Discurso de Roberto Salomón al ingresar a la Academia Salvadoreña de la Lengua como miembro de número.
12 de marzo de 2015.
Ocupará el sillón “B”, en el que antes estuvo el prominente diplomático y profesor de derecho, Dr. Reynaldo Galindo Pohl.
Juramentó: Dr. René Fortín Magaña
Presentó: Dra. Irma Lanzas
La respuesta fue dada por el Arq. Luis Salazar Retana y leída por Ana María Nafría.
Permítanme citar el razonamiento del comité de selección del Premio Nobel, al otorgarle la máxima distinción en Literatura al comediante Darío Fo en 1997: “Por el espíritu renovador de su teatro, en la tradición de los juglares de la Edad Media, que castiga a los poderes establecidos y restaura la dignidad de los oprimidos.” Con una mezcla de política agit-prop, provocación lingüística y técnica teatral de la commedia dell arte italiana, Darío Fo crea una imagen cómica de una sociedad al borde de la locura. Mezclando gravedad y comicidad, abre nuestros ojos al abuso y la injusticia de una sociedad complaciente, paternalista e interminablemente corrupta.
La búsqueda insaciable del hombre por el control sobre sus semejantes ha dado lugar, desde tiempos inmemoriales, a instituciones en cuyo nombre se han cometido las atrocidades más grandes. Así, a través de la historia, el venerado y respetado sabio, brujo, médium, taumaturgo, milagrero o como se le llamara al chamán que realizara la representación en la comunidad y la conexión con lo sagrado, ha sido relegado a la posición jerárquica más baja de la sociedad, cuando no expulsado de ella.
En Europa de la Edad Media, el estado eclesiástico, consciente que el teatro es el último recinto de comunión no religiosa de la sociedad, hace de su única competencia todo ritual, magia, ceremonia y comunión, y proscribe al artista escénico. La representación secular como tal desaparece por unos siglos para surgir nuevamente a través del drama litúrgico.
Los saltimbanquis han recorrido un largo camino desde la época de Shakespeare en que los actores eran marginados por la sociedad. No podían ser sepultados en camposantos como cualquier mortal. Debían ser enterrados bajo un cruce de calzadas para que el alma no supiera por qué camino ir, y así evitar que se perpetuara el oficio.
Una de las razones para crear el “teatro a la italiana” con su marcada separación entre artista y público tal como lo conocemos hasta este día, fue para evitar la “contaminación” con el mundo del arte.
Por eso, luego de siglos de opresión, persecución y tortura, puede sorprender un poco la justificación del comité del Premio Nobel.
Este es el mundo que, sin conocerlo, elegí desde temprana edad. El mundo de los marginados, pero también el mundo de la verdad. Estoy de acuerdo con el Comité del Premio Nobel al reconocer que uno de los roles del teatro es el de “castigar a los poderes establecidos”. Pero sin olvidar nunca que, si el teatro debe formar, criticar, educar y elevar, su primer papel es de entretenimiento.
No quiero pasar por alto lo importante que me parece que la Academia Salvadoreña de la Lengua honre este día a alguien que no viene del mundo de la academia ni de la literatura, sino del teatro. Lo leo como un verdadero signo de apertura.
Para nosotros, los teatreros, como nos gusta autodenominarnos, aunque consideremos que el teatro escrito es literatura y se convierte en teatro solo al ser llevado a escena, la relación que tenemos con la palabra escrita es enorme. Dependemos de ella.
Por mi parte, vivo y trabajo en tres idiomas: español, inglés y francés. Como mi vocación es proponerle al público ideas y sensibilidades que puedan servir para ensanchar su visión del mundo, me encuentro continuamente trabajando en traducciones, ya sea de Shakespeare y Tennessee Williams al francés y al español, de Valle-Inclán y García Lorca al francés, o como es el caso actualmente, de Molière al oído salvadoreño.
