2. UNA HIPÓTESIS DE TRABAJO ( La creación del Patriarcado, Gerda Lerner)
La asunción básica con la que debemos comenzar cualquier teorización del pasado es que hombres y mujeres construyeron conjuntamente la civilización. (1) Al tener que partir, como nos toca hacer, del resultado final para ir retrocediendo en el tiempo, nos hacemos una pregunta distinta a la de un «origen» único. Nos preguntamos: ¿cómo llegaron los hombres y mujeres que construyeron su sociedad y levantaron lo que hoy llamamos civilización occidental a la presente situación?
Una vez abandonamos el concepto de mujeres como víctimas de la historia, dominadas por hombres violentos, «fuerzas» inexplicables e instituciones sociales, hay que encontrar una explicación al enigma principal: la participación de la mujer en la construcción de un sistema que la subordina. Creo que abandonar la búsqueda de un pasado rehabilitador, la búsqueda del matriarcado, es el primer paso en la dirección adecuada.
La creación de mitos compensatorios del pasado lejano de las mujeres no las va a emancipar en el presente ni en el futuro. (2) El sistema de pensamiento patriarcal está tan imbuido en nuestros procesos mentales que no podremos sacárnoslo de encima hasta que no seamos antes conscientes de ello, lo cual siempre supone hacer un esfuerzo especial. Por eso, cuando pensamos en el pasado prehistórico de las mujeres, estamos tan trabadas por el sistema explicativo androcéntrico que el único modelo alternativo que fácilmente se nos viene a la cabeza es el inverso. Si no había un patriarcado, entonces es que debía de existir un matriarcado. Indudablemente existieron muchas formas distintas en que hombres y mujeres organizaran la sociedad y repartieran el poder y los recursos.
Ninguna de las evidencias arqueológicas que tenemos es concluyente y nos basta para permitirnos elaborar un modelo realmente científico de aquel período tan importante que fue la transición de las sociedades cazadoras y recolectoras del neolítico a sociedades agrícolas. El método que siguen los antropólogos, que nos ofrecen ejemplos de sociedades cazadoras y recolectoras actuales a partir de las cuales sacan conclusiones acerca de las sociedades del quinto milenio a.C., no es menos especulativo que el del filósofo y el especialista en religiones que razonan a partir de la literatura y los mitos.
El caso es que la mayoría de los modelos especulativos han sido androcéntricos y han aceptado el patriarcado como algo natural, mientras que los escasos modelos feministas han sido ahistóricos y por tanto, a mi modo de ver, insatisfactorios. El análisis correcto de nuestra situación y de cómo ha llegado a ser lo que es nos ayudará a crear una teoría autorizada. Debemos pensar en el género de la manera histórica y específica en que aparece en distintas y mutables sociedades. La antropóloga Michelle Rosaldo llegó a unas conclusiones parecidas, aunque partía de otro punto de vista.
Escribió lo siguiente: Ir en busca de los orígenes es, en última instancia, pensar que lo que hoy somos es algo que no tiene nada que ver con el producto de nuestra historia y nuestro mundo social actual, y, más concretamente, que nuestros sistemas de género son primordiales, transhistóricos y básicamente inmutables desde sus raíces. (3) Luego, nuestra investigación se convierte en la búsqueda de la historia del sistema patriarcal.
Dar historicidad al sistema de dominación masculino y afirmar que sus funciones y manifestaciones cambian con el paso del tiempo es romper de forma tajante con la tradición heredada. Esta tradición ha mistificado el patriarcado convirtiéndolo en ahistórico, eterno, invisible e inmutable. Pero es precisamente a causa de los cambios en las oportunidades sociales y educativas al alcance de las mujeres por lo que, durante los siglos XIX y XX, un gran número de ellas fueron al fin capaces de evaluar críticamente el proceso mediante el cual habíamos contribuido a crear ese sistema y mantenerlo. Ahora tan sólo somos capaces de conceptuar el papel de las mujeres en la historia y gracias a eso generar una conciencia que las pueda emancipar. Esta conciencia puede liberar también a los hombres de las consecuencias no queridas ni deseadas del sistema de dominación masculino.
Para enfocar esta investigación como historiadores, debemos abandonar las explicaciones unicausales. Debemos asumir que si, y cuando, los acontecimientos ocurren simultáneamente la relación entre ellos no necesariamente ha de ser causal. Debemos aceptar que cambios tan complejos como una alteración básica de las estructuras de parentesco ocurrió, lo más probable, a consecuencia de una multiplicidad de fuerzas interactuantes. Debemos verificar cualquier hipótesis que desarrollemos para un modelo de forma comparativa entre culturas. La posición de las mujeres en la sociedad debe verse siempre en comparación con la de los hombres de su mismo grupo social y su misma época.
Debemos verificar nuestro estudio no sólo con pruebas materiales sino también con las fuentes escritas. Aunque vayamos a buscar la existencia de «pautas» y similitudes, hay que estar abiertos a la posibilidad de que se puedan obtener resultados parecidos, procedentes de factores diversos, a consecuencia de procesos muy distintos. Sobre todo, debemos entender que la posición de las mujeres en la sociedad está sujeta a cambios con el tiempo, no sólo de forma sino también de contenido.
Por ejemplo, no se puede juzgar el papel social de la «concubina» a partir de los parámetros del siglo XX o incluso del XIX, cuando lo que vamos a estudiar es el primer milenio a.C. Es un ejemplo tan evidente que citarlo puede parecer innecesario y, sin embargo, errores de esta índole suelen producirse en la discusión del pasado de las mujeres. Concretamente, en muchas sociedades el género tiene una importancia simbólica, así como ideológica y legal, tan fuerte que no podemos realmente entenderla a menos que prestemos atención a todos los aspectos de su significado.
La construcción hipotética que voy a ofrecer pretende ser sólo una entre los muchos modelos posibles. Incluso dentro del limitado terreno geográfico del antiguo Próximo Oriente debieron de haber muchas formas distintas de darse la transición al patriarcado. Seguramente nunca sabremos qué fue lo que ocurrió, así que nos vemos restringidas a hacer conjeturas de lo que pudo ser. Estas proyecciones utópicas en el pasado tienen una importante función para quienes desean crear una teoría: saber lo que podría haber sido nos abre a nuevas interpretaciones. Nos permite especular sobre lo que podría ser posible en el futuro, libres de las restricciones de un marco conceptual cerrado y totalmente caduco.
Empecemos con el período transicional cuando los homínidos evolucionaron de los primates, hace unos tres millones de años, y examinemos la pareja básica, la madre y el niño. La primera característica que distingue a los humanos de los otros primates es la prolongada y desvalida infancia del niño humano. Es la consecuencia directa del bipedismo, pues a causa de la postura erecta se estrecharon la pelvis femenina y el canal del parto (vagina). Una consecuencia de esto fue que los bebés humanos nacían con un grado de inmadurez superior al de otros primates, pues tenían una cabeza relativamente más pequeña que les permitía pasar más fácilmente por el canal del parto.
Además, en contraste con los simios más evolucionados, las crías humanas nacen casi sin pelo y por tanto experimentan una mayor necesidad de calor. No pueden asirse a sus madres de forma regular, ya que no poseen los móviles dedos de los simios, así que las madres deben utilizar las manos o, más tarde, sustitutos mecánicos de las manos para acunarles. (4) El bipedismo y la postura erecta condujeron también a un mejor desarrollo de la mano, del pulgar oponible y a una mayor coordinación sensorial de las manos. Una consecuencia de ello es que el cerebro humano se desarrolla durante varios años en la infancia y el período de absoluta dependencia del niño, y por consiguiente puede verse modificado a través del aprendizaje y el intenso moldeado cultural de una manera radicalmente distinta al desarrollo de los animales.
