Pedro Albizu Campos, el personaje histórico es, en realidad, historia contemporánea de Puerto Rico. Con el transcurrir del tiempo el verdadero significado de su gestión patriótica va agigantándose y la vigencia de su pensamiento y de su acción comienza ya a perfilarse de manera definitiva en la conciencia de nuestras juventudes. Su sombra hoy se extiende no sólo sobre su isla sino que adquiere funciones continentales y universales. Y no podría ser de otra manera.
Porque más allá de su martirologio en pro de la independencia de Puerto Rico, se halla Albizu Campos el portador y ejecutor de un principio que ha cobrado validez universal en este siglo que vivimos: el principio de que el colonialismo está condenado a desaparecer y de que todos los pueblos del mundo tienen el derecho a ser libres. En ese sentido el prócer ponceño fue un adelantado, un precursor de las fuerzas sociales que hoy luchan en todo el mundo contra el colonialismo y el neocolonialismo. En el desarrollo de la conciencia nacional de nuestro pueblo en el siglo XX se sitúa como continuador de la gran obra patriótica de De Diego y rescata a la lucha por nuestra independencia y nuestra nacionalidad del olvido en que la habían sumido los políticos oficiosos que disfrutaban y aún disfrutan del reparto colonial.
Alrededor de su figura cristalizará en la década crucial de los años treinta el auténtico espíritu de resistencia nacional de nuestro pueblo. Y luego la sexta década le hallará en el papel de despertador de conciencia que clama en el desierto creado por quienes se habían aupado hasta el poder cabalgando la cresta de la ola independentista para luego repetir, aquí en Puerto Rico, los mismos desatinos y atropellos perpetrados en la metrópoli por las nefastas fuerzas del maccarthysmo contra todo lo que oliese a “izquierdista” con la salvedad de que quienes tal cosa hacían aquí lo perpetraban contra aquellos que luchaban por la independencia de Puerto Rico.
Si la historia de los pueblos y de sus luchas libertarias fueran escritas de una vez para siempre `por quienes determinadas circunstancias históricas y sociales han colocado en posiciones de poder, aquellos que se han sacrificado y que han sufrido persecución cárcel y muerte por servir a fines superiores estarían siempre relegados al papel de locos y criminales. Afortunadamente la historia de los pueblos -así como la de la humanidad – está aún por escribirse. Muchas páginas inéditas, muchos silencios deliberados, muchas mentiras y verdades a medias encontramos a diario en las historias oficiales acerca de los que han ido en contra del orden establecido.
Pero la reivindicación histórica no tarda en llegar. Y no tarda porque el mundo que vivimos es escenario de la lucha entre fuerzas que pretenden perpetuar la explotación del hombre por el hombre y de unos pueblos sobre otros y de aquellos que laboran en pro de la abolición de todo sistema predicado por dichas clases. Albizu Campos fue portavoz y actor de estas fuerzas progresistas, de las que hoy representan los mejores intereses de la inmensa mayoría de la humanidad. En la justa medida en que Puerto Rico es también “parte de la bola del mundo”, como diría De Diego, nuestra patria está inmersa en esta lucha sin cuartel que tiene proyecciones mundiales.
Albizu Campos como personaje histórico fue el abanderado de todas aquellas fuerzas dentro de nuestra sociedad que concibieron y aún conciben su solidaridad de intereses con los pueblos subdesarrollados del tercer mundo y en contra del sistema imperialista mundial capitaneado por los Estados Unidos. Puede decirse en ese sentido que el ideario nacionalista de Albizu Campos -en la medida en que es a su vez antiimperialista – tiene una dimensión indiscutiblemente internacionalista. Dimensión que va cobrando un significado cada vez mayor a medida que pasa el tiempo, sobre todo cuando se le compara con la gestión de otras figuras históricas del Puerto Rico actual.
Albizu Campos vive 73 años. Es una vida realmente extraordinaria y llena de vicisitudes. En esa vida que comienza el 12 de septiembre de 1891, en Ponce, vemos reflejado el dilema y el destino de nuestro pueblo. Pues es en el caso de los hombres de dotes excepcionales como el Maestro Nacionalista que los programas y perspectivas de una sociedad logran cobrar un carácter más acusado, más patente. El dilema de Albizu Campos es esencialmente el dilema de nuestra patria bajo la dominación norteamericana: colaboración o no colaboración, entrega o resistencia, asimilación cultural o afirmación nacional, colonialismo o independencia.
Hombre de gran sensibilidad y de agudo intelecto capta con perfecta claridad aquello que la mistificación y el engaño impiden ver a otros. Su compromiso existencial con la lucha por la independencia de Puerto Rico es uno de carácter radical. Sus palabras: “En la cárcel o frente a la muerte renovamos nuestros votos de consagración a la causa de la independencia patria”, publicadas en la revista Puerto Rico en septiembre de 1945, pueden servir a manera de resumen en cuanto a su compromiso con la causa que sirvió de norte a su vida.
Lo que Manrique Cabrera ha llamado “el trauma del 98” y Pedreira el comienzo del período de “indecisión y transición” en nuestra historia acontece mientras el joven Albizu Campos cuenta unos siete años. Sin duda era demasiado joven en aquel entonces para conocer la labor insurreccional de Betances, de la solidaria antillana de un Martí, de la genialidad fervorosamente revolucionaria de un Hostos.
Ni tampoco le sería dable conocer el oportunismo de Muñoz Rivera, el larvado anexionismo de Barbosa y de Iglesias, el entreguismo colonial que aceptaría jubiloso la nueva dominación sin percatarse de que, como diría Martí, “cambiar de dueño no es ser libre”. Albizu Campos hubiera tenido el clamor de Eugenio María de Hostos al ocurrir lo que hoy algunos denominan con el eufemismo del “cambio de soberanía” y que no era otra cosa sino el comienzo del nuevo proceso de colonización de nuestra patria por el imperio norteamericano. Nos dice Hostos en su Diario:
Sentí por ella y con ella su hermosura y su desgracia. Pensaba en lo noble que hubiera sido verla libre por su esfuerzo, y en lo triste y abrumador y vergonzoso que es verla salir de dueño sin jamás serlo de sí misma, y pasar de soberanía en soberanía sin jamás usar de la suya… Echaba de menos aquel ferviente placer con que en los días primeros respiraba yo lo que llamaba brisa de la patria, que me parecía la más pura, más regeneradora y más restauradora de las brisas: echaba de menos la fuerza de afecto con que amaba yo a mi suelo: en realidad, echaba de menos la patria. No era, por cierto, a causa de la bandera española, símbolo que no me hacía ninguna falta; ni tampoco a causa de la bandera americana, símbolo que, limitado por tiempo a representar la estabilidad del derecho vivido, no vería sin devoción; pero era porque no veía en las cosas ni en los hombres los símbolos y el sentimiento de la personalidad nacional y de la dignidad social que no he visto caer, ¡yo desgraciado!, en la hora misma en que después de años de esfuerzos, cuando creía verlos levantados por la fuerza de la sociedad nativa, los veo caídos por desmayo de la fuerza con que yo había contado.