La pasión por la teoría
Yohanka León del Río , Félix Valdés García • La Habana, Cuba
La filosofía no es siempre un saber necesario, pero para las revoluciones se convierte en un saber imprescindible. En ocasiones viene a menos, se convierte en lujo del espíritu, en ejercicio baldío y de placer, se enajena de su mundo, como la mayor parte de las veces se esquiva por constituir un estorbo adicional ante las cosas prácticas e inmediatas.
Vladímir I. Lenin, en vísperas de una gran revolución en mente, se sumergió en la apacible sala de lecturas de la biblioteca de Berna, entre 1914 y 1915, para leer la Ciencia de la Lógica y entender a Hegel, para comprender a Marx, o para reafirmarse que la dialéctica expuesta aquí, invertida por Marx, es el álgebra de la revolución. Frantz Fanon tenía en su mochila la Fenomenología de Hegel y daba clases de marxismo a las tropas del Frente de Liberación Nacional argelino, acantonadas en la frontera con Túnez durante la revolución. Y Fidel se leía a Kant y a Marx en el Presidio Modelo, así como el Che, ante la batalla decisiva de la Revolución en Santa Clara, leía en su escaso asueto a Göete, según atestigua una foto que ha quedado para la historia.
Al triunfo de la Revolución cubana en 1959, nuevamente la filosofía se pone en la diana, y tras reformarse la universidad surge el 1ro. de febrero de 1963, el Departamento de Filosofía sobre el cual hoy reflexionamos en ocasión de sus 50 años, con una distancia de medio siglo, pero asistidos aún por la necesidad de pensar en la teoría que acompaña a la revolución y su impronta, como bien señalara en su tiempo una mujer, la marxista norteamericana Raya Dunayevskaya, en aquel texto que ponía en maridaje los dos términos: Filosofía y revolución para rescatar a Marx y a Lenin de los espectros inmóviles sobre ellos creados, en tiempos que los obreros de Norteamérica los demandaban.
Imagen: La Jiribilla
Los jóvenes profesores del recién creado Departamento de Filosofía, sabían de su reto, hacían y emprendieron una revolución total en este campo, querían incendiar el océano, desafiando y asimilando el maremágnum de cosas nuevas ante sus narices puestas.
¿Cuál fue este tiempo para ellos, para el mundo y para la teoría misma? En primer lugar, era un momento de rupturas y de quiebras epistémicas. Como nunca antes se viene de vuelta de la modernidad, la ilustración y el liberalismo. El Tercer Mundo pone en tela de juicio todo el saber hasta entonces funcional al sistema capitalista. No es suficiente lo que se sabe, no se adecuan los conceptos que permiten entender lo que está pasando en Cuba, en América Latina, en África, en el sur de los EE.UU., en Nueva York y en California, como en la propia Europa y la Unión Soviética. Y en la periferia de Europa, están sucediendo cosas que aun no tienen siquiera un nombre, “estamos prácticamente sin bautizar” —decía Fidel en un discurso—. Y es que entendernos, leernos, pensarnos no es suficiente desde recetas y saberes llegados allende el Atlántico. El Manual de Konstantinov, el marxismo desarrollado en la URSS con sus leyes y categorías, o las creencias infalibles de los intelectuales del Norte con sus cortapisas resultaban de poca ayuda. Hay un vacío de presupuestos en el conocer, y también ellos deben ser emancipados.
Cuba se convertía en ‘atractor’ de las nuevas ideas y del movimiento revolucionario del Tercer Mundo, del giro que tanto la teoría y el marxismo abierto como fundamento teórico de los partidos revolucionarios, se exigía. Había que indisciplinar la disciplina de la filosofía, había que readecuar la enseñanza del marxismo. Pero indisciplinar la disciplina traería graves riesgos.
¿Por qué hablamos de un giro de tipo epistémico, de nuevos presupuestos ante los cuales sustentar el saber? ¿Es que se tenía conciencia de este salto, de esta revolución total por quienes eran sujetos del cambio? Los jóvenes profesores de filosofía hacían, debatían, se sumaban, pero tal vez no advertidos del vórtice en el que se hallaban ellos mismos y la teoría.