La neurofisióloga Ruth Bleier utiliza estos hechos en un eficaz argumento contra cualquiera de las teorías que hablan de características humanas «innatas». (5) El paso del forrajeo a una recolección de alimentos cara a su posterior consumo, posiblemente por parte de más de un individuo, fue crucial para el avance de la evolución humana. Debió de propiciar la interacción humana, la invención y el desarrollo de recipientes, y el lento aumento evolutivo del tamaño del cerebro.
Nancy Tanner sugiere que las hembras que cuidaban de sus desvalidas crías tenían más incentivos para desarrollar estas habilidades, mientras que los machos habrían continuado, durante un largo período, forrajeando solos. Ella especula que fueron estas actividades las que condujeron por primera vez al uso de útiles a fin de abrir y separar los alimentos vegetales con los niños y para escarbar buscando raíces. En cualquier caso, la supervivencia del niño dependía de la calidad de las atenciones maternas. «Asimismo, la efectividad de una madre en la tarea de recolección redundaba en su propia nutrición y por tanto incrementaba su esperanza de vida y fertilidad.» (6)
Afirmamos, al igual que Tanner y Bleier, que en el lento avance desde los homínidos erectos a los humanos completamente evolucionados del período Neanderthal (100.000 a.C.), el papel de las mujeres fue crucial. En algún momento después de este período se desarrolló la caza a gran escala por grupos de hombres en África, Europa y norte de Asia; las primeras evidencias de la existencia de arcos y flechas datan tan sólo de hace 15.000 años. Puesto que la mayor parte de las explicaciones de la presencia de una división sexual del trabajo defienden la existencia de sociedades cazadoras y recolectoras, tenemos que examinar más a fondo estas sociedades en el paleolítico y en los primeros estadios del neolítico.
Del neolítico nos llegan restos de pinturas rupestres y estatuillas que sugieren una profunda veneración a la diosa-madre. Podemos entender por qué razón hombres y mujeres habrían escogido ésta como su primera forma de expresión religiosa si tenemos presente el vínculo psicológico existente entre madre e hijo. Debemos nuestros conocimientos de las complejidades y la importancia de ese lazo en gran parte a los estudios psicoanalíticos modernos. (7)
Tal y como Freud nos ha mostrado, la primera experiencia que tiene el niño en el mundo es que todo su entorno y su yo apenas están separados. El entorno, formado principalmente por la madre, que es su fuente de alimento, calor y placer, sólo de una forma gradual empezará a distanciarse del yo cuando el niño sonría o llore para obtener una gratificación a sus necesidades. Cuando no se satisfacen las necesidades del niño y experimenta la ansiedad y el dolor asociados al frío y al hambre, aprende a reconocer el poder abrumador de «ese otro externo», la madre.
Los estudios psicológicos modernos nos han dado detallados informes de la compleja interacción entre madre e hijo y de las maneras en que la respuesta física de su madre, su sonrisa, su voz, contribuyen a que el niño se forme un concepto del mundo y de sí mismo. Es dentro de esta interacción humanizante donde el niño comienza a obtener placer gracias a su capacidad para imponer sus deseos al entorno. El esfuerzo por ser autónomo y el reconocimiento de su propia identidad nacen de la lucha del niño contra la poderosa presencia materna.
Los informes psicoanalíticos en que están basados estas generalizaciones provienen del estudio de la maternidad en las sociedades occidentales modernas. Aun así, hacen hincapié en la crucial importancia que tiene la experiencia de absoluta dependencia del niño y del poder abrumador de la madre en la formación del carácter y la identidad del individuo.
En una época en que las leyes contra el infanticidio así como la posibilidad de disponer de biberones, habitaciones calientes y mantas proporcionan una protección social a los niños, independientemente de cuáles sean las inclinaciones de la madre, este «poder materno abrumador» parece más simbólico que real. Durante doscientos o más años, otros cuidadores, varones y mujeres, podían si hacía falta brindar cuidados maternales a un niño sin poner en peligro sus posibilidades de supervivencia.
La sociedad civilizada se ha interpuesto entre la madre y el niño y ha transformado la maternidad. Pero en las condiciones primitivas, antes de que surgieran las instituciones de la sociedad civilizada, el poder de la madre sobre el niño debió de ser impresionante. Tan sólo los brazos y los cuidados maternos protegían al niño del frío; tan sólo su leche le podía proporcionar el sustento necesario para sobrevivir. Su indiferencia o negligencia significaban la muerte segura. La madre, dadora de vida, tenía un poder real sobre la vida y la muerte.
No es de extrañar que hombres y mujeres, al ver este dramático y misterioso poder femenino, pasaran a venerar a las diosas-madre. (8) Lo que intento subrayar aquí es la situación de necesidad, que dio lugar a la primera división del trabajo por la cual las mujeres hacían de madres.
Durante milenios la supervivencia del grupo dependió de ello y no existía otra alternativa. Bajo las condiciones extremas y peligrosas en que vivían los primitivos humanos, cada mujer debía tener varios embarazos para que al menos dos niños de cada pareja llegaran a ser adultos. Resulta difícil conseguir datos precisos sobre la esperanza de vida en la prehistoria, pero las estimaciones realizadas a partir del estudio de los restos humanos sitúan la media de vida del paleolítico y el neolítico entre los treinta y los cuarenta años.
En el minucioso estudio sobre 222 esqueletos de individuos adultos de Catal Hüyük antes citado, Lawrence Angel llega a una expectativa media de vida de 34,3 años para los varones y de 29,8 años en las mujeres (se excluyen los que murieron en la infancia). (9) Las mujeres habrían tenido más embarazos que hijos vivos, como también se ha producido en la época histórica en las sociedades agrícolas. La infancia era más prolongada, pues las madres amamantaban sus hijos durante dos o tres años. Así pues, cabe suponer que era absolutamente esencial para la supervivencia del grupo que las mujeres núbiles dedicasen la mayor parte de su vida adulta a los embarazos, la maternidad y la crianza de los hijos. Cabría esperar que hombres y mujeres aceptaran esta necesidad y construirían creencias, costumbres y valores en sus culturas que mantuvieran estas prácticas tan necesarias.
A ello seguiría que las mujeres escogerían o preferirían aquellas actividades económicas que pudiesen combinar mejor con sus deberes maternales. Aunque es lógico pensar que algunas mujeres de cada tribu o banda tendrían las capacidades físicas para cazar, resultaría que muchas no querrían cazar grandes presas de forma regular porque cargaban físicamente con los niños: en el útero, la cadera o la espalda.
Además, aunque un niño colgado en la espalda no impediría a su madre participar en una cacería, un niño que llora sí que podría. Los ejemplos que citan los antropólogos de tribus cazadoras y recolectoras del mundo contemporáneo, en las que se llega a soluciones alternativas para encargarse del cuidado de los niños y en que las mujeres ocasionalmente toman parte en las cacerías, no contradicen el argumento anterior. (10) Meramente muestran lo que se puede hacer e intentar en una sociedad; no muestran cuál fue el modo históricamente predominante que las permitió sobrevivir.
