Before the Cold War, the closest the United States had ever come to a permanent foreign policy was in our relationship with the nations of the Western Hemisphere. In 1823 the Monroe Doctrine proclaimed our determination to insulate the Western Hemisphere from the contests over the European balance of power, by force if necessary. And for nearly a century afterward, the causes of America’s wars were to be found in the Western Hemisphere: in the wars against Mexico and Spain, and in threats to use force to end Napoleon III’s effort to install a European dynasty in Mexico (Henry Kissinger,Years of Renewal 1999: 703).
I. Sobre el imaginario del mundo moderno/colonial
La tesis que propongo y defiendo aquí es que la emergencia de la idea de «hemisferio occidental» dio lugar a un cambio radical en el imaginario y en las estructuras de poder del mundo moderno/colonial (Quijano y Wallerstein 1992).
Este cambio no sólo produjo un enorme impacto en su re-estructuración sino que tuvo y tiene importantes repercusiones para las relaciones sur-norte en las Américas, para la configuración actual de la «Latinidad» en los Estados Unidos, como también para la diversidad afro-americana en el norte, en el sur y en el Caribe.
Empleo el concepto de «imaginario» en el sentido en que lo usa el intelectual y escritor martiniqués, Edouard Glissant (1996). Para Glissant «el imaginario» es la construcción simbólica mediante la cual una comunidad (racial, nacional, imperial, sexual, etc.) se define a sí misma.
En Glissant, el término no tiene ni la acepción común de una imagen mental, ni tampoco el sentido más técnico que tiene en el discurso analítico contemporáneo, en el cual el Imaginario forma una estructura de diferenciación con lo Simbólico y lo Real. Partiendo de Glissant, le doy al término un sentido geo-político y lo empleo en la fundación y formación del imaginario del sistema-mundo moderno/colonial.
La imagen que tenemos hoy de la civilización occidental es, por un lado, un largo proceso de construcción del «interior» de ese imaginario, desde la transición del Mediterráneo, como centro, a la formación del circuito comercial del Atlántico, como así también de su «exterioridad».
Esto es, en Occidente la imagen «interior» construida por letrados y letradas, viajeros y viajeras, estadistas de todo tipo, funcionarios eclesiásticos y pensadores cristianos, estuvo siempre acompañada de un «exterior interno», es decir, de una «exterioridad» pero no de un «afuera».
La cristiandad europea, hasta finales del siglo XV, era una cristiandad marginada que se había identificado con Jafet y el Occidente, distinguiéndose de Asia y de África. Ese Occidente de Jafet era también la Europa de la mitología griega.
A partir del siglo XVI, con la concurrencia triple de la derrota de los moros, la expulsión de los judíos y la expansión por el Atlántico, moros, judíos y amerindios (y con el tiempo también los esclavos africanos), todos ellos pasaron a configurarse, en el imaginario occidental cristiano, como la diferencia (exterioridad) en el interior del imaginario.
Hacia finales del siglo XVI, las misiones jesuitas en China agregaron una nueva dimensión de «exterioridad», el afuera que está dentro porque contribuye a la definición de la mismidad. Los jesuitas contribuyeron, en los extremos, Asia y América, a construir el imaginario del circuito comercial del Atlántico que, con varias reconversiones históricas, llegó a conformar la imagen actual de civilización occidental de hoy, sobre la que volveré en el apartado IV.
No obstante, el imaginario del que hablo no está sólo constituido en y por el discurso colonial, incluidas sus diferencias internas (e.g., Las Casas y Sepúlveda; o el discurso del Norte de Europa que a partir del siglo XVII trazó la frontera Sur de Europa y estableció la diferencia imperial), sino que está constituido también por las respuestas (o en ciertos momentos falta de ellas) de las comunidades (imperios, religiones, civilizaciones) que el imaginario occidental involucró en su propia autodescripción.
Si bien este rasgo es planetario, en este artículo me limitaré a examinar las respuestas desde las Américas al discurso y a la política integradora y a la vez diferenciadora de Europa primero, del hemisferio occidental luego y del Atlántico Norte, finalmente.
Pero ¿qué entiendo por mundo moderno/colonial o sistema mundo/moderno colonial? Tomo como punto de partida la metáfora sistema mundo-moderno propuesta por Wallerstein (1974).
La metáfora tiene la ventaja de convocar un marco histórico y relacional de reflexiones que escapa a la ideología nacional bajo la cual fue forjado el imaginario continental y subcontinental, tanto en Europa como en las Américas, en los últimos doscientos años. No estoy interesado en determinar cuántos años tiene el sistema mundo, si quinientos o cinco mil (Gunder Frank y Gills 1993).
Menos me interesa saber la edad de la modernidad o del capitalismo (Arrighi 1994). Lo que sí me interesa es la emergencia del circuito comercial del Atlántico, en el siglo XVI, que considero fundamental en la historia del capitalismo y de la modernidad/colonialidad.
Tampoco me interesa discutir si hubo o no comercio con anterioridad a la emergencia del circuito comercial del Atlántico, antes del siglo XVI, sino el impacto que este momento tuvo en la formación del mundo moderno/colonial en el cual estamos viviendo y siendo testigo de sus transformaciones planetarias. Si bien tomo la idea de sistema-mundo como punto de partida, me desvío de ella al introducir el concepto de «colonialidad» como el otro lado (¿el lado oscuro?) de la modernidad.
Con ello no quiero decir que la metáfora de sistema-mundo moderno no haya considerado el colonialismo. Todo lo contrario. Lo que sí afirmo es que la metáfora de sistema-mundo moderno deja en la oscuridad la colonialidad del poder (Quijano 1997) y la diferencia colonial (Mignolo 1999, 2000).
En consecuencia, sólo concibe el sistema-mundo moderno desde su propio imaginario, pero no desde el imaginario conflictivo que surge con y desde la diferencia colonial.