En cuestión de estilo, el teatro, como todas las artes, cuenta con muchos “ismos”: expresionismo, impresionismo, realismo, naturalismo, lirismo, etc. Estos apelativos se refieren a la dramaturgia o sea a la parte del teatro que es un género de la literatura. En cuanto a lo que se refiere a la práctica misma del teatro ―y aquí hablo de técnica y teoría̶-, a partir del final del siglo diecinueve, el teatro occidental sufre una revolución profunda que surge desde sus mismas entrañas para buscar lo que llamaré “el teatro total”.
Desde el francés André Antoine, el padre del naturalismo decimonónico, que pretende que el teatro debe ser “una rodaja de la vida” y que, si se representa un drama que se sitúa en una carnicería se debe trasladar la verdadera carnicería al teatro, hasta las realizaciones actuales más osadas en que los artistas laceran sus propios cuerpos y exponen sus partes íntimas para hacer que nosotros, el público, reaccionemos ante lo que sucede en nuestro entorno, la búsqueda por el teatro total es incesante.
Así, el inglés Gordon Craig nos habla de un teatro total en el que la “über marionette”, sería el centro. Craig pide un actor virtual de un gran virtuosismo capaz de responder a las exigencias vocales y físicas imaginadas por el director más exigente. Ese actor capaz de demostrar las emociones humanas sin perderse en ella. Ese actor capaz tan deseado por el compositor alemán Richard Wagner, el hombre tan ansiado por el filósofo Friedrich Nietzsche.
El concepto de escenografía surge con el suizo Adolphe Appia que propone crear espacios en que los decorados tradicionales serán remplazados por una concepción del espacio definido por el volumen y la luz.
El ruso Constantín Stanislavski desarrolla el método que permite al actor encontrar en cada representación, su verdad interna, acabando de una vez por todas con falsas poses, y abriendo el camino a la actuación cinematográfica tal como la apreciamos hoy: realista y sentida.
El alemán Bertolt Brecht, a través de su “verfremdung” o teoría de la distanciación, plantea quitar la cuarta pared que separa al espectador del escenario, de modo que el público sea parte de la reflexión escénica.
El francés Antonin Artaud nos dirige hacia un “teatro de la crueldad”, que no es otra cosa sino un llamado para volver a los orígenes y reconectarnos con lo sagrado.
Hoy mismo, quien por muchos es considerado como el más grande de todos los directores teatrales actuales, Peter Brook, nos propone volver a experimentar un instante donde el teatro era ceremonia iniciática, espacio de magia hechicera, latido de un rito sagrado. Shakespeare, Molière, Goldoni, Antón Chejov, Emile Zola, Eugene Ionesco, Samuel Beckett, Tennessee Williams, Harold Pinter son algunos de los gigantes que dominan el mundo del teatro en cuanto a textos dramáticos. Para los que practicamos el oficio de director escénica, los gigantes que iluminan nuestro camino son efectivamente: Craig, Appia, Stanislavski, Brecht, Artaud y Brook.
En 1965, Peter Brook presentó en Nueva York una de las grandes obras teatrales del siglo XX, “La persecución y el asesinato de Jean-Paul Marat, interpretado por los internos del asilo de Charenton bajo la dirección del Marqués de Sade”, mejor conocida como “Marat/Sade”, del alemán Peter Weiss. La obra, considerada marxista, es revolucionaria en todos los sentidos: texto, posibilidades escénicas, contenido social, económico, ideológico-político, religioso. En esa época yo estudiaba para mi bachelor’s en historia del arte en la universidad de Dickinson. Me subí a un bus por siete horas desde Carlisle, Pennsylvania, hasta Nueva York sin tener idea de que iba a ver al inglés que era el máximo director del mundo; iba para divertirme.
Ver el montaje de Marat/Sade de Peter Brook fue una revelación. Me cambió mi horizonte, mi manera de concebir el teatro, de ver el mundo, de analizar el texto, de relacionarme con el teatro. Fue un gran momento de encuentro con el arte precisamente porque se trataba de un espectáculo de teatro total; había una implicación completa del actor, dentro de su propio cuerpo, los locos del asilo tenían una dicción perfecta; estéticamente, el montaje era hermoso de inicio a fin, con análisis que reportaban a la situación social, política e histórica totalmente claros. Cuarenta años más tarde, logré conocer a Peter Brook en persona y pude agradecerle por el crucial encuentro. En 1970 monté esa misma obra en El Salvador, con las primeras promociones del Bachillerato en Artes, orgullo de la Reforma Educativa de Walter Béneke.