En este tiempo, no solo las ciencias naturales o exactas se autocritican en su programa moderno y su pretensión de objetivad, neutralidad, linealidad y sus leyes eternas. Como dijera Inmanuel Wallerstein, cuando en 1995 presentaba su Informe Gulbekian en Nueva York, la década del 60 ponía a las ciencias —con la complejidad y los estudios culturales— en otros rumbos. Desde entonces, el equilibrio se hizo excepcional; la realidad física, indeterminada; no hay orden sino caos, hay simetría temporal; y el saber social es parte del saber del mundo.
Desde el Tercer Mundo —el Sur diríamos hoy—, se desmienten las nociones tradicionales llegadas del Norte. Los pueblos de África, Asia y América se convierten en sujeto de la historia, en objeto de una nueva relación teórica. Ya lo santificaba Sartre en su apasionado prefacio a Los condenados de la tierra. Se está dando un giro, se está produciendo teoría de la práctica, que se separa de lo sabido por manuales y doctrinas. Hacerse eco de ellos, recepcionarlo como justo deber de intelectual y marxista cubano, se contraponía a la estabilidad del marxismo hecho disciplina, hecho orden y programa académico. Sin embargo, la práctica, siempre más dinámica, está demandando leer con otros ojos, sobre todo desde otro locus de enunciación.
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Una muestra de ello se da en la propia Historia de Cuba, una ciencia que encontraba impulso en los ímpetus del momento y ponía en solfa la lectura misma de la formación de la nación, esta vez releída desde la gente sin historia. El recién estrenado departamento se sintió atrapado y le dio una vuelta de rosca a la Historia misma y al marxismo, uniendo y siguiendo a la una y al otro, en una inusual interconexión. De estos años nacieron libros esenciales como El ingenio, de Manuel Moreno Fraginals; Ideología mambisa, de Jorge Ibarra y La revolución pospuesta, de Ramón de Armas —un ensayo escrito para la revista Pensamiento crítico, justo en los días finales de 1969—. La Historia se democratizaba y las personas se apoderaban de ella, al mismo tiempo que se le exigía sostenerse sobre nuevos pies, justo al filo de las celebraciones del centenario del 68. ¿Habrá significado hacerse concientes de ello?
Se dan sucesos de tanto valor como la descolonización en África, asistida por perspectivas como la negritud, el antioccidentalismo, el antimperialismo y el socialismo para el Tercer Mundo o el giro en la comprensión del sujeto del cambio. Entre ellas, la revolución argelina fue un proceso particular a la cual la joven Revolución cubana se había ligado desde el principio. Su gran ideólogo y filósofo político, Frantz Omar Fanon, destacaba que los conceptos no eran suficientes para comprender la descolonización. El colonizado ya no es más el lumpen proletario del marxismo europeo, ni la vida de los partidos políticos en sus formas tradicionales, viene de gran ayuda para el mundo africano que se emancipa. Fanon esquiva a los periodistas y a los intelectuales socialdemócratas como a los marxistas europeos, unos y otros están en incapacidad para comprender el nacimiento de un hombre nuevo, no como utopía abstracta, sino como realidad que emana del acto revolucionario, del colonizado que se deshace “de los miedos y de lo onírico”.
Fanon habla del hombre nuevo que se construye en el acto, en el proceso de la revolución que niega los valores vencidos de la cultura occidental, tales como el racismo, el patriarcalismo, el sexismo y todo tipo de discriminación humana. El hombre nuevo, un ideal sentado en el cenit utópico abstracto de la emancipación, sería la superación del sujeto que Europa no pudo crear. La violencia revolucionaria, según Fanon, era un acto necesario que llevaría a la superación de la violencia misma, como se había discutido en Accra en 1960, mientras el proceso pasaba por los peligros de la dependencia colonial, los nacionalismos, la enajenación, las mímesis acríticas y los compromisos y apetitos de los líderes involucrados. La revolución se forja al rojo vivo y no desde las herencias ancestrales negras. Todas estas verdades nuevas vienen a cambiar referentes teóricos envejecidos y actuantes.
