Los juegos del intercambio

2. LOS JUEGOS DEL INTERCAMBIO
En mi anterior conferencia señalé el lugar característico que ocupa, del siglo XV al XVIII, un enorme sector de autoconsumo que permanece en lo esencial completamente al margen de la economía de intercambio. Europa, incluso la más desarrollada, aparece sembrada, hasta el siglo xviii e incluso más adelante, de zonas que participan poco en la vida general y que, en su aislamiento, se obstinan en llevar su propia existencia, casi por completo encerrada en sí misma.
Quisiera abordar hoy lo que concierne propiamente al intercambio y que designaremos a la vez como economía de mercado y como capitalismo. Este doble apelativo indica que pensamos diferenciar estos dos sectores que, desde nuestro punto de vista, no se confunden. Repitamos, no obstante, que estos dos grupos de actividad economía de mercado y capitalismo minoritarios hasta el siglo XVIII y que la mayoría de las acciones de los hombres permanece encerrada, sumergida, en el inmenso campo de la vida material. Si bien la economía de mercado se encuentra en plena expansión, cubre ya vastísimas superficies y cosecha éxitos espectaculares, adolece aún, con bastante frecuencia, de falta de densidad.
En cuanto a aquellas realizaciones del Antiguo Régimen que llamo con razón o sin ella capitalismo, son índice de un nivel brillante y sofisticado, aunque limitado, que no afecta al conjunto de la vida económica y no crea la excepción confirma la regla ningún “modo de producción” propio y tendente, por sí mismo, a generalizarse. Dista mucho, incluso, ese capitalismo al que denominamos mercantil de dominar y dirigir en su totalidad a la economía de mercado, aunque ésta sea su condición previa indispensable. Y sin embargo, el papel nacional, internacional y mundial que desempeña el capitalismo resulta ya evidente.
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La economía de mercado, de la que hablé en el primer capítulo, se nos presenta sin excesiva ambigüedad. Los historiadores le han otorgado, en verdad, un lugar de favor. Todas las ensalzan. En comparación, la producción y el consumo son aún continentes mal investigados por una búsqueda cuantitativa que todavía se encuentra en sus comienzos. No se entiende este universo con facilidad. La economía de mercado, por el contrario, no deja de suscitar opiniones en torno a ella. Llena por sí sola páginas y páginas de documentos de archivos, archivos urbanos, archivos privados de familias de comerciantes, documentos jurídicos y policiales, deliberaciones de las cámaras de comercio, registros de notarios… Entonces, ¿cómo no reparar en ella e interesarse por ella? Está siempre presente.
El peligro reside, evidentemente, en que sólo nos fijemos en ella, en que la describamos con un lujo de detalles tal que pueda llegar a sugerir una presencia invasora, insistente, cuando en realidad sólo es un fragmento de un vasto conjunto, por su propia naturaleza, que la reduce a un papel de lazo entre la producción y el consumo; y de hecho, antes del siglo xix es una simple capa más o menos gruesa y resistente, en ocasiones muy fina, situada entre el océano de la vida cotidiana que subyace y los procedimientos del capitalismo que, una vez de cada dos, la dirigen desde arriba.
Pocos historiadores son claramente conscientes de esta limitación que, al restringirla, define la economía de mercado y señala su verdadero papel. Witold Kula es de los pocos que no se dejan llevar demasiado por el movimiento de los precios del mercado, sus altibajos, sus crisis, sus lejanas correlaciones y sus tendencias al unísono es decir, todo aquello que torna palpable el aumento regular del volumen de los intercambios. Para recoger una de sus imágenes, es importante mirar siempre al fondo del pozo, hasta llegar a la masa profunda del agua o de la vida material a la que afectan los precios del mercado, pero no calan en ella ni consiguen arrastrarla siempre. Por lo tanto, toda historia económica que no sea a doble registro a saber, la salida del pozo y el pozo en su profundidad corre el peligro de quedar terriblemente incompleta.
