Darwin y Marx: amigos son los amigos
por Federico Kukso
Los dos fueron revolucionarios. Los dos compartieron el primer nombre, una salud delicada y una barba tan llamativa como tupida, y ambos tuvieron muchos hijos (de los cuales varios de ellos no sobrevivieron a sus padres). Sin embargo, Charles Darwin y Karl Marx nunca se conocieron, nunca mantuvieron diálogo alguno, ni se vieron las caras. Y eso que vivían a 25 kilómetros de distancia.
Aún así, hubo contacto entre ellos. El que lo inició fue el alemán cuando le envió al inglés en 1873 una copia autografiada de la segunda edición de El capital (en su primera página se leía: “A Mr. Charles Darwin, de parte de su sincero admirador, Karl Marx”). Su cholulismo intelectual por Darwin se remontaba a casi 13 años atrás, cuando leyó por primera vez El origen de las especies. En enero de 1861, Marx comentaba: “El libro de Darwin es muy importante y me sirve de base en ciencias naturales para la lucha de clases en la historia. Desde luego que uno tiene que aguantar el crudo método inglés de desarrollo. A pesar de todas las deficiencias, no sólo se da aquí por primera vez el golpe de gracia a la teología en las ciencias naturales sino que también se explica empíricamente su significado racional”.
Marx esperó pacientemente. Y, por fin, tuvo respuesta. Darwin le contestó: “Le agradezco el honor de haberme enviado su gran obra El capital. Hubiera deseado ser más merecedor de recibirlo, así como de entender mejor la profundidad e importancia de la economía política. Aunque nuestros estudios han sido diferentes, creo que ambos deseamos con ganas la ampliación del conocimiento, que con seguridad en el largo plazo le aportará felicidad a la humanidad”.
El rumor (luego convertido en mito) indica que Marx le envió después otra carta a Darwin en la que le solicitaba su consentimiento para que su nombre apareciera en la dedicatoria de una nueva edición de El capital, pedido que el inglés rechazó amablemente el 13 de octubre de 1880, alegando que los aspectos antirreligiosos del libro ofenderían a algunos de sus familiares y que no creía que “los ataques directos a la religión sirvieran para avanzar en la causa del pensamiento libre”. La verdad es que la carta-respuesta del inglés –donde no figura el nombre de Marx– iba dirigida a Edward B. Aveling, autor del libro The Students’ Darwin.
Además de las cartas, se conserva hasta hoy el ejemplar en alemán de El capital enviado por Marx a Darwin. Lo curioso es que no tiene las típicas notas al margen que solía hacer el biólogo. Probablemente nunca haya sido leído.
Made in Argentina
por F. K.
Además de una localidad rionegrina, una calle perdida en Villa Crespo y un monte en la cordillera de los Andes –tres accidentes geográficos bautizados en su honor–, Charles Darwin está unido a la Argentina por dos encuentros. Uno previsto y otro, no tanto.
“Llegó al cuartel general el naturalista Mr. Carlos Darvaien.” Así, seco y confundiéndose el apellido del inglés, por ignorancia o desinterés, Juan Manuel de Rosas registró en su diario el encuentro que tuvo con Darwin el 13 de agosto de 1833.
Darwin, en cambio, fue menos austero en sus opiniones y retrató a Rosas y a los suyos con la misma puntillosidad con la que describió los huesos de animales extintos como el megaterio, el toxodon y el tigre de dientes de sable: “Yo diría que un ejército integrado por gentes con tal apariencia de villanos y bandoleros jamás podía haberse reunido en época alguna. La mayor parte de los hombres eran mestizos de negro, indio y español. No sé por qué razón, pero la gente de esa sangre, rara vez tiene una buena expresión en el semblante”.
Fueron tres días los que pasó en el campamento de Rosas, quien le otorgó una especie de salvoconducto para cruzar un país en llamas. Y Darwin los exprimió por completo: estudió a los indios como si fuera un antropólogo quisquilloso. Pero nadie lo sorprendió tanto como Rosas. Su figura: “Tiene una extraordinaria personalidad y goza de una influencia notable en el país. Parece probable que la ejercerá en pro de la prosperidad y el adelanto de su patria”. Su influencia: “Rosas ha alcanzado una popularidad sin límites en el país, y por lo tanto, una tiránica ascendencia”. Y sobre todo su temple: “Conversando con él, Rosas se muestra vehemente, sensato, y extremadamente serio. Lleva su seriedad a límites desusados. Mi entrevista con Rosas terminó sin haberle visto sonreír”.
La descripción no es circunstancial. Darwin abrió bien los ojos durante los casi dos años que pasó en el país y así lo demuestra en su Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo, en el que una quinta parte está dedicada a la Argentina, donde comenzó a intuir la acción del tiempo en el paisaje y en los seres vivos.
Pero no sólo regresó a Londres con anotaciones, imágenes nuevas, huesos (muchos), rocas y flores. También se fue con un recuerdo hecho carne: Mal de Chagas, la “enfermedad” de la que tanto habla en su Autobiografía –sin definir– y que supuestamente la contrajo en marzo de 1835 cuando, escarbando en un campo de Luján, Mendoza, lo picó una vinchuca. Todo un souvenir.
