La interculturalidad es un término bien conocido por los pueblos de nuestra región, teniendo un uso muy temprano por organizaciones como el CRIC colombiano. (El Consejo Regional Indígena de Cauca realiza un intenso trabajo político y educativo por la autonomía y la defensa del territorio de los pueblos desde los años 70; la interculturalidad es un pilar fundamental en sus proyectos educativos, económicos y políticos).
El término representa una crítica a los esencialismos que entienden las identidades como realidades “puras” y estancas y, por otro lado promueve relaciones éticas y respetuosas entre los pueblos y comunidades del mundo. Pone énfasis en la cuestión relacional, tanto en las relaciones interiores de cada pueblo como en las exteriores, oponiéndose a los enfoques multiculturales, paternalistas, colonialistas o racistas que hacen apologías de las culturas de los pueblos como forma de desprecio estructural y herramienta de dominación social.
Sin embargo, y esto no es nuevo para el pensamiento crítico contemporáneo de nuestros pueblos indígenas, en la práctica la interculturalidad suele actuar como paradigma de control social, que utiliza y refuncionaliza parte de las culturas de los pueblos para establecer refinadas formas de dominación (véanse aportes de Silvia Rivera Cusicanqui o José Quintero Weir en este sentido).
Nuestros pueblos han observado junto con sus comunidades cómo la interculturalidad se hace efectiva a través de políticas públicas coloniales de diversa índole, que generalmente sustituyen proyectos anteriores degradados mediante la renovación del nombre. En vez de políticas multiculturales, indígenas, de solidaridad y desarrollo, ahora serán “interculturales”.
Algunas críticas del ámbito académico vinculadas a la defensa del territorio y el desarrollo propio de las comunidades han detectado también esta cuestión, y ya hablan de una “interculturalidad crítica” en contraposición a la “interculturalidad funcional”, “posmoderna”, “capitalista”, “dominadora”, “liberal” o “neoliberal” (véanse los aportes de Catherine Walsh y Jorge Viaña).
Pero como dice un amigo: “cuando comenzamos a poner apellidos a las cosas es que algo va mal”. No todos los términos han sido igualmente cooptados por Estados, gobiernos, bancos, empresas y ONGs. Pensemos en el concepto de autonomía. Imaginen que fuera cooptado de la misma forma y que cambiaran el programa “Oportunidades” de México por uno de “Autonomías” que ofreciera a las mujeres de las comunidades la posibilidad de construir “autonomía” mediante la gestión de una tienda de Sabritas y sopas Maruchan. Se les podría maquillar más. Ya no Sabritas ni Maruchan; serían “papitas nahuas” o “ancestrales sopas mayas de fideo chino con camarones y aderezo de chile habanero”. Todos ellos productos que trabajan por el bienestar y la “autonomía” de las comunidades, con el imprescindible “toque intercultural” por el cual los ingredientes estarán, con todo orgullo, escritos en lenguas originarias.
El uso y refuncionalización de las culturas propias de los pueblos para su refinada dominación se trata de una cosa seria y muy antigua. Revisemos tres momentos históricos para hacerla explícita:
Siglos VI a XVI.
Despojo y evangelización de los pueblos de Europa. Karl Marx estudió bajo la idea de “acumulación originaria” la transición al modo capitalista de producción desde la Edad Media temprana. Así, estaríamos hablando de un largo proceso de despojo en múltiples dimensiones: de tierras, conocimientos y cuerpos de los pueblos que habitaban el territorio hoy conocido como Europa.
Se han realizado nuevos estudios que complementan el texto de Marx sobre la acumulación originaria en términos de despojo de conocimientos, luchas y dominación de género (como Calibán y la bruja: mujeres, cuerpo y acumulación originaria, de Silvia Federici, México, Pez en el Árbol, 2013).
La imposición del cristianismo jugó un papel esencial en este proceso, pero no todos los pueblos fueron fáciles de evangelizar. Ya tempranamente el papa Gregorio el Grande, durante la evangelización de los sajones en el siglo VI, dijo a sus enviados: “No olvidéis nunca que no debéis estorbar ninguna creencia tradicional que pueda armonizarse con el cristianismo” (citado por Luis Werkman en La herencia medieval de México. Colmex/FCE, México, 1994).
Siglos XVI a XVII.
La conquista de América. Estas tendencias viajaron a América de la mano de conquistadores que venían de la guerra contra Al-Andalus. Eran conscientes de la paradoja de destruir el conocimiento no cristiano para imponerse (de la quema de las bibliotecas de Córdoba y Granada a la destrucción de códices en Yucatán), a la vez que necesitaban conservarlo y cristianizarlo.