Una vez señalado esto, resulta evidente que entre los siglos XV y xvi, la zona ocupada por esta vida rápida que es la economía de mercado no ha cesado de expandirse. La variación en cadena de los precios de mercado es, a través del espacio, la señal que lo anuncia y lo demuestra. Estos precios varían en el mundo entero: en Europa, según demuestran numerosas informaciones, en Japón y en China, en la India, y a lo largo de los países del Islam (también en el Imperio turco), así como en América, en donde los metales preciosos juegan un papel precoz es decir, en Nueva España, en Brasil, en Perú. Y todos estos precios se corresponden mejor o peor, se suceden con diferencias más o menos acusadas, apenas sensibles a través de toda Europa, donde las economías aparecen íntimamente conectadas unas con otras, pero, en cambio, con un retraso de al menos veinte años con respecto a Europa en la India de fines del siglo xvi y principios del XVII.
Resumiendo, cierta economía relaciona entre sí, mejor o peor, los distintos mercados del mundo, una economía que no arrastra tras ella más que algunas mercancías excepcionales, pero también los metales preciosos, viajeros privilegiados que están dando la vuelta al mundo. Las piezas de a ocho españolas, acuñadas con la plata de América, cruzan el Mediterráneo, atraviesan el Imperio turco y Persia, y llegan a la India y China. A partir de 1572, por el enlace de Manila, la plata americana cruza también el Pacífico y, al final del viaje, llega de nuevo a China por esta nueva vía.
Estas conexiones, estas cadenas, tráficos y transportes esenciales, ¿cómo no iban a llamar la atención de los historiadores? Estos espectáculos les fascinan, como ya fascinaron a sus contemporáneos. Incluso los primeros economistas, ¿qué estudiaban en realidad si no es la oferta y la demanda en el ámbito del mercado? La política económica de las altivas ciudades, ¿qué era sino la vigilancia de sus mercados, de sus suministros y de sus precios? Y cuando una política económica se esboza en la actuación del Príncipe, ¿no es acaso a propósito del mercado nacional, de la bandera nacional que hay que defender, de la industria nacional ligada al mercado interior y exterior y a la que interesa promover? En esta zona estrecha y sensible del mercado es donde resulta posible y lógico actuar. En ella repercuten las medidas tomadas, como demuestra la práctica diaria. Tanto es así que se ha llegado a creer, con razón o sin ella, que los intercambios juegan por sí solos un papel decisivo, equilibrante, que allanan los desniveles mediante la competencia, ajustan la oferta y la demanda, y que el mercado es un dios escondido y benévolo, la “mano invisible” de Adam Smith, el mercado autorregulador del siglo XIX y la piedra angular de la economía, si nos atenemos al laissez faire, laissez passer.
Hay en esto una parte de verdad y otra de mala fe, pero también de ilusión. ¿Podemos acaso olvidar cuántas veces el mercado fue invertido y falseado, arbitrariamente fijados sus precios por los monopolios de hecho y de derecho? Y sobre todo, si admitimos las virtudes competidoras del mercado (“el primer ordenador puesto al servicio de los hombres”), es importante señalar al menos que el mercado no es sino un nexo imperfecto entre producción y consumo, aunque sólo fuese en la medida en que sigue siendo parcial.
Subrayemos esta última palabra: parcial. Creo de hecho en las virtudes y en la importancia de una economía de mercado, pero no en su reinado exclusivo. Esto no impide que, hasta una época relativamente cercana, los economistas razonasen únicamente a partir de sus esquemas y de sus lecciones. Para Turgot, la circulación se identifica realmente con el conjunto de la vida económica. Del mismo modo y mucho después, David Ricardo no ve más que el río, estrecho pero vivo, de la economía de mercado. Y si bien los economistas, desde hace más de cincuenta años e instruidos por la experiencia, ya no defienden las virtudes automáticas del laissez faire, el mito sigue aún presente en el ámbito de la opinión pública y de las discusiones políticas actuales.
