Limitaciones de la pedagogía de John Dewey

LIMITACIONES DE LA PEDAGOGÍA DE JOHN DEWEY (2010)
Limitations of the pedagogy of John Dewey
MARCOS SANTOSMEZ
Universidad de Granada

Este es un trabajo teórico de revisión y reflexión acerca de la pedagogía de John Dewey y de ciertos elementos de su filosofía pragmatista. Argumentaremos que a pesar de su sincera preocupación por la democracia, junto con el carácter «progresista» y «social» de su pedagogía, Dewey no supera ciertas contradicciones propias del liberalismo con el que, hasta cierto punto, lo relacionaremos.
Además, mostraremos que aunque intenta superar las deficiencias de la modernidad que derivó en el positivismo, no acaba tampoco de lograr este objetivo. Podemos caracterizarlo, por tanto, como agudo reformista o propulsor de cambios, pero nunca como revolucionario, como se muestra con claridad al ser comparado con otras corrientes filosóficas y pedagógicas del siglo XX.
Introducción
Sobre John Dewey se ha señalado que aporta un pensamiento que lo convierte en un excelente autor para abordar cuestiones actuales en la educación, independientemente de que suscribamos o no todas sus conclusiones. Se ha afirmado esto, por ejemplo, para el campo de la educación moral en general (Dill, 2007) o también para replantearnos las implicaciones morales de la democracia, que Dewey entendió como modo de vida (Guichot, 2003: 316-319; Hytten, 2009)1.
Lo que vamos a realizar en las líneas que siguen es una discusión sobre la pedagogía de Dewey y aspectos de la filosofía pragmatista de la que parte (Dewey, 2000), para ir esbozando algunos problemas de tipo moral y político que el norteamericano resolvió solo a medias. En este sentido, argüiremos que a pesar de su sincera preocupación por la libertad junto con el carácter innegablemente «progresista» y «social» de su pedagogía (Dewey, 1930, 413-415; Cohen, 1998; Niebles, 2004), no acaba de eludir las contradicciones propias del liberalismo con el que, hasta cierto punto, lo relacionaremos. Podemos caracterizarlo, desde luego, como reformista o propulsor de cambios, pero nunca como un revolucionario, lo cual se muestra fácilmente al compararlo con otras corrientes filosóficas y pedagógicas del siglo XX.
Epistemología y pedagogía: experiencia y conocimiento
El pilar de la pedagogía deweyana es su noción de «experiencia». La «experiencia» incluye los distintos tipos de tanteo del individuo con su «medio ambiente» (que son los otros individuos, el medio social o la naturaleza) (Bernstein, 2010: 113-125). Remite, pues, a la relación del hombre con su sociedad y también con el medio natural (Dewey, 1930: 28).
Sin experiencia, en el sentido explicado por Dewey, no hay conocimiento. Esto no debe conducirnos a creer que Dewey separe razón y experiencia, sino que la distinción es, antes bien, entre «experiencia de carácter a-racional o irracional y experiencia racional fundada sobre la inteligencia » (Bernstein, 2010: 93). No es, por tanto, la experiencia algo necesariamente inmediato, como el punto de vista más empirista en la filosofía parece sugerir (Locke, Hume), sino que puede ser algo mediado y de tipo valorativo y cualitativo (Dewey, 1998: 36; Bernstein, 2010:127-137).
Lo que determina en Dewey qué es la verdad es, fundamentalmente, el método empleado para obtener la verdad (Hook, 2000: 70). No obstante, hemos de insistir en que, frente a posturas puramente relativistas, Dewey sí cree que hay verdades y posibilidad de hallarlas (a esto se encamina el método científico) (Dewey, 1930: 191-218). Lo que ocurre es que el conocimiento y la verdad (científica, moral, etc.) se vinculan, según Dewey, a la actividad y a la acción en el mundo, y no a un «lugar» fuera del ámbito de las experiencias como sugiere, por ejemplo, el platonismo.
