Carta de duelo por Leonel Gómez
Dagoberto Gutiérrez
Eran tiempos difíciles, de mucho miedo y represión, en el campo empezaba a nacer la resistencia organizada y la guardia nacional apretaba, con saña, el cordón de la muerte. Fue en esos tiempos cuando nos conocimos, en casa amiga, con el doctor Leonel Gómez en la Ciudad de Santa Ana. Ambos santanecos, yo comprometido con los que estaban comprometidos, él recién llegado de los Estados Unidos y con un proyecto en su cabeza, alto, blanco y de barba poblada, con discurso intelectual y anteojos parpadeantes, muy seguro de si mismo y con muchos sueños, vinculado a la civilización del norte, pero amarrado a la realidad de su país; siempre parecía moverse entre dos aguas, aunque un cierto remolino lo aspiraba hacia el vórtice quemante de El Salvador.
Proponía en ese momento cambiar la realidad de los centros penales del país y esto chocó con el modus operandi de la época, eran los años puente, entre las décadas 60 y 70 del siglo pasado, y Leonel, miembro de una familia vinculado al cultivo del café, entraba quizás sin saberlo, en el torbellino histórico que llevaría a la guerra popular.
Con mucha inteligencia y capacidad analítica, con cierto desenfado en su lenguaje y una manera ligera de vestir, Leonel siendo como era, dueño de una sensibilidad humana que le permitía estar cerca de los más humildes y desposeídos y conociendo, como conocía, a los potentados y a su lógica de enriquecimiento; estaba destinado a tomar bando y ser parte de la confrontación histórica mas importante de nuestro país. A punto estuvo de pagar caro su compromiso, pero el aviso oportuno de algún amigo o amiga salvó su vida en el último instante.
Salió al exterior y en los Estados Unidos completo su visión del mundo, pero la visión de su propio país siempre empezaba y terminaba en su propio país, por eso su pálpito fundamental estuvo situado junto a las cocinas con menos comida y a las alforjas mas vacías.
Leonel era amante de los perros y sufrió mucho por uno de ellos al que llamó chucho que murió de cáncer; este parecía prestar atención a las conversaciones pero al final siempre terminaba profundamente dormido debajo del sofá.
Leonel era dueño de un sentido misterioso de la vida y parecía vivir en el claro oscuro de los acontecimientos, su cabeza organizada le permitía dejar siempre cosas pendientes en las reflexiones, dando la impresión permanente de que siempre había algo más allá de la última palabra.
Su trabajo de investigador con senadores del partido Demócrata de los Estados Unidos le llevó a conocer las sinuosidades y humedades de los casos más tensos pendientes de ser investigados en el país y, el narcotráfico, el asesinato de los Jesuitas y sus empleadas, la muerte de Monseñor Gerardi en Guatemala y la de un sindicalista salvadoreño en Usulután, contaron decisivamente con su capacidad analítica.
Leonel se relacionaba con todo mundo y hablaba con todos los colores y siempre contó con información variada, por eso al oír su voz en el teléfono yo sabía que tenia algo que valía la pena escuchar y entender.
Su corazón empezó, lenta pero inflexivamente a resentirse y Leonel con más de 60 años, con mucha experiencia de la vida, con muchos proyectos en su cabeza y mucho conocimiento de su mundo, no redujo nunca, ni su ritmo ni su estilo.
Al final, su corazón cesó de danzar sus sístoles, y aunque sabíamos de su dolencia, siempre fuimos sorprendidos sus amigos por la noticia de su muerte y esta siempre pareció, como una invitada inoportuna aunque tenaz.
Murió como había vivido y por eso, luego de ser incineradas, sus cenizas fueron esparcidas al viento, como pañuelos blancos llenos de llanto, en la zona guerrillera de la Mora, al norte del heroico cerro de Guazapa, junto a las antiguas trincheras de la guerrilla y otras fundidas con el suelo al pie de la clínica que él ayudó a fundar. Sus cenizas rubrican el compromiso determinante de su vida y confiesan al viento, a quien perteneció, con quien estuvo y con quienes se fuga hacia la luz.