Para Jesús Martín-Barbero, crítico de la razón dualista. Son muchas las maneras de entender y estudiar la cultura. Cada una presenta ventajas y desventajas; todo enfoque abre algunas ventanas y cierra otras. No se puede distinguir entre conceptos de cultura “buenos” y “malos”, pero cada perspectiva tiene implicaciones y consecuencias que es importante comprender. En este texto me interesa someter a crítica una manera de concebir la cultura que está en boga en la época contemporánea, muy especialmente en América Latina, en particular en la antropología, los estudios culturales y otras disciplinas sociales y humanísticas.
Llamaré “dualismo crítico” a esta forma de analizar la cultura, porque se caracteriza tanto por poseer una aproximación crítica, contestataria, como por recurrir a visiones dualistas que separan a las sociedades y las culturas en dos tipos antagónicos e irreductibles.
El cuestionamiento no es a sus dimensiones críticas, que considero valiosas, sino a sus rasgos dualistas, que me parecen problemáticos. No me refiero a una corriente teórica específica o a alguna escuela de pensamiento en particular, sino a una perspectiva, a un estilo, a una manera de discutir y analizar la cultura, que puede estar presente en muy diferentes tendencias académicas. No obstante, se señalarán algunos textos y autores que ejemplifican esta perspectiva.
En fechas recientes el dualismo crítico ha propiciado el retorno, bajo nuevas miradas, de concepciones esencialistas de la cultura. Durante varios siglos predominaron planteamientos que consideraban que cada sociedad, cada pueblo y cada grupo étnico tenía una cultura distintiva, homogénea a su interior y muy diferente de la de otros grupos, persistente, que constituía una especie de segunda naturaleza y que era compartida por todos los miembros del grupo.
En las últimas décadas del siglo XX fueron cuestionadas con severidad estas concepciones esencialistas, parecía que habían perdido su relevancia para el nuevo milenio. Trataré de mostrar que, lejos de haber desaparecido, los enfoques esencialistas han retornado bajo nuevas formas, en el marco del dualismo crítico.
Esto hace necesario insistir en la importancia de incorporar las dimensiones históricas y sociológicas en los estudios sobre las culturas.
El dualismo hegemónico
Cuando hablo de dualismo en general me refiero a maneras de ver el mundo que plantean la existencia de dos principios o dos tipos de ser esencialmente distintos, irreductibles, antagónicos.
Ya sea la separación religiosa entre cuerpo y alma, la oposición ética entre el bien y el mal, la diferenciación cartesiana entre sustancia extensa y sustancia pensante u otras dicotomías similares. Si pasamos de ese dualismo en general a las perspectivas dualistas sobre la sociedad se pueden mencionar otras oposiciones que han tenido enorme importancia en la constitución y el desarrollo de las disciplinas sociales y humanas.
Por ejemplo, los pares civilizado-primitivo, moderno-tradicional, occidental-no occidental, Oriente-Occidente, Norte-Sur, ideal-real, naturaleza-cultura, hombre-mujer, negro-blanco, indígena-no indígena, humano-no humano, comunidad- sociedad, dominante-dominado, desarrollado-subdesarrollado, ciencia-ideología, y muchos otros.
No es dualista quien utilice estas distinciones, pues sería casi imposible construir un discurso sobre la sociedad sin recurrir a ellas. Lo que vuelve dualista a una perspectiva es considerar que entre los dos elementos que se oponen existe una diferencia esencial, constitutiva, irreductible, que no es fruto de la historia, sino de características primordiales o naturales, que subsisten más allá de las experiencias, de las relaciones y de los contextos.
En los dualismos pueden distinguirse cuatro dimensiones de oposición que son pertinentes para esta discusión: la primera es ontológica, la segunda epistemológica, otra es éticovalorativa y la última es política.
La dimensión ontológica se refiere a que se considera que los dos elementos de la oposición son esencialmente distintos, tienen naturalezas diferentes. Por ejemplo, la idea de que hombres y mujeres son completamente distintos o que los negros no tienen alma y los blancos sí.
El enfoque epistemológico alude a que, debido a su naturaleza contrastante, cada uno de los extremos de la oposición debe ser conocido de una manera radicalmente distinta al otro, o bien presenta desafíos metodológicos absolutamente diferentes. Por ejemplo, el señalamiento de que los métodos para conocer la naturaleza son inconmensurables y completamente distintos a los que se utilizan para conocer la sociedad, o que no hay puntos de contacto entre las metodologías que se requieren para estudiar la economía y la cultura.
Otra muestra de dualismo epistemológico se encuentra en la constitución de una disciplina específica para el estudio de los pueblos “primitivos”: la antropología, mientras que otros campos del conocimiento, entre ellos la sociología y la economía, abordarían a las sociedades “modernas”.
La aproximación ético-valorativa consiste en estimar de manera absolutamente positiva a uno de los polos de la dualidad y de manera completamente negativa al lado contrario. Por ejemplo, afirmar que las sociedades modernas son organizadas, progresistas, abiertas y democráticas, mientras que las tradicionales serían caóticas, conservadoras, cerradas y autoritarias.
Por último, la visión política señala que debe darse un tratamiento del todo diferente a cada una de las partes que componen la dualidad. Por ejemplo, la recomendación de que los valores occidentales deben ser defendidos y promovidos mientras que los no occidentales deben suprimirse o transformarse.
Con frecuencia, estas diferentes dimensiones de las propuestas dualistas se entremezclan y se refuerzan. Cuando se piensa que las mujeres son radicalmente distintas de los hombres (ellas son pasionales, los hombres racionales, etcétera), se justifica que las vías para conocerlas son diferentes que las que se emplearían para estudiar a los varones; asimismo, las características que se les imputan se consideran inferiores a las del género masculino y el tratamiento que debe dárseles tiene que ser completamente distinto que el que se procura a los miembros varones de la sociedad.
Un ejemplo más clásico: si se cree que los “otros” pueblos son completamente distintos de las sociedades occidentales (dimensión ontológica), se requiere una disciplina especial para estudiarlos: la antropología (dimensión epistemológica), se les cuelgan atributos negativos (dimensión ético-valorativa) y se prescribe para ellos un tratamiento específico, de exclusión, integración, eliminación o aculturación, que no requerimos “nosotros” (dimensión política).
Un ejemplo de la intersección entre los campos epistemológico y ético-valorativo del dualismo se encuentra en la distinción tajante entre el conocimiento científico y otras formas de conocimiento, de la cual se deriva una sobrevaloración de la ciencia y una denigración de otros saberes. Esto no quiere decir que de la oposición ontológica se deriven las otras dicotomías dualistas, a partir de una lógica consciente y racional.
Con frecuencia ocurre lo contrario: es a partir de intereses económicos y políticos, o de los prejuicios ideológicos hacia un grupo, que se construyen argumentos que justifican su diferencia radical con respecto al propio grupo. Las diferentes dimensiones del dualismo se entremezclan y, con frecuencia, se refuerzan unas a otras.
