Dalton: ¿miente o malinterpreta?

Dalton: ¿miente o malinterpreta?
Álvaro Rivera Larios
cartas@elfaro.net
Publicada el 04 de diciembre – El Faro
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Se asusta el profesor Lara-Martínez, se indigna del modo en que extraigo una posible interpretación de su ensayo Indigenismo y encubrimiento testimonial, pero no debería asombrarse de tales lecturas porque ya el escritor y crítico literario Giovanni Galeas, en una entrevista que le hizo y publicó este mismo semanario (Dalton-Mármol, 1932: ¿testimonio o novela?), elaboró una serie de preguntas sintomáticas, reveladoras de cómo su ensayo puede ser leído en nuestro medio.

Aquí están las palabras de Galeas: “Escuchándolo a usted uno puede preguntarse si el libro en cuestión es una ficción genial o una burda manipulación histórica” y unos párrafos más adelante Galeas se vuelve, le vuelve a preguntar si ¿estamos frente a una interpretación de los hechos o ante una simple mentira? Las respuestas que da el profesor son contradictorias, por un lado le confirma que en el libro sí existe “la manipulación” y por otro le sugiere que fue la teoría marxista de Dalton la causante de que no pudiese distinguir la naturaleza étnica que tuvo el conflicto de 1932 y que por eso presupone que el poeta no trataba de mentir, sino que más bien estaba obnubilado por sus creencias, por esa verdad única a través de la cual observaba el mundo.

Su segunda respuesta, que comparto, debería plantearle dudas sobre la naturaleza de la primera. Si Dalton estaba obnubilado y solo veía aquello que su teoría le permitía ver, hasta qué punto puede decirse que manipula, porque claro Lara Martínez de ninguna forma sugiere que el poeta manipule (de esa interpretación yo soy el culpable), pero afirma en cambio que Miguel Mármol es un libro donde existe la manipulación ¿en qué quedamos? ¿No será que el mismo lenguaje de su ensayo nos tiende una trampa?

Antes que responda, y para que no se me olvide, me gustaría preguntarle a Lara Martínez si no cree que las preguntas de Galeas (con insistencia no velada) se deducen con naturalidad de cierto planteamiento que late al fondo de Indigenismo y encubrimiento testimonial. Esas preguntas son reveladoras y anuncian quizá una interpretación, una consecuencia no querida de su texto, pero yo, en su caso, no le echaría toda la culpa al intérprete, sino que revisaría cuidadosamente cada palabra del ensayo y la naturaleza del público que busca. Vivimos en una sociedad alerta, divertida, trágica, minada, en la que un tema literario, un ejercicio académico, pueden deslizarse sin querer hasta el fondo de un debate ideológico. Y eso no es culpa suya ni mía, así es.

Me sorprende esa ingenuidad académica que levanta los brazos con el gesto de yo no fui ¿en qué mundo viven nuestros especialistas del lenguaje que todavía ignoran cómo se las gastan las palabras en El Salvador? Aquí hay un nexo profundo entre palabra y moral. A Roque lo prestigiamos no por su poesía, sino porque su poesía es un comportamiento ético. Su prestigio cívico, dado su carácter sacrificial, forma parte de lo que ha dejado escrito, es lo que hay. Ese Roque-emblema tras su muerte trágica ascendió a los cielos para convertirse en un nudo-signo estratégico de la cultura de izquierda en El Salvador. Su naturaleza doble de poeta y mártir cívico pueden convertir una disputa filológica en una batalla escalonada que implique territorios extraños, pero anejos, como son los de la ética y la ideología.
No deberían extrañarse, por lo tanto, nuestros académicos de algo que los antiguos griegos y romanos ya sabían: el prestigio de un orador forma parte de la fuerza que tiene su verbo.

El hombre se proyecta en su discurso, si desmontamos al emisor desmontamos su mensaje (los territorios de la famosa falacia ad-hominen). A la filología no le interesa valorar moralmente las alteraciones que alguien como Dalton pudo introducir en las verdaderas palabras de Mármol, pero hablamos de un libro que no duerme su gloria en las estanterías de una biblioteca, sino de un texto que se ha transformado en un eslabón de nuestra memoria colectiva y ahí sí, en ese plano, “las alteraciones” que Dalton impuso al testimonio pueden ser objeto de una valoración y de un debate que incorporen las preguntas sobre su ética, sobre su verdad. Y como no hablamos de un escritor confinado en los límites de la historia literaria, sino de un mito cuya palabra permanece, es normal que al debate sobre una presunta “manipulación” que hizo el poeta-mártir concurra gente con diversos y enfrentados intereses ideológico-político-literarios.