Tampoco puede olvidarse en nuestro caso el proceso político de independencia en las vecinas islas del Caribe, con proyectos y perspectivas que anunciaban rupturas radicales: Eric William en Trinidad, los Manley en Jamaica, Cheddi Jagan en la Guyana, así como las fuertes críticas de intelectuales caribeños de la talla de C.L.R. James, Aimé Cesaire, L. Best, seguidos del Black Power, que introducía aun más leña al fuego. Todos estos cambios confluían en lecturas y críticas teóricas que se agolpaban en un espacio docente en revolución, a las afueras de los muros universitarios.
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No menos importante fue el Movimiento por los Derechos Civiles en la América del Norte, desde el Mississippi hasta Montreal, acompañado del movimiento contracultura, el reclamo por la libertad de expresión con Mario Sávio a la entrada de la Universidad de California en Berkeley, el movimiento Hippie, el movimiento negro estadounidense, los Panteras negras, Ángela Davis, Stokely Carmichel, o los jóvenes que se revelaban contra la guerra en Vietnam.
A su vez, la América Latina se convertía en un hervidero, con sucesos revolucionarios en Córdova, Argentina, en México, y hasta en la isla de Guadalupe. Surgían guerrillas en México, Guatemala, Nicaragua, Venezuela, Colombia, Perú, la Bolivia del Che, y se afincaban como respuesta las más sangrientas dictaduras, hasta Chile con Pinochet en 1973, que vino a poner fin a un movimiento intelectual, cuestionador del desarrollo y propugnador de teorías que merecían el diálogo, una vez arrinconadas en este país austral.
Todo ello en medio de la guerra fría, de distención entre los dos grandes polos constituidos y de encerramiento político, militar, pero sobre todo ideológico: Tanto el Macartismo —una especie de limpieza y reafirmación anticomunista en el país de las libertades per se y la democracia a todas voces—, como el cuestionamiento del estalinismno y la construcción del socialismo desarrollado en la URSS, imponían al comunismo internacional un reforzamiento teórico y un atrincheramiento ideológico, también geopolítico, en el cual cada espacio ganado era una victoria a mantener.
¡Cuanto suceso político e intelectual, cuanto estremecimiento pasaba también por Cuba! Y en medio de todo, la guerra desatada contra la joven Revolución desde el imperio del norte.
La filosofía nuevamente venía al ruedo, como para Lenin en 1914 o para Fidel en el Presidio Modelo, y los jóvenes profesores que constituían el Departamento encaraban a tumbos dos modos, o dos grandes paquetes de conocimiento: uno, el del marxismo soviético, ya batallador en nuestro medio, y otro, el del marxismo que se enriquecía con las nuevas lecturas de la realidad y de su tiempo. El primero era sistema, era método, horma, escuela, y ante todo ‘manual’ al cual solo había que adicionarle los ejemplos del sur, como adornos o añadiduras individuales a las leyes universales. El diamat y el hismat eran infalible doctrina, disciplina coherente de la academia, dada en la docencia, mientras el marxismo de Che, de Fidel, de Fanon, y de mucho intelectual del Sur se hacía búsqueda, inquietud, enriquecimiento, crítica, y no sabía exactamente cómo hacerse disciplinado. El primero era cerrado, monolítico, el segundo era abierto. Y en este bregar estuvo el Departamento de Filosofía, el cual —más allá de las afrentas—, supo hacer encantar la teoría, recepcionarla, debatirla y difundirla, desde las coordenadas cubanas.