Las rebeliones indígenas y la producción intelectual amerindia, desde el siglo XVI en adelante así como la Revolución Haitiana, a comienzos del siglo XIX, son momentos constitutivos del imaginario del mundo moderno/colonial y no meras ocurrencias en un mundo construido desde el discurso hispánico (por ejemplo, el debate Sepúlveda/Las Casas sobre la «naturaleza» del amerindio, en el cual el amerindio no tuvo su lugar para dar su opinión; o la Revolución Francesa, considerada por Wallerstein momento fundacional de la geo-cultura del sistema-mundo moderno (Wallerstein 1991a, 1991b, 1995).
En este sentido, la contribución de Aníbal Quijano, en el artículo co-escrito con Wallerstein (Quijano y Wallerstein 1992), es giro teórico fundamental al esbozar las condiciones bajo las cuales la colonialidad del poder (Quijano 1997; 1998) fue y es una estrategia de la «modernidad,» desde el momento de la expansión de la cristiandad más allá del Mediterráneo (América, Asia), que contribuyó a la autodefinición de Europa, y fue parte indisociable del capitalismo, desde el siglo XVI.
Este momento en la construcción del imaginario colonial, que será más tarde retomado y transformado por Inglaterra y Francia en el proyecto de la «misión civilizadora», no aparece en la historia del capitalismo contada por Arrighi (1994). En la reconstrucción de Arrighi, la historia del capitalismo se la ve «dentro» (en Europa), o desde dentro hacia afuera (desde Europa hacia las colonias) y, por ello, la colonialidad del poder es invisible. La consecuencia es que el capitalismo, como la modernidad, aparece comoun fenómeno europeo y no planetario, en el que todo el mundo participó pero con distintasposiciones de poder. Esto es, la colonialidad del poder es el eje que organizó y organiza la diferencia colonial, la periferia como naturaleza.
Bajo este panorama general, me interesa recordar un párrafo de Quijano y Wallerstein (1992) que ofrece un marco en el cual comprender la importancia de la idea de «hemisferio occidental» en el imaginario del mundo moderno/colonial a partir de principios del siglo XIX
“The modern world-system was born in the long sixteenth century. The Americas as a geo-social construct were born in the long sixteenth century. The creation of this geo-social entity, the Americas, was the constitutive act of the modern world-system. The Americas were not incorporated into an already existing capitalism world-economy. There could not have been a capitalism world-economy without the Americas (1992: 449).
Dejando de lado las connotaciones particularistas y triunfalistas que el párrafo pueda invocar, y de discutir si hubiera habido o no economía capitalista mundial sin las riquezas de las minas y de las plantaciones, el hecho es que la economía capitalista cambió de rumbo y aceleró el proceso con la emergencia del circuito comercial del Atlántico, la transformación de la concepción aristotélica de la esclavitud exigida tanto por las nuevas condiciones históricas como por el tipo humano (e.g., negro, africano) que se identificó a partir de ese momento con la esclavitud y estableció nuevas relaciones entre raza y trabajo.
A partir de este momento, del momento de emergencia y consolidación del circuito comercial del Atlántico, ya no es posible
concebir la modernidad sin la colonialidad, el lado silenciado por la imagen reflexiva que la modernidad (e.g., los intelectuales, el discurso oficial del Estado) construyó de sí misma y que el discurso postmoderno criticó desde la interioridad de la modernidad como autoimagen del poder.
La postmodernidad, autoconcebida en la línea unilateral de la historia del mundo moderno continúa ocultando la colonialidad, y mantiene la lógica universal y monotópica -desde la izquierda y desde la derecha- desde Europa (o el Atlántico Norte) hacia afuera.
La diferencia colonial (imaginada en lo pagano, lo bárbaro, lo subdesarrollado) es un lugar pasivo en los discursos postmodernos. Lo cual no quiere decir que en realidad sea un lugar pasivo en la modernidad y en el capitalismo.
La visibilidad de la diferencia colonial, en el mundo moderno, comenzó a notarse con los movimientos de descolonización (o independencia) desde finales del siglo XVIII hasta la segunda mitad del siglo XX. La emergencia de la idea de «hemisferio occidental» fue uno de esos momentos.
Pero antes, recordemos que la emergencia del circuito comercial del Atlántico tuvo la particularidad (y este aspecto es importante para la idea de «hemisferio occidental») de conectar los circuitos comerciales ya existentes en Asia, Africa y Europa (red comercial en la cual Europa era el lugar más marginal del centro de atracción, que era China y desde Europa «las Indias Orientales») (Abud-Lughod 1989; Wolff 1982), con Anáhuac y Tawantinsuyu, los dos grandes circuitos desconectados hasta entonces con los anteriores; separados tanto por el Pacífico como por el Atlántico (Mignolo 2000). Algunos de los circuitos comerciales existentes entre 1300 y 1550, según Abu-Lughod (1989).
Hasta esta fecha, había también otros al norte de Africa, que conectaban El Cairo, Fez y Timbuctu.
La emergencia del circuito comercial del Atlántico, conectó los circuitos señalados en la ilustración 1 con al menos dos desconectados hasta entonces, el circuito comercial que tenía centro en Tenochtitlán y se extendía por el Anahuac; y el que tenía su centro en Cuzco, y se extendía por el Tawantinsuyu[1]
El imaginario del mundo moderno/colonial no es el mismo cuando se lo mira desde la historia de las ideas en Europa que cuando se lo mira desde la diferencia colonial: las historias forjadas por la colonialidad del poder en las Américas, Asia o Africa.
Sean estas historias aquéllas de las cosmologías anteriores a los contactos con Europa a partir del siglo XVI, como en la constitución del mundo moderno colonial, en el cual los Estados y las sociedades de África, Asia y las Américas tuvieron que responder y respondieron de distintas maneras y en distintos momentos históricos.