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Finalmente, si he introducido el término capitalismo en el debate, a propósito de una época en la que no siempre se le reconoce carta de naturaleza, ha sido sobre todo porque necesitaba otra palabra que no fuera economía de mercado para designar aquellas actividades que se nos revelan como diferentes. Mi intención no era ciertamente la de “introducir el lobo en la majada” Sabía muy bien ¡los historiadores han insistido tantas veces al respecto! que este término conflictivo es ambiguo, terriblemente cargado de actualidad y, virtualmente, de anacronismo. Si, con gran imprudencia, le he abierto la puerta, ha sido por múltiples razones.
En primer lugar, entre los siglos XV y XVIII, hay ciertos procesos que exigen un apelativo especial. Cuando los observamos de cerca, resulta casi absurdo incluirlos, sin más, dentro de la economía de mercado ordinaria. El término que nos viene entonces espontáneamente a la cabeza es el de capitalismo. Si lo expulsamos, molestos, por la puerta, vuelve a entrar casi inmediatamente por la ventana. ,Porque no le encontramos un sustituto adecuado, y esto es sintomático. Como dice un economista americano, la mejor razón para emplear el término capitalismo, por muy desprestigiado que esté, es, a fin de cuentas, que no hemos encontrado ningún otro que le sustituya. Es indudable que presenta el inconveniente de arrastrar tras de sí innumerables querellas y discusiones; pero estas querellas, las buenas, las menos buenas y las ociosas, son, en verdad, imposibles de evitar; no se puede actuar y discutir como si no existieran. Otro inconveniente peor es que el término aparece cargado de aquellas connotaciones que le presta la vida actual.
Porque el término capitalismo en su acepción más amplia, data de principios del siglo xx. Observo por mi parte, de una forma un poco arbitraria, que su verdadero lanzamiento se produce con la edición, en 1902, del famoso libro de Werner Sombart, Der moderne Kapitalismus. Este término fue prácticamente ignorado por Marx. Henos aquí entonces directamente amenazados por el mayor de los pecados, el de anacronismo. No existe el capitalismo antes de la Revolución Industrial, gritaba un joven historiador: “¡El capital sí, pero el capitalismo no!”.
No obstante, nunca se produce entre el pasado, incluso lejano, y el presente ruptura total, discontinuidad absoluta o si se prefiere, nocontaminación. Las experiencias del pasado no dejan de prolongarse en la vida actual, no dejan de incrementarla. Así pues, mucho, historiadores y no de los menores se dan cuenta actualmente de que la Revolución industrial se anuncia mucho antes del siglo XVIII. Quizás la mejor razón para persuadirse de ello sea el ejemplo que dan ciertos países subdesarrollados de hoy en día que intentan realizar su revolución industrial y, aun teniendo, según dicen, el modelo de éxito ante sus ojos, fracasan en el intento.
Resumiendo, esta dialéctica interminable puesta en tela de juicio pasado, presente; presente, pasado corre el riesgo de ser simplemente el corazón, la razón de ser de la historia misma.
No podremos doblegar ni definir el término capitalismo, para ponerlo al servicio exclusivo de la explicación histórica, a no ser encuadrándolo seriamente entre las dos palabras que subyacen y le prestan su sentido: capital y capitalista El capital, como realidad tangible y masa de medios fácilmente identificables, y en constante actividad; el capitalista, como persona que preside o intenta presidir la inserción del capital en el proceso incesante de producción al cual se ven obligadas todas las sociedades; el capitalismo constituye, grosso modo (y sólo grosso modo), la forma en que es llevado normalmente con fines poco altruistas este constante juego de inserción.