Fue tanta la acción, que los jóvenes profesores rebasaban los marcos de una simple estructura organizativa docente universitaria, para convertirse en un proyecto cultural, político pedagógico, no solo en el escenario universitario, sino más allá del Alma Mater. El 7 de diciembre de 1965, Fidel los visitaba en la casa de la calle K y en aquella noche, tal y como cuentan sus protagonistas, se articularía un plan, más que pedagógico, político, cultural, que incluía la publicación de textos imprescindibles. Ellos ambicionaban seguir la rebeldía en las montañas del conocimiento, la ideología, el saber y la cultura. Para eso había que emplazar las fuerzas y las estrategias en el campo de la teoría, darle continuidad y hacer real el proceso nacional, liberador revolucionario, antimperialista, anticolonial y martiano de la nación cubana, de la república en armas que había nacido en la manigua.
Venir al mundo en esas circunstancias fue la mayor de las herejías, porque nació una propuesta teórica nueva en la enseñanza del marxismo que tuvo su despegue a partir del año 1966, en un proceso de fermento y creación profunda de la teoría marxista desde la atalaya única e indiscutible del proceso revolucionario cubano. Sus búsquedas las encuentran no solo revisitando a Marx, Engels, Lenin, Luxemburgo, Lukacs, Korsh, Gramsci, el marxismo latinoamericano de Mariategui y Mella, sino en el diálogo creador con el pensamiento de los líderes de la Revolución cubana, de los movimientos anticoloniales y de liberación nacional, y esencialmente con el de Che Guevara.
Los jóvenes de la calle K, se sumergieron con pasión sin límites, en lo que la Revolución regalaba, en sus diarias celebraciones de dignidad y de justicia, en la tarea (palabra mágica de la década, que a lo largo de los años ha perdido la carga inicial movilizativa que tuvo) de la teoría. La Revolución como el acontecimiento trascendente seguía teniendo sus líneas de fuego, sus ofensivas armadas y esta era la de la teoría.
Sin embargo, tiempos de afrenta, de desentendimientos y de crudezas, de redefiniciones y desafíos, de radicalizaciones, hicieron ver sombras e incomprensiones, allí donde se imponía el diálogo y la continuidad del debate. El arduo periodo de inicios de los 70 sustraía la calma. En el verano de 1971 cerró el Departamento y la revista que viera crecerse en apegadas apuestas. Justamente en estos días Roberto Fernández Retamar dio a la luz su ensayo Caliban en el Nro. 68 de la revista Casa de las Américas, correspondiente a septiembre-octubre de 1971, y al hacer balance de aquellas jornadas, rememora cómo la Isla vivía la intensidad y el peso de un proceso en el cual “separar la paja del grano”, suponía ciertos estragos. Caliban nacía cuando cerraba el Departamento de Filosofía y Pensamiento Crítico, “días, de escaso sueño y sostén, de noches febriles”.
Hoy, como en aquellos años, el problema no es de poses intelectuales, sino de reales aconteceres prácticos, y el dilema de la teoría es nuevamente vital. Aportar a la formación marxista de las grandes masas significaba ampliar los horizontes de compresión de la teoría misma, por la insurgencia de las realidades rebeldes de las luchas y resistencias de los pueblos del mundo contra el sistema de dominación imperialista, capitalista y colonial.
La pasión por la teoría no fue adorno intelectual, ni saber colonizado, ni búsqueda de protagonismos, sino la responsabilidad asumida de que la teoría fuese saber culturalmente apropiado y apropiable por las grandes masas de hombres y mujeres protagonistas de los cambios cotidianos de sus vidas hacia la dignificación y la justicia. Eran jóvenes y todo lo era en aquellos años, el propio pensamiento tercermundista anticolonial que se gestaba de las luchas de liberación nacional como ofensiva estratégica de la teoría marxista. Ahí están los textos de Ho Chi Min, revelando la necesidad de volcarse la teoría hacia las cuestiones coloniales, el estudio y análisis de la situación concreta, de cómo entender la relación entre las luchas por la liberación nacional y la lucha de clases como responsabilidad intelectual y acto de solidaridad, en los textos de Amílcar Cabral, publicados en la Revista. Es sobre todo la impresión inmediata en mimeógrafo del discurso de Che Guevara en Argel, el 24 de febrero de 1965.
