El dilema de los pueblos

El dilema de los pueblos

Por Enrique Gil Ibarra
Sudamérica está ingresando a la etapa más conflictiva desde la recuperación de las democracias.

Como era obvio, luego de las dictaduras que sufrimos en nuestros países, hubo un período que podríamos denominar “impasse”, durante el que nuestros diferentes pueblos aprendieron nuevamente a disfrutar por lo menos de la libertad de opiniones, a despecho de las otras “limitaciones” de las democracias formales obtenidas en algunos casos por resistencia popular, en otros por errores de los dictadores, y en otros por “graciosa” concesión del Imperio que, logrado ya su objetivo económico globalizador, entendió que le resultaba más rentable permitir que los gobiernos “democráticos” asumieran los costos políticos de su propia dependencia.

Pero, indefectiblemente, luego de ello los pueblos volvieron a pensar que nuestras democracias –si bien formales no por eso menos bienvenidas- demoraban irrazonablemente la inclusión de ese contenido “real” que debería existir anexo a las libertades “intelectuales” que tanto valora el progresismo liberal.

Sin lugar a dudas, los derechos a comer, a estudiar, a vestirse, a tener salud, todos ellos dependientes de la justicia distributiva en el ingreso, resultante de una imprescindible independencia económica, que a su vez deviene de un grado creciente de soberanía política, comenzaron a echarse en falta.

Los procesos iniciados en Bolivia y Venezuela fueron tal vez los disparadores del retorno, comenzando el nuevo siglo, de las concepciones revalorizadoras del nacionalismo de liberación, y del internacionalismo latinoamericano.

Concepciones peligrosas, por supuesto, en un contexto de mundo globalizado de norte a sur (en ese orden), asemejando un globo/planeta inflado a costa de nuestras producciones primarias y mantenido “cabeza arriba” en base al poder de fuego de los países centrales.

Lamentablemente, llevados tal vez por un ingenuo “progresismo libertario”, casi todos los pueblos de sudamérica (excepto tal vez el venezolano) confían en que para modificar las condiciones de dependencia basta con la voluntad.

Hoy el Imperio nos pone nuevamente de cara al dilema fundamental: ¿puede algún gobierno que se denomina “democrático” añadir a su sistema el calificativo “popular” –y sostenerlo en la práctica- impunemente?

En Venezuela, más allá de todas las declamaciones de los partidarios de Chavez, la oposición se fortifica, alentada por los ingentes subsidios financieros de las agencias norteamericanas y la labor de los medios “republicanos y democráticos”.

Los acontecimientos bolivianos también parecen indicar que no. En Bolivia, “la convocatoria a una Asamblea Constituyente fue llevada a cabo por el gobierno del presidente Evo Morales luego de que los movimientos sociales durante más de una década la solicitaran por distintos medios. Una vez constituida, la tarea básica de los asambleístas era dotar al país de una nueva Constitución. Durante varios meses en la Asamblea se buscó llegar a acuerdos para lograr su cometido, pero consecutivamente la derecha utilizó artimañas para retrasar su trabajo e impedir el parto de una nueva carta magna.

La estrategia más eficiente fue introducir la demanda de Sucre como capital “plena” de Bolivia, reviviendo el conflicto histórico de hace más de un siglo a través del cual se trasladó la sede de gobierno a La Paz luego de una guerra civil.

El gobierno ofreció una serie de concesiones a las instituciones sucrenses que fueron caprichosamente rechazadas con una lógica en el puro cálculo político. En una de las actitudes más antidemocráticas, grupos irregulares de Sucre, donde sesiona la Asamblea, impidieron sistemáticamente la reunión de los constituyentes.

Luego de varios meses de acción ilegal de estos grupos, la Asamblea tuvo que efectuarse en un recinto militar, con cordones de ciudadanos de todo el país y protección policial para cumplir su mandato. A pesar de la adversidad, los asambleístas lograron aprobar una Constitución que refleja las características multiculturales y pluriétnicas del país, incluyendo las demandas de autonomías departamentales e indígenas.

La derecha oriental se ha empeñado en desconocer la nueva Constitución en una táctica política que pretende desestabilizar al gobierno. Para ello ha realizado acciones completamente ilegales y secesioncitas, poniendo en riesgo la integridad de la nación. Claramente detrás del discurso autonómico está una oligarquía terrateniente que se juega la vida y su futuro”. (Hugo José Suárez – UNAM – México)

Seis de los nueve departamentos (provincias) bolivianas están en huelga general, manifestandose violentamente contra una reforma que paradójicamente favorece a sus habitantes. Las regiones rebeldes suman el 80% de la economía del país, casi dos tercios del territorio y el 58% de los casi diez millones de bolivianos.