La palabra clave es la de capital. Esta última, en los ensayos de los economistas, ha tomado el sentido reforzado de bien capital; no sólo designa las acumulaciones de dinero, sino también los resultados utilizables y utilizados de todo trabajo previamente ejecutado: una casa es un capital, al igual que el trigo almacenado en una granja; un navío o una carretera también constituyen capitales. Pero un bien capital sólo merece ese nombre si participa en el renovado proceso de la producción: el dinero de un tesoro que permanece inactivo ya no constituye un capital, al igual que un bosque no explotado, etc. Una vez sentado esto, ¿existe acaso alguna sociedad conocida que no haya acumulado o acumule bienes capitales, que no los utilice con regularidad en su trabajo y que, por medio del trabajo, no los reconstituya y haga fructificar? El más modesto de los pueblos de Occidente, en el siglo XV, posee sus caminos, sus campos desempedrados, sus tierras cultivadas, sus bosques organizados, sus setos vivos, sus huertas, sus ruedas de molino, sus reservas de grano…
Ciertos cálculos realizados con respecto a las economías del Antiguo Régimen arrojan una relación de uno a tres 0 a cuatro entre el producto bruto de un año de trabajo y la masa de los bienes capitales (lo que en francés llamamos le patrimoine), la misma, en suma, que la aceptada por Keynes para la economía de las sociedades actuales. Cada sociedad llevaría, pues, tras sí el equivalente a tres o cuatro años de trabajo acumulado, en reserva, que utilizaría para sacar adelante su producción, y el patrimonio sólo se moviliza parcialmente con tal fin, nunca en un 100%, desde luego.
Pero dejemos estos problemas. Los conocen ustedes tan bien como yo. No les debo, en realidad, más que una sola explicación: ¿cómo puedo distinguir aceptablemente el capitalismo de la economía de mercado, y viceversa?
Supongo, desde luego, que no esperarán ustedes de mí que lleve a cabo una distinción perentoria del tipo de “el agua debajo y el aceite encima”. La realidad económica no trata nunca de cuerpos simples. Pero aceptarán sin demasiada dificultad que pueda haber al menos dos tipos de economía llamada de mercado (A y B), discernibles sí les prestamos un poco de atención, aunque sólo sea por las relaciones humanas, económicas y sociales que instauran.
En la primera categoría (A), incluiría de buen grado los intercambios cotidianos del mercado, los tráficos locales o a corta distancia, como el trigo y la madera que se encaminan hacia la ciudad cercana; e incluso los que tienen lugar en un radio más amplio, siempre que sean regulares, previsibles, rutinarios y abiertos, tanto a los pequeños, como a los grandes comerciantes: como por ejemplo los envíos de grano del Báltico desde Dantzig hasta Ámsterdam en el siglo XVII, o el tráfico del aceite y del vino del sur hacia el norte de Europa, y estoy pensando en aquellas “flotillas” de carros alemanes que venían a buscar, cada año, el vino blanco de Istria.
El mercado de un pueblo podría constituir un buen ejemplo de estos intercambios carentes de sorpresas, “transparentes”, cuyos pormenores conoce todo el mundo de antemano y cuyos beneficios siempre moderados podemos calcular aproximadamente. Este reúne ante todo a productores campesinos, campesinas, artesanos y a clientes, unos del mismo pueblo y otros de los pueblos cercanos. En todo lo demás hay, de vez en cuando, dos o tres comerciantes; es decir, entre el cliente y el productor aparece el intermediario, el tercer hombre. Y este comerciante puede, en ciertas ocasiones, alterar el mercado, dominarlo e influir en los precios por medio de manejos de almacenamiento; incluso un pequeño revendedor puede, en contra de los reglamentos, salir al encuentro de los campesinos a la entrada del pueblo, comprarles a precio reducido sus géneros y ofrecerlos seguidamente él mismo a los compradores: es un fraude de tipo elemental, que está presente en todos los pueblos y más aún en todas las ciudades y que es capaz, cuando se extiende, de hacer subir los precios.
