Hacia la verdad en torno al 5 de noviembre de 1811
04.11.2009
No más leyendas, infundios, mitos y tradiciones orales. Hay que celebrar y festejar, pero con datos fidedignos y con una profunda reflexión
Carlos Cañas Dinarte
Diario El Mundo
Era la madrugada del martes 5 de noviembre de 1811. Hacía pocos momentos, los serenos habían terminado de cantar las salves a la Virgen María en casi todas las esquinas de aquella localidad colonial, aún envuelta en la niebla y el sueño. La ciudad de San Salvador fue despertada por las campanas de las iglesias que llamaban a la primera misa del día. Desde luego, la del templo de La Merced también repicó por esa causa, como lo había venido haciendo desde mucho tiempo atrás. Nada extraordinario. Nada inusual.
Pocas horas más tarde, otro sonido de bronce campanero invitaba a la población para una reunión en el Cabildo, al sur de la Plaza del Rey o de Armas, ahora llamada Plaza Libertad. A las ocho horas y subido en un taburete, el joven Manuel José Arce le resumió al pueblo sansalvadoreño el ideario de esa reunión y de los líderes emancipadores que la convocaban: “No hay Rey, ni Intendente, ni Capitán General: sólo debemos obedecer a nuestros alcaldes…”. El primer llamado por la Libertad Centroamericana fue lanzado con esas palabras y con las acciones de los patriotas sansalvadoreños, quienes invitaron a otros ayuntamientos de la Intendencia y del resto del Reino y Capitanía General de Guatemala a sumarse a este primer movimiento a favor de la emancipación.
Mientras pronunciaba estas palabras, al lado de Arce se encontraban otros de los implicados en este primer movimiento criollo de emancipación: su padre Bernardo José Arce y León, sus tíos maternos José Matías, Juan Miguel y Francisco Delgado, los presbíteros Manuel, Nicolás y Vicente Aguilar, Juan Manuel Rodríguez, los hermanos Domingo y Mariano Antonio de Lara, Leandro Fagoaga, Juan y Pedro Aranzamendi, Carlos Fajardo, Fulgencio Morales, Antonio Campos, Eusebio Mena, Pedro Pablo Castillo y muchos más.
Con el paso de las horas, el tumulto se acrecienta frente al antiguo Cabildo sansalvadoreño. El pueblo vocifera y amenaza a los españoles europeos, mientras aquel grupo patriota intenta calmar los ánimos exacerbados.
Por aclamación popular, Manuel José Arce es escogido como el negociador frente al gobernador intendente de San Salvador, Antonio Gutiérrez y Ulloa, a quien luego deponen de su cargo. Al mismo tiempo, son asaltadas las Cajas Reales y la Sala de Armas de la ciudad, donde los patriotas y el populacho enardecido se apoderan de los fusiles.
Al frente del gobierno fue designado Leandro Fagoaga, quien junto con Manuel José Arce y Juan Manuel Rodríguez establecieron su despacho en la casa de Bernardo Arce y León, desde donde dirigieron convocatorias por la libertad a varios ayuntamientos de la Intendencia, así como al de la ciudad de León (Nicaragua).
La presencia de algunas de estas personas en el gobierno de la ciudad puso en evidencia las características fundamentales del movimiento independentista: no solo eran parte de la dirigencia criolla vinculada con los alcaldes de los barrios sansalvadoreños, sino que también estaban vinculados por lazos de sangre.
De esta manera, el alcalde Leandro Fagoaga era cuñado de Bernardo Arce, de quien también eran primos Juan Delgado y Manuel Morales. Por su parte, otro de los conspiradores, Rafael de Aguilar, pertenecía no solo a la familia de los presbíteros Aguilar, sino que también era cuñado de Bernardo y tío de Fernando Palomo. Aunque nunca se han tenido claros sus vínculos familiares, por haber sido bautizado como hijo ilegítimo de Josefa Rodríguez, el prócer y secretario Juan Manuel Rodríguez también tenía relación de parentesco con los Delgado, aunque se afirmaba que era hijo de Pedro Delgado, progenitor de José Matías.
En el nuevo gobierno de San Salvador, el sector criollo más beneficiado fue el de los moderados. No se le concedió ningún cargo de relevancia a los líderes comunales o de barrios. Para fines de esa misma semana, el tono de los discursos y propuestas de gobierno de aquellos primeros patriotas ha cambiado algunos grados: de los afanes incendiarios ha pasado a esgrimir las armas de la tolerancia y el bienestar común, donde se solicita poder local, pero se le rinde vasallaje al rey Fernando VII, a las Cortes españolas y a las leyes municipales.