Lara Martínez asumió desde el inicio, en esta polémica, el papel del hereje provocador que denuncia los vicios del santo. Las palabras de su ensayo no iban sólo tras la verdad, denunciaban un presunto ocultamiento. Si el santo denunciado oculta y niega la verdad para servirle a otro señor y no al pueblo divino, resulta obvio que tras el análisis filológico al que sometemos su palabra existe un impulso moral y que el ensayo que porta la denuncia pertenece simultáneamente a los campos de la ética y del estudio literario. Todo el señalamiento a las ocultas operaciones del santo atrás de su libro conduce a una palabra que el profesor se cuida de no pronunciar abiertamente: manipulación. Por un lado el profesor nos empuja a que hagamos ese juicio y por otro se retracta si lo hacemos suyo ¿en qué quedamos?

Las palabras son como insectos de diferente tamaño, sus colores (tabulados en el registro estético de nuestra cultura) pueden afectarnos: hay palabras- mariposa deslumbrante y las hay oscuras como cucarachas con vello turbio en sus patas nerviosas. Un ejemplo de estas últimas es la palabra manipular. Uno va al diccionario para descubrir lo que lleva dentro y ahí consta que una de sus acepciones la define fríamente como “Intervenir con medios hábiles y, a veces, arteros, en la política, en el mercado, en la información, etc. con distorsión de la verdad o la justicia, y al servicio de intereses particulares”. Disecada en el diccionario es una palabra fea, pero inofensiva. Viva es otra cosa. Viva requiere de una manipulación, en su sentido de maniobrar con las manos, bastante cuidadosa.

Y ese es el problema que ha tenido Lara Martínez con ciertos verbos y sustantivos, los ha dejado demasiado cerca de la superficie moral y su halo turbio acabó infectando la parte válida de su tesis. Para empezar, y lo vuelvo a repetir por enésima vez, lo subrayo, lo enfatizo, el problema radica en que no ha sabido diferenciar claramente “los límites de la intencionalidad” y “los mecanismos con que la ideología oscurece nuestra percepción de las cosas y el modo en que las representamos”. Lo que me resulta extraño de esta indefinición conceptual es que Lara Martínez distingue claramente la naturaleza de lo intencional y la trama compleja de lo ideológico, pero no ha sabido distribuirlas equilibradamente en la forma de construir su razonamiento. De ahí que la oscilación entre el panfleto y el ensayo desemboque en lecturas morales ahí donde debía prevalecer el análisis frío del punto donde se cruzan la decisión conciente y las pulsiones ideológicas que suelen ser, a veces, un automatismo subterráneo.

El acto de manipular presupone la “mala intención” de alguien que, a sabiendas, distorsiona u oculta “una verdad que conoce” para perjudicar a un tercero con el fin de obtener ventajas particulares. No creo que Dalton tuviese la mala maña de querer negar el papel de los indígenas en 1932 (de todos es conocida su visualización del indio como símbolo de resistencia), lo que ocurre es que su marco doctrinal y sus intereses partidarios lo llevaron a introducirlos en lo que a su entender era una “categoría de análisis” más adecuada (el campesinado). En ese sentido Dalton, en Miguel Mármol, no distorsiona u oculta adrede una verdad conocida ¿la de Lara Martínez? ¿La de Luna?, al contrario, defiende lo que juzgaba cierto, su verdad partidaria, y “se equivoca” (defender ideas erróneas, bajo el convencimiento de que son verdaderas, es muy distinto a querer imponer de forma conciente una mentira). Roque no sabe todo lo que treinta años después sí sabe Lara Martínez. Mueve sus ideas en una partida donde la verdad no era sólo un problema académico (y quizá ese sea el problema, que los razonamientos del poeta no lo llevan tanto al mero saber como a una conclusión política donde el horizonte de su militancia se haya implicado; la fidelidad a la causa y al conocimiento histórico ¿objetivo? no son dos pájaros que se puedan matar de un sólo tiro), muchas cosas, entre ellas su cuerpo, están de por medio y Roque tira sobre la mesa, en aquél escenario del que ya tanto nos separa, su carta. Y lo que sucede después, tal como ahora podemos ver desde el guión que nos proporcionan otras teorías y una distinta perspectiva histórica, es que la acción de Dalton, objetivada en un libro, pudo tener “implicaciones y efectos” que él “ni gobernó ni calculó por completo”. El resultado no querido, “no intencional”, de su análisis fue convertir a Feliciano Ama en un actor secundario y borroso (dice Lara, con cierta lucidez, que Miguel Mármol es un anti-Luna; es eso y más, pero que lo sea no supone que por “lógica”-no siempre lo lógico acaba siendo real- “se proyecte” como un anti-Ama).

