Hecho arena blanca
Lunes, 20 de Junio de 2011
Relato de un hombre hundido y hecho uno con la arena del desierto
Por Rafael Lara-Martínez
Desde Comala siempre…
Antes de ahogarse en el desierto, entre las piedras sin limo y los nopales. En una arena blanca que rocía los álamos. Uno de mis vecinos llamado Alejandro me remitió una carta con los siguientes escritos. Sabía que era profesor y quizás por eso lo hizo. Casi nunca cruzamos palabras más allá del “hace buen tiempo hoy”. La transcribo tal cual, en recuerdo a su cuerpo volátil que ahora vuela entre las dunas del páramo sin agua.
Al llegar el último día de mi vida, saludé al plenilunio agitando la mano derecha. No me despedí de él con un adiós. Le hice una señal de reverencia nocturna. Eso fue todo. Sabía que pronto estaría en su faz oculta como el conejo estampado a la vista.
Al florecer el guayabo en mi tumba, sus frutos serán el emblema de mi olvido. La naturaleza carece de memoria. Es bella. Si la biología clasifica al guayabo de mi tumba que afirme su simple verdecer y natural olvido.
Al regresar la primavera, quizás no me hallé ya sobre la Tierra. Desearía personificarla en una mujer que llore mi ausencia, al observar que su antiguo amigo se marchó hecho arena con el viento. Pero la primavera no es una entidad viva. Es una simple forma de hablar del tiempo. Ni los nopales ni las rocas vuelven. Se renuevan en su florescencia, en su dureza y espinas. En su verdor y gris opaco. Hay días tan verdes como noches oscuras. Nada regresa. Nada vuelve. En su paso a lo real y al sueño.
Los vehículos circulan por la carretera. Se marchan de prisa. Mas la carretera no cambia. Sigue igual, empolvada y sola. Tal cual actúa el ser humano en la Tierra. No añade ni suprime nada, mientras la luna cambia de fases. Y alterna.
Las estrellas luminosas en los surcos de los plantíos estelares. Aún le temen al ejército y a las balas. En su florecer perenne y en su bondad. Y nadie les quita su mirada melancólica. La que se originó cuando el primer ser humano las observó en su lejanía. Las acarició con sus dedos en mazorca. Y las desgranó para hurgar su abecedario. Antes de la invención de la escritura en alfabeto.
Veo el mundo por unos ojos vidriosos y henchidos. No es que llore. Yo no lloro. Pero los ojos transpiran lágrimas. El llanto me llora. En el trópico se suda. En el desierto se llora. Son funciones fisiológicas en pacto con el ambiente húmedo o reseco. El cuerpo me llora por los ojos y por las uñas. Expulsa líquidos por las aberturas más insignes. Por la visión y el tacto. Todo lo que palpo y miro se sumerge en los lagos que me arropan. En el plasma que me supura. Anfibio, vivo en un espejismo acuático que mi cuerpo destila. Ahora mi ansia de conocer el mundo lo moldea el charco de lágrimas que despiden los ojos y las uñas. Los órganos de la escritura. Dedos y ojos llovidos sólo re-conocen un universo acuoso. La placenta oceánica de los comienzos. La que me revestía y de la cual me despojaron.
A quienes urgen el cambio y una vida mejor les respondo sin titubeos. Yo desearía un sol más resplandeciente y aves más verdes que el quetzal. Si el mundo me entristece, lucho por que haya una luna llena permanente, porque las flores sean más hermosas y la grama de un verde esmeralda. Que las estrellas iluminen mis noches. Apuro a los elementos de la tabla periódica a que cambien de color, hacia el goce de lo encendido. Que la gravedad me sea más leve. Para levitar a cada paso por el mundo. Y henchirme las manos de astros lejanos y relucientes.
Yo desearía la eterna primavera. Detener el tiempo. La verdadera revolución social resulta de una copia de la natural. Del eterno retorno de lo mismo. Hay un ciclo incontenible de cambio y renovación. A la larga temporada del frío en el norte. De sol y falta de lluvia en trópico. De la vegetación que languidece y se opaca. A la falta de un resplandor florido, le sigue el auge de la vegetación. Los vegetales que crecen como el deseo. Y la lluvia que insemina la tierra. Ls re-volución sinódica de la sociedad imita el renuevo de lo natural. Nada más que la alternancia del péndulo. De una temporada desteñida y reaccionaria transitamos siempre hacia una estación verde y de cambio en su verdor.
No basta vivir el desierto para saber que estoy solo y sin amigos cercanos. No me bastan los sentidos para ver crecer los nopales y las piedras. Hay que deshojarse de toda idea. Las palabras no son árboles. Sólo letras. Como una caverna al interior de mi cuerpo agujereado. La puerta al mundo se cierra a mi ceguera. Y sólo me queda el ensueño de lo que transita afuera. Lo que jamás veo, aun si las aberturas del rostro se abren a lo extraño.
Mi cuerpo disgregado e injerto, contradictorio, imita la naturaleza. Soy un plagio. Calco el ambiente que no existe integrado, íntegro como un todo. Persiste en su separación. La piedra no alimenta la flor. Ni la montaña sostiene los cielos. Así actúa mi cuerpo en hexagrama i-chinesco de disociación. Las manos casi no palpan los pies. Las uñas se desgranan y fluyen líquidas sin rumbo fijo. Hacia fuera. Y reacio a toda voluntad, el vientre se aparta de mí hacia un exilio permanente.
De noche se me revela la cruel materia de los objetos. Cada objeto es una presencia singular. Y confieso que ignoro la satisfacción que inunda el sueño. El único momento en que mis ojos dejan de llorar. Que la Llorona ya no se apiada de mí. Vivir me es suficiente. Escribo bastante y escucho la música que susurra el viento. Y las hojas que silban sus cuerdas. Sigo escribiendo y cada línea dice lo mismo. Sólo cambian las letras, paulatinamente, como un espectro de sonido y color en su levedad. En su conjunto todas los renglones dicen lo mismo. Se conjugan en un prisma hacia lo blanco y vacío. Contemplo las piedras que se agrupan en el jardín. Pienso cómo la grava resiente la resequedad y el sol que la resquebrajan. La tildo de hermana y pariente. Me encariño con ella. Y me deleita su materia dura y la arena perfumada que segrega la piedra. Su cascajo destila un sentimiento de dispersión. De entereza en su sufrimiento. Y la siento más cerca de mí que cualquier otra materia viva. La vida vale en toda su intensidad sólo por oír hablar a las piedras. Susurrar a la grava. Intuyo qué pensarían de recitarle lo que escribo. Tan sólo persistir en su dureza y palpitar arena es la única misión en la tierra. Existir y florecer sin reflexionar. Sin saber que son grava ni piedra.