El escritor Geovani Galeas me ha preguntado si yo estaba consciente de que traje un movimiento teatral tremendamente liberal a un país que estaba en plena gestación de una guerra. Debo responder que, desde un punto de vista político o sociológico, no; pero desde un punto de vista teatral, sí.
En 1971, José Luis Valle, un escritor que dirigía teatro y que vive en Santa Ana, escribió en un periódico sobre mi montaje de Marat/Sade, “tenía que ser un burgués el que me enseñara lo que es teatro revolucionario”. Ese burgués, soy yo. Más claro no puedo ser. ¿Soy burgués? Sí. ¿Quise revolucionar El Salvador? Sí. ¿A qué nivel? Revolucionando las mentalidades, no destruyendo el sistema. Es lo que todavía busco. Revolucionar la forma de pensar de la gente y no los sistemas políticos. A los sistemas políticos a menudo llega gente con mentalidades que no son revolucionarias.
El teatro en El Salvador era básicamente un teatro de texto; Marat/Sade planteaba, además del texto, un teatro del cuerpo, de la imagen, del gesto. En el contexto de la revolución cultural mundial de 1968, los jóvenes nos rebelamos contra un teatro de texto para acceder al teatro del cuerpo, de la imagen y del gesto. Nuestra estética correspondía al espíritu de contradicción de la época en la que, con todas las virtudes y todos los defectos de la juventud, pretendíamos romper con todo y crear un nuevo mundo. Con un discurso de ruptura bastante beligerante, pensábamos que ya no era el texto lo que importaba, sino la situación. Pero todo movimiento cultural es como el péndulo que oscila, yendo de un extremo al otro. El péndulo volvió de su rechazo a los textos, pero enriquecido de los logros del trabajo sobre la imagen y el gesto.
Los caminos de la guerra y de la vida me llevaron a vivir y trabajar durante 25 años en otra cultura y en otro idioma: el francés. Entre otras cosas, esa experiencia me enseñó a revalorar la importancia del texto en el teatro.
Mis estudios en Estados Unidos en el método stanislavskiano me habían formado a pensar que la situación que vive el personaje en una obra es casi tan importante como el texto mismo. En el ámbito de la cultura francesa, eminentemente cerebral, bañada de lógica cartesiana, la concepción es distinta. Por cierto, el método Stanislavsky ha tardado mucho más en ser asimilado por esta cultura en que el acercamiento sucede más a través de las ideas que del sentimiento. En tanto que, para un ruso como Stanislavsky, todo acercamiento se da por medio del sentimiento y de la acción física.
Pero la tradición del teatro occidental se basa primeramente en el texto. Como dice Shakespeare, “The play is the thing”; y hoy vemos un regreso a la tradición. Paradójicamente, cuando uno es joven no comprende que la ruptura misma es parte de la tradición. La generación de 1968 abominábamos de nuestros padres, pero la filiación es un hecho y así como uno no puede existir sin sus padres, no puede seguir existiendo sin sus hijos. Aunque no lo reconociéramos, nuestro movimiento se nutría de lo que nos precedía y sería alimento de lo que vendría después. Es la filiación del arte. De lo contrario se tiene un vacío, una adolescencia perenne que no permite acceder al estado que todo artista busca: el de un adulto eternamente abierto al mundo, joven, sorprendido y capaz de asimilar lo que aún no conoce.
Un buen director de teatro busca una forma orgánica en un clima en que los actores se sientan libres, donde todo está abierto.
Cuando comienza a trabajar una obra, empieza con una profunda intuición sin forma, un aroma, un color, una sombra. ¿Cómo será el vestuario? ¿Qué colores usar? Hacer y deshacer, buscar que esa intuición se convierta en algo más concreto. Hasta que de todo ello emerge una forma, que se modificará.
