Obama contra América Latina
Raúl Zibechi
El panorama político regional comienza a despejarse cuando aún no se ha cumplido el primer año de la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca. Las bases militares en Colombia, el golpe de Estado en Honduras y la legitimación de las elecciones por Obama, la amenaza de bajar a Fernando Lugo de la presidencia en Paraguay y el posible triunfo de la derecha en Chile son apenas los reveladores de un profundo viraje en una región que había visto un avance de las fuerzas de izquierda desde el comienzo del nuevo siglo.
Como sostiene Immanuel Wallerstein, es cierto que las derechas regionales están teniendo un mejor desempeño con Obama que durante los gobiernos de George W. Bush, y que se relaciona con los difíciles equilibrios que atraviesa la política interna de Estados Unidos, que debilitan la posición del presidente, situación de la que saca partido la derecha regional. Sin embargo, al menos hay dos hechos adicionales a tener en cuenta. ¿Es tan cierta la premisa de que América Latina no es prioritaria para Estados Unidos? En paralelo, no creo que pueda separarse la actual ofensiva de las derechas del flojo desempeño de los gobiernos progresistas de la región.
Sin duda Estados Unidos tiene sus prioridades fijadas en Asia –Irak y Pakistán–, donde espera poder contener a sus rivales y asegurarse flujos de hidrocarburos para mantener su hegemonía global. Pero no podemos olvidar que América Latina fue el primer escalón que debió trepar para convertirse en superpotencia mundial. Sin ese paso, es muy probable que nunca hubiera llegado al lugar que ocupó. Creo que hay tres razones para considerar que la Casa Blanca y el Pentágono trabajan duro para revertir el deterioro de su hegemonía en la región. La primera, es que sigue siendo un espacio privilegiado para frenar o desacelerar su declive como potencia. En América Latina, puede acceder a los recursos hidrocarburíferos que necesita, a la biodiversidad para catapultarse como principal poseedor de nuevas (bio y nano) tecnologías, y nada menos que el colchón geográfico y político que le otorgue seguridad en un mundo cada vez más inestable.
En segundo lugar, la región es con mucho el lugar del planeta donde han surgido los mayores desafíos tanto al dominio imperial como al del capital, doble desafío que no encuentra en otra parte. Los procesos de cambios en Venezuela y Bolivia, sumados a las coyunturas de reformas abiertas en Paraguay y Ecuador, y a gobiernos que rechazan el Consenso de Washington en Brasil y Argentina, pero también en El Salvador y Nicaragua, dibujan un escenario preocupante para Estados Unidos.
Finalmente, la existencia de Brasil, una de los dos o tres potencias emergentes cuya influencia se expande en su ex patio trasero, supone un problema de gran envergadura, como demuestra la reacción a la visita del presidente de Irán, Mahmud Ahmadinejad, a Brasilia. El reciente cruce de cartas entre Obama y Lula revela que el principal conflicto en la región no es entre la Casa Blanca y Chávez, sino con Brasil. Los puntos de fricción son demasiados: conferencia del clima en Copenhague, ronda de Doha, Honduras, Irán, Medio Oriente y Haití. Obama dijo que legitima las elecciones de Micheletti y Lula habló de “decepción”; Obama se permitió hacer sugerencias sobre el programa nuclear iraní, y Lula se enojó y apoyó sin vueltas a Ahmadinejad.
En Manaos, Lula se despachó diciendo que “no venga ningún gringo a pedir que dejemos a los amazónicos morir de hambre” para salvar la selva. Marco Aurelio García, su asesor internacional, dijo que el apoyo de Obama a las elecciones en Honduras “es muy malo para la relación de Estados Unidos con América Latina”. ¿Crisis coyuntural? Sí, pero también un choque de intereses de largo aliento, que no puede sino tensar las relaciones bilaterales y regionales.
Desde el punto de vista regional, Brasil es una amenaza similar, o mayor, que China para la hegemonía estadunidense. Posee las séptimas reservas mundiales de uranio y puede contar con las quintas de petróleo, es de la mayor biodiversidad del planeta, y está llamado a ocupar un lugar determinante pero, sobre todo, a sustituir el papel hegemónico de Estados Unidos en Sudamérica. Una perspectiva llamada a desestabilizar el dominio global de la ex superpotencia.
Si aceptamos, como el GEAB 2020, que estamos ingresando en la fase de la desarticulación geopolítica mundial como parte de la crisis sistémica, nada va a permanecer en su sitio. Un país que se pretende hegemónico pero que ya no puede siquiera controlar Afganistán, cuya deuda pública representa 125 por ciento del PIB, cuyos aliados están muy debilitados y que atraviesa una situación interna de honda fractura social y política, no puede permitirse que se le abran grietas profundas en su patio trasero.
Es cierto que Estados Unidos aún tiene mucho margen de maniobra. Las multinacionales mineras que esquilman la región andina son estadunidenses y canadienses, así como las propietarias de los paquetes tecnológicos para la soya y otros monocultivos, y las que a pasos de gigantes se están apropiando de la biodiversidad. Además, los gobiernos de la región hacen su trabajo, como Lula, al financiar multinacionales brasileñas para que compitan con las del norte, renunciando a crear empresas estatales como sucedió durante el periodo desarrollista. Con ello, facilita el crecimiento de una poderosa burguesía que trabaja activamente para las derechas.
Por último, está el uso de la fuerza. Honduras nos enseña que ese recurso está intacto y que todas las dilaciones aceptadas por la Casa Blanca no han hecho más que legitimar un nuevo tipo de golpismo. Ya no veremos tanques y aviones tomando por asalto palacios presidenciales, sino instituciones estatales que hacen el trabajo sucio. En el futuro habrá que atender menos a los discursos y más a los hechos, y seguirse preparando para ganar las calles, que es donde se sigue jugando la posibilidad de modificar la relación de fuerzas.