En todo proceso de abstracción se aíslan rasgos, propiedades de la realidad, por considerarlos de importancia para definir un objeto y las posibles relaciones causales donde una hipótesis pueda enclavarlo. Cualquier teoría es una “construcción” en la que algo se hace presente y significativo en detrimento de otras zonas de lo real que son excluidas por estimarse que no determinan aquellos fenómenos para los que buscamos una explicación.

En toda teoría hay un silencio, algo que no se convoca a su respuesta, algo que se calla. Esos silenciamientos, que son un paquete asociado al producto, algunos autores los disponen como un síntoma que puede a su vez interpretarse desde una perspectiva cercana al psicoanálisis que le otorga otra razón a las omisiones del “modelo teórico”. Pero el “arte” de juzgar las normas que regulan lo que se deja fuera del concepto y la explicación es bastante difícil, se corre el peligro de atribuir mecánicamente “lo silenciado por el discurso” a las contingencias del interés y la voluntad personales, olvidando que las doctrinas poseen un estatuto supraindividual que piensa a quienes las piensan. Esa inercia prefigurada en principios es una corriente simbólica que puede modelar lo visto o no visto, lo dicho o no dicho por los individuos. Es evidente que el pensar autónomo se rebela contra ella, pero es evidente que los lugares comunes de una teoría, tan poderosos, son el paradigma que condiciona y del que parte un pensar autónomo. No siempre uno es el padre de todos sus silencios. Que la teoría de Dalton “borre” al indio no significa que él “deliberadamente quiera” borrarlo. Atribuirle al poeta la “posible culpa” por los silenciamientos de su ideología significa elevar lo reprimido por la conciencia general en “el discurso” al estatuto de una idea clara y distinta en la volición de una persona. Así lo que oculta la teoría se torna en lo que pretende ocultar de forma conciente Roque Dalton, quien “calla” lo indígena para privilegiar el papel de su Partido. Del anti-Luna al anti-Ama.

Esta es la carga mayor de la prueba en un listado de acusaciones: aparte de no admitir la verdadera naturaleza de su libro (es propaganda, ficción, novela y no testimonio) para así engañar, coartar, despistar al lector ingenuo con el fin de proteger la imagen del PCS ( la tesis de su rol dirigente en 1932, padece el ataque de David Luna), además de eso, y lo peor, a Dalton se le acusa por los daños que provoca una acción suya no intencionada: “Es claro que se trata de una manipulación, tanto más grave cuanto que el pueblo mismo, el indígena Izalco, queda en el silencio”, palabras del profesor. Uno comienza tergiversando la voz del testigo y acaba silenciando a una de las victimas: al indio. Del anti-Luna al anti-Ama, el viaje interpretativo de Lara que va cayendo del ensayo lúcido al panfleto.

Se puede interrogar por qué el indígena pierde su perfil en la narración de Dalton, por qué lo reduce a su condición campesina, por qué borra su peso e iniciativa en el fenómeno histórico. Es posible que la cuestión fuese subsidiaria y que observar detenidamente el rostro de Ama le interesase menos que descubrir por qué falló la vanguardia (Dalton es conciente de que las masas arrastraron al Partido). El rostro curtido del indio se confunde con “la masa”, se queda al fondo, borrado, diluido en ella, pero no porque se quiera silenciarlo. “No hay una omisión alevosa”. En la épica del relato el brazo del indio aparece, pero mezclado con el grito unánime que reúnen la palabra “pueblo” y las gruesas categorías de una sociología militante, esquemática, de urgencia. “No hay una omisión alevosa”.