Obviamente, dadas la precariedad y brevedad de la esperanza de vida que antes he citado para el período neolítico, las tribus que pusieran en peligro las vidas de sus mujeres núbiles en cacerías u obligándolas a participar en guerras, e incrementando así la posibilidad de que resultaran heridas, no tenderían a sobrevivir de la misma forma que las tribus en las que se empleara a estas mujeres en otras cosas.
Por tanto, la primera división sexual del trabajo, por la cual los hombres cazaban los animales grandes y las mujeres y niños practicaban la caza menor y recolectaban, parece provenir de las diferencias biológicas entre ambos sexos. (11) Estas diferencias biológicas no están causadas por la fuerza o resistencia de hombres y mujeres, sino únicamente por diferencias reproductivas, en concreto la capacidad femenina de amamantar a los niños. Después de haber dicho esto, quisiera recalcar que sólo acepto la «explicación biológica» en los primeros estadios de la evolución humana y ello no significa que una posterior división sexual del trabajo basada en el hecho de ser madre sea «natural».
Al contrario, voy a demostrar que la dominación masculina es un fenómeno histórico en tanto que surgió de una situación determinada por la biología y que, con el paso del tiempo, se convirtió en una estructura creada e impuesta por la cultura. Mi síntesis no pretende dar a entender que todas las sociedades primitivas están organizadas de este modo para impedir a las madres que intervengan en la actividad económica. Sabemos, gracias al estudio de las sociedades primitivas pasadas y actuales, que los grupos tienen formas diversas de estructurar la división del trabajo para el cuidado de los niños y, de esta manera, dejar tiempo a las madres para una gran variedad de actividades económicas.
Algunas madres se llevan consigo a sus hijos cuando cubren trayectos largos, en otros casos los niños mayores y los ancianos se encargan de vigilarlos. (12) Es obvio que el lazo entre la maternidad y la crianza para las mujeres viene determinado por la cultura y está sujeto a la manipulación social. Quiero insistir en que la primera división sexual del trabajo, por la cual las mujeres optaron por unas ocupaciones compatibles con sus actividades de madres y criadoras, fue funcional y por consiguiente aceptada a la par por hombres y mujeres.
La prolongada y desvalida niñez humana crea el fuerte lazo que hay entre madre e hijo. La evolución fortaleció esta relación socialmente necesaria durante los primeros estadios de desarrollo de la humanidad. Enfrentados a situaciones nuevas y cambios en el entorno, las tribus y grupos en que las mujeres no hacían bien de madres o que no protegían la salud y la vida de las mujeres núbiles, seguramente no pudieron sobrevivir. O, visto de otra forma, los grupos que aceptaron e institucionalizaron una división sexual del trabajo funcional tenían más posibilidades de sobrevivir.
Tan sólo podemos hacer conjeturas acerca de las personalidades y la forma en que se pueden ver a sí mismas las personas que vivan en condiciones como las que prevalecieron en el neolítico. La necesidad debió de refrenar a hombres igual que a mujeres. Hacía falta tener coraje para dejar la protección de una cueva o una cabaña y enfrentarse con unas armas primitivas a los animales, vagando lejos de casa y arriesgándose a un tropiezo con tribus vecinas potencialmente hostiles.
Hombres y mujeres debieron reunir el coraje necesario para defenderse y defender a los más jóvenes. A causa de su decidida tendencia cultural a centrarse en las actividades masculinas, los etnógrafos nos han dado muchísima información acerca de las consecuencias del desarrollo de la confianza en sí mismo y la suficiencia del hombre cazador. Basándose en evidencias etnográficas, Simone de Beauvoir ha especulado que fue de esta primera división del trabajo de la cual surgiría la desigualdad entre los sexos y la que ha destinado a la mujer a la «inmanencia» en un trabajo diario, rutinario, frente a las osadas proezas del hombre que le llevaban a la «trascendencia». La fabricación de herramientas, de las invenciones, el desarrollo de las armas, todo se ha descrito como producto de las actividades masculinas para subsistir. (13)
Pero el desarrollo psicológico de las mujeres ha recibido una atención menor y por lo general se ha descrito con términos más propios de un ama de casa contemporánea que de un miembro de una tribu de la Edad de Piedra. Elise Boulding, en su visión general del pasado de las mujeres, ha sintetizado los estudios antropológicos para presentar una interpretación considerablemente diferente. Boulding halla en las sociedades neolíticas un reparto igualitario del trabajo, en el que cada sexo desarrolló las habilidades adecuadas y el conocimiento esencial para la supervivencia del grupo. Ella nos explica que la recolección de alimentos exigía un profundo conocimiento de la ecología, las plantas, los árboles y las raíces, de sus propiedades alimentarias y medicinales.
Describe a la mujer primitiva como la guardiana del fuego doméstico, la inventora de los recipientes de arcilla y de los cestos, gracias a los cuales se podían guardar los excedentes alimentarios de la tribu en previsión de los tiempos de penuria. La describe como la que ha quitado los secretos a las plantas, los árboles y los frutos para transformar sus productos en sustancias curativas, en tintes, cáñamo, hilo y ropas. La mujer sabía cómo transformar las materias primas y los cadáveres de animales en productos alimentarios.
Sus habilidades han sido tan variadas como las de los hombres y seguramente igual de esenciales. Sus conocimientos eran quizá superiores o al menos iguales a los de él; es fácil imaginar que le debía de parecer más que suficiente. Formó parte tanto como él en el desarrollo de rituales y ritos, de la música, la danza y la poesía. Y aun así se debía saber responsable de dar vida y de criar los hijos. La mujer de la sociedad precivilizada debió de ser igual al hombre y sin ningún problema se podía sentir superior a él. (14)
La literatura psicoanalítica y, más recientemente, la reinterpretación feminista que hizo Nancy Chodorow nos brindan unas descripciones muy útiles del proceso a través del cual, partiendo del hecho que son las mujeres quienes cuidan los niños, se crea el género. Veamos si estas teorías tienen validez cuando se describe un proceso de desarrollo histórico. Chodorow argumenta que «la relación con la madre difiere de una forma sistemática en chicos y chicas ya desde las primeras etapas». (15)
Niños y niñas aprenden a esperar de las mujeres el amor infinito, sin reparos, de una madre, pero también asocian con ella sus temores de impotencia. A fin de encontrar su identidad los niños crecen apartados de la madre, se identifican con el padre, vuelven la espalda a la expresión de las emociones y dirigen la vista a la acción en el mundo. Puesto que son las mujeres las que cuidan los niños, Chodorow dice: Las chicas en edad de crecimiento se definen y se ven a sí mismas como continuación de las otras; su experiencia de sí mismas tiene unos límites del ego más flexibles y permeables.
