Honduras: el imperio contraataca
Por Atilio A. Boron
La crisis hondureña finalmente se resolvió “por el lado malo”: la consolidación del régimen golpista y la institucionalización de las ilegítimas elecciones que tendrán lugar el próximo 29 de noviembre. Ya la Casa Blanca ha declarado que sus resultados serán admitidos como válidos lográndose así la normalización de la vida democrática y poniendo fin al “interinato” de Micheletti, eufemismo con el que desde un principio Washington caracterizó al golpe de Estado. Este desenlace tiene un significado que excede con creces la política hondureña: marca el regreso de Estados Unidos a su tradicional política de apoyo a los golpes militares y a los regímenes autoritarios afines con los intereses imperiales.
Ante esta lamentable involución de la política exterior norteamericana muchos observadores sostienen que la victoria de los golpistas pone de manifiesto la declinación de la hegemonía estadounidense. Corolario de esta constatación es la inocentización de Obama porque, supuestamente, pese a sus esfuerzos no pudo resolver la crisis de modo congruente con la institucionalidad democrática. ¿Hasta qué punto es correcta esta interpretación?
Hay dos cuestiones que deben ser examinadas: por un lado, la progresiva pérdida de capacidad hegemónica de Estados Unidos en la región. Por el otro, las iniciativas concretas tomadas por la Casa Blanca en el marco de la crisis hondureña. En relación con la primera es preciso reconocer que si bien la superpotencia se enfrenta a una disminución de su capacidad de dominación y control sobre el sistema internacional, así como su gravitación económica global, no es menos cierto que esta tendencia no se traslada mecánicamente a América latina y el Caribe. No sería temeraria sino mucho más próxima a la verdad la hipótesis que dijera que ante un debilitamiento relativo del imperio en la arena mundial, éste se aferra con más fuerza a “su patio trasero” y su estratégico entorno de seguridad territorial. De ahí que su declinación global no necesariamente signifique un deterioro equivalente de su capacidad para controlar su tradicional “zona de influencia”. Es indudable que el predominio que Estados Unidos tenía antes en la región se ha debilitado; pero sería un gravísimo error creer que ha desaparecido.
Aclarado este primer punto, ¿actuó Obama con todas sus fuerzas para resolver en un sentido democrático la crisis hondureña? Definitivamente no. Sus iniciativas fueron titubeantes y con el correr del tiempo los halcones que aún manejan los resortes fundamentales del estado norteamericano impusieron su línea. Es cierto: la Casa Blanca no pudo imponer otra política en Honduras pero quien sí lo hizo fue Estados Unidos como potencia imperial, como expresión de un sistema de dominación interno e internacional. Para comprender esto es preciso distinguir entre el “gobierno permanente” de ese país, ese nefasto entramado de grandes oligopolios, lobbies, fuerzas armadas, políticos profesionales y grandes medios de comunicación que, como dijera Gore Vidal, mantiene secuestrada a la sociedad norteamericana y, por otra parte, el “gobierno aparente”, simbolizado en la figura del presidente. Pero el progresivo vaciamiento de la democracia estadounidense en el último medio siglo recortó los márgenes de autonomía de la presidencia para promover (en el hipotético caso de que quisiera) una política contraria a los intereses de la clase domnante.
La hipótesis de la declinación hegemónica queda inobjetablemente refutada por la reciente firma del tratado de cooperación militar entre Estados Unidos y Colombia que, como lo recordara el Comandante Fidel Castro, despoja al país sudamericano de atributos esenciales de la soberanía nacional. Si algo demuestra esta iniciativa es la formidable capacidad de presión, dominación y control que, pese a su supuesto debilitamiento, aún conserva el imperio. Es esa misma capacidad la que le permitió desplazar rápidamente de la escena negociadora en Tegucigalpa al secretario general de la OEA para sustituirlo con un viejo peón de la política estadounidense, Oscar Arias. O la que lo lleva a sostener contra viento y marea el criminal bloqueo a Cuba, pese a que en la Asamblea General de la ONU esa política fue condenada por 187 de los 192 países que la integran. O la que le permite prestar oídos sordos al reclamo universal de indultar a los cinco luchadores antiterroristas cubanos sometidos a inhumanas condiciones de detención en Estados Unidos gracias a una escandalosa burla al debido proceso. O mantener una infame prisión, violatoria de todos los derechos humanos, en la Base Naval de Guantánamo. Si Obama hubiera demostrado esta misma determinación para exigir la inmediata restitución de Zelaya en la presidencia otra habría sido la historia. Y tenía instrumentos a mano para hacerlo: podría haber decretado el transitorio bloqueo de las remesas de los inmigrantes hondureños residentes en Estados Unidos; o instruido a las empresas norteamericanas radicadas en Honduras que preparasen planes para su eventual evacuación; o congelado los fondos de los políticos del régimen y de la oligarquía depositados en bancos norteamericanos; o embargar sus fastuosas propiedades en la Florida. Son gestos para nada inéditos; casi todos ellos fueron utilizados por George W. Bush para frustrar la segura victoria de Schafik Handal, candidato del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, en las elecciones del 2004 en El Salvador. ¿Por qué no se intentó algo similar en esta ocasión? Respuesta: porque la política del “gobierno permanente” de Estados Unidos, de su establishment, dispuso otra cosa y el inquilino de la Casa Blanca se inclinó ante esa decisión. Conclusión: no es que Estados Unidos no pudo modificar el resultado de la crisis hondureña sino que, más allá de las opiniones de Obama, la clase dominante norteamericana –o sea, el famoso complejo militar-industrial– convalidó sin reservas al golpismo aun a sabiendas de las funestas implicaciones que esta decisión tendría para la paz y la estabilidad política de ese país centroamericano y para el futuro de la región. No se trató de una cuestión de incapacidad sino de una elección estratégica concebida para reordenar manu militari el tumultuoso patio trasero del imperio en Centroamérica y, también, para lanzar una ominosa señal de advertencia a los gobiernos de izquierda y progresistas de la región.