Así pues, incluso en el pueblo ideal que nos estamos imaginando, con su comercio reglamentado, leal y transparente donde los hombres trabajan “el ojo en el ojo, la mano con la mano”, como dicen los alemanes, el intercambio perteneciente a la categoría B, que huye de la transparencia y del control, no se halla por completo ausente. Asimismo, el comercio regular que anima a los grandes “convoys” de trigo del Báltico es un comercio transparente: las curvas de precios a la salida de Dantzig y a la llegada a Ámsterdam son sincrónicas, y el margen de beneficios es a la vez seguro y moderado. Pero si se produce una carestía en el Mediterráneo, hacia 1590, por ejemplo, veremos a los mercaderes internacionales, representantes de importantes clientes, desviar de su ruta habitual a barcos enteros, cuyo cargamento, transportado a Liorna o a Génova, triplica o cuadruplica entonces sus precios. También en este caso, la economía A puede cederle el paso a la economía B.
En cuanto nos elevamos en la jerarquía de los intercambios, es el segundo tipo de economía el que predomina y dibuja ante nuestros ojos una “esfera de circulación” evidentemente distinta. Los historiadores ingleses han señalado la creciente importancia, a partir del siglo xv y junto al mercado público tradicional, el public market de lo que ellos llaman private market, o sea, el mercado privado; yo lo llamaría más bien, para acentuar la diferencia, el contramercado. ¿Acaso no trata éste, en efecto, de desembarazarse de las reglas del mercado tradicional, en exceso paralizadoras a veces?
Algunos comerciantes itinerantes, recolectores de mercancías, van a buscar a los productores en sus propias casas. Compran directamente al campesino la lana, el cáñamo, los animales vivos, los cueros, la avena o el trigo, las aves de corral, etc. 0 incluso les compran estos productos por adelantado: la lana antes de que esquilen a las ovejas, el trigo cuando está apuntando. Un simple papel firmado en la posada del pueblo o en la misma granja cierra el trato. Después, encauzarán sus compras, por medio de carros, bestias de carga o barcos, hacia las grandes ciudades o hacia los puertos exportadores.
Ejemplos como éstos se encuentran en el mundo entero, tanto en París como en Londres; en Segovia para las lanas, en trno a Nápoles para el trigo, en Apulía para el aceite, en Insulindia para la pimienta… Cuando no acude a la misma explotación agrícola, el comerciante itinerante concierta sus citas junto al mercado, al margen de la plaza donde éste tiene lugar o bien, con mayor frecuencia, se reúne en una posada: las posadas son etapas de la circulación rodada, oficinas de transporte. Que este tipo de intercambios sustituye las condiciones normales del mercado colectivo por transacciones individuales cuyos términos varían arbitrariamente según sea la situación respectiva de los interesados, lo demuestran sin ambigüedad los numerosos procesos que origina en Inglaterra la interpretación de los pequeños papeles firmados por los vendedores.
Es evidente que se trata de intercambios desiguales en los que la competencia ley esencial de la llamada economía de mercado no desempeña apenas ningún papel, y en los que el mercader cuenta con dos ventajas: ha roto las relaciones entre el productor y el destinatario final de la mercancía (él es el único que conoce las condiciones del mercado a ambos extremos de la cadena, y, por lo tanto, el beneficio contable) y dispone de dinero en efectivo, lo que constituye su argumento principal. De ahí que se tiendan largas cadenas mercantiles entre la producción y el consumo, y es sin duda su eficacia lo que las hizo imponerse, especialmente en lo que se refiere al abastecimiento de las ciudades, y lo que incitó a las autoridades a hacer la vista gorda o, por lo menos, a relajar sus controles.
Ahora bien, cuanto más se alargan dichas cadenas, más escapan a las reglas y controles habituales y más claramente emerge el proceso capitalista. Y lo hace de forma brillante en el comercio, a larga distancia, el Fernhandel, en el que los historiadores alemanes no son los únicos en ver el superlativo de la vida de intercambio. El Fernhandel es, por excelencia, un campo en el que se maniobra libremente, opera a unas distancias que le ponen a resguardo de los controles ordinarios, o que le permiten sortearlos; actuará, según los casos, desde las costas de Coromandel o las riberas de Bengala hasta Ámsterdam; desde Ámsterdam hasta cualquier almacén de reventas de Persia, de la China o del Japón.
