Desacralizar la masculinidad

Desacralizar la masculinidad

“El mito del Hombre de los Derechos del Hombre y del Ciudadano caducó y su función despolitizante y naturalizante ya no funciona”. Las palabras de la investigadora francesa Elsa Dorlin resumen el espíritu de las plenarias que en el III Coloquio sobre varones y masculinidades, desarrollado en Medellín del 3 al 5 de diciembre, trataron de deconstruir la categoría de lo masculino y analizar qué significa ser varón en contextos postcoloniales.

Remontándose a la colonización de Asia y el norte de África, la filósofa francesa hizo un recorrido genealógico que, a través del análisis de categorías, explica y desmonta los modos en que se forjó la masculinidad dominante como un rasgo de la formación de la idea de nación francesa.

En su ponencia Mitología de la masculinidad y poscolonia , Dorlin se centró en la performance de las masculinidades dominantes, para “demostrar cómo la masculinidad/virilidad circula como significante particularmente productivo del poder”, tornándose “objeto de una recodificación de la clase dominante blanca en Francia”. La matriz liberal que se instala desde la creación de los Estados-nación modernos opera un dispositivo en el cual las masculinidades hegemónicas y alternativas se constituyen mutuamente como sujeto y abyecto, respectivamente, adquiriendo entidad como realidad y fantasma.

Esta relación compone las líneas de fuerza y tensión de procesos de subjetivación que naturalizan a la masculinidad blanca. “Si las masculinidades ‘populares’ y/o ‘racializadas’ (encuadradas claramente en la colonización e migración postcolonial hacia las metrópolis) son objeto de denigración (estigmatizadas como ‘vulgares’, ‘inmaduras’, ‘bárbaras’ y ‘peligrosas’) por parte de clases dominantes cuyo valor es definido en oposición a ese ‘otro’, podemos considerar que la identidad sexual participa de un capital semiótico común a ambas masculinidades”, explica Dorlin.

De esta manera, los “índices de valores contradictorios” de la masculinidad son claro efecto de un juego de poder. Por este motivo Dorlin anuncia la caducidad del Hombre universal propuesto por la Declaración de los Derechos del Hombre, enarbolado desde la Revolución Francesa como mito fundante del hombre moderno. La crisis del esquema semiótico que hizo de la masculinidad blanca la encarnación de ese universal invoca una nueva mitología, “un nuevo esquema operativo que capte las resignificaciones clandestinas y disidentes de la masculinidad”, en clave de raza y de género.

En la misma dirección se dirige la socióloga y antropóloga francesa Nacira Guenif-Soulimas, que sienta su análisis en las masculinidades alternativas de magrebinos que viven actualmente en Francia. En la ponencia El fin del eclipse francés de la raza y la etnicidad: el caso del joven árabe, la investigadora explica que los flujos migratorios desde las colonias hacia la metrópolis afectaron de forma profunda y duradera el paisaje francés en lo que respecta a su definición identitaria, cultural y nacional. “La línea fronteriza que contenía a los nativos racializados y sometidos fuera del perímetro de la república blanca, igualitaria y ciudadana, se desdibuja con el fin del período colonial y la inversión del flujo migratorio de las colonias hacia la metrópolis, cuando la colonización es repatriada. La salvaguarda de la masculinidad del Estado-nación francés reposa en el ocultamiento de la pérdida de poder imperial con acento en una regeneración de “lo europeo”, en detrimento de “lo africano”.

Es justamente la figura del joven árabe francés la que encarna, para la antropóloga, la encrucijada cultural de la Francia actual, al encarnar una raza particular: ni negra ni blanca; “una alteridad racial impuesta pero siempre colocada algo incierto, que le da cierta apariencia de blancura. Su negritud sería interior, artificialmente contradictoria con su piel relativamente blanca. El blanqueamiento de los nuevos franceses debe obedecer a la imagen de un carácter ideal e inaccesible, que permanece en el mito fundante de Francia como un reservorio de una autenticidad europea autóctona”. A partir de la inmigración magrebina, esta es reinventada como un anacronismo de lo ‘nativo’ y lo ‘europeo’, que reafirma semánticamente la diferencia, argumenta la investigadora.

A su vez, el género del joven árabe es múltiple: en él se mixturan las supervivencias icónicas de los árabes deseantes en una África del Norte exotizada, con la representación caótica y eréctil de los lugares de segregación urbana de sus descendientes. Es la bisagra entre la masculinidad “machista” del árabe y la masculinidad “civilizada” del europeo. De este modo, explica Guenif, la imbricación entre sexo y raza pasa por la sexualización que signa la bestialidad que distancia al joven árabe del patrón de civilización, obligándolo a someterse a una domesticación racial y étnica descalificadora. En palabras de Elsa Dorlin, “la infantilización de las masculinidades colonizadas funciona como una emasculación simbólica denigrante”, otorgando en contrapartida status de sujeto a la masculinidad blanca detentora del falo.

En su trabajo Aportes de los estudios postcoloniales y la sociología comparada de la familia y la sexualidad en el estudio de las masculinidades subalternas (negras, indígenas, mestizas) en América Latina, el sociólogo colombiano Fernando Urrea comparte el foco de las investigadoras. Para Urrea, “la imagen degradada respecto a los hombres blancos de las masculinidades de los varones negros e indígenas y, por extensión, de los mestizos y mulatos, se da en el marco de un proceso de intenso mestizaje racial, ya sea porque son invisibilizados en el juego del control sexual de las mujeres negras, mulatas, indígenas y mestizas por los varones blancos portugueses y españoles, y luego por las elites de hacendados en los países emancipados de los centros imperiales, o porque sus conductas sexuales son condenadas, calificándolas cercanas al mundo animal”.

Sin embargo, a esa desvirilización del período colonial siguió una revirilzación en los procesos de modernización en las ciudades, puntualiza Urrea. De este modo, en las ciudades la imagen del hombre aborigen muda y su capital erótico aumenta debido de la exotización que suponen, fundamentalmente para mujeres extranjeras y de clases altas. “A medida que los fenómenos de desigualdad racial y étnica se hacen visibles en el siglo XX, las diferentes cohortes masculinas negras y también indígenas que se urbanizan incorporan una ideología de énfasis de la virilidad asociada a un capital sexual. La inversión representa una deslegitimación del capital sexual del dominador blanco y mestizo. La etnicidad, al igual que la racialidad, continúa Urrea, tiene efectos sobre los cuerpos de mujeres y hombres (o de sujetos transgeneristas) y las relaciones sexo/género entre los mismos. Por ello, inconcientemente, el campo del deseo está organizado bajo categorías étnico-raciales, en cualquiera de las escalas de estatus (de mayor o menor prestigio) y clase social.”

El investigador colombiano cuestionó también la particularidad de las masculinidades heterosexuales, homosexuales o bisexuales de las clases subalternas en las sociedades latinoamericanas. Nuevas perspectivas analíticas permitirían, en la opinión de Urrea, “repensar la investigación en términos de larga duración”, relacionando “los procesos de dominación colonial y postcolonial con las formas sociohistóricas de racialización/etnización, producción de clases sociales y sexos/géneros”. De ese modo, concluye, los antiguos mitos sexuales se renuevan y vuelven a jugar como fantasmas en la estructura jerarquizada de las relaciones racializadas y etnizadas de nuestras sociedades.

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