Europa, desde España dio la espalda al norte de África y el Islam en el siglo XVI; China y Japón nunca estuvieron bajo control imperial occidental, aunque no pudieron dejar de responder a su fuerza expansiva, sobre todo a partir del siglo XIX, cuando el Islam renovó su relación con Europa (Lewis 1997). El sur de Asia, India, y diversos países africanos al sur del Sahara fueron el objetivo de los colonialismos emergentes, Inglaterra, Francia, Bélgica y Alemania.
La configuración de la modernidad en Europa y de la colonialidad en el resto del mundo (con excepciones, por cierto, como el caso de Irlanda), fue la imagen hegemónica sustentada en la colonialidad del poder que hace difícil pensar que no puede haber modernidad sin colonialidad; que la colonialidad es constitutiva de la modernidad, y no derivativa.
Las Américas, sobre todo en las tempranas experiencias en el Caribe, en Mesoamérica y en los Andes, dieron la pauta del imaginario del circuito del Atlántico. A partir de ese momento, encontramos transformaciones y adaptaciones del modelo de colonización y de los principios religioso-epistémicos que se impusieron desde entonces.
Hay numerosos ejemplos que pueden ser invocados aquí, a partir del siglo XVI, y fundamentalmente en los Andes y en Mesoamérica (Adorno 1986; Gruzinski 1988; Florescano 1994 y McCormack 1991). Prefiero, sin embargo, convocar algunos más recientes, en los cuales modernidad/colonialidad persisten en su doblez; tanto en la densidad del imaginario hegemónico a través de sus transformaciones, pero también en la coexistencia en el presente de articulaciones pasadas, como en las constantes adaptaciones y transformaciones desde la exterioridad colonial planetaria.
Exterioridad que no es necesariamente el afuera de Occidente (lo cual significaría una total falta de contacto), sino que es exterioridad interior y exterioridad exterior (las formas de resistencia y de oposición trazan la exterioridad interior del sistema). Este doblez encaja muy bien en la manera, por ejemplo, en que tanto el Estado español como diversos Estados de las Américas, celebraron los 500 años de su descubrimiento frente a los movimientos y los intelectuales indígenas que re-escriben la historia, que protestaron la celebración.
La novelista de Laguna, Leslie Marmon Silko, incluyó un «mapa de los quinientos años» en su novela Almanac Of The Dead (1991), publicada un año antes del sesquicentenario.
La primera declaración desde la Selva Lacandona, en 1993, comienza diciendo «Somos el producto de 500 años de lucha.» Rigoberta Menchú, en una ponencia leída en la conferencia sobre democracia y Estado multi-étnico en América Latina, organizada por el sociólogo Pablo González Casanova, también convocó el marco de 500 años de opresión: …la historia del pueblo Guatemalteco puede interpretarse como una concreción de la diversidad de América, de la lucha decidida, forjada desde las bases y que en muchas partes de América todavía se mantiene en el olvido. Olvido no porque se quiera, sino porque se ha vuelto una tradición en la cultura de la opresión. Olvido que obliga a una lucha y a una resistencia de nuestros pueblos que tiene una historia de 500 años (Menchú 1996: 125).
Pues bien, este marco de 500 años es el marco del mundo moderno/colonial desde distintas perspectivas de su imaginario, el cual no se reduce a la confrontación entre españoles y amerindios sino que se extiende al criollo (blanco, negro y mestizo), surgido de la importación
II. Doble conciencia criolla y hemisferio occidental
La idea de «hemisferio occidental» (que sólo aparece mencionada como tal en la cartografía a partir de finales del siglo XVIII), establece ya una posición ambigua. América es la diferencia, pero al mismo tiempo la mismidad. Es otro hemisferio, pero es occidental. Es distinto de Europa (que por cierto no es el Oriente), pero está ligado a ella. Es distinto, sin embargo, a África y Asia, continentes y culturas que no forman parte de la definición del hemisferio occidental.
Pero ¿quién define tal hemisferio? ¿Para quién es importante y necesario definir un lugar de pertenencia y de diferencia? ¿Para quienes experimentaron la diferencia colonial como criollos de descendencia hispánica (Bolívar) y anglo-sajona (Jefferson)?
Lo que cada uno entendió por «hemisferio occidental» (aunque la expresión se originó en el inglés de las Américas) difiere, como es de esperar. Y difiere, también como es de esperar, de manera no trivial. En la «Carta de Jamaica», que Bolívar escribió en 1815 y dirigió a Henry Cullen, «un caballero de esta isla», el enemigo era España.
Las referencias de Bolívar a «Europa» (al norte de España) no eran referencias a un enemigo sino la expresión de cierta sorpresa ante el hecho de que «Europa» (que supuestamente Bolívar en esa fecha localizaría en Francia, Inglaterra y Alemania) se mostrara indiferente a las luchas de independencia que estaban ocurriendo, por esos años, en la América hispana.
Teniendo en cuenta que, también en ese período, Inglaterra era ya un imperio en desarrollo con varias décadas de colonización en la India y enemigo de España, es posible que Mr. Cullen recibiera con interés y también con placer las diatribas de Bolívar contra los españoles. La «leyenda negra» dejó su marca en el imaginario del mundo moderno/colonial.
Por otra parte, el enemigo de Jefferson era Inglaterra aunque, contrario a Bolívar, Jefferson no reflexionó sobre el hecho de que España no se interesara en la independencia de los Estados Unidos de Norte América. Con esto quiero decir que las referencias cruzadas, de Jefferson hacia el Sur y de Bolívar hacia el Norte, eran en realidad referencias cruzadas.
Mientras que Bolívar imaginaba, en la carta a Cullen, la posible organización política de América (que en su imaginario era la América hispana) y especulaba a partir de las sugerencias de un dudoso escritor francés de dudosa estirpe, el Abe de Pradt (Bornholdt 1944: 201-221), Jefferson miraba con entusiasmo los movimientos de independencia en el Sur, aunque con sospechas los caminos de su futuro político.