Pese a las intersecciones que se producen entre las cuatro dimensiones del dualismo, cada una tiene sus propias especificidades y puede darse el caso de que una visión del mundo no sea dualista –o no sea por completo dualista– en todos los campos. También puede hablarse de grados de dualismo, en tanto que pueden existir diferentes intensidades en la radicalidad de la oposición que se atribuye a los términos que se confrontan. La noción colonial “los negros no tienen alma, los blancos sí”, implica un grado de oposición mucho más radical que la afirmación contemporánea de que “los negros tienen una cultura completamente diferente a la de los blancos”.
En ambos casos se trata de enunciaciones dualistas, pero no son idénticas. Existen distintos grados de dualismo, desde los más radicales que son comunes en los discursos religiosos y los fundamentalismos de todo tipo, hasta los más moderados, que son moneda corriente en los discursos políticos y académicos cotidianos. El problema no está en utilizar oposiciones o en señalar contradicciones y diferencias, ya que existen y es conveniente identificarlas y comentarlas.
El error estriba en absolutizar esas diferencias, en pensar que son de esencia y no de grado, en perder de vista su historia, en no considerarlas construcciones sociales, en llevar esas oposiciones hasta extremos de irreductibilidad y antagonismo totales.
Lo dicho hasta aquí, y en particular los ejemplos proporcionados, apuntan a un dualismo fácil de reconocer, que ha estado presente en los discursos hegemónicos desde hace varios siglos, que ha formado parte de los argumentos con los que se han justificado el colonialismo, el racismo, el patriarcado y el positivismo. Se le podría llamar dualismo hegemónico, tanto por el predominio que alcanzó en muchas disciplinas como por ser un elemento constituyente de diversos proyectos de dominación.
El dualismo hegemónico ha sido objeto de numerosas críticas durante las últimas cuatro décadas. Parecía que esos cuestionamientos apuntaban hacia un declive del dualismo en general, pero la razón dualista ha resurgido desde otros ámbitos distintos a los hegemónicos. En lo que sigue intentaré describir ese otro tipo de dualismo, el que se entrelaza con algunas perspectivas críticas, que pocas veces ha sido objeto de escrutinio.
El dualismo crítico
En ciencias sociales y humanidades los enfoques críticos se caracterizan por “considerar que el saber tiene sentido en tanto que se articula con la transformación social, con un proyecto político” (Restrepo, 2012: 130). Se trata de enfoques que no sólo buscan explicar y comprender la realidad social, sino también cambiarla, porque encuentran en esa realidad diversas formas de dominio, explotación, desigualdad, exclusión, enajenación y otros fenómenos que deben ser objeto de crítica y transformación.
Las perspectivas críticas han sido fundamentales para cuestionar el dualismo hegemónico. Han señalado el papel que han tenido las dicotomías en el pensamiento occidental y han denunciado su utilización en la dominación colonial, patriarcal y capitalista.
No obstante, hay ocasiones en que las perspectivas críticas no se desmarcan de las estructuras argumentales del pensamiento dualista, sino que sólo invierten las oposiciones clásicas, las cambian de sentido, quizá con intenciones emancipadoras y transformadoras, pero reproducen, bajo nuevas formas, el esencialismo de las formulaciones dualistas, que plantean una oposición radical e irreductible entre dos partes del mundo o dos tipos de seres esencialmente diferentes.
Esto es lo que constituye lo que llamo dualismo crítico: una perspectiva con orientaciones transformadoras, que toma partido por los grupos subalternos y las causas emancipadoras, pero que analiza los fenómenos sociales de manera dualista, destacando la oposición radical y la diferencia irreductible, esencial, entre dos mitades del mundo: Oriente y Occidente, Sur y Norte, dominados y dominadores, mujeres y hombres, negros y blancos, indígenas y no indígenas, colonizados y colonizadores, ciencia y no ciencia, etcétera.
A diferencia del dualismo clásico o hegemónico, que ha atribuido características positivas al polo dominante de la dualidad y ha estigmatizado al dominado, el dualismo crítico invierte las valoraciones: exalta el lado subalterno de las oposiciones y rechaza su parte dominadora.
En lo que ambos coinciden es en reproducir las dicotomías dualistas. ¿Cómo y por qué algunas perspectivas críticas reproducen el dualismo que dicen rechazar? Intentaré responder a esta pregunta a partir de algunos ejemplos.
Naturaleza/cultura: giro ontológico y alteridad radical
En los últimos veinte años en la sociología y la antropología se han producido críticas significativas a la oposición dualista entre naturaleza y cultura. Los trabajos de Bruno Latour, Philippe Descola y Eduardo Viveiros de Castro, por mencionar algunos de los más destacados, han mostrado con agudeza las limitaciones de las visiones que separan la naturaleza y la cultura en compartimientos estancos.
Las tesis de Bruno Latour en torno a la agencia de actores no humanos (Latour, 2007 y 2008) rompen con la separación radical de las personas y las cosas en el análisis social. Latour propone estudiar las redes de interacciones entre agentes humanos y no humanos, así como aquellos híbridos que proceden tanto de la naturaleza como de la cultura. Cuestiona el concepto de cultura y prefiere hablar de colectivos que son una articulación de procesos naturales y culturales: “Pero la noción misma de cultura es un artefacto creado por nuestra puesta entre paréntesis de la naturaleza. Sin embargo, así como no hay una naturaleza universal, tampoco hay culturas diferentes o universales. Sólo hay naturalezas-culturas y son ellas las que ofrecen la única base de comparación posible” (Latour, 2007: 153, cursivas en el original).
A partir de sus investigaciones sobre algunos pueblos amazónicos, Philippe Descola propone ir más allá de la oposición entre naturaleza y cultura (Descola, 2012). Sostiene que, en contraste con Occidente, muchos grupos indígenas no hacen una distinción tajante entre seres humanos y no humanos, sino que los ven como parte de un continuum en el que las diferencias entre ellos son de grado y no de esencia:
[…] a diferencia del dualismo más o menos estanco que, en nuestra visión del mundo, rige la distribución de los seres, humanos y no humanos, en dos campos radicalmente distintos, las cosmologías amazónicas despliegan una escala de seres en la que las diferencias entre hombres, plantas y animales son de grado y no de naturaleza. […]
A pesar de sus diferencias, todas estas cosmologías tienen una característica común: no establecen una distinción esencial y tajante entre los humanos, por una parte, y un gran número de especies animales y vegetales, por otra. La mayor parte de las entidades que pueblan el mundo están unidas unas a otras en un vasto continuum animado por principios unitarios y gobernado por un régimen idéntico de sociabilidad (Descola, 2004: 26 y 28).
De manera similar, el antropólogo brasileño Eduardo Viveiros de Castro critica la distinción clásica entre naturaleza y cultura y las dicotomías que con ella se han asociado:
[…] esta crítica exige la disociación y redistribución de las cualidades atribuidas a las series paradigmáticas que tradicionalmente se oponen bajo las etiquetas de Naturaleza y Cultura: universal y particular, objetivo y subjetivo, físico y moral, hecho y valor, dado y construido, necesidad y espontaneidad, inmanencia y trascendencia, cuerpo y espíritu, animalidad y humanidad, entre otras tantas (Viveiros de Castro, 2004: 37).