Los chicos se definen como separados y distintos, tienen una mayor sensación de las fronteras rígidas del ego y de la diferenciación. El sentido femenino básico de la personalidad está conectado con el mundo, el sentido masculino básico de la individualidad está aparte. (16) A causa de la forma en que su individualidad se define por oposición a la de su madre que les educa, los chicos se preparan para su participación en la esfera pública. Las chicas, identificadas con la madre y conservando siempre su estrecha relación primaria con ella, a pesar de que transfieran sus intereses amorosos a los hombres, se preparan para una mayor participación en la «esfera de las relaciones». Chicos y chicas, definidos según el género, son preparados «para asumir los papeles de género adultos que sitúan principalmente a las mujeres en la esfera de reproducción en una sociedad sexualmente desigual». (17)
La sofisticada reinterpretación feminista de Chodorow de la explicación freudiana de la creación de personalidades acordes al género está basada en la sociedad occidental y en las relaciones de parentesco y familiares que se dan en ella. Dudo que se la pueda aplicar incluso a la gente de color que vive en esa misma sociedad, lo que debería precavernos ante las generalizaciones que se saquen de ella. Aun así, ello plantea un argumento de las bases psicológicas sobre las cuales se asientan las relaciones sociales y las instituciones. Tanto ella como otras autoras argumentan de forma convincente que debemos fijarnos en la «maternidad» en la sociedad patriarcal, su estructura y las relaciones que engendra, si queremos alterar las relaciones entre los sexos y acabar con la subordinación de las mujeres. (18)
Yo diría que el tipo de formación de la personalidad que Chodorow describe como resultado de que las mujeres cuiden a los niños en las sociedades industriales del presente no se dio en las primitivas sociedades del neolítico. Al contrario, las actividades de hacer de madres y educadoras, asociadas a su autosuficiencia en la recolección de alimento y su sentido de la competitividad en muchas y variadas técnicas esenciales para vivir, debieron de ser experimentadas por hombres y mujeres como una fuente de fortaleza y, probablemente, de poder mágico.
En algunas sociedades las mujeres guardaban celosamente sus «secretos» de grupo, su magia, sus conocimientos de las hierbas curativas. La antropóloga Lois Paul, en un trabajo sobre un poblado indio guatemalteco del siglo XX, dice que el misterio y reverencia que rodean a la menstruación contribuye a que las mujeres tengan «la sensación de estar incluidas en los poderes místicos del universo». Las mujeres manipulan el miedo de los hombres a que la sangre menstrual amenace su virilidad convirtiendo la menstruación en una arma simbólica. (19)
En la sociedad civilizada son las chicas las que tienen más dificultades para formarse una personalidad. Diría que en la sociedad primitiva este peso recaía sobre los chicos, cuyo miedo y temor ante la figura de la madre tenía que transformarse a través de la acción colectiva en una identificación con el colectivo masculino. Si las madres con sus niños pequeños se unían a otros grupos de madres y niños para la recolección y preparación de alimentos o si los hombres tomaban la iniciativa de llevarse a los chicos jóvenes en su grupo, pertenece al reino de las conjeturas.
Las evidencias procedentes de las sociedades primitivas que sobreviven en el presente prueban que hay muchas formas diferentes de estructurar la división sexual del trabajo en las instituciones sociales que unan a los jóvenes con los adultos: una preparación aparte, según el sexo, durante los ritos de iniciación; ser miembro de las logias del mismo sexo y la participación en rituales del mismo sexo son sólo algunos ejemplos. Inevitablemente, las bandas para cazar presas de mayor tamaño hubieran conducido a un vínculo masculino, que se habría reforzado con las guerras y la preparación necesaria para convertir a estos chicos en guerreros.
Así como las dotes maternales de las mujeres eran esenciales para asegurar la supervivencia de la tribu y por consiguiente debieron de ser muy apreciadas, también lo sería la habilidad en la caza y la guerra de los hombres. Se puede defender fácilmente que aquellas tribus que no preparaban hombres dotados para la guerra y la defensa acababan con el tiempo sucumbiendo ante las tribus que promovían dichas aptitudes entre sus hombres. Ya se han planteado otras veces estos argumentos evolucionistas, pero aquí estoy abogando también a favor de un argumento psicológico basado en el cambio de las condiciones históricas.
La formación del ego en el varón, que puede haberse producido en un contexto de miedo, temor y quizás aprensión ante la mujer, debe de haber conducido a los hombres a crear instituciones sociales que animaran sus egos, fortalecieran la confianza en sí mismos y respaldaran el sentido de su propia valía. Los teóricos han ofrecido gran variedad de hipótesis para explicar la aparición del guerrero y la propensión masculina a crear estructuras militaristas. Van desde explicaciones biológicas (los niveles más altos de testosterona y la mayor fuerza física de los hombres les hacen ser más agresivos) a psicológicas (los hombres compensan su incapacidad de tener hijos con el dominio sexual de las mujeres y la agresión a otros hombres).
Freud vio el origen de la agresividad masculina en la rivalidad edípica entre padre e hijo por el amor de la madre y afirmó que los hombres construyeron la civilización para compensar la frustración de los instintos sexuales en su primera infancia. Las feministas, comenzando por Simone de Beauvoir, han estado muy influidas por estas ideas, lo que posibilitó que se explicara el patriarcado como consecuencia de la biología o la psicología masculinas. De este modo, Susan Brownmiller cree que la capacidad que poseen los hombres de violar a las mujeres conduciría a su propensión a violarlas, y muestra cómo esto ha conducido al dominio masculino sobre las mujeres y a la supremacía masculina.
Elizabeth Fisher argumentaba ingeniosamente que la domesticación de los animales enseñó a los hombres cuál era su papel en la procreación y que la práctica de cruzar animales les dio la idea de violar a las mujeres. Ella defiende que la brutalidad y la violencia ligadas a la domesticación animal condujeron a los hombres a la dominación sexual y a una institucionalización de la agresión. Más recientemente, Mary O’Brien ha elaborado una minuciosa explicación del origen de la dominación masculina basada en la necesidad psicológica de los hombres dé compensar su incapacidad de tener hijos a través de la construcción dé instituciones dé dominación y, al igual qué Fisher, fecha este «descubrimiento» en el período del comienzo de la domesticación animal. (20)
Estas hipótesis, aunque nos lleven por caminos interesantes, adolecen dé una tendencia a buscar explicaciones unicausales, y aquéllas que basan su argumentación en los descubrimientos ligados a la ganadería son dé hecho erróneas. La cría de animales sé introdujo, al menos en el Próximo Oriente hacia él 8000 a.C. y tenemos indicios de sociedades relativamente igualitarias, como la dé Catal Hüyük, qué practicaban la ganadería unos 2.000 a 4.000 años después. Por tanto, no puede haber una relación causal.
Me parece mucho más probable que el desarrollo dé la guerra entre tribus durante períodos de escasez económica propiciara él ascenso al poder de hombres con éxitos militares. Como veremos más adelante, su mayor prestigio y reputación pudieron acrecentar su propensión a ejercer la autoridad sobre las mujeres y luego sobré los hombres de su misma tribu. Pero éstos factores solos no son suficientes para explicar los vastos cambios sociales ocurridos con él advenimiento del sedentarismo y la agricultura. Para entenderlos en toda su complejidad, nuestro modelo teórico ha de recurrir ahora a la práctica del intercambio dé mujeres. (21)
El «intercambio de mujeres», un fenómeno observado en numerosas sociedades tribales dé muchísimas áreas distintas del mundo, ha sido identificado por el antropólogo Lévi-Strauss como la causa principal dé la subordinación femenina. Puede adoptar formas distintas, como la de separar por la fuerza a la mujer dé su tribu (el rapto de la novia); la desfloración o violación ritual; o los matrimonios acordados. Va precedido siempre por tabúes relativos a la endogamia y del adoctrinamiento de las mujeres, ya desde su primera infancia, con vistas a que acepten sus obligaciones para con sus familiares y consientan a éstos matrimonios forzados.
Lévi Strauss dice: La relación global de intercambio que es el matrimonio no se establece entre un hombre y una mujer … sino entre dos grupos de hombres, y la mujer figura sólo como uno de los objetos de intercambio y no como una de las participantes … Esta afirmación sigue siendo igualmente válida incluso cuando se tienen en cuenta los sentimientos de la joven, como habitualmente suele pasar. Al aceptar la unión que se le propone, ella precipita o permite que tenga lugar el intercambio, pero no altera su naturaleza. (22) Lévi-Strauss dice qué con este proceso se «cosifica» a las mujeres; sé las deshumaniza y sé las trata más como a cosas que como a seres humanos.
