Mario Vega, 4 de junio 2015/EDH
Al igual que los demás países latinoamericanos, El Salvador es un país presidencialista. Es decir, el presidente es el centro del control político, de la integración nacional, de la orientación del Estado y de las relaciones internacionales. Culturalmente, el presidencialismo genera un paternalismo sobre la ciudadanía que le inhibe de tomar iniciativas propias a la espera que sea el presidente quien resuelva las dificultades de la nación. Eso coloca al presidente en una situación complicada, como complicada es toda posición de liderazgo.
En el tema de seguridad, que es la más grande preocupación de la ciudadanía, se deben sortear con éxito muchas de las implicaciones del tema al mismo tiempo que se resiste la tentación de las salidas espurias. Una de las primeras tentaciones es la relacionada con el tema electoral: lo que se haga o no se haga con respecto a la violencia, incidirá en el resultado de las siguientes elecciones. El problema con la violencia es que para lograr su mitigación no hay atajos. Las soluciones realistas son a largo plazo y sobrepasan en mucho a los períodos presidenciales. El paso de los días se traducen en una presión creciente que sumadas a las justificadas quejas de la población tientan a decantarse por el uso de la fuerza del Estado para obtener resultados antes que comience el siguiente período electoral. A mayor prisa, mayor fuerza, hasta llegar al abuso y a los excesos desplazando y postergando el imprescindible factor de la prevención.
Otra de las tentaciones con las que el presidente debe bregar son las que producen las presiones internacionales. Una muy importante es la de los Estados Unidos, por el alto intercambio comercial, las remesas y los programas de apoyo de ese país que ejercen mucha influencia en las decisiones nacionales. De acuerdo a los medios de comunicación, los Estados Unidos apuestan por la adopción de un enfoque criminalístico del problema. Es decir, la confusión que con frecuencia se hace entre delito y violencia. En esa línea de interpretación, se descartan opciones de solución alternativas a la violencia para endurecer la línea de la pura represión. La participación de las comunidades, fundaciones e iglesias se deprecia y se fortalecen los batallones militares tras la lógica estadounidense de no negociar con terroristas.
Otra de las tentaciones es la de ceder a la inercia cultural. Por tradición histórica, el salvadoreño promedio, recurre a la agresividad y a la violencia como herramientas para la solución de conflictos. Esa tradición, aplicada al tema de la seguridad, genera un clamor popular que aboga por medidas extremas como la pena de muerte, los escuadrones de limpieza social y las matanzas generalizadas. La tentación consiste en abandonar la firmeza y la insistencia en una política nacional de prevención de la violencia para entregar la conducción de la represión a jefes de inteligencia y aprovechar el aplauso popular ante medidas de fuerza aun cuando éstas representen un retroceso en la consolidación de la democracia y la institucionalidad. Las personas no están tan preocupadas por el respeto a las leyes y a los procedimientos siempre y cuando tengan la percepción que se está haciendo algo para combatir la delincuencia en la tradición cultural de la venganza. Cuando el líder sucumbe a las tentaciones y a los deseos de sus seguidores, pierde su calidad de líder pues se vuelve uno más de ellos.