Alfonso Kijadurías: El seguidor
Por Manlio Argueta
“El presunto “oreja”, pega un grito. “Poetas, poetas; soy poeta, soy poeta”. Confirmo que viene sin arma y su grito nos desarma del ímpetu que llevábamos…”
Fue por 1962, cuando conocí a Quijada Urías, aun sin ese nombre árabe que ahora tiene, recién había llegado en tren desde Quezaltepeque que menciona en uno de sus poemas más conocidos. Los clavelones al paso de los cuarenta kilómetros de nuestros trenes de leña y humo negro. No tenía parientes en San Salvador, supongo que regresaba por la noche a su pueblo natal.
Era la época en que los poetas íbamos a tomar café al Doreña que, para promover las ventas, la taza tenía precio de regalo (un poco más de un centavo de dólar, cuando vivíamos en el paraíso de precios humanos), era la mejor cafetería de El Salvador, situada donde antes fue el Club Internacional. O sea que el local no era para cualquier indio pobre; ahora es un almacén de electrodomésticos al costado oriente de la Catedral Metropolitana.
Un día me acompañaba Miguel Ángel Parada, ya fallecido, poeta en sus inicios de estudiante de Derecho, compañero de estudios secundarios en San Miguel, y luego Rector de la Universidad de El Salvador. Cuando salíamos después de dos horas de conversación y cafeína, vimos que nos seguía de manera extraña un joven. Por nuestra calidad de universitarios la persecución era lógica dentro de lo ilógico de esos tiempos de persecuciones y exilios.
Los temores eran reales, para cualquier universitario, y más si escribía poemas, y peor si “autodenominados” Comprometidos. Antes de cruzar hacia la Calle Delgado para encaminarnos al oriente en dirección al Mercado Cuartel, donde compartíamos con Parada por varios años la misma casa de familia, observé la figura delgada y sospechosa que nos seguía ¿quién que era no era sospechoso en esa época? Lo comento a mi compañero de estudios, hermano y colega poeta Miguel Parada: “alguien nos viene siguiendo”.
Me responde: “ya vas con tus paranoias”. Le explico: “Crucemos la calle como que vamos a entrar al Sorbelandia y mirá por tu hombro izquierdo para ver qué hace”. Sorbelandia era la principal venta de helados –sorbetes- de San Salvador, casi enfrente del Teatro Nacional. “Como que tenés razón, se paró cuando cruzamos la calle, simula que no sabe a dónde dirigirse”, dice Parada.
Quiero aclarar que en esa época no existían los miles de vendedores en esa zona, no había asaltantes en las calles del Centro Histórico de San Salvador, (oh tempore, oh mores, oh dolores, oh dólares) era fácil detectar a alguien de características sospechosas.
“Entremos como que vamos a tomar un sorbete”. Entramos por una puerta y salimos por otra. El joven seguía parado en la esquina del Teatro Nacional, mirando hacia los lados. Continuamos por la calle. Ahora soy yo quien miro por mi hombro: “Ha comenzado a caminar, creo que viene en nuestra dirección”. Parada, más sereno que este poeta que narra, me dice que vamos a hacer una prueba, cruzaremos a la derecha dando vuelta a la manzana como que vamos a la Bella Nápoles o hacia el Parque Libertad.
Así fue. Le digo a Parada que ahora mire él para atrás. Y me responde: “Cruzó también, es verdad, nos viene siguiendo, pero tranquilo, sigamos como si nada”. Esta vez cruzamos a nuestra derecha en dirección al Bella Nápoles.
Al llegar a la primera esquina del Portal La Dalia, cruzamos para tomar la 2ª. Calle, rumbo Poniente, hacia la Catedral. Al llegar al Banco Central de Reserva, actual biblioteca especializada “Agustín Alfaro Morán”, me dice Parada que ahora me tocaba a mí ver con disimulo.
“Viene a unos veinte metros de distancia”. Giramos de nuevo hacia el Doreña y Teatro Nacional, dando la vuelta a la manzana histórica. “Si cruza es que es “oreja” el hijueputa”, me dice el futuro Rector de la Universidad Nacional, en ese tiempo humilde estudiante y poeta universitario –“oreja” le llamábamos a los confidentes de la policía política de esa época, tenían poca calificación pero hacía su trabajo sacrificado y cruel para ganarse la vida.
El joven perseguidor siguió nuestra ruta. Entonces planificamos una estrategia pulga para deshacernos de él. ¿Entramos o no entramos de nuevo al Doreña? Puta ¿y si quedamos varados y nos capturan? Preferible seguir caminando en la acera poniente del Teatro Nacional, aunque sepa que le vamos huyendo Habíamos detectado su físico endeble, y nadie más lo acompañaba. “Entre los dos le damos verga”. “¿Y si viene armado?”. “Claro, si es policía debe tener arma, pero le caemos de sorpresa”. “Come mierda”, le respondo. No iba a meterme en líos con un hombre armado y menos miembro de la autoridad nacional. Aunque si no había otro camino…
Cruzamos al Teatro Nacional dando vuelta en redondo, pero ya su desvergüenza llegaba al extremo, seguros que nos seguiría por la Calle Delgado. Esta vez ya hemos decidido la estrategia piojo. “Nos escondemos en la primera puerta del Teatro y cuando esté husmeando le caemos a trompadas y mordidas”. Me convenció.
Así fue. Lo habíamos confundido. Camina un poco. Husmea. Y zas, nos lanzamos sobre él, Miguel Parada lo toma del cuello y yo me tiro a su cintura para dominarlo con el arma.
El presunto “oreja”, pega un grito. “Poetas, poetas; soy poeta, soy poeta”. Confirmo que viene sin arma y su grito nos desarma del ímpetu que llevábamos. ¿Cómo que sos poeta? Soy el poeta Alfonso Quijada Urías (en ese tiempo, repito no era Kijadurías). Cuando lo teníamos dominado, dejamos que se sacara unos papeles de la bolsa. Se los arrebato. “Son mis poemas”, dice. Miguel Parada aun lo tiene por el cuello. Y yo le doy un vistazo rápido a los papeles. “Son versos, le digo a mi compañero, soltémoslo”. Era poeta, y leí el titulo inicial “Mi primer viaje por tren a San Salvador”. En su viaje había escrito ese poema.
Nos explica que sabía que los poetas nos reuníamos en el café Doreña pero él no tenía confianza para entrar y decidió ubicarse en la acera de la Catedral esperando la salida de algún poeta. Nos reconoció por las fotos que había visto en los periódicos, noticias como ganadores de Juego Florales y los premios centroamericanos que organizaba cada año la Facultad de Derecho en esa época.
“Puta, poeta, pudimos haberlo matado”, ufanándonos de nuestras debilidades y tratándolo de usted como lo hacemos entre poetas. Lo invitamos a la cafetería. “Bien pudo haberse presentado, nadie se lo va a comer”. Valía la pena tomarse otro café con un poeta que apenas había cumplido los dieciocho años y que nos asustó, pero quizás el más asustado fue él cuando lo dominamos.
“Como ustedes son tan famosos, no me atreví a hablarles, esperaba una oportunidad para conocerlos de cerca”. Fue un bautizo de fuego para este gran poeta salvadoreño que ahora vive en Vancuover Canadá, Alfonso Kijadurías. Tiene un hijo cineasta que se llama Manlio (quizás porque le perdonamos una golpiza). Un honor.
Manlio Argueta. Desde América Central, octubre 26 de 2009