En esta extensa zona de operaciones, cuenta con la posibilidad de escoger, y escogerá aquello que le proporcione los máximos beneficios: ¿el comercio en las Antillas ya sólo produce beneficios modestos? Da lo mismo, ya que, en ese mismo instante, el comercio de la India y de la China garantiza la obtención de beneficios dobles. Basta, pues, con cambiar de punto de mira.

De estos grandes beneficios se derivan considerables acumulaciones de capital, tanto más cuanto que el comercio a larga distancia sólo se reparte entre unas pocas manos. No entra cualquiera en él. El comercio local, por el contrario, se esparce entre multitud de participantes. En el siglo xvi, por ejemplo, el comercio interior de Portugal, visto en su totalidad y con todo su supuesto valor monetario, es, con mucho, superior al comercio de pimienta, especias y drogas. Pero este comercio interior se encuentra a menudo bajo el signo del trueque, del valor de uso. El comercio de especias, en cambio, se sitúa directamente dentro del ámbito de la economía monetaria. Y son sólo los grandes negociantes los que lo practican y concentran en sus manos sus anormales beneficios. El mismo razonamiento valdría para la Inglaterra de tiempos de Defoe.

No es una casualidad que, en todos los países del mundo, un grupo de grandes negociantes se destaque claramente por encima de la masa de mercaderes, y que este grupo sea más limitado, por un lado, y aparezca siempre ligado, por otro, al comercio a larga distancia, entre otras actividades. Este fenómeno es visible en Alemania desde el siglo XIV, en París desde el XIII, en las ciudades italianas desde el XII, e incluso antes.

El tayir, en el Islam y antes ya de la aparición de los primeros negociantes occidentales, es un exportador-importador que, desde su casa (estamos ya ante el comercio fijo), dirige a agentes y comisionistas. No tiene nada en común con el hawanli, el tendero del zoco. En Agra, que, hacia 1640, es aún una enorme ciudad de la India, un viajero anota que con el nombre de “ sogador” se designa a “aquel al que llamaríamos en España un mercader, pero hay algunos que se adornan con el nombre particular de katari, el título más eminente para aquellos que profesan en estos países el arte mercantil y que significa comerciante riquísimo y de gran crédito”.
En Occidente, el vocabulario señala unas diferencias análogas. El négociant es el katarí francés, y esta palabra aparece en el siglo xvii. En Italia, hay una enorme distancia entre el mercante a taglio y el negoziante; lo mismo en Inglaterra entre el tradesman y el merchant que, en los puertos ingleses, se ocupa ante todo de la exportación y del comercio a larga distancia; y en Alemania, entre los Krämer, por un lado, y el Kaufmann o el Kaufherr, por otro.
¿Hace falta señalar que estos capitalistas, tanto en el Islam como en la cristiandad, son los amigos del príncipe, aliados o explotadores del Estado? Muy pronto, desde el principio, traspasarán los límites nacionales y se entenderán con los mercaderes de otras plazas extranjeras. Poseen mil medios para falsear el juego a su favor, mediante la manipulación del crédito y el fructuoso juego de las buenas monedas contra las falsas: las buenas monedas de oro y plata se destinan a las grandes transacciones, al Capital; y las de cobre a los pequeños salarios y a los pagos cotidianos, al Trabajo, en consecuencia. Cuentan con la superioridad de la información de la inteligencia y de la cultura.
Y se apoderan a su alrededor de lo que es bueno aprehender: la tierra, los edificios, las rentas… ¿Quién pondría en duda que tienen a su disposición los monopolios, o simplemente el poder suficiente para anular en un noventa por ciento de los casos a la competencia? Al escribir a uno de sus agentes de Burdeos, un mercader holandés le recomendaba que mantuviera secretos sus proyectos; si no, añadía, “le ocurriría a este negocio lo que a tantos otros en los que, en el momento en que surge la competencia, ¡ya se acabaron los beneficios! “ Finalmente, y gracias a la masa de los capitales, pueden los capitalistas preservar sus privilegios y reservarse los grandes negocios internacionales de su tiempo. De una parte, porque en esta época de lentísimos transportes, el gran comercio impone largos plazos a la circulación de capitales: son necesarios meses, y a veces años, para que retornen las sumas invertidas, engrosadas por sus beneficios.