Me parece muy atinada la sugerencia de Viveiros de Castro de disociar las cualidades que tradicionalmente se han atribuido a cada uno de los polos de la oposición. Es una recomendación útil no sólo en relación con el par naturaleza y cultura, sino también para el estudio de otras particiones. Las cualidades no se pueden atribuir a priori a cada parte de la dicotomía, no son esenciales ni excluyentes, tienen que investigarse en cada caso concreto.
A partir de las agudas formulaciones de Latour, Descola y Viveiros de Castro pudiera pensarse que en las ciencias sociales contemporáneas resta muy poco espacio para perspectivas dualistas en torno a la naturaleza y la cultura. Sin embargo, muchas de las ideas de estos autores han sido utilizadas justo para reforzar otro tipo de dualismo, el que opone de manera radical a las sociedades consideradas modernas con los pueblos indígenas o no occidentales.
El llamado “giro ontológico” en la antropología es un buen ejemplo de los dilemas que enfrenta el dualismo crítico. Las tesis, certeras y fundadas en excelentes estudios etnográficos, de que algunos pueblos de la Amazonia y de otras latitudes no hacen una distinción tajante entre naturaleza y cultura se han esgrimido para argumentar la existencia de una diferencia absoluta entre las modernas sociedades occidentales y otras sociedades. Se emplea la noción de alteridad radical o diferencia radical (Escobar, 2014: 109) para mostrar los abismos que existen entre estas dos entidades. La idea de alteridad radical supone la inconmensurabilidad de los mundos ajenos al nuestro, como ha señalado González-Abrisketa (2016: 116), quien ha resumido así algunas de las críticas al dualismo del giro ontológico:
[…] En directa referencia al multinaturalismo de Viveiros de Castro, se ha señalado que los postulados sobre la alteridad radical y los mundos inconmensurables no permiten, en su ensimismamiento, tomar en cuenta conflictos ni historicidades de mundos ensamblados, ni redes de interés globales, y por tanto no proporcionan [las] herramientas necesarias para comprender problemas compartidos, ni siquiera las luchas políticas de los llamados “nativos” (Kohn, 2015; Ramos, 2012).
En segundo lugar, los y las que difieren de los principios fundacionales del llamado “giro ontológico” han notado que, en el anhelo de dejar atrás el dualismo naturaleza- cultura, se reifica el dualismo moderno-premoderno, y sobre todo la contraposición que se hace del multinaturalismo amerindio con el mononaturalismo y multiculturalismo euroamericanos.
Postular que existe una alteridad radical, absoluta, entre la cosmovisión del científico social y aquéllas de los grupos que estudia no ayuda a la comprensión de la diversidad cultural, sino que la encasilla en dos compartimientos estancos: vuelve a trazar una línea de demarcación total entre ellos y nosotros.
Una cosa es reconocer que existen diferencias culturales muy profundas, lo cual es cierto, y otra es absolutizar esas diferencias hasta plantear que son inconmensurables. Desde mi punto de vista las dificultades comunicativas no son exclusivas de las interacciones entre Occidente y otras sociedades. Ni en las relaciones interculturales ni en aquellas que se producen entre personas con bagajes culturales similares se logra la conexión total; por muchas coincidencias que existan o por muy buena que sea la comunicación siempre habrá un margen de incomprensión. Nunca hay ni alteridad radical ni mismidad o identidad radical, lo que sí existe son las diferencias más o menos profundas, niveles de comprensión mayores o menores.
El punto central de la discusión es si las diferencias son absolutas, radicales, esenciales, insuperables, o si, a pesar de ser profundas, son de grado y, por lo tanto, puede crearse algún tipo de conexión, traducción o conmensurabilidad. Viveiros de Castro señala que “[…] los dos puntos de vista cosmológicos aquí comparados –a los que he llamado ‘occidental’ y ‘amerindio’– no son ‘composibles’[1] desde nuestro punto de vista” (2004: 67, cursivas en el original). En efecto, desde un punto de vista etnocéntrico son cosmovisiones que no pueden armonizarse, son intraducibles e incompatibles.
Ahora bien, si se supera el etnocentrismo, desde otros marcos de referencia, los diferentes puntos de vista pueden dialogar y encontrar espacios de concertación entre ellos. Latour insiste en que nunca fuimos modernos, que no existen diferencias esenciales entre los distintos colectivos que enlazan agentes humanos y no humanos.
Propone una antropología simétrica que “suspende toda afirmación sobre lo que distinguiría a los occidentales de los otros” (Latour, 2007: 152). Sostiene que hay similitudes profundas entre las distintas naturalezas- culturas, porque entre ellas existen diferencias de escala y de grado, no ontológicas: “Hay en verdad diferencias de tamaño. No hay diferencias de naturaleza, y mucho menos de cultura” (Latour, 2007: 159).
¿Por qué, entonces, muchos científicos sociales insisten en trazar fronteras infranqueables entre Occidente y el resto del mundo? Latour aventura una hipótesis: “No es sólo por arrogancia por lo que los occidentales se creen radicalmente distintos de los otros, también por desesperación y autocastigo. Les gusta cultivar [el] miedo a propósito de su propio destino” (Latour, 2007: 166). Se puede agregar que no basta con criticar una sola de las dicotomías dualistas, en este caso la oposición radical entre naturaleza y cultura, sino que se debe cuestionar el pensamiento dualista en general, porque de no ser así puede reaparecer de otra manera, por ejemplo bajo la tesis de la alteridad radical entre las sociedades modernas y otras sociedades.[2]
Ahora bien, ¿qué implicaciones tiene el hecho de que el llamado giro ontológico cuestione la noción misma de cultura?; ¿significa que deberíamos abandonar el concepto de cultura y sustituirlo por el de ontología o por el de naturalezacultura?
Me parece que no es así. Lo que cuestiona el giro ontológico es la separación conceptual entre el mundo de los humanos y el de las entidades no humanas o, dicho de otro modo, la escisión analítica radical entre naturaleza y cultura.
Es pertinente la sugerencia de evitar esa escisión, para tomar en cuenta las múltiples intersecciones entre los distintos tipos de agentes y la coproducción de la naturaleza y la cultura.
Aunque los fenómenos culturales siguen existiendo, es decir, sigue habiendo procesos de producción, intercambio y apropiación de significados. Y por ende también siguen presentes las diferencias culturales. La circunstancia de que haya otro tipo de diferencias –ontológicas, políticas, económicas, etcétera– no elimina la diversidad cultural, por lo que el concepto de cultura mantiene su relevancia, lo mismo que el estudio de esa diversidad. Los conceptos de ontologías o naturalezasculturas no hacen desaparecer lo cultural, sino que lo articulan con otros fenómenos. Por eso no pueden verse como alternativas o como sustitutos de la noción de cultura, sino como intentos para enmarcarla en un contexto más abarcador.
Esos conceptos se enfrentan prácticamente a los mismos dilemas y cuestionamientos que la propia idea de cultura. Explorar la interpretación entre lo natural y lo cultural puede generar una apertura del análisis cultural, pero debe hacerse sin reproducir otras dicotomías dualistas.
Oriente/Occidente: los riesgos del occidentalismo
Debemos a Edward Said la crítica del orientalismo como visión estereotipada y homogeneizadora de las culturas no occidentales (Said, 2008). En sus palabras, la acepción más generaldel orientalismo es “[…] un estilo de pensamiento que se basa en la distinción ontológica y epistemológica que se establece entre Oriente y —la mayor parte de las veces— Occidente”(Said, 2008: 21, resaltado en el original).