Uno puede trasladar esas “omisiones” al marco que propone otra teoría que luego las interpreta como un signo de la voluntad del intelectual metropolitano de querer suplantar/representar a la verdadera voz del subalterno. Pero tengamos cuidado, esa voluntad de “usurpación simbólica” (que ya existía en 1967) no era conciente, era subterránea, carecía de una palabra que la nombrase y le diese rango teórico. Si existió fue como una pulsión latente no como parte de un proyecto o accionar claramente deliberados. Aquí debemos estar alertas contra el puritanismo moral de ciertos enfoques que, en su análisis del pasado, reducen lo ideológico a una especie de teleología maniquea objetivada en personajes de doble fondo cuyo propósito oscuro es desplazar a los grupos subalternos que dicen representar y para los que supuestamente luchan. “El análisis válido de un discurso ideológico latente” se convierte así en un conflicto de contorno moral claro entre manipuladores y manipulados, entre quién dice y quién calla, entre lo dicho y lo silenciado; en un dualismo que borra complejidades de forma semejante al “explotadores y explotados” de Dalton. Así el obrero y la gran masa de los subalternos se convierten en victima de esos intelectuales perversos que, al mismo tiempo que los quieren liberar, pretenden silenciarlos. En nombre de la voz pura del aborigen, que ha sido mancillada ¿a drede? por el intelectual ventrílocuo, se nos ofrece otra versión maniquea de la historia donde la ideología es un personaje con anteojos, bigote y malas intenciones. Si al introducir perspectivas y problemas de su época, Dalton altera el horizonte de 1932; Lara, por no calibrar bien las distancias y matices, corre el peligro de hacer lo mismo con la trama y la compleja intencionalidad de los sujetos que allá por 1970 condicionaron la hechura de Miguel Mármol.

Teóricamente el marxismo ponía a los intelectuales al servicio de los subalternos. Sabemos que en la realidad no era así, pero esa circunstancia personas como Dalton no fueron capaces de verla. Se interpretaban a sí mismos como gente al servicio de la gran causa de los oprimidos. Todos los datos que opusiese la historia descarnada para desmentir la imagen que de si mismos se habían forjado quedarían neutralizados por el velo ideológico. Si Dalton, desde sus valores éticos más profundos, hubiese percibido que al final su razonamiento desembocaba, sin querer, en una injusticia contra los indios, lo más probable es que hubiese rectificado.

Si es posible que no hubiese intención expresa de distorsionar la verdad para dañar a los indígenas, deberíamos buscar un lenguaje más técnico y hacer un razonamiento más minucioso para describir y explicar las alteraciones que Dalton introdujo en la Historia y en las palabras de Mármol. Esto es (lo repito, lo subrayo, lo enfatizo) lo que se echa en falta en el ensayo del profesor y lo que, por no haber esclarecido sus categorías de análisis (intencionalidad/ideología), da pie al tipo de preguntas que le hizo Galeas. Preguntas que me parecen perfectamente deducibles de la lectura de Indigenismo y encubrimiento testimonial donde algunas premisas pueden llevar a conclusiones en las que el profesor no se ve reflejado, pero eso, repito, ya no es culpa tanto del intérprete como de la estrategia discursiva sesgada y beligerante que eligió Lara para exponer una tesis que desarrollada con mayor serenidad y cuidado filosófico le habría hecho justicia a sus grandes meritos, que los tiene.

Admitamos la valentía que tiene el profesor para mirar de frente al mito. Lara Martínez tiene razón en muchos puntos y lo que es mucho mejor: plantea un problema que nos empuja a continuar pensando, pero debe reconocer también que su indignación es algo apresurada, que se ha dejado llevar por un rechazo ideológico (nada reprobable por cierto) que, si no toma plena conciencia de el, le puede hacer mucho daño a su razonamiento. Ya se lo hizo.

Si Lara Martínez me pregunta le diré que valoro su trabajo, si no fuese por él no estaríamos en debate.

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