La acción iniciada en la madrugada del 5 de noviembre de 1811 era un movimiento enmarcado en una corriente autonomista americana que, en lo profundo de su ser criollo, aspiraba a seguir leal a la monarquía y guardaba la esperanza de que se le concedieran un sistema constitucional de gobierno y grandes cuotas de libertad comercial.
Con el paso de las horas y los días, aquel nuevo gobierno de San Salvador tuvo que enfrentarse a varios problemas que requerían urgentes respuestas: obtener legitimidad y apoyo político, no solo de sus ciudadanos, sino también de otros ayuntamientos de la Intendencia y del resto del Reino, Real Audiencia y Capitanía General; mantener el control pacífico de San Salvador y canalizar las demandas económicas de la población.
Los escribientes Juan Cisneros, Francisco Lozano, Joaquín Chávez, Atanasio Najarro y Bonifacio Paniagua se dieron a la tarea de copiar una misiva elaborada por Manuel José Arce y el escribiente Damián Cisneros. Esas comunicaciones fueron remitidas a varias poblaciones del interior de la intendencia de San Salvador, por medio de las cuales se les solicitaba se sumaran al movimiento insurreccional y a su nueva forma de gobierno local. Al mismo tiempo, los patriotas buscaron ganar adeptos en el ayuntamiento de la capital guatemalteca, con el fin de evitar alguna incursión armada.
Este último era un tema preocupante, por lo que se había dado orden de utilizar más de cuatro mil pesos de las Cajas Reales en armar y organizar a 300 hombres que vigilaran la ciudad alzada, a la vez que algunas patrullas se encargaban de desarmar a los españoles y de vigilar la frontera con Guatemala, por entonces ubicada más cerca de San Salvador, debido a que los actuales departamentos de Ahuachapán y Sonsonate no se incorporaron a El Salvador sino hasta 1823.
Ante la invitación hecha por los independientes de San Salvador, los partidos y ayuntamientos de San Miguel, Santa Ana, Metapán, Sonsonate, Zacatecoluca y San Vicente protestan contra dicho movimiento, por lo que algunos de ellos envían cartas de lealtad al capitán general José Bustamante y Guerra, enterado plenamente de la situación independentista desde el día jueves 7.
Sin embargo, los indígenas y ladinos de esos lugares opinaron de manera diferente, por lo que entre el 6 y el 30 de noviembre hubo violentos disturbios en Santiago Nonualco, Chalatenango, Tejutla, Usulután, Metapán, Santa Ana y Cojutepeque. Muchos de sus partícipes, hombres y mujeres, fueron capturados, procesados y encarcelados en el castillo hondureño de Omoa, en las cárceles citadinas de San Salvador o en las bartolinas de la Cárcel de Cadenas de la ciudad de Guatemala.
Como respuesta ante esos hechos, el alcalde primero de San Vicente, una compañía militar de Usulután, el escuadrón de San Miguel y el de Sonsonate ofrecieron enviar a San Salvador milicianos fieles a la corona española, para que atacaran la ciudad y ayudaran a aplastar los intentos emancipadores de “los americanos de San Salvador”, ya declarados bandidos, enemigos y herejes por el arzobispo guatemalteco, con jurisdicción salvadoreña, monseñor Ramón Casaus y Torres. Aunque estos despliegues de fuerza no fueron necesarios en su totalidad, en junio de 1812 y como agradecimiento a dichos gestos de lealtad y solidaridad, la regencia española concedió que la villa de San Vicente de Austria y Lorenzana fuera elevada a ciudad, que el pueblo de Santa Ana ascendiera a villa y que San Miguel fuera declarada como muy noble y muy leal ciudad.
Aunque la represión militar para las acciones insurrectas era sugerida por muchos españoles de toda la Capitanía General de Guatemala, Bustamante y Guerra se decidió mejor por una salida pacífica y negociada para la insurrección sansalvadoreña, mediante un “sistema de conciliación prudencial”. En acuerdo con el ayuntamiento guatemalteco, en la tarde del sábado 16 de noviembre nombró una comisión compuesta por los criollos, regidores y doctores José María Peinado y Pezonarte y José de Aycinena, este último investido como corregidor intendente de armas de la provincia de San Salvador.
Por la falta de apoyo externo para su causa libertaria, los patriotas sansalvadoreños se desmotivaron y comenzaron a descontrolarse y ceder. El alcalde Fagoaga renunció nueve días después de haber asumido el cargo ante los oficios del destituido intendente Gutiérrez y Ulloa –oculto con su familia en el convento de Santo Domingo (hoy Catedral de San Salvador)-, con quien se marchó a caballo hacia Santa Ana. El movimiento emancipador evidenciaba así sus grandes fracturas de pensamiento y acción.