En una carta al Barón Alexander von Humboldt, fechada en diciembre de 1813, Jefferson le agradecía el envío de observaciones astronómicas después del viaje que Humboldt había realizado por América del Sur y enfatizaba la oportunidad del viaje en el momento en que «esos países» estaban en proceso de «hacerse actores en su escenario»
Y agregaba:
That they will throw off their European dependence I have no doubt; but in what kind of government their revolution will end I am not so certain. History, I believe, furnishes no example of a priest-ridden people maintaining a free civil government[…] But in whatever governments they end they will be «American» governments, no longer to be involved in the never-ceasing broils of Europe (1813: 22).
Por su parte, Bolívar expresaba con vehemencia:
Yo deseo más que otro alguno ver formarse en América la más grande nación del mundo menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria. Aunque aspiro a la perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo sea por el momento regido por una gran república (1815: 25).
Mientras Bolívar hablaba del «hemisferio de Colón», Jefferson hablaba del hemisferio que «América tiene para sí misma». Eran, en realidad, dos Américas en las que pensaban Jefferson y Bolívar. Y lo eran también geográficamente. La América ibérica se extendía hasta lo que es hoy California y Colorado, mientras que la América sajona no iba más allá, hacia el oeste, que Pensilvania, Washington y Atlanta.
Donde ambos se encontraban era en la manera en que se referían a las respectivas metrópolis, España e Inglaterra. Al referirse a la conquista, Bolívar subrayaba las «barbaridades de los españoles» como «barbaridades que la presente edad ha rechazado como fabulosas, porque parecen superiores a la perversidad humana» (1815: 17).
Jefferson se refería a los ingleses como exterminadores de los americanos nativos («extermination of this race in OUR America», énfasis agregado, WM), como un capítulo adicional «in the English history of the same colored man in Asia, and of the brethen of their own color in Ireland, and wherever else Anglo-mercantile cupidity can find a two-penny interest in deluging the earth with human blood» (1813: 24).
A pesar de que las referencias eran cruzadas, había esto en común entre Jefferson y Bolívar: la idea del hemisferio occidental estaba ligada al surgimiento de la conciencia criolla, anglo e hispánica.
La emergencia de la conciencia criolla negra, en Haití era diferente. Era una cuestión limitada al colonialismo francés y a la herencia africana, y el colonialismo francés, como el inglés, en el Caribe, no tuvo la fuerza de la inmigración inglesa que estuvo en la base de la formación de los Estados Unidos, o de los legados del fuerte colonialismo hispánico.
La conciencia criolla negra, contraria a la conciencia criolla blanca (sajona o ibérica), no era la conciencia heredera de los colonizadores y emigrados, sino heredera de la esclavitud. Por eso la idea de «hemisferio occidental» o, como luego lo dirá Martí, de «nuestra América» no era común entre ellos.
En suma, «hemisferio occidental» y «nuestra América» son figuras fundamentales del imaginario criollo, sajón e ibérico, pero no del imaginario amerindio (en el norte y en el sur), o del imaginario afro-americano (tanto en América Latina, como en el Caribe, como en América del Norte).
Sabemos, por ejemplo, qué pensaba Jefferson de la Revolución Haitiana y de «that race of men» (Jefferson 1984). La conciencia criolla en su relación con Europa se forjó como conciencia geo-política más que como conciencia racial. Y la conciencia criolla, como conciencia racial, se forjó internamente en la diferencia con la población afroamericana y amerindia. La diferencia colonial se transformó y reprodujo en el período nacional y es esta transformación la que recibió el nombre de «colonialismo interno.»
El colonialismo interno es, pues, la diferencia colonial ejercida por los líderes de la construcción nacional. Este aspecto de la formación de la conciencia criolla blanca es el que transformó el imaginario del mundo moderno/colonial y estableció las bases del colonialismo interno que atravesó todo el período de formación nacional, tanto en la América ibérica como en la América anglo-sajona (Nelson 1998).
Las ideas de «América» y de «hemisferio occidental» (no ya las «Indias occidentales», designación hispánica de la territorialidad colonial) fueron imaginadas como el lugar de pertenencia y el derecho a la autodeterminación. Aunque Bolívar pensaba en su nación de pertenencia y en el resto de América (hispana), Jefferson pensaba en algo más indeterminado, aunque lo pensaba en cambio sobre la memoria de la territorialidad colonial sajona y sobre un territorio que no había sido configurado por la idea de «Indias Occidentales.» «Indias Occidentales» fue la marca distintiva del colonialismo hispánico que debía diferenciar sus posesiones en América de aquéllas en Asia (e.g., las islas Filipinas), identificadas como «Indias Orientales.»
En la formación de Nueva Inglaterra, en cambio, «Indias Occidentales» era un concepto extraño. Cuando la expresión se introdujo al inglés, «West Indies» se usó para designar fundamentalmente el Caribe inglés. Lo que estaba claro para ambos, Bolívar y Jefferson, era la separación geo-política con Europa, de una Europa que en un caso tenía su centro en España y en el otro en Inglaterra. Puesto que las designaciones anteriores (Indias Occidentales, América) fueron designaciones en la formación de la conciencia castellana y europea, «hemisferio occidental» fue la necesaria marca distintiva del imaginario de la conciencia criolla (blanca), post-independencia.
La conciencia criolla no era, por cierto, un hecho nuevo puesto que sin conciencia criolla no hubiera habido independencia ni en el Norte ni en el Sur. Lo nuevo e importante en Jefferson y en Bolívar fue el momento de transformación de la conciencia criolla colonial en conciencia criolla postcolonial y nacional y la emergencia del colonialismo interno frente a la población amerindia y afro-americana.
Desde la perspectiva de la conciencia criolla negra, tal como la describe Du Bois, podemos decir que la conciencia criolla blanca es una doble conciencia que no se reconoció como tal. La negación de Europa no fue, ni en la América hispana ni en la anglo-sajona, la negación de «Europeidad» puesto que ambos casos, y en todo el impulso de la conciencia criolla blanca, se trataba de ser americanos sin dejar de ser europeos; de ser americanos pero distintos a los amerindios y a la población afro-americana.