Varias antropólogas feministas han aceptado esta postura y han trabajado en el tema. La matrilocalidad estructura dé tal modo él parentesco qué un hombre abandona su familia de origen para ir a residir con su esposa o la familia dé ella. La patrilocalidad estructura del tal modo él parentesco qué una mujer ha de abandonar a su familia dé origen y residir con su esposo o la familia dé él. Esta constatación ha llevado a la asunción dé qué él paso de matrilinealidad a patrilinealidad en las relaciones de parentesco debió de constituir un viraje decisivo dé las relaciones entre ambos sexos, y debe de coincidir con la subordinación dé las mujeres.
Pero, ¿cómo y por qué sé originó este tipo dé organización? Ya hemos discutido él argumento por el cual los hombres, recién llegados al poder gracias a sus cualidades marciales, coaccionaron a unas mujeres que estaban poco dispuestas a ello. Pero, ¿por qué se intercambiaron mujeres y no hombres? C. D. Darlington nos lo explica. Él cree que la exogamia es una innovación cultural, aceptada porque supone una ventaja evolutiva. Defiende el deseo instintivo entre los humanos dé mantener a la población en «la densidad óptima» dé un entorno. Las tribus lo consiguen gracias al control sexual, mediante rituales que estructuran a hombres y mujeres dentro de los papeles sexuales adecuados, y recurriendo al aborto, al infanticidio y la homosexualidad cuando sea necesario.
Según este razonamiento, de esencia evolucionista, el control de población obligaba a regular la sexualidad femenina. (23) Existen otras posibles explicaciones: suponiendo que se intercambiasen varones adultos entre las tribus, ¿qué podría asegurar su lealtad a la tribu a la que eran entregados? El lazo de los hombres con su descendencia no era por entonces lo suficientemente fuerte para asegurar su sumisión por bien a sus hijos. Los hombres podrían realizar actos violentos contra los miembros de la tribu ajena; gracias a su experiencia en la caza y en los viajes a gran distancia podrían escaparse fácilmente y regresar como guerreros en busca de venganza.
Por otro lado, sería más fácil coaccionar a las mujeres, seguramente violándolas. Una vez casadas o cuando ya fueran madres, permanecerían leales a sus hijos y a los parientes de sus hijos, creándose de esta manera un vínculo potencialmente fuerte con la tribu de afiliación. Esta fue de hecho la manera en que históricamente se originó la esclavitud, como veremos más adelante.
Una vez más la función biológica de la mujer hacía que se pudiera adaptar más fácilmente a su nuevo papel de peón, una creación cultural. También se podría defender que podría haberse usado como peones a los niños de uno y otro sexo en vez de las mujeres con el propósito de asegurar la paz entre tribus, como frecuentemente hicieran las elites dirigentes en los tiempos históricos. Posiblemente, la práctica del intercambio de mujeres empezó de ese modo. Se intercambiaban niños de uno y otro sexo y cuando llegaban a adultos contraían matrimonio en el seno de la nueva tribu.
Boulding, que insiste siempre en la «agencia» de mujeres, asume que eran ellas (en su función de guardianas del hogar) las que llevaban a cabo las negociaciones necesarias para concertar los matrimonios entre tribus. Las mujeres desarrollan flexibilidad y sofisticación cultural gracias a su papel de ser quienes vinculan tribus. Las mujeres, alejadas de su propia cultura, navegan entre dos culturas y aprenden las costumbres de ambas. El conocimiento que de ello sacan les puede permitir tener poder y ciertamente ser influyentes. (24)
Encuentro que las observaciones de Boulding son útiles para reconstruir el proceso gradual por el cual las mujeres pueden haber iniciado o participado en el establecimiento del intercambio de mujeres. En la literatura antropológica contamos con varios ejemplos de reinas que, en su posición de jefes de estado, adquieren varias «esposas» a las cuales conciertan matrimonios que puedan servirles para incrementar sus riquezas e influencia. (25) Si se intercambiaban chicos y chicas, haciendo de peones, y su descendencia quedaba incorporada a la tribu a la que se les había entregado, es obvio que la tribu que tuviera más chicas que chicos incrementaría más rápidamente su población que la tribu que aceptase a más chicos.
Mientras los niños de uno y otro sexo supusieran una amenaza para la supervivencia de la tribu o, como mucho, un estorbo, estas distinciones no se hubieran percibido o no habrían importado. Pero, si a causa de cambios en el entorno o en la economía de la tribu, los niños se convirtieron en una baza cara a un poder laboral en potencia, sería de esperar que el intercambio de niños de uno y otro sexo diera paso al intercambio de mujeres. Los factores que condujeron a este desarrollo están bien explicados, en mi opinión, por los antropólogos estructuralistas marxistas. El proceso que ahora estamos tratando tiene lugar en distintas épocas y áreas del mundo; sin embargo, muestra una regularidad en cuanto a causas y resultados finales.
Aproximadamente en el momento en que la caza y recolección o la horticultura dan paso a la agricultura, los sistemas de parentesco tienden a pasar de la matrilinealidad a la patrilinealidad, y surge la propiedad privada. Existe, como hemos visto, un desacuerdo respecto a la secuencia de los sucesos. Engels y quienes le siguen creen que la propiedad privada aparece primero, ocasionando «la histórica derrota del sexo femenino». Lévi-Strauss y Claude Meillassoux opinan que es el intercambio de mujeres el que origina finalmente la propiedad privada. Meillassoux ofrece una detallada descripción del estadio de transición.
En las sociedades cazadoras y recolectoras, hombres, mujeres y niños de uno y otro sexo participan en la producción y en el consumo de lo que producen. Las relaciones sociales entre ellos tienen carácter inestable, son desestructuradas e involuntarias. No hay necesidad alguna de estructuras de parentesco o de intercambios estructurados entre tribus. Este modelo conceptual (del que resulta algo difícil encontrar ejemplos en la actualidad) da paso a un modelo de transición, una etapa intermedia: la sociedad horticultora.
La cosecha, basada en tubérculos y tala, es inestable y está sujeta a las variaciones climáticas. La incapacidad de estos pueblos para conservar los cultivos durante algunos años les obliga a depender de la caza, la pesca y la recolección como alimentos suplementarios. Durante este período, en el que proliferan los sistemas matrilineales y matrilocales, la supervivencia del grupo exige un equilibrio demográfico entre hombres y mujeres.
Meillassoux argumenta que la vulnerabilidad biológica de las mujeres en el momento del parto indujo a las tribus a procurarse más mujeres de otros grupos, y que esta tendencia al hurto de mujeres condujo a constantes guerras entre las tribus. En el proceso surgió una cultura guerrera. Otra consecuencia de este robo de mujeres es que las cautivas eran protegidas por los hombres que las habían conquistado o por toda la tribu vencedora.
Durante este proceso se trataba a las mujeres como posesiones, cosas se las cosificaba, mientras que los hombres se convertían en los que cosificaban pues ellos conquistaban y protegían. Por primera vez se reconoce la capacidad reproductora de las mujeres como un recurso de la tribu. Luego, a medida que van surgiendo las elites dominantes, la adquiere en propiedad un grupo de parientes en particular.