Un fragmento de la Autobiografía
El secreto de mi éxito
por Charles Darwin
El origen de las especies es, sin lugar a dudas, la obra capital de mi vida. Desde el principio disfrutó de un tremendo éxito. La primera y corta edición integrada por 2250 ejemplares se vendió en su totalidad el mismo día de la publicación, y una segunda edición de 3000 ejemplares poco después. Hasta la fecha (1876) se han vendido en Inglaterra 16.000 ejemplares. Puede considerarse una gran venta. Ha sido traducido a prácticamente todos los idiomas europeos, incluso a lenguas como el español, el bohemio, el polaco y el ruso. Según la señorita Bird, ha sido traducido también al japonés y es objeto allí de numerosos estudios. ¡Incluso ha aparecido un ensayo en hebreo sobre el libro, en el que se demuestra que la teoría estaba ya presente en el Antiguo Testamento! Las reseñas fueron asimismo muy numerosas. Durante un tiempo coleccioné todo lo que aparecía sobre el Origen y sobre mis libros relacionados: la cantidad asciende (excluyendo reseñas en periódicos) a 275, pero al cabo de un tiempo dejé correr el intento, desesperado. Han aparecido posteriormente muchos ensayos y libros; y en Alemania aparece cada uno o dos años un catálogo o bibliografía sobre “darwinismo”.
El éxito del Origen podría, creo, atribuirse en gran parte al hecho de haber escrito mucho antes dos borradores condensados y que finalmente resumiera un manuscrito mucho más extenso, que en sí mismo era ya un resumen. Gracias a ello fui capaz de seleccionar los datos y conclusiones más notables. Por otro lado, durante muchos años había seguido una regla de oro, a saber, que siempre que me topaba con una nueva observación o hecho contrario a mis resultados generales, redactaba un informe al respecto sin falta y enseguida. Porque por experiencia descubrí que tales hechos e ideas eran mucho más propensos a caer en el olvido que los favorables. Gracias a esta costumbre, surgieron pocas objeciones a mis puntos de vista que no hubiese como mínimo advertido e intentado responder.
Se ha dicho a veces que el éxito del Origen vino a demostrar “que el tema estaba en el ambiente” o “que la mente del hombre estaba preparada para ello”. No creo que esto sea estrictamente cierto, pues ocasionalmente no se lo pareció a unos cuantos naturalistas y nunca di con uno que pareciese dudar de la permanencia de las especies. Ni siquiera Lyell y Hooker, pese a que me escuchaban con interés, parecían estar de acuerdo. Intenté una o dos veces explicar a hombres competentes lo que entendía como selección natural, pero fracasé notablemente. Lo que creo que fue estrictamente cierto es que los naturalistas tenían almacenados en su cabeza innumerables hechos bien observados y listos para ocupar su debido lugar en cuanto cualquier teoría que los acomodase quedara suficientemente explicada. Otro elemento del éxito del libro fue su tamaño moderado. Esto se lo debo a la aparición del ensayo del señor Wallace, pues de haberlo publicado en la escala en que lo empecé a escribir en 1856, el libro habría sido cuatro o cinco veces mayor que el Origen y muy pocos habrían tenido la paciencia necesaria para leerlo.
Gané mucho al retrasar la publicación desde 1839, cuando la teoría estaba ya claramente concebida, hasta 1859. No perdí nada con ello, pues me importaba muy poco que la gente atribuyera más originalidad a Wallace o a mí, y no cabe duda de que su ensayo facilitó la recepción de la teoría. Me anticipé sólo en un punto importante –de lo cual mi vanidad me ha hecho siempre arrepentirme–, a saber, en que recurrí al período Glacial para explicar la presencia de idénticas especies vegetales y de algunos animales en lejanas cumbres montañosas y en las regiones árticas. Esta perspectiva me fascinó hasta tal punto que escribí sobre ella in extenso, y creo que fue leída por Hooker unos años antes de que E. Forbes publicara su celebrada memoria sobre el tema. En los escasos puntos en que diferíamos, creo aún que yo llevaba la razón. Jamás, por supuesto, he hecho referencia por escrito a haber desarrollado independientemente este punto de vista. Esto me lleva a destacar que mis críticos me han tratado casi siempre con honestidad. De todas formas, yo he hecho caso omiso de aquellos sin conocimientos científicos. Mis puntos de vista han sido a menudo tergiversados de forma grosera, cruelmente contrariados y ridiculizados, pero creo que, por lo general, siempre se ha hecho con buena fe. No me cabe duda de que, en conjunto, mi obra se ha visto alabada con exceso. Me alegro de haber evitado controversias. Sé que esto se lo debo a Lyell, quien muchos años atrás, y en referencia a mis trabajos geológicos, me aconsejó encarecidamente que nunca me involucrara en controversias, ya que rara vez servían de nada y provocaban una triste pérdida de tiempo y humor.
Mis costumbres son metódicas, lo que ha resultado muy útil para mi línea de trabajo en concreto. Y en último lugar, he tenido la gran suerte de no tener que ganarme el pan. Incluso la enfermedad, pese a haber aniquilado varios años de mi vida, me ha evitado las distracciones de la vida social y la diversión.
Por lo tanto, mi éxito como hombre de ciencia, haya sido el que haya sido, ha venido determinado, según puedo entender, por unas cualidades y condiciones mentales complejas y variadas. De entre ellas, las más importantes han sido el amor por la ciencia, la ilimitada paciencia para reflexionar largamente sobre cualquier tema, la laboriosidad en la observación y la recolección de datos, y una buena cantidad de inventiva así como de sentido común. Con las moderadas habilidades que poseo, resulta realmente sorprendente que haya influido de un modo tan considerable en las creencias de los científicos sobre algunos importantes puntos.