En las últimas décadas,la antropología ha tratado de evitar el orientalismo, mediante el análisis de la complejidad y diversidad de las culturas no occidentales, mostrando la heterogeneidad, las tensiones y las contradicciones que se producen en ellas. Pese a que persistenlas tentaciones románticas que llevan a idealizar a las comunidades indígenas, se ha avanzado en la deconstruccióndel orientalismo y de las visiones que veían una correspondenciaautomática entre grupo étnico, cultura e identidad(Grimson, 2011).
Muchos trabajos etnográficos, entre otros losde Marisol de la Cadena, han mostrado que las barreras entre indígenas y mestizos no son infranqueables, que las identificaciones se construyen en interacciones conflictivas y que persistela heteroglosia pese a los intentos de purificar y delimitarlas identidades (De la Cadena, 1991 y 2006). Sin embargo, se ha avanzado muy poco en la deconstrucción del otro polo de la dualidad, el que se refiere a Occidente.
Aunque la inmensa mayoría de los pensadores críticos simpatizan con las tesis de Said sobre el orientalismo, con frecuencia caen en el occidentalismo (Carrier, 1995), es decir, conservan una visión estereotipada de Occidente, y sostienen una distinción ontológica y epistemológica entre Occidente y el resto del mundo. Encontramos con frecuencia descripciones de Occidente o de la cultura occidental como si fueran algo homogéneo, monolítico, sin tensiones ni contradicciones internas. Se olvida que eso que llamamos Occidente nunca existió aislado del Oriente y de otras regiones, que se constituyó en la interacción. Se pierde de vista que, en sentido estricto, Occidente no es una realidad empírica que se pueda identificar con claridad o que tenga fronteras nítidas, sino una construcción discursiva que fue acuñada por algunos agentes como parte de estrategias de dominación.
Ahora bien, algunas perspectivas críticas insuflan nueva vida a esa construcción discursiva para ubicarla como blanco predilecto de muchos de sus embates. Se reproduce la dicotomía Oriente/Occidente cuando se piensa que la cultura occidental es homogénea y radicalmente distinta de todas las demás.
Por ejemplo, el texto “Ciencias sociales: saberes coloniales y eurocéntricos”, de Edgardo Lander (2000), agrupa una gran cantidad de vertientes de la filosofía y de diversas ciencias sociales producidas en Europa y en Estados Unidos entre los siglos XVI y XX como si formaran un conjunto articulado y monolítico, parte de un mismo proyecto hegemónico occidental de dominación y exclusión, al que se podrían oponer los postulados críticos latinoamericanos, que constituirían otro bloque igualmente coherente.
En la antropología contemporánea es frecuente tildar de esencialistas a las etnografías que presentan como algo uniforme la cultura de un grupo étnico integrado por unos cuantos miles de personas que viven en la misma región, porque no advierten las diferencias que existen a su interior a partir del género, la generación, la localidad, el rango, la escolaridad o la clase social. Sin embargo, muchas veces se aceptan cómo válidas las generalizaciones sobre Occidente o sobre la cultura occidental, a pesar de que meten en un mismo saco a decenas de países, a cientos de millones de personas, a varios siglos de historia. ¿Cómo es posible que se acepte tal desmesura analítica, sin mayor reflexión? Me parece que esto se debe a una sobredeterminación de la agenda política sobre la investigación.
Vivimos en una época con terribles dilemas ambientales y con enormes desigualdades sociales y regionales. Este contexto estimula la tentación de achacar todos los males a un solo responsable: los países ricos y la civilización occidental que defienden. Por supuesto que los Estados-nación industrializados, sus clases dominantes y muchas de las características de eso que se llama genéricamente “cultura occidental” (el consumismo, la primacía de la ganancia individual, el afán por el crecimiento a toda costa, la fe ciega en el conocimiento científico, etcétera) tienen una importante responsabilidad en el deterioro ambiental y en la desigualdad social, pero hay muchos otros actores y factores en juego, además de que dichas características también se presentan en otras partes del mundo y de que “Occidente”, o la “cultura occidental”, es en sí mismo mucho más diverso y heterogéneo que las caricaturas que con frecuencia se confeccionan sobre él.
Son configuraciones culturales complejas y contradictorias. Reducirlas a unos cuantos rasgos negativos borra siglos de historia y pierde de vista la agencia de millones de mujeres y hombres. Además de que la constitución de lo que llamamos Occidente no es una historia aislada, sino el resultado de muchas interacciones en las que también ha participado el resto del mundo, de muchas maneras. Se fabrica una versión crítica de Occidente, pero tan simple y tan reduccionista como las imágenes estereotipadas de Oriente que analizó Said.
En el discurso político es atractivo recurrir a una dicotomía que opone radicalmente un Occidente perverso, individualista, explotador y depredador a un no-Occidente comunitario, solidario y en armonía con la naturaleza. No obstante, estos discursos reproducen concepciones esencialistas que no ayudan a comprender los procesos sociales contemporáneos.
El occidentalismo puede combatirse mediante la realización de estudios sobre las múltiples y diversas configuraciones culturales que existen en las sociedades contemporáneas.
En lugar de simplemente repetir las trilladas narrativas sobre Occidente sería más interesante hacer etnografías de los diversos occidentes, con minúscula; indagar cómo en cada lugar y en cada proceso se articulan y se confrontan de manera particular distintos actores y diferentes lógicas culturales.
También hay que evitar la oposición dualista entre cultura occidental y culturas indígenas, como si fueran absolutamente diferentes y no hubiese intersecciones entre ellas. Un ejemplo de lo anterior son los planteamientos de Arturo Escobar, quien se ha distinguido por criticar las ontologías dualistas y defender las relacionales y posdualistas (Escobar, 2014). No obstante, esta intención relacional se ve limitada porque atribuye de manera tajante (y dualista) virtudes relacionales a los movimientos sociales y a los pueblos amerindios, mientras que achaca defectos dualistas a la sociedad occidental, como si en el pensamiento moderno en Occidente no existieran los planteamientos relacionales y, a su vez, otras cosmovisiones estuvieran exentas de dualismos.
Esta propensión a la atribución dualista de cualidades y defectos se puede ilustrar en las, siguientes afirmaciones: “[…] por un lado, los conocimientos modérnicos (CMs) son limitados para iluminar caminos ante la crisis social, ecológica y cultural actual y, por el otro, los conocimientos pachamámicos (CPs) son vitales para ello” (Escobar, 2011: 268, cursivas en el original). “Es claro, sin embargo, que los CPs, que provienen más directamente de los movimientos sociales, son un espacio de particular relevancia social, política y ecológica de las ontologías relacionales” (Escobar, 2011: 269).
Incluso un fuerte crítico del dualismo como Arturo Escobar incurre en posiciones dicotómicas debido a sobredeterminaciones ideológicas y políticas que conducen a separar el mundo en dos mitades absolutamente diferentes: el de las ontologías no occidentales, que son vistas como fuente de alternativas deseables, y el de la filosofía occidental, que es considerada como esencialmente negativa. Es válido simpatizar con o diferir de una determinada cosmovisión; lo que es dualista es atribuir a priori todas las cualidades positivas a la ontología que se prefiere y un cúmulo de inconveniencias a la que se rechaza, sin dejar espacio para la indagación concreta de sus características realmente existentes.