Ello ocurre con el desarrollo de la agricultura. Las condiciones materiales de la agricultura cerealística exigen una cohesión de grupo y una continuidad temporal, lo que refuerza la estructura de la unidad doméstica. Para obtener una cosecha, los trabajadores de un ciclo productivo están en deuda con los trabajadores del ciclo productivo anterior por los alimentos y las semillas. Puesto que la cantidad de alimentos depende de la disponibilidad de trabajo, la producción se convierte en el principal interés. Ello tiene dos consecuencias: refuerza la influencia de los varones ancianos e incrementa el incentivo de las tribus a adquirir más mujeres.
En una sociedad completamente formada y basada en la agricultura de arada, las mujeres y los niños son indispensables en el proceso de producción, que es cíclico e intensivo. Los niños son ahora una baza económica. En esta etapa las tribus prefieren adquirir el potencial reproductivo de las mujeres y no a éstas. Los hombres no tienen hijos de una forma directa; por tanto, serán mujeres y no hombres lo que se intercambie.
Esta práctica queda institucionalizada en el tabú del incesto y las pautas de un matrimonio patrilocal. Los hombres ancianos, que dan continuidad a los conocimientos concernientes a la producción, mistifican ahora estos «secretos» y ejercen poder sobre los hombre jóvenes controlando los alimentos, el saber y las mujeres. Controlan el intercambio de mujeres, restringen su conducta sexual y adquieren la propiedad privada de ellas. Los jóvenes han de ofrecer servicios laborales a los ancianos a cambio del privilegio de poder acceder a las mujeres.
En estas circunstancias ellas pasan también a ser parte del botín de los guerreros, lo que alienta y refuerza el dominio de los hombres ancianos sobre la comunidad. Por último, «la histórica derrota femenina» es posible por medio de la abolición de la matrilinealidad y la matrilocalidad, resultando ventajosa a aquellas tribus que la logran. Hay que advertir que en el esquema de Meillassoux el control de la reproducción (la sexualidad femenina) precede a la adquisición de la propiedad privada.
De esta manera, Meillassoux pone en la picota a Engels, proeza que Marx realizó con Hegel. La obra de Meillassoux abre horizontes nuevos al debate en torno a los orígenes, aunque las críticas feministas objeten su modelo androcéntrico en el que las mujeres sólo figuran en el papel de víctimas pasivas. (26) También hemos de señalar que el modelo de Meillassoux aclara que lo que se cosifica no son las mujeres sino su capacidad reproductiva y, sin embargo, él y otros antropólogos estructuralistas continúan hablando de la cosificación de las mujeres.
La distinción es importante, y hablaremos de ella más adelante. Hay otras cuestiones que su teoría no responde. ¿Cómo adquirieron los ancianos el control sobre la agricultura? Si nuestras primeras especulaciones acerca de las relaciones sociales entre ambos sexos en las tribus cazadoras y recolectoras son correctas, y si el hecho comúnmente aceptado de que fueron las mujeres quienes desarrollaron la horticultura es exacto, entonces sería de esperar que fueran ellas quienes controlasen el producto de la labor agrícola. Pero aquí entran otros factores a los que hay que prestar atención.
No todas las sociedades atravesaron un estadio de horticultura. En muchas sociedades la ganadería y la cría de animales, solas o combinadas con las actividades de recolección, precedieron al desarrollo de la agricultura. La ganadería fue seguramente desarrollada por los hombres. Era una ocupación que llevaba a la acumulación de excedentes en ganado, carne o pieles. Sería de esperar que los acumulasen aquellos que los generaban. Es más, la agricultura de arada exigía inicialmente la fuerza masculina y, ciertamente, no era la ocupación que habrían escogido las mujeres embarazadas o las madres lactantes, excepto de forma auxiliar.
Así pues, la práctica económica de la agricultura reforzó el control masculino sobre los excedentes, que también podían adquirir mediante conquista durante las guerras entre tribus. Otro posible factor que habría contribuido al desarrollo de la propiedad privada en manos de los hombres pudo ser el reparto desigual del tiempo libre. Las actividades hortícolas son más productivas que la recolección y dejan más tiempo libre. Pero el reparto de ese tiempo de ocio es desigual: los hombres se benefician más que las mujeres por el simple hecho de que las actividades femeninas de preparar la comida y cuidar de los niños prosiguen igual.
Así es que, posiblemente, los hombres podían emplear este nuevo tiempo de ocio para desarrollar oficios nuevos, iniciar rituales que les dieran un mayor poder de influencia, y administrar los excedentes. No quisiera insinuar la existencia de un determinismo o una manipulación consciente; todo lo contrario. Las cosas fueron por unas vías y luego han tenido unas consecuencias que ni hombres ni mujeres esperaban. Ni tenían que ser conscientes de ello, igual que no lo fueron los hombres modernos que dieron nacimiento al mundo feliz de la industrialización con sus consecuencias de contaminación y sus efectos ecológicos.
En el momento en que pudo surgir una conciencia del proceso y de sus consecuencias era ya demasiado tarde para detenerlo, al menos para las mujeres. El antropólogo danés Peter Aaby señala que las evidencias de Meillassoux partían en gran parte del modelo europeo, que incluye la interacción de la actividad hortícola y la cría de ganado, y de ejemplos tomados de los indios de los llanos de Sudamérica. Aaby menciona casos, como el de las tribus cazadoras australianas, en los que existe un control sobre las mujeres en ausencia de actividad hortícola.
Luego cita el caso de los iroqueses, una sociedad en la que las mujeres no fueron cosificadas ni dominadas, como ejemplo de horticultores que no acaban en dominio masculino. Sostiene que en condiciones ecológicamente favorables sería posible mantener un equilibrio demográfico dentro de una tribu sin tener que recurrir a la importación de mujeres. No sólo las relaciones de producción sino también «la ecología y la reproducción socialbiológica son factores determinantes o decisivos». (27)
De todas formas, y puesto que todas las sociedades agrícolas han cosificado la capacidad reproductiva de las mujeres y no la de los hombres, se llega a la conclusión de que estos sistemas tienen una ventaja en lo que respecta a la expansión y apropiación de excedentes por encima de aquellos basados en una complementariedad entre sexos. En estos últimos no se dispone de medios para forzar a los productores a incrementar la producción.
Las herramientas neolíticas eran relativamente sencillas, así que cualquiera podía fabricarlas. La tierra no era un recurso escaso. Por tanto, ni herramientas ni tierra ofrecían oportunidad alguna para que alguien se apropiase de ellas. Pero ante una situación en la que las condiciones ecológicas y las irregularidades en la producción biológica amenazasen la supervivencia del grupo, las personas buscarían más reproductores, o sea, más mujeres. La apropiación de hombres en calidad de cautivos (que se da sólo en una etapa posterior) simplemente no cubriría las necesidades para la supervivencia del grupo.
De esta manera, la primera apropiación de propiedad privada consiste en la apropiación del trabajo reproductor de las mujeres. (28) Aaby concluye diciendo: La conexión entre la cosificación de las mujeres por un lado y el estado y la propiedad privada por otro es exactamente la contraria a la que proponen Engels y sus seguidores. Sin la cosificación de las mujeres como una característica socioestructural dada históricamente, el origen de la propiedad privada y el estado seguiría siendo inexplicable. (29)
Si seguimos el argumento de Aaby, que encuentro muy persuasivo, debemos concluir que en el curso de la revolución agrícola la explotación del trabajo humano y la explotación sexual de las mujeres quedaron inextricablemente ligadas. La historia de la civilización es la historia de los hombres y las mujeres que hacen frente a las necesidades, desde su desvalida dependencia de la naturaleza, hacia la libertad y el dominio parcial sobre aquélla.