Es en este aspecto en el que Dewey también ha supuesto una inspiración para filósofos actuales de corte posmoderno (Rorty). Aunque bien es cierto que el norteamericano Dewey conserva elementos propios de la epistemología fuerte de la modernidad, lo que es criticado por Rorty y otros como «metafísica» (Harris, 2007). Precisamente, en esta línea, Carr resalta que la propuesta de Dewey puede utilizarse para superar los planteamientos posmodernistas, los cuales Carr no acepta (Carr, 1995)2.
Respecto a la relación entre educación y experiencia, hemos de precisar que no todas las experiencias son educativas: «Pues algunas experiencias son antieducativas. Una experiencia es antieducativa cuando tiene por efecto detener o perturbar el desarrollo de ulteriores experiencias » (Dewey, 2004: 71-72). En la medida en que estamos continuamente reorganizando, reconstruyendo y transformando el medio ambiente, la educación es permanente (Dewey, 1964: 249; Guichot, 2003: 315).
Dewey entiende que la educación es un fin en sí misma, y que, por tanto, no debe concebirse como medio (Dewey, 1998, 46-55). Vivir, conocer y educar-se son sinónimos para Dewey. Un ser humano sería un individuo que se encuentra en crecimiento continuo y que interactúa con un medio ambiente que es en gran medida social. Su actividad es determinada por el contacto con este medio ambiente que va, de algún modo, dirigiendo su experiencia y ofreciendo o negando posibilidades de crecimiento (Dewey, 1998: 22-30).
A partir de esta idea de reconstrucción y elaboración de la experiencia en intercambio constante y creativo con el medio ambiente (social), se ha sugerido que Dewey anticipa, aunque no aparezca articulado y definido con claridad en su obra, bastantes aspectos de la epistemología y la pedagogía constructivistas (Popkewitz, 1998; Vanderstraeten, 2002; Kivinen y Ristela, 2003; Reich, 2007; Sutinen, 2008; Gordon, 2009), lo que, a juicio de Virginia Guichot da a su pensamiento pedagógico vigencia y gran actualidad (Guichot, 2003: 313).
Este intercambio, cuando es simbólico y en el contexto de la sociedad, es lo propio de la comunicación humana, que no pretende ser una pura descripción del mundo, sino un instrumento para la supervivencia en el mismo (Vanderstraeten, 2002: 240). La comunicación efectiva presupone cooperación y participación de todos los individuos (Vanderstraeten, 2002: 240).
Así, en un estilo constructivista, según Vanderstraeten, la educación es entendida por Dewey como comunicación y cooperación (Vanderstraeten, 2002: 241), siempre contando con unos efectos en el medio y la posibilidad de que este sea modificado en el proceso (Vanderstraeten, 2002: 241). John Dewey puede representar, pues, un fundamento teórico para una comprensión relacional y comunicativa de la educación (Sutinen, 2008: 12-13; Wahlstrom, 2010).
No podemos dejar de anotar que el planteamiento deweyano, a pesar de ciertas salvedades que pueden hacerse, posee algunas semejanzas con la ética dialógica de Jürgen Habermas (Ryan, 1995: 357; Festenstein, 2001;
Aboulafia, Bookman y Kemp, 2002). Como afirma Javier B. Seoane: «La ciencia deweyana, qua método para la vida social, se funda sobre una racionalidad comunicativa (Habermas, pero antes de este Dewey como indiscutible predecesor) lo más incluyente posible de la diversidad existente, en la que los actores participantes se encuentren en la menor asimetría posible de capitales (Bourdieu)» (Seoane, 2009:109). No obstante, Dewey ostenta un universalismo mucho menos marcado que el de Habermas o Apel.
Quizá debamos situar a Dewey, para ser exactos, en un término medio entre el universalismo de Habermas y el relativismo extremo de Rorty (Festenstein, 2001: 738).
La forma de pragmatismo deweyana se denomina «instrumentalismo» (Cadrecha, 1990: 70-71). Según Catalán: «El instrumentalismo defiende la tesis de que el conocimiento no implica una mera recepción pasiva de datos en un receptaculum mental, sino que el acto mismo de conocer expresa una acción, especialmente la acción instrumental de resolver problemas y de configurar, a ese fin, los resultados previsibles de las hipótesis (hipótesis que a su vez, se generan a la vista de un problema: no hay hipótesis sin problema previo).
