Lunes, 15 de Febrero de 2010 / 09:05 h
El capitán Feliciano
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Dagoberto Gutiérrez
Blanco y de mejillas rosadas, delgado y fuerte, alto y elegante, fuerte y agradable, así era Tomás García y algo más: Era campeón nacional de esgrima y tenía, lógicamente, un cuerpo de espadachín, es decir, flexible y fuerte y era muy joven, pero desde siempre y desde las honduras más insondables de su ser, Tomás supo, que en la guerra que se desataba el tenía un lugar establecido y no vaciló ni un segundo en ocuparlo.
Como ocurre en estos casos, no se sabe de dónde llega la señal o la voz o la orden que llama al ser humano a ocupar una posición en el combate que se ha armado ya entre los explotados y los explotadores, pero Tomás parecía saber, desde siempre, cual era su lugar en la confrontación y lo asumió sin vacilación.
Eran tiempos de clandestinaje, así como hoy, cuándo el pensamiento también es clandestino; pero en aquellos años, acción y pensamiento se cuidaban de la luz, aunque esta debía siempre iluminar a ambas, pero en el mayor de los secretos, y el más intenso de los amoríos.
Siempre me dio seguridad y lo recuerdo de manera vívida, de pantalón azul, que terminaba en un ruedo ancho, de camisa verde claro y de un caminar desafiante, con revólver en uno de sus bolsillos y caminando adelante, mientras, de vez en cuando, se volvía para mirarme, y sus ojos claros y grandes no sabrán nunca toda la confianza que me transmitían, porque la decisión que emanaba de ellos era indescifrable; después platicábamos de cosas de la vida, pero él siempre mantenía cierto respeto y cierto límite y yo siempre estuve interesado en descifrar la firmeza y la convicción que se desprendía, como torrente de montaña, de aquel esgrimista y de aquel estudiante y de aquel joven que siéndolo era un convencido de lo que estaba haciendo.
La guerra ya había estallado y nadie sabía para dónde iba, porque eso nadie lo sabe, pero ya sabíamos que las horas y los minutos estaban cargados de fuego, de acero de vida y de muerte y los estudiantes, profesionales, campesinos y clases medias en general se preparaban para una guerra que era la suya, era la guerra del pueblo; el enemigo sabía, como lo saben siempre todos los enemigos de todos los tiempos, que había que impedir que ese fuego humano creciera y la vieja y sangrienta oligarquía afilaba sus cuchillos día y noche y anunciaba la repetición de la matanza de 1932 y la de 1830.
Los banqueros y cafetaleros tenían pesadillas con los fantasmas de Anastasio Aquino y Farabundo Martí, ambos rondaban, con sus ejércitos de nonualcos y de pipiles, de artesanos, obreros e intelectuales, las conocidas veredas de la patria, y, los cuchillos oligarcas relumbraban como pompas de jabón.
Los estudiantes de educación media sabían, por la vida misma, que la cosa era con ellos y que las campanas de la lucha preguntaban por ellos, y Tomás, cuya foto salía en los diarios, que era noticia como esgrimista, que era acariciado por la propaganda oficial, supo siempre que desde el fondo de su ser había una voz que lo llamaba a la pelea y no vaciló.
Su situación se hizo insostenible en la ciudad, y “la chucha” era un nombre que se repetía en las listas represivas de la policía, su madre, una secretaria, hermosa e inteligente de Mejicanos y su padre, un cubano que llegó aquí exilado y regresó después a Cuba, es coronel del ejército cubano, combatiente internacionalista y alumbrado también por la luz de su hijo que nunca se apaga, así como no cesa la luz de José Martí, del Che y de Fidel.
Feliciano ya había nacido como tal, y era un combatiente de la guerrilla urbana de los que se enfrentaban a los asesinos de los cuerpos represivos con valor y arrojo, pero debía salir de la ciudad y pasar a Guazapa para hacerse guerrillero rural, fuera del alcance de la represión; todo estaba listo para que el capitán Feliciano saliera hacia el cerro al día siguiente; pero decide despedirse de su madre, y así lo hizo, era un apartamento pequeño y cómodo cerca del Cine Jardín, en zona populosa y de mucho tráfico, y allí llegó Feliciano para que su madre lo viera la última vez, y para que él la viera por última vez.
Sobre él cayeron los ojos enemigos como cuchillos de sangre y de alguna manera supieron que Feliciano estaba en la casa de su madre, y se organiza el cerco. En horas de la madrugada revienta el ataque, ellos sabían que no lo capturarían vivo y concentraron todo el fuego disponible para destruir la habitación y arrasar como si allí hubiera todo un ejército.
Feliciano no se entregó y la madrugada se llenó de combate, de la luz y de los fogonazos, de las maldiciones y de los lamentos de los policías heridos y muertos, los disparos siempre sonaron furiosos y mortales, y siempre la resistencia se mantuvo, tenaz, fuerte, e invencible. La casa fue destruida, la madre fue muerta, el hermano menor de Feliciano también fue muerto y cuando al fin cesaron los disparos Feliciano había caído disparando hasta el último tiro.
No sabían si seguir disparando o entrar a la casa, apretaron el cerco y esperaron la luz del día para entrar porque ya nadie disparó, y porque nadie se entregó y nadie se rindió. El silencio invencible dominaba la escena y en medio de la destrucción y de la sangre que humedecía la sala, la cocina y los dormitorios, un sentimiento de derrota dominaba al enemigo.
Un esgrimista había peleado hasta el fin, el guerrillero sabía, que lo que venía era eso: una pelea sin fin y que su sangre abría un camino que no se cierra todavía y que sigue llamando, a todos y a todas los Felicianos que la patria necesita, y a todos y a todas los que necesitan de la patria.
El padre de Feliciano escucha su historia y pareciera saber que es parte de ella y que su mano también es parte de aquella que disparó hasta el final en la madrugada del asalto. Esa mano de Feliciano sigue disparando para que la penumbra abra paso a la luz que se sigue necesitando.