En esta lucha las mujeres se encontraban más afectadas por las actividades esenciales de la especie que los hombres y eran, por tanto, más vulnerables a quedar en una disposición desventajosa. Mi argumento distingue claramente entre la necesidad biológica, a la cual hombres y mujeres se sometían y adaptaban, y las costumbres e instituciones de origen cultural, que forzaron a las mujeres a desempeñar papeles subordinados.
He intentado mostrar cómo pudo suceder que las mujeres aceptaran una división sexual del trabajo, que al final las colocaría en desventaja, sin ser capaces de prever sus ulteriores consecuencias. La afirmación de Freud, a la que he aludido ya en otro contexto, de que para las mujeres «la anatomía es el destino» es errónea porque es ahistórica y busca el pasado en el presente sin hacer concesión alguna a los cambios temporales. Peor, esta afirmación ha sido tratada como una receta para el presente y el futuro: no sólo la anatomía es el destino para las mujeres, sino que debería serlo. Lo que Freud habría tenido que decir es que para las mujeres la anatomía fue una vez su destino. Esta afirmación es correcta e histórica. Lo que fue en su día ya no lo es y no tiene porque serlo nunca más.
Con Meillassoux y Aaby nos hemos trasladado del reino de la especulación pura a la consideración de evidencias fundamentadas en los datos antropológicos de sociedades primitivas en época histórica.
Hemos tenido en cuenta evidencias materiales tales como la ecología, el clima y los factores demográficos, y hemos insistido en la compleja interacción entre diversos factores que pudieron afectar los avances que estamos intentando comprender. No hay manera de que podamos aportar pruebas consistentes para referirnos a estas transiciones en la prehistoria que no sea a través de las inferencias y las comparaciones con lo que ya conocemos. Como luego veremos, se puede verificar en varios puntos la hipótesis explicativa que hemos propuesto con evidencias históricas.
Hay unos pocos hechos acerca de los cuales podemos estar seguros con los datos arqueológicos. En algún momento durante la revolución agrícola, unas sociedades relativamente igualitarias, con una división sexual del trabajo basada en las necesidades biológicas, dieron paso a unas sociedades muchísimo más estructuradas en las que tanto la propiedad privada como el intercambio de mujeres basado en el tabú del incesto y la exogamia eran comunes.
Las primeras sociedades fueron a menudo matrilineales y matrilocales, mientras que las últimas sociedades sobrevivientes eran predominantemente patrilineales y patrilocales. No existen en ningún lugar pruebas de un proceso contrario, que pase de la patrilinealidad a la matrilinealidad. Las sociedades más complejas presentaban una división del trabajo que ya no sólo se basaba en las diferencias biológicas, sino también en las jerárquicas y en el poder de algunos hombres sobre otros hombres y todas las mujeres.
Varios especialistas han concluido que el cambio descrito aquí coincide con la formación de los estados arcaicos. (30) Es entonces en este período donde hay que acabar con las especulaciones teóricas y empezar la investigación histórica
1. Los conceptos que tengo sobre este punto están basados en la perspectiva que por primera vez formuló Mary Beard en Woman as Force in History, Nueva York, 1946. He trabajado este tema en toda mi obra histórica. Véase en especial Gerda Lerner, The Majority Finds Its Place: Placing Women in History, Nueva York, 1979, caps. 10-12.
2. Véase Paula Webster, «Matriarchy: A Vision of Power», en Rayna Reiter, Toward an Anthropology of Women, Nueva York, 1975, pp. 141-156, sobre una discusión completa de la necesidad que tienen las mujeres contemporáneas de contar con la idea de la existencia de un matriarcado en el pasado.
3. Michelle Rosaldo, «The Use and Abuse of Anthropology: Reflections on Feminism and Cross Cultural Understanding», SIGNS, vol. 5, n.° 3 (primavera de 1980), p. 393. Rosaldo trabaja estas perspectivas en un artículo inédito, «Moral/Analytical Dilemmas Posed by the Intersection of Feminism and Social Science», preparado para las Conferencias sobre el Problema de la Moralidad en Ciencias Sociales, celebradas en Berkeley en marzo de 1980. La siguiente declaración me parece particularmente ajustada: «Al poner en cuestión la visión de que somos las víctimas de unas normas sociales crueles o el producto inconsciente de un mundo natural que (por desgracia) nos minusvalora, las feministas hemos subrayado la necesidad que tenemos de teorías que presten atención a la forma en que los actores modelan sus mundos; a las interacciones a las que se confiere importancia y a las formas culturales y simbólicas en función de las cuales se organizan las expectativas, los deseos se articulan, se confieren premios y se da un sentido al resultado final» (p. 18).
4. Véase Nancy Makepeace Tanner, On Becoming Human, Cambridge, Ingla terra, 1981, pp. 157-158. Asimismo véase Nancy Tanner y Adrienne Zihlman, «Women in Evolution, Part 1: Innovation and Selection in Human Origins», SIGNS, vol. 1, n.° 3 (primavera de 1976), pp. 585-608.
5. Ruth Bleier, Science and Gender: A Critique of Biology and Its Theories on Women, Nueva York, 1984, cap. 3, en especial las páginas 55 y 64-68. El mismo punto es tratado por Clifford Geertz, «The Impact of the Concept of Culture on the Concept of Man», en The Interpretation of Cultures, Nueva York, 1973, pp. 33-54.
6. Ibid., pp. 144-145; cita de la p. 145.
7. Véase la nota 11 del capítulo 1. También: Karen Horney, Feminine Psychology, Nueva York, 1967; Clara Thompson, On Women, Nueva York, 1964; Harry Stack Sullivan, The Interpersonal Theory of Psychiatry, Nueva York, 1953, caps. 4-12.
8. A la inversa, uno de los primeros poderes que los hombres institucionalizaron en el patriarcado fue el poder del cabeza de familia a decidir qué recién nacido había de vivir y cuál tenía que morir. Debió de percibirse como una victoria de las leyes sobre la naturaleza, pues iba en contra de ésta y de toda experiencia humana previa.