Desde esta perspectiva mediadora de la razón, la vieja verdad evidente e incontrovertible, y con ello el ideal de la certeza, pasan a reducirse en Dewey, de una manera característicamente modesta, a una «afirmabilidad avalada» hasta el momento por los métodos inteligentes de previsión de consecuencias» (Catalán, 2001: 129). Es precisamente este anti-fundacionalismo lo que caracteriza a todos los autores pragmatistas (Mougán, 2006: 73). En realidad, lo que subyace a esto es la oposición al dualismo moderno de sujeto y objeto, de conciencia (res cogitans) y cosas (res extensa). Así, se sitúa el instrumentalismo a la vez contra el empirismo realista y contra el idealismo o racionalismo fundacionalistas (Mougán, 2000: 101-113). Dewey se opone también, por tanto, al positivismo burdo.
Así, su concepción puede ser traída a colación para una perspectiva holística en la pedagogía que supere a la pedagogía más positivista de raigambre cartesiana-newtoniana, como señala Santos Rego (Santos Rego, 2001: 221).
El mundo material se vincula con el simbólico y es necesario componente del pensamiento, en la medida en que este se realiza mediante la acción en el mundo. Así Dewey supera el enfoque cartesiano, sin que esto implique un escepticismo gnoseológico (Vanderstraeten, 2002: 242). «La tarea de Dewey es […] mostrar cómo es posible elaborar una teoría del conocimiento que evite la metáfora del espectador, una metafísica no comprometida con la existencia de sustancias fijas, precedentes, inmutables y una filosofía que no sea epistemología, que no sea entendida como teoría del conocimiento» (Mougán, 2000: 62).
Distingue los conceptos y el discurso intelectual que mantiene el sentido (la conexión con la experiencia vital) y, como lacra, un discurso teórico escindido de la experiencia vital y que carecería, por tanto, de sentido (Catalán, 2001: 130). En relación con esto, la escuela debe estar en estrecha conexión con la vida en general y no contradecir lo que ocurre fuera de ella. No obstante, Dewey se manifiesta como un convencido defensor de la institución escolar, a la cual intenta aplicar su teoría del hombre y de la sociedad (Dewey, 1998: 28-30).
Apunta a lo que él considera un papel fundamental de la escuela: la eliminación de las diferencias de clase social y la constitución de una educación que dote a todos del mismo protagonismo y oportunidades en la sociedad. Es una institución necesaria para el máximo aprovechamiento de las diferencias individuales que genera el progreso en el conocimiento, opuesta a las diferencias de clase.
La filosofía pragmatista de John Dewey lo conduce a ensalzar la interconexión entre teoría y práctica. Ya no es posible repetir la búsqueda de certezas más allá del ámbito donde actuamos que había efectuado la mayor parte de la tradición filosófica, aunque desde luego Dewey valora las distintas tradiciones y escuelas filosóficas como intentos de dar nuevo orden, expresión cultural y coherencia al mundo, seguramente en consonancia con su hegelianismo de partida (búsqueda de la síntesis unificadora) que solo parcialmente abandonó con el tiempo (Garrison, 2006; Bernstein, 2010: 44).
En consecuencia, critica los viejos dualismos, que relaciona con las sociedades aristocráticas de castas.
A su juicio, el dualismo cultura interior-teoría frente a cultura exterior-práctica es un derivado de una sociedad en la que continúan los privilegios de clase, bien sea por un origen noble o, hoy día, por un origen económicamente poderoso.
Esta tendencia dualista en el sistema educativo norteamericano cuando él escribía sus obras es denunciada por él como contraria a la democracia (Martínez Alemán, 2001: 394).
La educación, la escuela y la pedagogía
Dewey define la educación de este modo: «es aquella reconstrucción o reorganización de la experiencia que da sentido a la experiencia y que aumenta la capacidad para dirigir el curso de la experiencia subsiguiente» (Dewey, 1998: 74). Dicho en otras palabras, es la búsqueda de nuevas conexiones entre actividades relevantes para el presente, que se van desarrollando en interacción con un medio que se va reconstruyendo por la actividad del sujeto al tiempo que también incide en el proceso de crecimiento del sujeto (Dewey, 1930: 383-386).
