A 25 AÑOS DE RENÉ ARTEAGA
Ricardo Bogrand*
I
La última vez que vi a René Arteaga fue una semana antes de morir. Alguien, no recuerdo exactamente quién, aunque me inclino a pensar que posiblemente fue la periodista y poeta Liliam Jiménez, me llamó a mi trabajo en el Instituto Nacional de Nutrición, y me informó que René había sido internado de urgencia en el Sanatorio Durango de la ciudad de México.
Siempre nos habíamos mantenido en contacto con René Arteaga. La nuestra era un amistad que venía de muchos años atrás. Le conocí, aunque entonces no nos hicimos amigos, en el año de 1947, cuando yo ingresé a la Escuela Normal de Maestros –bautizada por el profesor Alfredo Betancourt con el nombre de Alberto Masferrer en 1949, al asumir la dirección de la misma- y René cursaba su último año de estudios como normalista. Era entonces un compañero jovial, como lo fue siempre; pero al mismo tiempo un tanto apartado de aquellos grupos de estudiantes que pasan sin pena ni gloria por una institución. Recuerdo que con quienes más conversaba era con Carlos Sandoval, quien era de su misma generación; lo mismo que con Luis Guerrero o Juanito Garay. Egresó ese mismo año de 1947, y, como generalmente ocurre, se perdió en alguna escuela primaria de Occidente, y durante muchos años no volví a saber de él.
Promediaba la década de los años cincuenta. Un notorio grupo de obreros, maestros, estudiantes universitarios e intelectuales regresaron a El Salvador, después de prolongados o cortos exilios en México, Guatemala, Chile, Uruguay o Argentina. Por esa época regresaron los abogados y antropólogos Alejandro Dagoberto Marroquín y Pedro Geoffroy Rivas, este, uno de los más importantes poetas salvadoreños; los estudiantes Schafik Jorge Hándal, Juan José Vides, y obreros como Daniel Castaneda, Juan Valiente, entre otros. Por esa época regresó también René Arteaga. Había permanecido algunos años en la Guatemala de los gobiernos revolucionarios y, al ser derrocado el de Arbenz Guzmán, víctima de “la gran hazaña”, como se le llamó entonces a la intervención imperialista de los hermanitos Dulles –uno jefe del Departamento de Estado y el otro de la CIA- Arteaga se vio obligado a escapar hacia la frontera mexicana e internarse por alguna región chiapaneca del Soconusco.
De nuevo en San Salvador, halló colocación en la redacción de La Prensa Gráfica como reportero. Casi a diario nos encontrábamos en alguna de las fuentes de información, porque yo trabajaba en la redacción de Diario Latino, también como reportero. Hicimos buena amistad. René, además de su trabajo como periodista escribía cuentos, que publicaba en la sección literaria dominical del periódico en que trabajaba. Era un estilo de cuento totalmente diferente al que se producía generalmente por la misma época en El Salvador. Más inclinado a la tradición del cuento mexicano corto que al de otras latitudes. Se hacía caso omiso de los modismos del medio, de los que estaban plagados los cuentos que se escribían todavía en El Salvador por esos años; probablemente buscando un erróneo nacionalismo, se caía en un coloquialismo municipal. El cuento escrito por Arteaga tenía un carácter más universal; trataba sobre la vida y tragedias del salvadoreño común; que eran las mismas de cualquier latinoamericano; además, los temas casi siempre se desarrollaban en el medio urbano.
Con el propósito de dejar para otra entrega la temática del cuento escrito por René Arteaga, y varias anécdotas de la vida en el San Salvador de los años 50, y de la ciudad de México que nos tocó vivir en las décadas posteriores, deseo nada más agregar que René Arteaga falleció el día 22 de octubre de 1978. Había nacido en El Chilamatal –toponimia prehispánica nahua deformada, que fue cambiada, en un inexplicable o probable interés modernizante, por el de Ciudad Arce-. Que desde que fue prácticamente expulsado de El Salvador por el entonces Ministro del Interior del gobierno de Lemus, a finales de la citada década de los años 50, no regresó nunca más. En la ciudad de México lo encontré trabajando en la Redacción de Novedades, cuando yo me vi obligado a abandonar El Salvador en febrero de 1960. Nuestra amistad continuó. Frecuentábamos los mismos cafés de las calles de Bucareli, cercanos al área de los edificios de los grandes periódicos de México; sobre todo el ya legendario café La Habana, en donde nos encontrábamos a veces con don Ermilo Abreu Gómez, reconocido escritor y catedrático mexicano, quien también había estado por algún tiempo en El Salvador y retornado nuevamente a su patria. Era el México de los años 60 que, como el San Salvador de la década anterior, se fue quedando también bastante lejos, nada más con la nostalgia de los viejos recuerdos.
Xalapa, Veracruz, México, noviembre del 2003.
*Antropólogo