Era la herejía del acto revolucionario cubano y de las rebeldías del mundo colonial y subdesarrollado que se levantaba, que atrapaba el apasionante oficio de la teoría. Todo era cotidiano y urgente, y no por la espera agonizante de la objetividad de realidades condensadas y deterministas, sino por la voluntad y la intencionalidad enlazadas. ¿Cómo explicar entonces en un mundo que ya se marcaba en una geopolítica bipolar, el entusiasmo esperanzador de una revolución mundial? Esa esperanza había sido puesta en el escenario mundial y su eficacia era tal, que su certeza estaba rubricada por la férrea y visceral respuesta de las fuerzas dominantes del capitalismo mundial, el imperialismo, y los reformismos renovados.
Cuba surcaba esas aguas con una soberanía permanentemente asediada, y ese carácter soberano era también el del ejercicio teórico. No hay un texto más explícito sobre esto que “El Ejercicio de pensar”, aparecido en enero de 1967 en Caimán Barbudo y luego en Lecturas de Filosofía, que no merece reseña, sino únicamente obligada lectura.
Los años 60 entrelazan muchas historias intelectuales y culturales, hay una deuda de estudios históricos sobre esas interconexiones y sobre todo no para juzgar, ni dirimir ganadores o perdedores sino para comprender, que es la manera de que ese pasado se haga presente.
La presencia es urgente. Ejerzo la docencia por años de aquella asignatura que quedara dispuesta en los diseños curriculares de todas las carreras, refrendada por la Reforma Universitaria de 1962. Hace pocos días conversaba con los estudiantes en el primer encuentro y con un ejercicio realizado levanté las expectativas hacia la asignatura que ellos tendrán, así como sus sentidos comunes acerca del marxismo. A pesar de mi obstinado optimismo, tengo difícil la tarea para este curso. Me pregunto entonces cómo devolver la pasión por la teoría, cómo lograr enamorar para el ejercicio de pensar, como re-encantar la Revolución, que es lo mismo.
Es premura desprenderse de la concepción de una teoría incólume, no dispuesta al desarrollo, una ideología de la legitimación, la obediencia y la clasificación incapaz de aportar a lo que va emergiendo con fuerzas. El propio Ernesto Guevara, en sus lecturas de juventud de las Lecciones sobre la historia de la filosofía de Hegel, avizoraba lo que ya era un prejuicio insalvable: La propia filosofía siendo “doctrina de la verdad absoluta” no puede circunscribirse a un número tan reducido de individuos, ni a determinados pueblos, o ciertas épocas. El Che iniciaba la heterodoxia total que la teoría misma exige en su tiempo.
Hoy, como en los 60, una tercera ola de revoluciones se abre en el mundo y su centro pasa por el continente latinoamericano. Una vez más, el marxismo no es la unívoca teoría, jamás eso lo hubieran querido sus fundadores en todos los sentidos. La univocidad no implica unidad, fortaleza o solidez, sino arbitrariedad, empobrecimiento e inutilidad. Sin embargo, hay que volver al ejercicio apasionado de la teoría porque la realidad de lucha de los pueblos contra las dominaciones en el mundo, siguen poniendo infinitas preguntas y hay que hacer valer el instrumento analítico de la lectura de la realidad.
El problema no es el de poner en práctica la teoría sino el de la necesidad práctica de la teoría. El problema, tanto en aquellos años como en estos, no es cuánto es difícil hacer una teoría, sino cómo la realidad y la práctica nueva que emerge, nos reta teóricamente.
Las lecturas teóricas de la realidad, desde el paradigma crítico, enfatizan el momento de la negación, de develar la realidad unilateral de la dominación. Las teorías críticas del fetichismo, la cosificación, la explotación, el colonialismo en sus diferentes escuelas y sistemas de ideas (marxismos, escuela de Frankfurt, estudios culturales, estudios postcoloniales, teología de la liberación y pedagogía de la liberación, etc.), han dado aportes epistemológicos y críticos fundamentales para comprender las relaciones de dominación.