Esta búsqueda constante de nuevas relaciones experienciales en el mundo se opone a toda rutinización de la enseñanza.
La educación en este enfoque deweyniano es un fin en sí misma, frente a concepciones teóricas que la consideran un medio (teorías del desenvolvimiento, teorías de la ejercitación externa de las facultades, teoría de la preparación para un futuro, teoría de la recapitulación de un pasado, etc.) (Dewey, 1998: 76).
Dewey critica dos excesos pedagógicos: el individualismo naturalista tendente al cosmopolitismo y a la ciudadanía universal, de la Ilustración del siglo XVIII (Dewey, 1998: 85-86), y la reacción idealista de la educación dentro de un estado en el cual el individuo se subordina a la institución, en el siglo XIX (Dewey, 1998: 86- 91). Frente a esto, propugna la mediación de un entorno que influye y es influido por la experiencia del niño. Es, por tanto, la educación algo propio del dinamismo humano, del ideal del progreso continuo de la democracia norteamericana.
Para Dewey la educación debe aspirar a facilitar comportamientos según fines del propio educando y que no sean, por tanto, fines ajenos y externos (Dewey, 1998: 92-100)3. Esto implica que lo ideal y lo material, o sea, los fines y los medios, vayan ligados (Dewey, 1952: 236-247).
Además de este requisito, en la obtención de fines ha de darse una actividad ordenada y consciente, es decir, ha de desarrollarse un proceso. Se precisa para ello de una inteligencia de tipo instrumental capaz de determinar los medios adecuados para un fin. El «espíritu», en palabras del propio Dewey, es aquello capaz de establecer relaciones temporales. Así, para el norteamericano la inteligencia es una suerte de iluminación que anticipa, observa, organiza y conecta la experiencia. Se da, por tanto, inextricablemente con la manipulación de la realidad.
La aplicación de esta concepción a la pedagogía es clara: hay que partir de la experiencia del alumno que se va reconstituyendo a lo largo del proceso de forja de planes para la obtención de fines propios (Dewey, 2007).
Democracia, individualismo y liberalismo
Hay en Dewey una estrecha relación entre moral y democracia (Mougán, 2000: 193-197; Seoane, 2009: 112-115; Bernstein, 2010: 169) que implica el relevante papel concedido a la ética como elemento para la regulación desde lo público (el Estado) del mercado, lo cual lo diferencia, ciertamente, del liberalismo más puro y radical de, entre otros, Hayek (Koopman,2009: 167).
Construye su idea desde su convicción en las bondades de una sociedad igualitaria en la que todos tengan la igualdad de oportunidades. Pero su tendencia liberal se nota en el valor concedido al individuo, a pesar de reconocer ampliamente el componente social que lo constituye y de distinguir entre «viejo» y «nuevo» individualismo (Dewey, 2003; Morán, 2009: 19-28), o entre individualismo (individualism) e individualidad (individuality).
El suyo es lo que Morán denomina un «individualismo democrático», consistente en que «si bien el pleno desarrollo de las capacidades individuales encuentra todo su potencial en el marco de una comunidad de cooperación entendida democráticamente, el individuo ni se disuelve en la comunidad ni se subordina a esta; antes al contrario, constituye el fin último de la vida comunitaria » (Morán, 2009: 37).
McBride (2006) defiende que en Dewey y MacIntyre, a pesar de sus diferencias, se debe hablar de un collectivistic individualism a diferencia del individualismo puro del liberalismo clásico. Se ha defendido entonces que en Dewey se da una forma de liberalismo, aunque enfatice aspectos relacionales, pluralistas y democráticos que significan una lectura «suave» y crítica del liberalismo clásico (Thayer-Bacon, 2006).
El bienestar individual depende del bienestar general en una sociedad (Martínez Alemán, 2001: 385), sin que se considere que un individuo pueda pretender su felicidad a espaldas de la prosperidad de su comunidad, a juicio de Dewey. Aunque mantenemos que Dewey no abandona un paradigma de corte básicamente liberal en su filosofía y en su pedagogía (Catalán, 2003), sí es cierto que criticó con énfasis el individualismo de la tradición clásica liberal de la modernidad (Catalán, 2003: 19).