9. La información que se tiene de las poblaciones prehistóricas no es muy fiable y tan sólo se puede expresar en términos muy aproximativos. Cipolla piensa que «las evidencias indirectas secundan la idea de que las poblaciones prehistóricas tenían una mortalidad muy alta. Puesto que la especie ha sobrevivido, hemos de admitir también que el hombre primitivo tenía una fertilidad muy elevada. Un estudio realizado a partir de 187 restos fósiles de neandertales revela que la tercera parte murió antes de llegar a los 20 años. Un análisis de 22 restos fósiles de la población asiática de Sinanthropus revela que quince de ellos murieron antes de cumplir 14 años, tres antes de los 29 y otros tres entre los 40 y los 50 años». Carlo M. Cipolla, The Economic History of World Population, Nueva York, 1962, pp. 85-86. Lawrence Angel, «Neolithic Skeletons from Catal Hüyük», Anatolian Studies, vol. 21 (1971), pp. 77-98; cita de la p. 80. En las sociedades cazadoras y recolectoras actuales nos encontramos con tasas de mortalidad infantil muy elevadas, del orden del 60 por 100 en el primer año de vida. Véase F. Rose, «Australian Marriage, Land Owning Groups and Institutions», en R. B. Lee e Irven DeVore, eds., Man, the Hunter, Chicago, 1968, p. 203. 10. Cf. Karen Sacks, Sisters and Wives: The Past and Future of Sexual Equality, Urbana, 1982, cap. 2. Existe, además, la posibilidad de que la menstruación sea un obstáculo para la mujer cuando caza, no sólo porque la incapacite físicamente sino también por los efectos que tiene sobre los animales el olor a sangre. Esta posibilidad se me ocurrió en un reciente viaje a Alaska. En los folletos para campistas y excursionistas del Servicio Nacional de Parques, se aconseja a las mujeres que tengan la menstruación que se mantengan apartadas de las áreas con animales salvajes, porque el olor a sangre atrae a los osos pardos. 11. El antropólogo Marvin Harris defiende en cambio que «la caza no es una actividad ininterrumpida y nada impide a las mujeres que están amamantando dejar a sus hijos al cuidado de otra persona durante unas cuantas horas una o dos veces a la semana». Harris sostiene que la especialización en la caza por el hombre surgió de su formación guerrera y que en las actividades guerreras de los hombres hay que buscar la causa de la supremacía masculina y el sexismo. Marvin Harris, «Why Men Dominate Women», Columbia (verano de 1978), pp. 9-13, 39. Es bastante improbable y no tenemos evidencias que prueben que la guerra organizada precedió a la caza mayor, pero en todo caso creo que las mujeres no habrían optado por las actividades cinegéticas ni militares por las razones que ya he dado. Para una reinterpretación feminista de los mismos materiales que no hace concesiones al «determinismo biológico», véase Bleier, Science and Gender, caps. 5 y 6. 12. Cf. Kay Martin y Barbara Voorhies, Female of the Species, Nueva York, 1975, pp. 77-83; Sacks, Sisters and Wives, pp. 67-84; Ernestine Friedl, Women and Men: An Anthropologist’s View, Nueva York, 1975, pp. 8, 60-61. 13. Simone de Beauvoir, The Second Sex, Nueva York, 1953; reimpresión de la edición de 1974. 14. Aunque no existen pruebas fiables de estas afirmaciones acerca de la originalidad de las contribuciones de las mujeres, tampoco las hay de las capacidades inventivas de los hombres. Ambas se basan en conjeturas. Para nuestros propósitos, es importante que nos permitamos a nosotras mismas la libertad de especular sobre las igualdad de las contribuciones de las mujeres. El único problema que entraña este ejercicio es que queramos llevar nuestras conjeturas, porque parezcan lógicas y convincentes, a la categoría de prueba. Esto es lo que han hecho los hombres; no se debe caer en el mismo error. Elise Boulding, The Underside History: A View of Women Through Time, Boulder, Colorado, 1976, caps. 3 y 4. Véase también Gordon V. Childe, Man Makes Himself, Nueva York, 1951, pp. 76-80. Para una síntesis bastante similar basada en los recientes trabajos antropológicos, véase Tanner y Zilhman, y Sacks, citados en las notas 4 y 10. 15. Nancy Chodorow, The Reproduction of Mothering: Psychoanalysis and the Sociology of Gender, Berkeley, 1978, p. 91. 16. Ibid., p. 169. Sobre un análisis similar fundamentado en otras evidencias, véase Carol Gilligan, In a Different Voice: Psychological Theory and Women’s Development, Cambridge, Massachusetts, 1982. 17. Chodorow, The Reproduction of Mothering, pp. 170, 173. 18. Adrienne Rich, cuando analiza «la institución de la maternidad bajo el patriarcado» y «la heterosexualidad obligada», y Dorothy Dinnerstein, en su interpretación del pensamiento de Freud, llegan a las mismas conclusiones. Véanse Adrienne Rich, Of Women Born: Motherhood as Experience and Institution, Nueva York, 1976; Adrienne Rich, «Compulsory Heterosexuality and Lesbian Existence», SIGNS, vol. 5. n.° 4 (verano de 1980), pp. 631-660; Dorothy Dinnerstein, The Mermaid and the Minotaur: Sexual Arrangements and Human Malaise, Nueva York, 1977. M. Rosaldo critica en «Dilemmas» (véase la nota 3, más arriba) estas teorías psicológicas porque descuidan o ignoran el contexto social en el que tiene lugar la paternidad. Aunque admiro el trabajo de Chodorow y de Rich, estoy de acuerdo con esta crítica y he de añadir que en ambos casos se intenta presentar como una generalización universal cuando sólo es aplicable a las personas de clase media de una nación industrializada. 19. Lois Paul, «The Mastery of Work and the Mystery of Sex in a Guatemalan Village», en M. Z. Rosaldo y Louise Lamphere, Woman Culture and Society, Stanford, 1974, pp. 297-299. 20. Cf. Sigmund Freud, Civilization and Its Discontent, Nueva York, 1962; Susan Brownmiller, Against Our Will: Men, Women and Rape, Nueva York, 1975; Elizabeth Fisher, Woman’s Creation, Sexual Evolution and the Shaping of Society, Garden City, Nueva York, 1979, pp. 190, 195. 21. Mis ideas sobre el tema del surgimiento y las consecuencias de la guerra están influenciadas por Marvin Harris, «Why Men Dominate Women», y por el estimulante intercambio de cartas y el diálogo con Virginia Brodine. 22. Claude Lévi-Strauss, The Elementary Structures of Kinship, Boston, 1969, p. 115. Para una ilustración contemporánea del funcionamiento de este proceso y de cómo realmente la joven «no altera su naturaleza», véase Nancy Lurie, ed., Mountain Wolf Woman, Sisters of Crashing Thunder, Ann Arbor, 1966, pp. 29-30. 23. C. D. Darlington, The Evolution of Man and Society, Nueva York, 1969, p. 59. 24. Boulding, Underside, cap. 6. 25. Véase, por ejemplo, el caso de los lovedu, en Sacks, Sisters and Wives, cap. 5. 26. Cf. Maxine Molyneux, «Androcentrism in Marxist Anthropology», Critique of Anthropology, vol. 3, n.°° 9-10 (invierno de 1977), pp. 55-81. 27. Peter Aaby. «Engels and Women», Critique of Anthropology, vol. 3, n.°’ 9-10 (invierno de 1977), pp. 39-43.
28. Ibid., p. 44. La explicación de Aaby tiene en cuenta el caso, inexplicable en la tesis de Meillassoux, de sociedades que evolucionan en línea directa desde una división sexual del trabajo relativamente igualitaria a la dominación patriarcal mediante difundidas actividades guerreras. Véase, por ejemplo, el desarrollo de la sociedad azteca que describe June Nash en «The Aztecs and the Ideology of Male Dominance», SIGNS, vol. 4, n.° 2 (invierno de 1978), pp. 349-362. Respecto a la sociedad inca, véase frene Silverblatt, «Andean Women in the Inca Empire», Feminist Studies, vol. 4, n.° 3 (octubre de 1978), pp. 37-61. 29. Aaby, «Engels and Women», p. 47. Hay que señalar que la argumentación de Aaby secunda la tesis evolucionista de Darlington. Véase la p. 47. 30. Rayna Rapp Reiter, «The Search for Origins: Unraveling the Threads of Gender Hierarchy», Critique of Anthropology, vol. 3, n.°’ 9-10 (invierno de 1977), pp. 5-24; Robert McC. Adams, The Evolution of Urban Society, Chicago, 1966; Robert Carneiro, «A Theory of the Origin of the State», Science, vol. 19, n.° 3.947 (agosto de 1970), pp. 733-738