Si la conciencia criolla se definió con respecto a Europa en términos geo-políticos, en términos raciales se definió su relación con la población criolla negra y con la indígena. La conciencia criolla, que se vivió (y todavía hoy se vive) como doble aunque no se reconoció ni se reconoce como tal, se reconoció en cambio en la homogeneidad del imaginario nacional y, desde principios del siglo XX, en el mestizaje como contradictoria expresión de homogeneidad. La celebración de la pureza mestiza de sangre, por así decirlo.
La formación del Estado-nación requería la homogeneidad más que la disolución y por lo tanto o bien había que ocultar o bien era impensable la celebración de la heterogeneidad. Si no hubiera sido así, si la conciencia criolla blanca se hubiera reconocido como doble no tendríamos hoy ni en Estados Unidos ni en la América hispana, ni en el Caribe, los problemas de identidad, de multiculturalismo y de pluriculturalidad que tenemos. Dice Jefferson:
The European nations constitute a separate division of the globe; their localities make them part of a distinct system; they have a set of interests of their own in which it is our business never to engage ourselves. America has a hemisphere to itself (1813: 22).
Jefferson negaba a Europa, no la Europeidad. Los revolucionarios haitianos, Toussaint l ́Ouverture y Jean-Jacques Dessalines, en cambio, negaron Europa y la Europeidad (Dayan 1998: 19-25). Directa o indirectamente fue la diáspora africana y no el hemisferio occidental lo que alimentó el imaginario de los revolucionarios haitianos.
En cambio, la vehemencia con que se planteaban en Jefferson y Bolívar la separación con Europa era, al mismo tiempo, motivada por el saberse y sentirse, en última instancia, europeos en las márgenes, europeos que no eran pero que en el fondo querían serlo. Esta doble conciencia criolla blanca, de distinta intensidad en el período colonial y en el período nacional, fue la marca y el legado de la intelectualidad independentista a la conciencia nacional durante el siglo XIX.
Repito que la característica de esta doble conciencia no era racial sino geo-política y se definía con relación a Europa. La doble conciencia no se manifestaba, por cierto, en relación al componente amerindio o afro-americano. Desde el punto de vista criollo, cómo ser criollo e indio o negro al mismo tiempo, no era un problema que había que resolver. En este contexto -en relación con las comunidades amerindias y afro-americanas- la conciencia criolla blanca se definió como homogénea y distinta.
Si los criollos blancos no se hicieron cargo de su doble conciencia se debió, quizás, a que uno de los rasgos de la conceptualización del hemisferio occidental fue la integración de América a Occidente. Lo cual no era posible, para la conciencia criolla negra: Africa, a pesar de su localización geográfica, nunca fue parte del imaginario geo-político occidental.
No le estaba permitido a Du Bois, como tampoco le estuvo permitido a Guaman Poma de Ayala o a Garcilaso de la Vega en el siglo XVI, sentirse parte de Europa o de alguna forma europeos en las márgenes. Variadas formas de doble conciencia, pero doble conciencia al fin, fueron las consecuencias y son los legados del mundo moderno/colonial.
III. El hemisferio occidental y la geo-cultura del sistema-mundo moderno/colonial
Uno de los rasgos que distingue los procesos de descolonización en las Américas a finales del siglo XVIII y a principios del XIX es, como lo ha notado Klor de Alva (1992), el hecho de que la descolonización estuviera en manos de los «criollos» y no de los «nativos» como ocurrirá luego, en el siglo XX, en África y en Asia.
Hay sin embargo, otro elemento importante a tener en cuenta en la primera oleada de descolonización acompañada de la idea del «hemisferio occidental» y la transformación del imaginario del mundo moderno/colonial que se resumió en esta imagen geo-política.
Si la idea de hemisferio occidental encontró su momento de emergencia en las independencias de los criollos, anglos y latinos, en ambas Américas, su momento de consolidación se lo encuentra casi un siglo más tarde, después de la guerra hispano-americana y durante la presidencia de Theodor Roosevelt, en los albores del siglo XX. Si las historias necesitan un comienzo, la historia de la rearticulación fuerte de la idea de hemisferio occidental en el siglo XX, tuvo su comienzo en Venezuela cuando las fuerzas armadas de Alemania e Inglaterra iniciaron un bloqueo para presionar el cobro de la deuda externa.
La guerra hispano-americana (1898) había sido una guerra por el control de los mares y del canal de Panamá, frente a las amenazas de países imperiales fuertes, de Europa del Oeste, un peligro que se repetía con el bloqueo de Venezuela. La intervención de Alemania e Inglaterra fue un buen momento para reavivar el reclamo de autonomía del «hemisferio occidental» que había perdido fuerza durante y en los años posteriores a la guerra civil en Estados Unidos.
El hecho de que el bloqueo fuera a Venezuela, creó las condiciones para que la idea y la ideología de «hemisferio occidental» se reavivara como una cuestión no sólo de incumbencia de Estados Unidos sino también de los países latinoamericanos. El diplomático argentino Luis María Drago, Ministro de Asuntos Exteriores, dio el primer paso en esa dirección en diciembre de 1902 (Whitaker 1954: 87-100).
Whitaker propone, a grandes rasgos, una interpretación de estos años de política internacional que ayuda a entender el cambio radical en el imaginario del sistema-mundo moderno/colonial que tuvo lugar a principios del siglo XIX con la reinterpretación roosveltiana de la idea del «hemisferio occidental.»
Según Whitaker, la propuesta de Luís María Drago, Ministro Argentino de Asuntos Exteriores. Para solucionar el embargo a Venezuela (propuesta que llego a conocerse como la «Doctrina Drago»), fue en realidad, una suerte de «corolario» a la Doctrina Monroe desde una perspectiva multilateral que involucraba, por cierto, a todos los Estados de las Américas.