¿Gracias a quiénes leyeron los renombrados frailes del siglo XVI las obras de Aristóteles? ¿Quiénes les enseñaron el número 0 y la potencia de calendarios mucho más exactos? Muchas obras enfatizan el robo de conocimientos de la modernidad europea para presentarlos como invenciones propias. Gutenberg inventó la imprenta siglos después que los chinos, Galileo descubrió la redondez de la tierra siglos después que los árabes y diversos pueblos de América.
Es interesante el estudio de George Saliba, quien estudia los aportes científicos que los europeos tomaron del Islam para emprender su “renacimiento” (en Islamic Science and the Making of the European Renaissance, MIT Press, 2007).
En esta destrucción-conservación-refuncionalización de los saberes de los pueblos en nuestra región participaron varios frailes, sobre todo dominicos y jesuitas. Algunos autores han visto estas labores como honorables ejercicios de antropología temprana que habrían contribuido notablemente a nuestro conocimiento de las culturas prehispánicas.
Es el caso de Miguel León Portilla, autor muy importante para los estudios de las culturas prehispánicas (Bernardino de Sahagún, pionero de la antropología, UNAM/Colmex, 1999). De Sahagún realizó exhaustivos estudios de las lenguas y culturas de los pueblos que evangelizaba. Los frailes solían olvidar mencionar que eran estudios solicitados por el propio Vaticano, que formaba a los frailes para estas labores con el fin de conocer mejor a los pueblos que quería evangelizar, y que por lo general no tenían ningún especial cariño por estas culturas, y lo que pretendían era traducir dioses y ritos locales a la tradición cristiana para que la evangelización fuera más pacífica y profunda.
No, no eran “defensores de los indios”, eran evangelizadores con herramientas de conversión refinadas, aprendían los conocimientos locales para dominarlos; el énfasis que algunos de ellos pusieron en contra de la esclavitud indígena fue funcional a la conversión al cristianismo y su inclusión dentro del universo católico moderno, que comenzaba a desplegarse como paradigma de conquista con anhelo mundial.
No olvidemos que Bartolomé de Las Casas, mientras defendía a los indios frente a los encomenderos y las propuestas de Sepúlveda, era íntimo amigo del cardenal Cisneros, encargado de quemar la biblioteca de Granada. El ejemplo de los jesuitas es el epítome de este proceso, el cual elevaron a escala global y lo relacionaron con grandes luchas por el poder político y económico de las regiones en las que se asentaban.
Siglos XIX y XX.
La construcción de las naciones. Las culturas de los pueblos tomaron gran importancia para la construcción de las identidades nacionales de América Latina. Importaban las culturas pasadas, ya que las contemporáneas precisaban de “modernizarse” o “desarrollarse”. Preferían al indígena muerto. Las leyendas anticoloniales de Nezahualcoyotl y Xicotencatl, antes que las culturas y comunidades concretas que aún resistían a la colonización nacional.
El componente religioso no dejaba de estar presente, lo podemos ver en las “misiones culturales” vasconcelistas de principios de siglo XX, donde parecían llegar nuevos “misioneros” con una férrea voluntad espiritual de modernizar las comunidades rurales mexicanas. También en la antropología cubana de Fernando Ortiz desde los años 40, según refiere Horacio Cerutti; Ortiz hacía una analogía de la transubstanciación en su propuesta de transculturación, donde enfatizaban los componentes afroamericanos e indígenas como parte fundamental de la identidad caribeña y latinoamericana.
Y, cómo no, en la persistencia del papa Juan Pablo II, quien retomaría en la década de 1980 la tradición de Gregorio el Grande con el desarrollo de la “inculturación”, algo así como una evangelización lenta, pacífica y culturalmente apropiada.
Si tomamos en serio esta larga historia de dominio y control social, que utiliza las culturas y tradiciones en su propia contra, debemos tener cuidado y seguir batallando por el contenido de las ideas y no sólo por sus nombres. Las buenas intenciones no bastan.
Queremos educación e investigación intercultural si eso sí significa una educación basada en paradigmas, metodologías y necesidades reales y propias de las comunidades en lucha.
Salud intercultural no significa tener limpiando los hospitales a las abuelas parteras ni esterilizar a las indígenas. Derecho intercultural significa tomar en serio las autonomías de los pueblos y no sólo tener traductores en juicios sumarios. Gestión intercultural si no significa convertir las culturas ancestrales en mercancías. Sostenibilidad intercultural si eso sí está vinculado a procesos de defensa del territorio y de lucha contra los despojos del Capital, en vez de a proyectos de conservación para ecoturismo o venta de bonos de carbono a Coca-Cola.
En definitiva: queremos menos rollos y más realidades, y que nos dejen de joder de forma perversa en nombre de nuestras propias culturas y ancestros.
Daniel Montañez Pico es estudiante de doctorado en Estudios Latinoamericanos y profesor en la Universidad Nacional Autónoma de México.