Es cierto que Dewey a menudo denuncia en sus obras el desarrollo concreto del capitalismo que ha originado graves diferencias de oportunidades entre los miembros de la sociedad (Dewey, 2003). De hecho, según Dewey, el capitalismo habría pervertido el ideal de la individualidad tornándolo en individualismo (Martínez Alemán, 2001: 388). Para él, el capitalismo tal como se ha desarrollado es un sistema de poder que se autolegitima por la supuesta búsqueda del bien para el individuo (Martínez Alemán,2001: 389).
Por el contrario, el auténtico desarrollo del individuo requiere un igualitarismo democrático (Martínez Alemán, 2001: 381)4. Pero su liberalismo soterrado, del que le acusan autores marxistas o teóricos de la reproducción social como Gintis y Bowles (González Monteagudo, 2002: 34-35), sale a relucir en ocasiones.
Así, «el problema que encuentran Gintis y Bowles es que el liberalismo, ya sea clásico, ya sea progresivo, no cuestiona la racionalidad de las instituciones económicas capitalistas» (González Monteagudo, 2002: 34). En un excelente artículo, John J. Stuhr expresa precisamente que aun siendo crítico con el liberalismo clásico, Dewey puede ser considerado un liberal (reformador del liberalismo) (Stuhr, 2004:88-89).
Hay, pues, un componente liberal en Dewey (Catalán, 2003: 20-21). Aunque se puede señalar que se han utilizado sus ideas para defender la escuela pública como instrumento para la igualdad en la sociedad y la convivencia de credos diferentes (Pring, 2007), también se ha señalado que carece, en definitiva, de un análisis y detección de ideologías operantes, que patentice las desigualdades de partida difícilmente superables por la escuela (Stuhr, 2004: 96-97). Se trata de lo que en relación con la escuela e instituciones educativas analizan por ejemplo Bourdieu o Passeron (Santos, 2006a, 2008a: 141-167).
En otro aspecto, también podemos señalar que llega a una soterrada complacencia con el dominio técnico del mundo, que lo relaciona, para algunos, incluso con el pronóstico heideggeriano de la caída de occidente en lo técnico (Post, 2007). Además, en el apogeo de la educación que busca la utilidad, podemos incurrir en el olvido de la honda y tenebrosa corriente que recorre a la humanidad, frente a proyectos de tipo liberador-utopistas (Santos, 2008a: 91-116).
Horkheimer denunció, en esta línea, que Dewey representa una visión positivista que confía en el progreso científico y que reduce la discusión en torno a lo bueno y lo malo (la ética) a lo útil, en un triunfo del relativismo que acaba consagrando el presente y lo dado (Horkheimer, 2002: 75-87). En esta crítica coinciden Marcuse y Horkheimer, de quienes, sin embargo, puede afirmarse que en su desarrollo identifican erróneamente el pragmatismo con el positivismo (Mougán, 2000: 25-27).
Conclusión
En síntesis, cabe afirmar que es cierto que Dewey resulta un buen teórico para emprender reformas en la sociedad y en la escuela, pero que al ser contrastado con el nervio utópico de un Iván Illich (Santos, 2006b) e incluso con la empatía ante el sufrimiento del oprimido de un Paulo Freire (Santos, 2008b) parecería quedarse corto y no responder a estos anhelos radicales que también forman parte de la historia más dramática de la humanidad. Frente a estos proyectos, Dewey no deja de ser un moderado reformista a pesar de su progresismo o inquietudes sociales (González Monteagudo, 2002:20).
En definitiva, hemos resaltado finalmente que aun siendo un autor progresista y de nobles convicciones sociales, su filosofía pragmatista lo conduce a una suerte de miopía por la que solo entiende de lo dado en el presente (en este sentido sí sería cierta la acusación de positivismo por parte de Horkheimer).
Por tanto, del futuro solo puede hacer que sea una prolongación del presente, contra toda alternativa utópica. Según Dewey entiende la democracia, y a pesar de su insistencia en el dinamismo continuo y la proliferación de las experiencias (Dewey, 1930: 545-546), se ha señalado que tiende a algunos ocultamientos, a difuminar diferencias sociales subyacentes, no tan definidas como en los sistemas de castas que él critica, pero que están ahí operando.