Whitaker sugiere que la posición de Drago no fue bien recibida en Washington, entre otras razones, porque en Estados Unidos se consideraba la Doctrina Monroe como una doctrina de política nacional e, indirectamente, unilateral cuando ella se aplicaba a relaciones internacionales.
Drago, en cambio, había interpretado la Doctrina Monroe desde Argentina como un principio multilateral válido para todo el hemisferio occidental que se podía poner en ejecución en y desde cualquier parte de las Américas. La segunda de las razones, según Whitaker, fue una consecuencia de lo anterior.
Esto es, si en verdad había necesidad de un «corolario» para extender la efectividad de la Doctrina Monroe a las relaciones internacionales, este «corolario» debería surgir en y desde Washington y no en y desde Argentina o de cualquier otra parte de América Latina.
Este fue, según Withaker, el camino seguido por Washington cuando, en diciembre de 1904, Roosevelt propuso su propio «corolario» a la Doctrina Monroe.
Aunque semejante al propuesto por Drago, tenía importantes diferencias. Whitaker enumera las siguientes: a) ambos «corolarios» estaban dirigidos a resolver el mismo problema (la intervención europea en América) y estaban basados sobre las mismas premisas (la Doctrina Monroe y la idea del hemisferio occidental); b) ambos «corolarios» proponían resolver el problema mediante una excepción a la ley internacional en favor del hemisferio occidental y c) ambos proponían alcanzar esta solución mediante un «American policy pronouncement, not through a universally agreed amendment to international law» (Whitaker 1954: 100).
Las diferencias, sin embargo, fueron las que re-orientaron la configuración del nuevo orden mundial: el «ascenso» de un país neo-colonial o post-colonial en el grupo de los Estados-naciones imperiales.
Un cambio de no poca monta en el imaginario y en la estructura del mundo moderno/colonial. Las diferencias entre Roosevelt y Drago se encontraban, según Whitaker, en la manera de implementar la nueva política internacional. Roosevelt propuso hacerlo unilateralmente, desde Estados Unidos mientras que Drago proponía una acción multilateral, democrática e inter-americana.
Los resultados fueron muy diferentes a los que se podrían imaginar si el «corolario» de Drago hubiera sido implementado. En cambio, Roosevelt reclamó para Estados Unidos el monopolio de los derechos de administración de la autonomía y democracia del hemisferio occidental (Whitaker 1954: 100).
La Doctrina Monroe re-articulada con la idea de «hemisferio occidental» introdujo un cambio fundamental en la configuración del mundo moderno/colonial y en el imaginario de la modernidad/colonialidad.
La conclusión de Whitaker a este capítulo del mundo moderno/colonial es oportuna: «As a result -de la implementación del «corolario Roosevelt» en vez del «corolario Drago» -the leaders in Washington and those in Western Europe came to understand each other better and better as time went on. The same development, however, widened the already considerable gap between Anglo-Saxon America and Latin America» (Whitaker 1954: 107).
El momento que acabo de narrar, basado en Whitaker, sugiriendo las conexiones de la política internacional con el imaginario del mundo moderno/colonial, es conocido en la historia de la literatura latinoamericana por la Oda a Roosevelt del poeta nicaragüense y cosmopolita, Rubén Darío y del ensayo Ariel del intelectual uruguayo Enrique Rodó.
Me interesa aquí volver sobre el período que se extiende desde la guerra hispano-americana (1898) hasta el «triunfo» del corolario de Roosevelt, para reflexionar sobre la geo-cultura y el imaginario del mundo moderno/colonial y el impacto de la idea de hemisferio occidental.
Respondiendo a las críticas dirigidas al fuerte perfil económico del concepto de sistema-mundomoderno, Immanuel Wallerstein introdujo el concepto de geo-cultura (Wallerstein 1991). Wallerstein construye el concepto, históricamente, desde la Revolución Francesa hasta la crisis de 1968 en Francia y lógicamente como la estructura cultural que ata geoculturalmente el sistema-mundo.
La ‘geo-cultura’ del sistema mundo-moderno debería entenderse como la imagen ideológica (y hegemónica) sustentada y expandida por la clase dominante, después de la Revolución Francesa. La imagen hegemónica no es por tanto equivalente a la estructuración social sino a la manera en que un grupo, el que impone la imagen, concibe la estructuración social.
Por ‘imaginario del mundo moderno/colonial’ debería entenderse a las variadas y conflictivas perspectivas económicas, políticas, sociales, religiosas etc. en las que se actualiza y transforma la estructuración social. Pero la incluye como el aspecto monotópico y hegemónico, localizado en la segunda modernidad, con el ascenso de Francia, Inglaterra y Alemania al liderazgo del mundo moderno/colonial (Wallerstein 1991a; 1991b y 1995).
Sin duda que lo que I. Wallerstein llama la geo-cultura es el componente del imaginario del mundo moderno/colonial que se universaliza, y lo hace no sólo en nombre de la misión civilizadora al mundo no europeo, sino que relega el siglo XVI al pasado y con ello el Sur de Europa. El imaginario que emerge con el circuito comercial del Atlántico, que pone en relaciones conflictivas a peninsulares, amerindios y esclavos africanos, no es para Wallerstein componente de la geo-cultura.
Es decir, Wallerstein describe como geo-cultura del sistema-mundo moderno el imaginario hegemónico y deja de lado tanto las contribuciones desde la diferencia colonial como desde la diferencia imperial: la emergencia del hemisferio occidental en el horizonte colonial de la modernidad.
La geo-cultura de Wallerstein es, pues, el imaginario hegemónico de la segunda fase de la modernidad, y es eurocéntrico en el sentido restricto del término, centrado en Francia, Inglaterra y Alemania, desde la perspectiva de la historia (del imaginario nacional francés).