Antropologías del Norte/antropologías del Sur: ¿diferencias esenciales o históricas?
Otra dicotomía que recurre a los puntos cardinales y que hoy está en boga es la que opone al Norte y al Sur, o su variante centro-periferia. Es frecuente encontrar expresiones como “antropologías del Sur” (Krotz, 1993), o “antropologías centrales y periféricas” (Cardoso de Oliveira, 1999). Esta oposición muestra las diferencias que existen entre la antropología que se desarrolla en distintos países, distinguiendo los que han sido hegemónicos en el campo antropológico (Inglaterra, Francia, Estados Unidos, entre otros), de otras naciones industrializadas que han tenido menos influencia en las teorías antropológicas a nivel mundial (por ejemplo, España, Suecia, Japón), y los Estados del Sur, con toda su diversidad.
También permite reflexionar sobre las relaciones de poder y de sentido que se presentan en la disciplina de la antropología global (Lins Ribeiro y Escobar, 2009; Restrepo, 2012). El problema comienza cuando estas diferencias entre las prácticas antropológicas –que efectivamente existen– dejan de ser vistas como configuraciones fruto de la historia y son presentadas como divergencias esenciales que delimitan de manera rígida dos tipos de conocimiento completamente diferentes.
De ahí a atribuirles virtudes y defectos inherentes y permanentes a cada uno de los dos tipos de antropología hay sólo un paso. Los dualismos ontológico y epistemológico se convierten con facilidad en dualismo ético-valorativo. Hay quienes piensan que las antropologías del Sur tienen que romper por completo con las llamadas antropologías hegemónicas:
Algunos antropólogos señalan que el paradigma occidental de la antropología, centrado en el estudio de la alteridad, no es el adecuado para las cuestiones que interesan a los países del Tercer Mundo, en pleno proceso poscolonial y de construcción nacional. Esto lleva a algunos a proponer rupturas totales con la epistemología occidental de la Ilustración, a centrarse en paradigmas basados en marcos teóricos de saber local (por ejemplo, de base teológica), que se niegan a “reconocer” a la ciencia occidental como interlocutora posible (Kaviraj, 2000; Ramanujan y Narayana Rao, en Subrahmanyan, 2000: 92; Fahim y Helmer, 1980).
A otros los lleva a cuestionar cuál sería el nuevo paradigma antropológico en un contexto de fin del proyecto colonial que produjo el paradigma de la “alteridad”. Mafeje (1976), por ejemplo, señala que el paradigma antropológico es idéntico al de las demás ciencias sociales burguesas –fundamentalmente positivista y funcionalista–, que está vinculado a la expansión del capitalismo liberal y llamado a desaparecer si se adopta una perspectiva epistemológica verdaderamente radical (Narotzky, 2011: 32).
¿Cómo mantener el impulso crítico que subyace a las discusiones sobre las antropologías del Sur sin caer en el dualismo?; ¿cómo conservar la perspectiva global que ofrece la indagación de las antropologías del mundo sin quedar atrapados en las trampas de las dicotomías rígidas? Para ello se precisa un concepto de cultura que rompa con la ecuación entre posición en la estructura social y adscripción cultural.
En muchos conceptos convencionales de cultura la ubicación social determina por completo la cultura de los agentes: todos los nuer comparten la cultura nuer, los mexicanos tienen la cultura mexicana, la clase alta tiene cultura de clase alta, los antropólogos franceses desarrollan una antropología del Norte, los antropólogos colombianos hacen antropología del Sur, etcétera. Si bien el origen geográfico y social, la posición de clase, la inserción institucional y la ubicación en el campo inciden en la manera de pensar y en las formas de hacer antropología, no se trata de una determinación absoluta. Los procesos de construcción y transmisión de significados tienen una cierta autonomía, los sujetos cuentan con capacidad de agencia y de interpretación, además de que las mediaciones importan (Martín-Barbero, 1991).
Despojadas del dualismo, las distinciones Norte-Sur y centro-periferia son un buen punto de partida, pero habrá que indagar en cada caso las características específicas de los procesos de producción de conocimientos.
Justo es decir que muchos autores que han escrito sobre las antropologías del Sur lo han hecho sin caer en posiciones dualistas, pues su preocupación se ha centrado en mostrar la pluralidad de la disciplina y en hacer visible a la antropología generada desde enfoques y lugares diferentes a los hegemónicos (Cardoso de Oliveira, 1999; Krotz, 1993; Lins Ribeiro y Escobar, 2009; Narotzky, 2011).
Epistemologías del Norte/epistemologías del Sur: el dualismo que resurge en donde menos se le espera
En estrecha conexión con el punto anterior se ubican las discusiones impulsadas por el pensador portugués Boaventura de Souza Santos sobre las epistemologías del Sur, que reclaman nuevos procesos de producción y de valorización de conocimientos, científicos y no científicos “[…] a partir de las prácticas de las clases y grupos sociales que han sufrido, de manera sistemática, destrucción, opresión y discriminación causadas por el capitalismo, el colonialismo y todas las naturalizaciones de la desigualdad en las que se han desdoblado”. (Santos, 2012: 16).
Boaventura de Souza Santos se ha propuesto superar el dualismo que ha caracterizado a buena parte del pensamiento occidental. Esto se observa en su crítica del pensamiento abismal que traza
[…] líneas radicales que dividen la realidad social en dos universos, el universo de “este lado de la línea” y el universo “del otro lado de la línea”.
La división es tal que “el otro lado de la línea” desaparece como realidad, se convierte en no existente, y de hecho es producido como no existente. No existente significa no existir en ninguna forma relevante o comprensible del ser (Santos, 2010: 12).
La afirmación anterior es una aguda crítica del dualismo ontológico que plantea que existe una separación radical entre dos tipos de seres. Asimismo, Boaventura de Souza Santos sostiene que existen distintas formas de conocimiento que pueden colaborar en una ecología de saberes. Afirma también que debe darse “igualdad de oportunidades a las diferentes formas de saber” (Santos, 2009: 116). Sin embargo, quizá como reacción frente a las relaciones de dominación, o tal vez para tratar de contrarrestar la supremacía que ha ejercido la ciencia sobre otras formas de conocimiento, De Souza Santos contradice esa igualdad de oportunidades, porque con frecuencia destaca las características negativas del conocimiento científico al mismo tiempo que resalta las cualidades positivas de las demás formas.
Por ejemplo, afirma que el científico es “totalitario”, porque niega el carácter racional de otras formas de conocimiento (Santos, 2009: 21), “desencantado y triste, […pues] al objetivar los fenómenos los objetualiza y degrada” (Santos, 2009: 37). Tiende a sobrevalorar las maneras del conocer producidas en el Sur, a las que considera emancipatorias y con mayor impulso para generar innovaciones cognitivas, en particular si están vinculadas a las luchas de los pueblos indígenas.