Debido a lo crítico de su situación, Juan Manuel Rodríguez, los Arce, Nicolás Aguilar y otros más realizaron una junta cívica en la parroquia de la cercana población de Mejicanos. Tras el debate suscitado en ella, decidieron recibir en paz a los regidores enviados por las autoridades reales guatemaltecas, quizá para que la posición negociadora de los criollos frenara a las voces radicales que hablaban de emboscar a esos altos emisarios y reducirlos a prisión.
El coronel y doctor de Aycinena y su colega Peinado y Pezonarte ingresaron a San Salvador el 3 de diciembre, acompañados por tropas y frailes guatemaltecos encargados de poner orden en los aspectos materiales y espirituales de la población que secundó el primer alzamiento emancipador centroamericano.
Acudió a recibirlo a Nejapa una delegación encabezada por el presbítero y doctor José Matías Delgado. En la cercana Quezaltepeque, Manuel José Arce también formaba parte de una comitiva que vio frustrado su cometido de recibir a las nuevas autoridades. Para ese momento, Aycinena y Peinado habían enviado y recibido cartas desde su residencia temporal en Santa Ana, con el fin de informarse sobre los ánimos sansalvadoreños en cuanto a su inminente arribo a la ciudad y a las condiciones mínimas para su seguridad y para comenzar su mandato.
Mediante un bando hecho público el día 5 de diciembre, Aycinena planteó a la población que si se mostraba arrepentimiento y aceptaba al nuevo intendente no se tomaría represalias, se buscaría un indulto general y se trataría de gobernar en concordancia con los distinguidos vecinos criollos. A cambio, los líderes insurrectos y sus aliados del populacho debían prometer no efectuar juntas clandestinas, alborotos y demás desórdenes que afectaran la paz y la concordia.
Fieles a la palabra empeñada, el doctor Delgado y los demás patriotas se adhirieron a las disposiciones pacíficas del nuevo intendente. De la misma manera, el nuevo ayuntamiento de San Salvador fue encabezado otra vez por Leandro Fagoaga, acompañado como alcalde segundo por José Miguel Bustamante, un funcionario leal a la monarquía española.
Pese a que Aycinena cumplió su palabra y los cabecillas del movimiento no dieron con sus huesos en el castillo hondureño de Omoa, en las cárceles citadinas de San Salvador o en las bartolinas de la Cárcel de Cadenas de la ciudad de Guatemala, una gran cantidad de patriotas de otras ciudades de la Intendencia, como Metapán y San Vicente, sí fue reducida a prisión. Entre ellos cabe destacarse a Juan de Dios Jacobo Trigueros, Lucas Morán, Bruno Lorenzo Rosales, Francisco Román Reina, Juan de Dios Mayorga y Ramón Salazar, así como las “exaltadas mujeres” Juana de Dios Arriaga, Inés Anselma Ascencio de Román, Fabia Dominga Juárez de Reina, la viuda María Madrid, Francisca de la Cruz López, Úrsula Guzmán, Gertrudis Lemus –esposa de Pedro Ignacio Martínez- y las hermanas María Feliciana de los Angeles y Manuela Miranda.
Cien años después de esos acontecimientos, con ocasión del primer centenario del llamado grito de Independencia –nombre fácil que tan sólo imita al dado en México por el sacerdote Miguel Hidalgo y Costilla, en 1810-, el rector de la Universidad Nacional de El Salvador, Dr. Víctor Jerez, pronunció un discurso de estilo en el que señaló que aquella madrugada del 5 de noviembre de 1811 había sido José Matías Delgado y de León quien había tocado a rebato las campanas de la Iglesia de La Merced para llamar a la insurrección contra las autoridades de Guatemala y España. Fue tan sólo una mención, sin ningún apoyo documental ni ninguna prueba. Sin embargo, como suele pasar en El Salvador, predominó el principio de autoridad de la voz que pronunció aquellas palabras para que esa cita se quedara fija en el imaginario popular, lo que hasta provocó la creación de un “campanario histórico” en esa edificación católica alejada ayer y hoy de los puntos centrales de la ciudad donde pudo haberse concentrado la población capitalina de entonces.
Ahora, cuando nos enrumbamos hacia el bicentenario de esos sucesos decisivos en el proceso independentista, la sociedad salvadoreña debe exigir mejor y mayores investigaciones en torno a los hechos de su historia. Por favor, no más leyendas, infundios, mitos y tradiciones orales. Hay que celebrar y festejar, pero con datos fidedignos y con una profunda reflexión.