La Revolución Francesa tuvo lugar, precisamente, en un momento de «inter-imperium» en el cual se consolidó la Europa de las naciones de espaldas a la cuestión colonial. La independencia de Estados Unidos (que no sólo anticipó sino que contribuyó a que la Revolución Francesa fuera posible) es ajena o marginal al concepto de geo-cultura, de Wallerstein porque, es mi interpretación, su concepto de sistema-mundo moderno es ciego a la diferencia colonial, mientras que las independencias en las Américas, los primeros movimientos antisistémicos, fueron movimientos desde la diferencia colonial.
Estos movimientos fueron generados por y en la diferencia colonial, aunque ésta se reprodujera de otra manera, en la formación nacional, como lo mencioné más arriba.
Wallerstein destacó en el concepto de «geo-cultura» el componente hegemónico del mundo moderno que acompañó la revolución burguesa en la consolidación de la Europa de las naciones y que al mismo tiempo relegó a acontecimientos «periféricos» los primeros movimientos de descolonización de un mundo moderno pero también colonial.
Tal ceguera fue notable en el caso de la Revolución Haitiana, como lo mostró Trouillot (1995) explicando las razones por las cuales una revolución de criollos negros con el apoyo de esclavos negros no tenía lugar en discursos libertarios sobre los derechos del hombre y del ciudadano, que habían sido pensados en un mundo donde la «matriz invisible» era blanca, compuesta de ciudadanos blancos fundamentalmente y no de indios y negros.
En este esquema, las diferencias de género y de sexualidad fueron subsumidas por las clasificaciones raciales. No era ni es lo mismo ser mujer blanca que negra o de color. La colonialidad es constitutiva de la modernidad.
Las relaciones asimétricas de poder al mismo tiempo que la participación activa desde la diferencia colonial en la expansión del circuito comercial del Atlántico constituido a través de los siglos como Occidente o civilización occidental, son las que justifican y hacen necesario el concepto de «colonialidad del poder» (Quijano 1997) y de «diferencia colonial» (Mignolo 2000) para corregir las limitaciones histórico-geográficas a la vez que lógicas del concepto de geo-cultura en su formulación wallersteniana:
In the case of the modern world-system, it seems to me that its geo-culture emerged with the French Revolution and then began to lose its widespread acceptance with the world revolution of 1968. The capitalist world-economy has been operating since the long sixteenth century. It functioned for three centuries, however, without any firmly established geo-culture. That is to say, from the sixteenth to the eighteenth century, no one set of values and basic rules prevailed within the capitalist world-economy, actively endorsed the majority of the cadres and passively accepted by the majority of the ordinary people. The French Revolution, lato senso, changed that. It established two new principles: (1) the normality of political change and (2) the sovereignty of people […]
The key point to note about these two principles is that they were, in and of themselves, quite revolutionary in their implications for the world-system. Far from ensuring the legitimacy of the capitalist world-economy, they threatened to delegitimize it in the long run. It is in this sense that I have argued elsewhere that «the French Revolution» represented the first of the anti-systemic revolution of the capitalist world-economy–in a small part a success, in larger part a failure (Wallerstein 1995: 1166).
La dificultad de Wallerstein para reconocer la constitución del imaginario del mundo moderno sin la participación de Francia e Inglaterra, y por lo tanto, negar la contribución de tres siglos de dominio español y portugués, es sin duda una consecuencia de lo que concibe como geo-cultura. El imaginario de la Europa del Norte, a partir de la Revolución Francesa, es el imaginario que se construyó de forma paralela al triunfo de Inglaterra y Francia sobre España y Portugal como nuevas potencias imperiales.
La emergencia del concepto de «hemisferio occidental» no permitía preveer que marcaba, desde el comienzo, los límites de lo que Wallerstein llama geo-cultura. Y lo marca de dos maneras: una por rearticular la diferencia colonial; la otra por ir absorbiendo, a lo largo de su historia, el concepto de «misión civilizadora», concepto central en la geo-cultura de Wallerstein, y traducción de la «misión cristianizadora» dominante de los siglos XVI al XVIII pero que Wallerstein no reconoce como geo-cultura.
IV. Del hemisferio occidental al Atlántico Norte
Samuel Huntington describió el nuevo orden mundial, después del final de la guerra fría, en nueve civilizaciones.
Las nueve civilizaciones de Samuel Huntington y sus territorialidades después del fin de la Guerra Fría (Huntington 1996).
Las nueve civilizaciones son las siguientes: Occidente, América Latina, Africa (más específicamente, Africa al sur del Sahara), Islam, China, Hindú, Ortodoxa, Budista y Japonesa.
Dejando de lado el hecho de que la lógica clasificatoria de Huntington se parece a la del famoso emperador chino mencionado por Jorge Luis Borges y adoptado por Michel Foucault al comienzo de Las Palabras y las Cosas (1967), aquí sólo me interesa reflexionar sobre el hecho de que América Latina es, para Huntington, una civilización en sí misma y ya no parte del hemisferio occidental.
América Latina, para Huntington, tiene una identidad que la diferencia de Occidente:
Although an offspring of European civilization, Latin America has evolved along a very different path from Europe and North America. It has a corporatist, authoritarian culture, which Europe has to a much lesser degree and North America not at all (1996: 46).
Aparentemente Huntington no percibe el facismo y el nazismo como autoritarios. Ni tampoco percibe el hecho de que el autoritarismo de Estados Unidos, a partir de 1945, se proyectó en el control de las relaciones internacionales en una nueva forma de colonialismo, un colonialismo sin territorialidad. Pero hay más rasgos invocados por Huntington para marcar la diferencia latinoamericana:
Europe and North America both felt the effects of the Reformation and have combined Catholic and Protestan cultures. Historically, although this may be changing, Latin America has been only Catholic (1996: 46).
En esta parte del argumento, la diferencia invocada es la diferencia imperial que iniciada por la Reforma, tomó cuerpo a partir del siglo XVII en el desarrollo de la ciencia y de la filosofía, en el concepto de Razón que dio coherencia al discurso de la segunda modernidad (ascenso de Inglaterra, Francia y Alemania sobre España y Portugal).