Reaparecen las dicotomías y los esencialismos, como si el conocimiento científico fuera siempre “occidental”, proveniente del “Norte” y de los poderosos y, por lo tanto, objeto de sospecha, mientras que lo que viene de las luchas del Sur fuera siempre positivo. Aunque Boaventura de Souza es muy cuidadoso en señalar los aportes que ha hecho la ciencia y las limitaciones que tiene el sentido común (Santos, 2009: 55-56), tiende a atribuir virtudes gnoseológicas intrínsecas a los saberes que son producidos por sujetos subalternos que tienen posiciones políticas rebeldes, mientras que atribuye defectos a los conocimientos generados por sujetos que ocupan posiciones de poder, como si la orientación ideológico-política, la ubicación en la estructura social o el origen étnico otorgaran a priori validez o invalidez desde el punto de vista epistemológico.
Una cosa es criticar las desigualdades y las diferencias de poder que existen en la producción de conocimientos y otra muy distinta es sobredeterminar el valor del conocimiento a la posición política de quien lo genera. Se advierte en sus postulados una tensión entre un lúcido intento por superar las dimensiones cognitivas y epistemológicas del dualismo hegemónico y un apego a las características ético-valorativas y políticas del dualismo crítico, que reintroduce líneas abismales entre Occidente y el resto del mundo, entre lo dominante y lo subalterno.
Para trascender el dualismo epistemológico es fundamental no exaltar ni descartar a priori ningún tipo de conocimiento, sino brindar a todos los saberes respeto y verdadera igualdad de oportunidades, pero también someterlos a todos al escrutinio y a la crítica, porque ninguno es esencialmente positivo o negativo. La propuesta, perfectamente legítima, de cuestionar las prácticas cognitivas hegemónicas y al mismo tiempo revalorar los conocimientos producidos por quienes han sido excluidos, discriminados y estigmatizados no debería dar paso a la idealización de las sabidurías populares y a la estigmatización de los postulados científicos, en una inversión de las dicotomías coloniales que sigue siendo dicotómica.
Todas las personas pueden producir saberes válidos, sin que el grado de profesionalización, el origen étnico, la clase social, el género o cualquier otra distinción otorgue virtudes o defectos cognitivos a priori. Esto implica que las diferentes formas de conocimiento y los saberes producidos por todas las personas son reconocidos como valiosos, al mismo tiempo que se aceptan sus limitaciones, por lo que todos deben estar sujetos a la crítica y la vigilancia epistemológica, ya que ninguno tiene de antemano la garantía de ser objetivo, científico o emancipador.
Hegemonía/subordinación: las geometrías variables del poder
Comencemos por la ruptura con lo que Mattelart ha llamado la “contrafascinación del poder”, ese funcionalismo de izquierda según el cual el sistema se reproduce fatal, automáticamente y al través de todos y cada
uno de los procesos sociales. Concepción alimentada desde una teoría funcionalista de la ideología —por más marxista que ésta se proclame
[…]. Frente a ese fatalismo paralizante, desmovilizador, estamos comenzando a comprender que si es cierto que el proceso de acumulación del capital requiere formas cada vez más perfeccionadas de control social y modalidades cada vez más totalitarias, también es la pluralización del poder. Estamos comenzando a romper con la imagen, o mejor con el imaginario, de un poder sin fisuras, sin brechas, sin contradicciones que a la vez lo dinamizan y lo tornan vulnerable. Se trata, tanto en la teoría como en la acción política, de un desplazamiento estratégico de la atención hacia las zonas de tensión, hacia las fracturas que, ya no en abstracto sino en la realidad histórica y peculiar de cada formación social, presenta la dominación (Martín-Barbero, 2002: 108-109).
Uno de los núcleos duros del dualismo crítico reside en las concepciones esencialistas del poder y la dominación. Las ciencias sociales han tratado de despojarse de las concepciones esencialistas de la cultura, pero éstas han resurgido, en parte, porque se ha mantenido una concepción esencialista del poder que, en lugar de ser entendido como una relación social, es visto como una cosa que unos poseen (los poderosos) y de la que otros carecen (los dominados).
Como ejemplo de estas concepciones esencialistas pueden mencionarse los planteamientos de Louis Althusser, quien veía a la ideología como un mecanismo perfectamente aceitado, capaz de reproducir la visión del mundo de la clase dominante y de imponerla al conjunto de la sociedad (Althusser, 1971). La concepción del poder como un aparato o un dispositivo controlado de manera unilateral no ha desaparecido, sino que resurge bajo distintos ropajes en diferentes momentos, con la característica común de sobrevalorar la dominación. La fascinación por el poder omnímodo del capitalismo puede reforzar la dominación, como lo ha señalado Philippe Corcuff en un diálogo con los zapatistas de Chiapas:
Y hablar de la hidra capitalista nos hace perder una parte importante del problema. Pues al hablar de la “hidra” contribuimos a darle simbólicamente
poder al capitalismo que nosotros combatimos. […] ¿Y si nuestras subjetividades individuales y colectivas participan en la sobrevaloración de la fuerza del capitalismo?; ¿y si nuestras angustias, nuestros miedos, nuestros fatalismos, nuestros conformismos, incluidos los de los más críticos de nosotros, contribuyen a fabricar la monstruosidad de acero del capitalismo?; ¿y si saca parte de su fuerza de nuestras creencias acerca de su fuerza?
Incluso los sectores del pensamiento crítico contribuyen en esta dirección al pensar el capitalismo como una totalidad coherente y casi impenetrable, como algo que tiene una dinámica de recuperación ilimitada (Corcuff, 2015: 178-179).
Los estudios críticos han resquebrajado las concepciones demasiado “consensuales” de la cultura (Thompson, 1995:19), que la presentan como un conjunto de normas y valores compartidos por toda la sociedad, sin prestar atención a las tensiones y contradicciones. Al explorar las intersecciones entre simbolismo y poder han enriquecido nuestra comprensión de los procesos culturales y políticos. El problema está en reproducir una concepción esencialista del poder, como algo que ejercen unilateralmente los poderosos sobre una masa pasiva de oprimidos, lo cual reintroduce el dualismo, en tanto que se considera que unos agentes son absolutamente dominantes y otros son completamente dominados, que unos tienen una agencia ilimitada y otros carecen de ésta.
Se piensa que el arriba y el abajo son posiciones fijas y estáticas, sin advertir la geometría variable de las relaciones de poder, que implica interacciones complejas en las que la resistencia y la contestación están siempre presentes, en las que todos los participantes utilizan recursos de poder (aunque sean asimétricos) y en donde muchos agentes tienen una posición dual (son dominados frente a unos actores y dominantes en relación con otros, pueden ser hegemónicos en algunos contextos y subalternos en varios otros).
Hace varias décadas Jesús Martín-Barbero criticó el viejo dualismo que oponía a la élite y al pueblo, así como las consecuencias excluyentes de esa dicotomía:
Para la élite la cultura es distancia y distinción, demarcación y disciplina; exactamente lo contrario de un pueblo, al que definirían sus “necesidades inmediatas”. ¿Desde dónde pensar la identidad mientras siga imperando una razón dualista, atrapada en una lógica de la diferencia que trabaja levantando barreras, que es lógica de la exclusión y la transparencia? (Martín-Barbero, 1991: 205).