De otra parte, porque generalmente el gran mercader no utiliza sólo capitales: recurre al crédito, al dinero de los demás. Por último, los capitales se desplazan. Desde finales del siglo XIV, los archivos de Francesco di Marco Datini, mercader de Prato, cerca de Florencia, nos señalan las idas y venidas de las letras de cambio entre las ciudades italianas y los puntos álgidos del capitalismo europeo: Barcelona, Montpellier, Avignon, París, Londres, Brujas… Pero se trata aquí de juegos tan ajenos al común de los mortales, como son las actuales deliberaciones ultrasecretas del Banco de Pagos Internacionales, en Basilea.
Así pues, el mundo de la mercancía o del intercambio se encuentra estrictamente jerarquizado, desde los más humildes oficios mozos de cuerda, descargadores, buhoneros, carreteros, marineros hasta los cajeros, tenderos, agentes de nombres diversos, usureros y, finalmente, hasta los negociantes. Lo que a primera vista resulta sorprendente es que la especialización, la división del trabajo, que no hace más que acentuarse rápidamente al compás de los progresos de la economía de mercado, afecta a toda esta sociedad mercantil salvo a su cima, la de los negociantes capitalistas.
Así este proceso de parcelación de funciones, esta modernización, se manifestó ante todo y solamente en la base: los oficios, los tenderos, incluso los buhoneros, se especializan. No ocurre lo mismo en lo alto de la pirámide, ya que, hasta el siglo XIX, el mercader de altos vuelos no se limita, por así decir, a una sola actividad: es comerciante, claro está, pero nunca de un solo ramo, sino que, según las ocasiones, es a la vez armador, asegurador, prestamista, prestatario, financiero, banquero e incluso empresario industrial o explotador agrícola. En Barcelona, en el siglo XVIII, el tendero detallista, el botiguer, está siempre especializado: vende telas, o paños, o especias. … Si algún día se enriquece lo suficiente como para convertirse en negociante, pasa automáticamente de la especialización a la no especialización. A partir de ese momento, cualquier buen negocio que se encuentre a su alcance pasará a ser de su competencia.
Esta anomalía ha sido a menudo señalada, pero la explicación que suele dársele no nos puede satisfacer: el mercader, nos dicen, divide sus actividades entre diversos sectores para limitar sus riesgos: perderá con la cochinilla, pero ganará con las especias; fracasará en una transacción comercial, pero ganará al jugar con los cambios o al prestarle dinero a un campesino para que pueda constituirse una renta… Para resumir, seguiría el consejo de un proverbio francés que recomienda “ne pas mettre tousses oeufs dans le même panier” [“no jugárselo todo a una sola carta”].
De hecho, yo pienso: o que el mercader no se especializa porque ninguno de los ramos que se encuentran a su alcance está lo suficientemente desarrollado como para absorber toda su actividad. Se cree con demasiada frecuencia que el capitalismo de antaño era menor, debido a la falta de capitales, que le fue preciso ir acumulando durante mucho tiempo para expandirse. Sin embargo, la correspondencia mercantil o las memorias de las cámaras de comercio nos muestran bastante a menudo el caso de capitales que buscan inútilmente una forma de inversión. Entonces, el capitalismo se sentirá tentado por la adquisición de tierras, por su valor refugio y su valor social, pero también a veces de tierras que pueden explotarse de forma moderna y ser fuente de beneficios sustanciosos, como sucede, por ejemplo, en Inglaterra, en Venecia y otros lugares.
0 bien se dejará seducir por las especulaciones inmobiliarias urbanas; o también por las incursiones, prudentes pero frecuentes, en el campo de la industria, así como por las especulaciones mineras (siglos XV y XVI). Pero resulta significativo que, salvo en casos excepcionales, no se interese por el sistema de producción y se contente, mediante el sistema de trabajo a domicilio o putting out, con controlar la producción artesanal para asegurarse mejor su comercialización. Frente al artesano y al sistema del putting out, las manufacturas no representarán, hasta el siglo XIX, más que una pequeña parte de la producción.