Además, tercer elemento, un componente importante de América Latina es, para Huntington, “the indigenous cultures, which did not exist in Europe, were effectively wiped out in North America, and which vary in importance from Mexico, Central America, Peru and Bolivia, on the one hand, to Argentina and Chile, on the other (1996: 46).”
Aquí, el argumento de Huntington pasa de la diferencia imperial a la diferencia colonial, tanto en su forma originaria en los siglos XVI al XVIII, como en su rearticulación durante el período de construcción nacional, que es precisamente donde la diferencia entre Bolivia y Argentina, por ejemplo, se hace más evidente, cuando el modelo nacional se impone desde el norte de Europa sobre la decadencia del imperio hispánico. Como conclusión a estas observaciones, Huntington sostiene:
Latin America could be considered either a subcivilization within Western civilization or a separate civilization closely affiliated with the West. For an analysis focused on the international political implications of civilizations, including the relations between Latin America, on the one hand, and North America and Europe, on the other, the latter is the more appropriate and useful designation (…) The West, then, includes Europe, North America, plus the other European settler countries such as Australia and New Zealand (1996: 47).
¿En qué piensa Huntington cuando habla de “other European settler countries such as Australia and New Zealand”? Obviamente en la colonización inglesa, en la segunda modernidad, en la diferencia imperial (el colonialismo inglés que “superó” al colonialismo ibérico) montada sobre la diferencia colonial (ciertas herencias coloniales pertenecen al Occidente, ciertas no).
En las herencias coloniales que pertenecen al Occidente, el componente indígena es ignorado, y para Huntington la fuerza que están adquiriendo los movimientos indígenas en Nueva Zelandia y en Australia, no parece ser un problema.
No obstante, el panorama es claro: el Occidente es la nueva designación, después del fin de la guerra fría, del “primer mundo”; el lugar de enunciación que produjo y produce la diferencia imperial y la diferencia colonial, los dos ejes sobre los que giran la producción y reproducción del mundo moderno/colonial. Si bien la emergencia de la idea de “hemisferio occidental” ofreció la promesa de inscripción de la diferencia colonial desde la diferencia colonial misma, el “corolario Roosevelt” en cambio restableció la diferencia colonial desde el norte y sobre la derrota definitiva de España en la guerra hispano-americana.
Ambas posiciones pueden sostenerse desde la perspectiva de la doble conciencia criolla en América Latina. Sería más difícil encontrar evidencias de que estas opiniones tuvieran su origen en la doble conciencia indígena o afro-americana. Ahora bien, esta distinción no es sólo válida para América Latina, sino para Estados Unidos también. Huntington le atribuye a América Latina una “realidad” que es válida para Estados Unidos, pero que quizás no es perceptible desde Harvard, puesto que desde allí, y desde las conexiones de politólogos y científicos sociales con Washington, la mirada se dirige más hacia el oriente (Londres, Berlín, París), que hacia el sudoeste y el Pacífico. Espacios residuales, espacios de la diferencia colonial.
Sin embargo, y aún estando en Harvard, el intelectual afro-americano W.E. B. Du Bois podía mirar hacia el sur y comprender que para quienes están histórica y emotivamente ligados a la historia de la esclavitud, la cuestión de ser o no occidentales no se plantea (Du Bois 1904). Y si se plantea, como en el libro reciente del caribeño-británico Paul Gilroy (Gilroy 1993), el problema aparece en una argumentación en la que el “Atlántico negro” emerge como la memoria olvidada y soterrada en el “Atlántico norte” de Huntington.
Por otra parte, la lectura del eminente intelectual y abogado indígena, de la comunidad Osage, Vine Deloria Jr. (Deloria 1972; 1993) muestra que ni las comunidades indígenas en Estados Unidos fueron totalmente eliminadas, como lo afirma Huntington, ni que en Estados Unidos no persiste la diferencia colonial que emergió con el imaginario del circuito comercial del Atlántico y que fue necesaria para la fundación histórica de la civilización occidental, de su fractura interna con la emergencia del hemisferio occidental.
Hay mucho más, en los argumentos de Deloria, que la simple diferencia entre el cristianismo protestante y católico que preocupa a Huntington. Deloria recuerda, para quienes tienen mala memoria, la persistencia de formas de pensamiento que no sólo ofrecen religiones alternativas sino, más importante aún, alternativas al concepto de religión que es fundamental en la arquitectura del imaginario de la civilización occidental.
La transformación del “hemisferio occidental” en el “Atlántico Norte” asegura, por un lado, la pervivencia de la civilización occidental. Por otro, margina definitivamente a América Latina de la civilización occidental, y crea las condiciones para la emergencia de fuerzas que quedaron ocultas en el imaginario criollo (latino y anglo) de “hemisferio occidental”, esto es, la rearticulación de las fuerzas amerindias y afro-americanas alimentadas por las migraciones crecientes y por el tecnoglobalismo.
El surgimiento Zapatista, la fuerza del imaginario indígena, y la diseminación planetaria de sus discursos nos hacen pensar en futuros posibles más allá del hemisferio occidental y del Atlántico norte. Pero, al mismo tiempo, más allá de todo fundamentalismo civilizatorio, ideológico o religioso, cuyos perfiles actuales son el producto histórico de la “exterioridad interior” a la que fueron relegados (e.g. subalternizados) por la autodefinición de la civilización occidental y del hemisferio occidental, el problema de la “occidentalización” del planeta es que todo el planeta, sin excepción y en los últimos quinientos años, tuvo que responder de alguna manera a la expansión de Occidente.
Por lo tanto “más allá del hemisferio occidental y del Atlántico Norte” no quiere decir que exista algún “lugar ideal” existente que es necesario defender, sino que implica “más allá de la organización planetaria basada en la exterioridad interior implicada en el imaginario de la civilización occidental, del hemisferio occidental y del Atlántico Norte.
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