La agonía del patriarca

Lunes, 27 de Julio de 2009 / 09:05 h
La agonía del patriarca

Dagoberto Gutiérrez

Alcanzó a mirar como la noche se abalanzaba sobre los últimos claros del día y hasta se reclinó sobre el desnudo árbol de jocote que servía de poste al cerco de su pequeña casa, quitó lentamente el falso, pasó y volvió a cerrar el cerco, lucía cansada después de un pesado día vendiendo carne de cerdo en el mercado de San Marcos. La Josefina Torres, era una mujer fuerte por su trabajo, joven por su edad y enamorada fielmente de su marido.

Arturo, que así se llama el susodicho, es diez años más joven que ella, quien tiene 35 años, él permanece la mayor parte del día en su casa yendo y viniendo de la hamaca del corredor a la silla debajo de un conacaste, luego a una gran peña desde donde se divisa San Marcos y de regreso a la hamaca, de repente sabe hacer ciertos mandados o faenas que le llegan a solicitar a su casa y así, repara andenes, cura las goteras del techo, poda árboles, repara calzados, puede chapear los terrenos y en fin hace de todo un poco, pero lo que más le gusta hacer, aparentemente, es esperar a la Josefina que llega al final del día y, casi siempre, le lleva algo de comer, además de los últimos informes sobre el mercado y lo que vio en las calles o le contaron.

Luego del saludo, la Fina empieza a preparar la comida y casi siempre comete, a juicio de Arturo algún error y así, sin que ni para que, el hombre empieza a pegarle a su mujer, la Fina soporta el castigo, pero sin llorar, ha descubierto que el hombre goza viéndola llorar y ha decidido no darle ese gusto, “llorá condenada, quiero verte llorar” le dice el agresor una y otra vez y la mujer no llora hasta que su marido, aparentemente cansado de agredirla, se retira. Entonces Fina empieza a llorar sin que él la mire. La Fina no enjuicia lo debido o lo indebido porque cree que Arturo tiene derecho a hacer eso y ella el deber de soportarlo, pero sin llorar.

Una tarde de fin de año y por casualidad, pasó frente a una reunión grande de mujeres, bajo un amate en el cerro San Jacinto, escuchó una explicación que le removió sus neuronas: una expositora dijo, que las mujeres tienen derechos, que ningún hombre puede usar ningún tipo de violencia, ni física ni mental contra ninguna mujer y que en ningún caso se debe permitir ningún tipo de agresión ni de violencia.

Ese día Josefina lloró en silencio la agresión, pero se prometió que en la próxima agresión usaría su fuerza física ganada en su trabajo diario y, por lo menos, le levantaría las manos a su marido y lo amenazaría. Algo se había despedazado en su interior; pero ella no sabía que era.

Llegó a su casa como todos los días pero psicológicamente preparada y dispuesta, el hombre no sospechaba nada, pero cuando su mujer, la sumisa y temerosa mujer que él conocía desde siempre, le respondió su agresión, lo miró de frente se paralizó entre sorprendido y asustado y Josefina se dio cuenta que algo había pasado. En realidad ella sostenía el hogar con su trabajo y el aportaba algo ciertamente, pero eso incluía las agresiones.

Ese día, las cosas se equipararon y sin que Josefina lo supiera suficientemente, ella misma había empezado a degollar al patriarca y al patriar- cado que llevaba dentro de su corazón. Esa noche la Fina caviló largamente, mientras su marido, al lado de ella, no cesaba de dar una y otra vuelta en la cama, cada uno por su lado intentaba descifrar el mismo acertijo, hasta que ninguno sintió una carrera de ratones en el techo.

El día siguiente transcurrió como debían ser todos, con la normalidad de los tiempos anormales y con la incertidumbre cierta comiéndole las entrañas a la certeza, pero el hombre no intentó una agresión más y la Fina descubrió que el tiempo de agresiones sufridas había sido inútil, e insoportable y ella no sabia mucho de ella misma.

El marido sigue sin trabajo y solo lo hace casualmente; pero ahora espera a Josefina en la tarde y la acompaña a la casa y le ayuda con algunas cosas y la mira de otro modo y la trata diferente y hasta están hablando de tener hijos. Josefina como toda mujer inteligente, se toma su tiempo al final del día para reflexionar sobre su vida y, así, medio sorprendida y medio complacida por el cambio en la conducta de su marido, no sabe muy bien de donde vino la transformación del hombre, ella no cree mucho en los milagros aunque cree en Dios.

Más bien piensa que el sometimiento que ella aceptaba era algo que como una fuerza misteriosa se había instalado, de contrabando, en su corazón, a lo mejor, piensa Josefina, eso es lo que se llama patriarcado. Aunque algo le dice que eso es más que eso que ella siente.

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