron leídos los Cuentos de barro. Aceptemos que las declaraciones explícitas de Salarrué sobre su forma de entender la literatura pudieron afectar el modo en que la suya fue leída. Pero ningún autor, más allá de cuál sea su idea del arte y de la función social inmediata que le asigna, controla por entero los contenidos latentes de su trabajo creativo y, por supuesto, aunque cuente con el respaldo estatal, tampoco rige de modo absoluto los marcos sociales presentes y futuros en los que su obra es y será interpretada.
Cuando se dice que toda obra literaria es abierta se asume que entra al juego y al conflicto de las interpretaciones. Dentro de esa lógica se comprende que Roque Dalton le disputase los Cuentos de barro a la cultura oficial. Y se los pudo disputar porque la estética de los Cuentos de barro más que deberse a la cultura del martinato se debía a la época del protonacionalismo popular latinoamericano. Ahora bien, un crítico actual les puede disputar el sentido de los cuentos a sus intérpretes oficiales del pasado y al mismo Dalton. Si algo nos dicen las obras de imaginación es que el pasado condiciona pero no determina fatalmente las lecturas del ahora.
Podemos incorporar la historia del texto a nuestra forma de leerlo, pero tal historia –como rastro de los conflictos sociales y hermenéuticos de poder– tampoco puede sustituir las encrucijadas intelectuales, literarias y políticas que condicionan el presente de nuestra lectura.
Tan importante como rescatar los datos silenciados del archivo es saber interpretarlos con rigor teórico en el marco de un debate plural. La censura, los tópicos y los silenciamientos prosperan ahí donde los datos no se revelan o se introducen sin cautela en el diálogo interpretativo.