¿Quién diría que dentro de algunos enfoques críticos de la exclusión surgiría un nuevo dualismo, con sentido inverso, pero igualmente dicotómico? Para salir de este nuevo dualismo se requiere una visión relacional del poder, que muestre las fracturas y las tensiones, lo mismo que la complejidad de los actores. Si se considera que la hegemonía es absoluta y que los dispositivos de poder son infalibles, por más que se les critique no queda espacio para la resistencia y la transformación.
Al absolutizar el poder los argumentos del dualismo crítico pueden propiciar inercias conservadoras.
¿Por qué resurge el dualismo?
En muchos enfoques críticos del dualismo hegemónico resurgen otras formas de dualismo, quizá contrahegemónicas, pero no por ello menos dicotómicas. En los apartados anteriores traté de mostrar que eso ha sucedido con algunos planteamientos del giro ontológico, con las visiones esencialistas de Occidente, con la oposición entre epistemologías del Norte y epistemologías del Sur, con las concepciones esencialistas del poder. ¿Por qué ha ocurrido este resurgimiento del dualismo? No hay respuestas simples a esta pregunta, me aventuro a sugerir algunas hipótesis.
El primer factor a tomar en cuenta es la facilidad cognitiva: resulta más sencillo invertir el sentido de una dicotomía muy arraigada que escapar de ella. Durante siglos el pensamiento moderno ha estado atrapado en el lenguaje y en las estrategias argumentativas del dualismo hegemónico. Para salir de esa trampa no sólo hay que deconstruir las oposiciones dualistas, sino que hay que dar paso a otros lenguajes, a otras categorías y a otras formas de debatir. Es preciso introducir muchos matices y muchas gradaciones. Esto es complicado; resulta mucho más simple utilizar, con otros propósitos, la enorme fuerza que ya tienen las formulaciones dualistas establecidas. Eso se realiza mediante una inversión de las valoraciones asociadas con los términos de una dicotomía. Por ejemplo, en lugar de un complejo análisis histórico, sociológico, relacional y contextual sobre lo que han sido y son Oriente y Occidente, sus relaciones, sus interpenetraciones y su constitución mutua, basta con revalorar lo no occidental y señalar las características negativas que tiene Occidente. Se mantiene la dicotomía, pero se critica lo que antes se consideraba deseable y se revalora lo que se estigmatizaba.
El segundo factor que incide en el resurgimiento del dualismo es de tipo contextual: América Latina es una región muy polarizada, con una gran desigualdad social, con enormes brechas entre las élites y el resto de la población. En lo que va de este siglo ha habido fuertes confrontaciones políticas; por ejemplo, entre partidarios y adversarios de las políticas neoliberales, o entre quienes apoyan a gobiernos de izquierda y quienes se oponen a ellos. Esto constituye un entorno propicio para el florecimiento de propuestas analíticas que establecen límites claros y tajantes entre los grupos étnicos, los sectores sociales y las tendencias ideológicas.
En las ciencias sociales de América Latina nunca fueron hegemónicos los enfoques posmodernos, que insisten en el carácter lábil de las culturas y en la porosidad de las fronteras. Han tenido un poco más de aceptación las propuestas constructivistas y configuracionistas, que analizan cómo se crean y se modifican las culturas, cómo se erigen y se transforman los límites identitarios, poniendo el énfasis en las relaciones de poder, como se muestra en los trabajos de Néstor García Canclini (1989), Alejandro Grimson (2011) y Eduardo Restrepo (2012).
Esas tendencias configuracionistas han introducido matices muy importantes, pero en muchos casos no han permeado a la mayoría de los científicos sociales de la región.
En contraste, han encontrado mayor eco en América Latina las propuestas críticas que enfatizan las oposiciones radicales entre Oriente y Occidente, colonizados y colonizadores, indígenas y no indígenas, blancos y negros, etcétera.
Baste mencionar la enorme difusión que han tenido las ideas de Enrique Dusell, Arturo Escobar, Walter Mignolo, Aníbal Quijano y Boaventura de Souza Santos. La polarización económica, social y política de la región es tierra fértil para el dualismo.
Por último, el ascenso del dualismo crítico expresa la confluencia y la retroalimentación entre algunos sectores de la academia y algunos movimientos sociales. El carácter profundamente excluyente de las sociedades latinoamericanas favorece el desarrollo de movimientos sociales antisistémicos que asumen discursos dualistas, que trazan fronteras nítidas entre “ellos” y “nosotros”, que recurren a narrativas esencialistas en el reclamo de sus derechos. Un caso paradigmático es el de la emergencia étnica en la región, en la que algunos movimientos se han apropiado de manera creativa de los discursos esencialistas sobre lo indígena, invirtiendo su sentido.
Si durante siglos han sido víctimas de un discurso esencialista excluyente es perfectamente legítimo que ahora, como parte de sus estrategias de lucha, utilicen ese mismo esencialismo con fines incluyentes y emancipadores.
¿Qué hacer frente al esencialismo discursivo de las luchas sociales? No creo que sea tarea de los analistas emitir juicios positivos o negativos al respecto, ¿con qué autoridad?, ¿desde dónde juzgarlos? Durante décadas muchos antropólogos construyeron visiones estereotipadas e idealizadas sobre las comunidades indígenas y sus culturas, sobre su homogeneidad, su unidad interna, sobre su alteridad radical respecto de la cultura dominante, sobre su relación armónica con el medio ambiente. Mal haríamos ahora los científicos sociales en juzgar a los indígenas por apropiarse de esos estereotipos y utilizarlos para promover sus reivindicaciones.
Esas expresiones merecen respeto, pero este último no tiene por qué llevar a considerar esos estereotipos como verdades científicas, como descripciones precisas y certeras de la realidad. Me parece que ese ha sido uno de los desaciertos del dualismo crítico: adoptar, alimentar y reproducir las visiones esencialistas y las dicotomías irreductibles.
Una cosa es el apoyo, la solidaridad y el compromiso con un movimiento social y otra muy distinta convertir sus consignas políticas en verdades académicas. La solidaridad con los grupos subalternos no obliga al analista de la cultura a adoptar los postulados esencialistas o dualistas que manifiestan algunas de las personas con quienes realiza su trabajo de investigación. Es muy fructífero el diálogo entre las teorías del investigador y las nativas, las cuales tienen que ser aceptadas como saberes válidos y respetables (Peirano, 1995), pero ese diálogo no tiene por qué derivar en la aceptación, por parte del investigador, de todos los puntos de vista de los sujetos con quienes trabaja, incluyendo las formulaciones esencialistas y dualistas.
¿Hay espacio para posiciones críticas que no estén atrapadas en el dualismo?
Es posible ser crítico sin caer en el dualismo, sin adoptar una concepción esencialista de la cultura, sin pensar que las culturas son realidades homogéneas al interior y con límites precisos hacia el exterior, sin suponer que son irreductibles y absolutas las diferencias entre Oriente y Occidente, Norte y Sur, indígenas y no indígenas, dominantes y dominados, conocimientos científicos y no científicos.
El pensamiento de Jesús Martín-Barbero ofrece caminos muy sugerentes para sostener un enfoque crítico que no quede atrapado por la razón dualista; propone salir de la lógica de las exclusiones, realizar “[…] un desplazamiento estratégico de la atención hacia las zonas de tensión, hacia las fracturas” (Martín-Barbero, 2002: 109).