No basta con establecer una igualdad abstracta para el diálogo, como en otro contexto, reprochará Dussel a Apel (Apel y Dussel, 2004). Esta carencia de la pedagogía deweyana sería la que debería ser contrarrestada por una nueva pedagogía que se responsabilizase de las víctimas que han sucumbido ante el «progreso», lo cual hemos propuesto en otro lugar (Santos, 2008a). En esto Dewey no parece haber superado en su época madura su inicial hegelianismo, tendente a una justificación de la totalidad (síntesis) de lo dado, que sin embargo pasa por alto las singularidades sufrientes que quedan sin resolver (Adorno).
Notas
1 También cabe señalar que Dewey ha hallado un fértil terreno actual para la aplicación de sus teorías en la corriente psico-pedagógica «Service-Learning» (Deans, 1999; Rhoads, 2000). Se ha partido de sus teorías para propugnar una universidad que incida eficazmente en la construcción de una sociedad más democrática y participativa (Benson, Harkavy y Puckett, 2007). Como reciente ejemplo de aplicación de la pedagogía de Dewey con excelentes resultados, en la Universidad de Granada, se ha llevado a cabo un modelo de tutorías inspirado en un planteamiento deweyano cuya eficacia se ha probado empíricamente (Fernández Martín, Arco, Justicia y Pichardo, 2010). También se ha publicado en Bordón muy recientemente un artículo que compara las pedagogías de Dewey y de Freire (Bruno-Jofré, 2010) que como expondremos en el cuerpo del texto, aunque se asemejan en ciertos elementos, difieren en un aspecto esencial. Dewey también ha influido notablemente en el popular autor estadounidense del programa de filosofía para niños Matthew Lipman (Catalán, 1997). En el caso concreto de España, es de señalar la influencia de Dewey en la Institución Libre de Enseñanza (Pereyra-García, 1979) o más recientemente también se ha señalado la aportación teórica de Dewey al proceso de adquisición de las competencias básicas (López Ruiz, 2009: 80). Cabe referir, por último, que los profesores Colom y Rincón lamentan que a Dewey no se lo haya tenido más en cuenta en la pedagogía contemporánea (Colom y Rincón, 2004, 40). 16254 Bordón 63.3 (F).qxd 1/8/11 10:00 Página 126
2 Sobre esto, podemos apuntar también al debate entre liberales (cosmopolitas) y comunitaristas (particularistas) (Vilafranca y Buxarrais, 2009) que nos serviría para definir la posición deweyana y determinar su grado de universalismo frente al relativismo.
3 Sobre la intervención de fines en los procesos educativos se ha escrito en abundancia. Nos parece esclarecedor y certero el artículo del profesor Gervilla, 1994, quien, además y como Dewey, entiende lo educativo como algo estrechamente ligado tanto a las aportaciones de la filosofía como a las aportaciones de la ciencia y su método (Gervilla, 1994, 308).
4 De esto cabe extraerse algunas consecuencias para la educación en la actualidad, en la línea de lo que afirma Rogelio Medina: «Una moral individualista, relativista, vacía de normas y contenidos comunes, junto al mal uso que, también, se ha hecho de los ideales de libertad, igualdad y tolerancia, para «justificar» cualquier modo de vivir y de pensar, por irresponsables que estos fueran, ha propiciado, en gran medida, la inseguridad axiológica en la educación de nuestro tiempo y de la conciencia valorativa de educadores y educandos» (Medina, 1999: 386).
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Perfil profesional del autor
Marcos Santos Gómez
Es licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación (Filosofía) y doctor en Pedagogía por la Universidad de Granada. Ha publicado numerosos trabajos en prestigiosas revistas de carácter nacional e internacional, así como el libro La educación como búsqueda. Filosofía y Pedagogía, Biblioteca Nueva, Madrid, 2008. Es miembro activo del grupo de investigación «Valores emergentes y Educación social» HUM-580 reconocido por la Junta de Andalucía. Ha sido en varias ocasiones profesor visitante en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas de El Salvador. En la actualidad es profesor contratado doctor en la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Granada.

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