¿Suena natural? ¿Parece lógico? Pues sí. Tiene la total y definitiva lógica de la dominación cultural, económica y mediática, que históricamente ha logrado manipular a importantes sectores populares, en todos nuestros países, para operar contra nuestros propios intereses.

Posiblemente, dentro de pocas semanas comenzaremos a ver en Ecuador una reacción similar, con el objetivo de impedir que la Asamblea Constituyente ecuatoriana elabore una Carta magna que profundice el proceso de reformas iniciado el 15 de enero último, con la asunción al poder de Correa, y que avance hacia la construcción de un “socialismo del siglo XXI”.

En Venezuela, descontando la propaganda tendenciosa de los medios “republicanos y democráticos” (incluyendo la CNN), lo cierto es que –mal que nos pese- no está tan claro el resultado del plebiscito. El error de Chavez fue, sin duda, incluir en la reforma constitucional la reelección indefinida, que proporcionó a la oposición conservadora un elemento precioso para influir en los sectores “independientes”, ya temerosos de la iniciativa del “Poder Popular”.

El corte de relaciones con Colombia, sugerido ayer por Hugo Chavez, es, creo, otra ingenuidad que ha proporcionado una nueva arma a Estados Unidos: Si Chavez sabía (y no podía ignorarlo), que Uribe es un “lacayo” de los yanquis, su propuesta mediación con las FARC estaba, desde el vamos, condenada al fracaso. En ese marco, cabía esperar que Colombia sacara los pies del plato en alguna instancia, generando una nueva fractura que justificara la tensión fronteriza existente hoy, que posiblemente de lugar a pequeños enfrentamientos locales, y que añadirá una excusa más para que Bush pueda calificar a Venezuela de “pais agresor” y elaborar la forma indirecta de intervenir para “mantener la paz en la región”. (El que dude de esta posiblidad, no tiene más que recordar las tensiones entre Nicaragua y El Salvador cuando se afirmaba la revolución Sandinista, y las “bases” de los contras financiados por EE.UU. en territorio salvadoreño).

Por nuestra parte, la profundización de las tensiones con Uruguay, aunque sea impensable cualquier tipo de agresión entre nuestro país y la nación hermana, colaboran sin duda al debilitamiento del Mercosur (obvio objetivo norteamericano), y añaden un nuevo frente de incerteza e inestabilidad a la posibilidad de la unidad latinoamericana. Ya hay opiniones de algunos periodistas “politólogos” que recomiendan sanciones comerciales a Uruguay, sin tomar en cuenta que dichas “sanciones” argentinas (y su repercusión internacional) lograrán solamente fortificar la balanza comercial de Brasil, país que tiene una política internacional coherente a través de los años, que desea liderar América del Sur, y que sabe que para ello hay dos condiciones sine qua non dentro del sistema: mantener alianza fuerte con Estados Unidos, y limitar el crecimiento argentino y venezolano.

¿Paranoia? Es posible. Sin embargo, como diría mi abuelita, “esta película ya la vi”. Y lo peor es que, cuando mi abuelita la vió, la película terminaba igual: mal.
Terminaba mal porque un enorme sector de nuestros pueblos se niega a “pensar en lo impensable”. Prefieren creer que es posible confiar en que la justa distribución de la riqueza, de la que hablábamos más arriba, puede llegar gracias al paternalismo de los gobernantes. Creen en la falacia de los “derechos inalienables”, cuando la realidad nos indica desde el comienzo de los tiempos que los derechos se conquistan y se mantienen con sangre, sudor y lágrimas.

No nos confundamos: las democracias son un bien conquistado, pero si no se las defiende, se caen como hojas en otoño, sin pena ni gloria.

Que yo sepa, la única nación latinoamericana que está organizando a su pueblo para una potencial defensa de la democracia, es Venezuela. Esperemos que esa organización llegue a tiempo.

Con respecto a nosotros, no estamos en riesgo aún. Pero si el gobierno decide profundizar su relación estratégica con las organizaciones libres del pueblo (sea por voluntad política propia o por exigencias y crecimiento de esas organizaciones) y eso lo conduce a una consiguiente consolidación de la democracia “real”, sin duda lo estaremos.

La “clase práctica” de realidad que estamos recibiendo de las otras naciones latinoamericanas, debería inducirnos a poner cuanto antes las barbas en remojo.
Cualquier otra actitud de indolencia y negación es una necedad. El dilema es claro: o nos conformamos con una democracia “formal”, o nos decidimos a construir un país.

En cualquiera de ambos casos, nos costará caro. Lo que debemos decidir es el precio que estamos dispuestos a pagar.

Enrique Gil Ibarra, 29 de noviembre de 2007

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