Plantea analizar las particularidades de cada contexto, advertir las mediaciones, explorar los mestizajes y las hibridaciones. En esta línea también resulta muy útil la sugerencia de Alejandro Grimson de dejar de pensar a las culturas como cosas, como estructuras rígidas e invariables; en vez de ello propone verlas como configuraciones: “Hay cinco aspectos constitutivos de toda configuración cultural que, no obstante, no forman parte de las definiciones antropológicas clásicas de ‘cultura’: la heterogeneidad, la conflictividad, la desigualdad, la historicidad y el poder” (Grimson, 2011: 187).
Un aspecto fundamental para comprender la heterogeneidad de una cultura es reconocer la capacidad de interpretación y apropiación que tienen las personas, lo que ocasiona que no existan significados únicos. Es posible que haya significados dominantes, algunas interpretaciones pueden estar más difundidas que otras, pero la diversidad interna y la heteroglosia siempre serán posibles (De la Cadena, 2006).
En cuanto a la conflictividad, es necesario poner atención a las continuas disputas en la construcción y circulación de significados, en ver una cultura como “[…] un fondo de recursos diversos, en el cual el tráfico tiene lugar entre lo escrito y lo oral, lo superior y lo subordinado, el pueblo y la metrópoli; es una palestra de elementos conflictivos” (Thompson, 1995:19).
Sin embargo, es necesario evitar el riesgo de absolutizar el conflicto, de pensar que la contienda es la única forma posible de relación. También son posibles los acuerdos, la construcción colaborativa de significados. Cooperación y conflicto son dos dimensiones que pueden estar presentes en toda interacción significativa.
Las perspectivas críticas insisten, con toda razón, en poner atención a la desigualdad que está presente en los procesos culturales. En la construcción de significados no sólo importa lo que se dice, sino quién lo dice y desde qué lugar lo dice. Las asimetrías en los recursos de los cuales disponen los diferentes agentes permean y condicionan la producción significativa, al mismo tiempo que se emplean diversos dispositivos simbólicos para tratar de incrementar o reducir las desigualdades.
Ahora bien, las desigualdades, por más que sean estructurales y persistentes, no están congeladas ni se puede trazar una sola línea de demarcación que divida a una sociedad en dos partes absolutamente distintas, una de las cuales ocuparía una posición privilegiada en relación con todas las formas de desigualdad y la otra viviría en condiciones de desventaja en todos los aspectos. Enfocarse en los distintos tipos y niveles de desigualdad permite contrarrestar la visión dualista de las sociedades y las culturas.
Introducir la historicidad es una de las estrategias más importantes para escapar de la razón dualista en el estudio de la cultura. Si las oposiciones y las contradicciones dejan de concebirse como dicotomías absolutas y atemporales, si, en cambio, son incrustadas en el tiempo y en el espacio, si se ven como construcciones que se reproducen y a la vez se transforman, las tensiones y las contradicciones adquieren densidad histórica, pueden moderarse o intensificarse, las diferencias pueden hacerse más profundas o relativizarse.
Uno de los grandes aciertos de los estudios culturales y de las perspectivas críticas ha sido poner el acento en la intersección entre la cultura y las relaciones de poder. Los procesos de producción, circulación y apropiación de significados se inscriben en contextos estructurados por relaciones de poder. El error del dualismo crítico ha sido analizar el poder en forma dicotómica, al dividir el mundo en dos partes claramente diferenciadas: los que tienen el poder y los que no lo tienen, como si el poder fuera un objeto y pudiera establecerse con claridad quiénes lo poseen y quiénes están desprovistos de él.
Los actores no poseen el poder, sino que más bien disponen de o controlan distintos recursos, diversos capitales, diferentes medios que pueden emplear en las relaciones de poder. Por supuesto que algunos jugadores cuentan con recursos más importantes o más significativos que otros, pero para que se establezca una relación de poder tienen que interactuar como mínimo dos actores y cada uno debe poseer o controlar al menos un recurso que sea significativo para el otro. Existen asimetrías entre las personas que intervienen en las relaciones de poder, pero no un dualismo entre dos tipos de actores absoluta y esencialmente distintos.
No se trata de una dominación absoluta en la que uno de los participantes, que es concebido comosujeto, impone por completo su visión del mundo al otro, queparecería ser un mero objeto pasivo. En las relaciones de poder todos los involucrados son a la vez sujetos y objetos. No seproduce una oposición dualista entre unos protagonistas quetienen una visión del mundo y la implantan con facilidad en lamente de otros que carecen de una propia y aceptan la que seles imponga. Lo que sí ocurre es una relación entre sujetos quepueden interpretar, que tienen capacidad para producir cultura,para generar nuevos significados, para disputarlos y negociarlos con otros, por más que lo hagan desde posiciones diferentes y asimétricas.
Pienso que a los cinco aspectos de las configuraciones culturales señalados por Alejandro Grimson (heterogeneidad, conflictividad, desigualdad, historicidad y poder) hay que agregar otro: el carácter contingente de las diferencias culturales.
Las perspectivas dualistas tienden a absolutizar esas diferencias, a convertirlas en discrepancias radicales e inconmensurables. El viejo dualismo hegemónico establecía una frontera esencial entre la civilización moderna y las culturas primitivas, entre la alta cultura y la cultura popular. El dualismo crítico contemporáneo también instaura, desde otra posición política, separaciones radicales entre las cosmovisiones indígenas y la occidental, entre la cultura hegemónica y las subalternas, entre las antropologías del Norte y las del Sur, entre la ciencia y otras formas de conocimiento, entre la epistemología dominante y las epistemologías del Sur.
Por supuesto que existen diferencias, contrastes, oposiciones, discordancias, antagonismos y contradicciones, pero no son realidades absolutas; se presentan diferentes tipos y en distintos grados de oposición. Además, existen similitudes, interpenetraciones, influencias recíprocas, constitución mutua, circulación de significados e hibridaciones. En cada caso habrá que investigar qué tan profundas son las diferencias y las similitudes, qué tan radicales son las contradicciones, qué tan fuertes son las discrepancias, pero también cuáles son los puntos de contacto, qué tipo de pugnas y de diálogos se establecen. No se puede determinar a priori el grado de similitud o de diferencia cultural, porque no es algo que dependa de imperativos biológicos universales o de dicotomías ontológicas.
La diferencia cultural es contingente, fruto de historias, contextos y sujetos heterogéneos, por lo que el grado y el tipo de distinción tendrán que indagarse de manera específica, no deducirse de ningún postulado dualista, ya sea hegemónico o crítico.
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[1] De acuerdo con la Real Academia Española, composible significa compatible; se refiere a una cosa que se puede armonizar ajustar, concertar, reconciliar y concordar con otra para lograr un acuerdo. Desde una perspectiva dualista las cosmologías occidental e indígena no serían composibles porque tienen diferencias ontológicas esenciales, pero desde una perspectiva no dualista podrían concertarse.
[2] Latour advierte que existe una conexión entre ambos dualismos: “La partición interior de los no humanos y los humanos define una segunda partición, ésta externa, por la cual los modernos son puestos aparte de los premodernos” (2007: 148).