Es por eso que con ellas y desde ellas, la tarea del pensamiento crítico sigue siendo subvertir todo el andamiaje en el que se ha construido el pensamiento crítico mismo. El acto de pensar críticamente sucede desde el observador activo, no contemplativo de las subjetividades en luchas y resistencias en el mundo; al poner las teorías y las prácticas en común, que es más que una teoría y una práctica común.
La tarea, y así la vislumbraron en su quehacer el grupo del Departamento de Filosofía, está en hacer consciente para sí, sistematizar sin homogeneizar ese acto de pensar. Es recrear los saberes desde el diálogo y la pregunta, traducir, transitar desde las lógicas de lo unívoco a las lógicas relacionales de las identidades múltiples, de la diversidad. Es hablar, conversar (en todas sus formas preformativas: cantar, pintar, mirar, bailar, sentir) con todos y todas, en cualquier lugar y en cualquier momento.
Tendríamos que, entre tantas cosas, preguntarnos específicamente desde las experiencias de producción de pensamiento crítico, como desde las emergencias emancipadoras anticapitalistas que suceden hoy en el movimiento social popular de Nuestra América. ¿Cuáles son entonces las claves para la construcción teórica de la emancipación?
La pasión por la teoría es reconocer la producción de conocimientos desde una nueva mirada a la praxis revolucionaria, un desplazamiento epistémico-político hacia la construcción de saberes críticos y democratizadores. Hoy se está produciendo un diálogo no solo para enfrentar y buscar soluciones a problemas urgentes de la práctica emancipadora, sino para reorganizar los conocimientos con que se interpretan estos, producirlos mediante cambios en los modos, perspectivas de colaborar, y comportamientos en la organización de los saberes para la lucha emancipadora.
Si la polémica de los manuales asumida por el profesor Aurelio Alonso, en las páginas de la Revista teoría y práctica, no fue una discusión bizantina del Medioevo europeo, sí mostró la necesidad de encontrar las formas, modos y métodos de hacer valer la construcción colectiva de la hegemonía cultural de la revolución de los humildes y para los humildes. Hoy, ello no es simple anécdota o récord del pasado, como tampoco los inicios urgentes de la década del 70 y la vuelta a la gresca de los manuales, que esta vez fue una polémica con tintes mordaces, donde se dieron términos incriminatorios que culpabilizaban y anatemizaban, antes que dialogar o debatir en busca de un marco de comunes puntos de partida y compromisos políticos. Se dio entonces un desplazamiento al plano de la política real, y un vaciamiento de la teoría con contenido profético, inspirador, político, que el proceso revolucionario no ha cesado de producir. No serán traperos de la historia quienes revolcarán estos sucesos, sino el trabajo joven de investigación que justiprecie y comprenda.
Hoy, no se ha renunciado aún a la pasión por la teoría, pues sería de un error estratégico sin par, y sí, para ello tenemos de inspiración a los jóvenes, “los filósofos” de K. Todos, o casi todos, han dado continuidad a esa empresa, han seguido en el magisterio, en el profesorado de formación política teórica y cultural, en la tarea de las revoluciones sociales por el socialismo, haciendo valer cada vez más un marxismo urgente y necesario, como instrumento teórico y paradigma de crítica al modo dogmático especulativo, positivista, autoritario y reformista de una tendencia académica, teórica y política divulgativa, latente en formas de relaciones de poder y saber en el campo cultural e intelectual.
La pasión por la teoría era la misión cultural, ética y política del grupo. Creo justo reconocer la labor de los profesores del Departamento de Filosofía, como la del rebelde haitiano, para quien el reino de este mundo es siempre una tarea por realizar, es buscar las soluciones, no en imágenes congeladas de ideas peregrinas, sino en las luchas, los sentidos, las emociones, las iconografías bellas de las revoluciones y las vidas puestas de los dignificados de la tierra.
Ponencia incluida en el panel “Coloquio Científico 50 Aniversario del Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana”. La Habana, 17 y 18 de septiembre de 2013.