En los ensayos, debe provocar al actor, estimularlo, hacerle preguntas, crear una atmósfera en la que el actor pueda probar, investigar, hasta que el trabajo irrumpe en una zona oscura que es la existencia subterránea de la obra, y la ilumina.
Allí el director queda en posición de ver la diferencia entre las ideas del actor y la obra propiamente dicha. Hay que eliminar lo superfluo, todo lo que pertenece al actor y no a la conexión intuitiva que el actor ha establecido con la obra. El director está en mejor posición para decir qué es propio de la obra y descarta todo lo que está de más. Y hay que hacerlo sin miramientos, sin piedad, incluso con uno mismo.
El escenario es un lugar donde puede aparecer lo invisible. Los teatreros sabemos eso mejor que nadie; nuestro arte es por naturaleza efímero y al terminar la función no queda nada.
La palabra ‘dirigir’ tiene que ser dividida en dos. La mitad de dirigir es hacerse cargo, tomar decisiones, decir sí o no, tener la última palabra.
La otra mitad de dirigir es mantener la dirección correcta. El director es un guía, lleva el timón; tiene que haber estudiado las cartas de navegación y tiene que saber si lleva rumbo norte o sur. No cesa de buscar, pero no por la búsqueda misma, sino porque tiene un objetivo. El director podrá atender a lo que le digan los demás, transformará sus propias ideas, cambiará constantemente de rumbo y, sin embargo, las energías colectivas acumuladas seguirán sirviendo al mismo único fin.
Al igual que Peter Brook, pienso que el director de teatro tiene que trabajar entre dos extremos. Por un lado, debe tener un objetivo claro, pero un objetivo no tiene herramientas; sin embargo, un oficio está compuesto sólo de herramientas. ¿cómo enfrentar esta paradoja?
Primero, tiene que desarrollar un vivo interés por las relaciones, lo que significa comprender que él y un actor, él y un autor, él y las palabras, están siempre en relación. Así se desarrolla una mejor capacidad de observar, de escuchar, utilizar de manera más refinada los instintos e intuiciones; sólo se puede desarrollar en uno ayudando a otros a desarrollarlo.
Sucede que un actor escucha al director, le deja explicar con todos los medios de persuasión algo que el director piensa que es absolutamente perfecto; luego el actor hace exactamente lo contrario y el director se da cuenta de que eso es exactamente lo que la obra necesitaba. Esa es la colaboración creativa.
Y nunca olvidar que dentro del equipo, cada uno posee apenas una sola herramienta, su propia subjetividad.
Todas las interrelaciones son importantes, sobre todo el sentido del público. Si hay un respeto total por el público, el director teatral se vuelve consciente de qué le atrae y qué le hace perderse, desarrolla cada vez más la percepción de lo que el ritmo, el espacio, todos los aspectos físicos del teatro despiertan en el público.
Nunca debe despreciarse ninguna forma de teatro. Comedia, tragedia, sátira, drama histórico, costumbrismo, toda forma de teatro tiene derecho a la existencia.
Los intelectuales a menudo queremos “elevar” el nivel del público, pero el público es como el atleta: si la valla está colocada muy alta, no saltará el obstáculo. Y cuando hablamos de altura, no hay que perder de vista que los problemas de ritmo en un arte vivo como el teatro son de capital importancia. Los gritos de un director: ‘más rápido’, ‘no se escucha’, ‘no corran’ ‘no se te ve’ ‘demasiado lento’ ‘habla más alto’, son tan fundamentales como ‘¿dónde está el alma de la obra?’ ‘¿dónde está el corazón?’, ‘¿dónde está el significado?”
Finalmente, los dejo con la idea de Federico García Lorca que el rol del teatro es recoger el latido social, el latido histórico, el drama de sus gentes y el color genuino de su paisaje y de su espíritu, con risa o con lágrimas. Y que un pueblo que no ayuda y no fomenta su teatro, si no está muerto, está moribundo.
No hacemos teatro para predicar ni para indicar camino alguno a seguir. No proponemos ideas fijas ni mensajes cerrados.
Procuramos que el espectador sienta. Y, como dice Peter Brook, cuando alguien siente, comprende.