Que si el gran comerciante cambia tan a menudo de actividad, es porque los grandes beneficios cambian sin cesar de sector. El capitalismo es de naturaleza coyuntural. Incluso hoy en día, uno de sus grandes valores es su facilidad de adaptación y de reconversión. O Que una única especialización ha mostrado, en ocasiones, tendencia a manifestarse dentro de la vida mercantil: el comercio del dinero. Pero su éxito nunca ha sido de larga duración, como si el edificio económico no pudiese nutrir suficientemente esta punta culminante de la economía.
La banca florentina, algún tiempo floreciente, se derrumba con los Bardi y los Perucci en el siglo xiv; y más tarde con los Médicis, en el siglo XV. A partir de 1579, las ferias genovesas de Piacenza se convierten en el clearing de casi todos los pagos europeos, pero la extraordinaria aventura de los banqueros genoveses durará menos de medio siglo, hasta 1621. En el siglo XVII, Ámsterdam dominará a su vez en forma brillante los circuitos del crédito europeo, y la experiencia se saldará también esta vez con un fracaso en el siglo siguiente. El capitalismo financiero no triunfará hasta el siglo xix, más allá de los años 1830-1860, cuando la Banca lo acapare todo, industria y mercancía, y cuando la economía, en general, haya adquirido el suficiente vigor como para sostener definitivamente esta construcción.
Resumiendo, hay dos tipos de intercambio: uno, elemental y competitivo, ya que es transparente; el otro, superior, sofisticado y dominante. No son ni los mismos mecanismos ni los mismos agentes los que rigen a estos dos tipos de actividad, y no es en el primero, sino en el segundo, donde se sitúa la esfera del capitalismo. No niego que pueda haber un capitalismo rural y disfrazado, astuto y cruel. Lenin, según me dijo el profesor Dalin de Moscú, sostenía incluso que, en un país socialista, si se le devolvía la libertad a un mercado de pueblo, éste podría reconstruir el árbol entero del capitalismo.
No niego tampoco que pueda existir un microcapitalismo de los tenderos. Gerschenkron piensa que el verdadero capitalismo surgió de ahí. La relación de fuerzas que se halla en la base del capitalismo puede esbozarse y encontrarse en todos los estratos de la vida social. Pero en definitiva, es en lo alto de la sociedad donde se despliega el primer capitalismo, donde afirma su fuerza y se nos revela. Y es a la altura de los Bardi, de los Jacques Coeur, de los Jacob Fugger, de los John Law y de los Necker donde debemos ir a buscarlo y donde más probabilidades tenemos de descubrirlo.
Si de ordinario no se hace una distinción entre capitalismo y economía de mercado es porque ambos han progresado a la vez, desde la Edad Media hasta nuestros días, y porque se ha presentado a menudo al capitalismo como el motor y la plenitud del desarrollo económico. En realidad, todo se sostiene sobre los anchos hombros de la vida material: si ésta crece, todo va hacia adelante; la economía de mercado crece también a su costa y amplía sus relaciones. Ahora bien, el que se beneficia siempre de esta expansión es el capitalismo. No creo que Joseph Schumpeter tenga razón cuando hace del empresario el deus ex machina. Creo con firmeza que es el movimiento de conjunto el que resulta determinante, y que todo capitalismo está hecho a la medida, en primer lugar, de las economías que le son subyacentes.
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Como privilegio de una minoría, el capitalismo es impensable sin la complicidad activa de la sociedad. Constituye forzosamente una realidad de orden social, una realidad de orden político e incluso una realidad de civilización. Porque hace falta, en cierto modo, que la sociedad entera acepte, más o menos conscientemente, sus valores. Pero no siempre es éste el caso.
Toda sociedad densa se descompone en varios “conjuntos”: el económico, el político, el cultura] y el jerárquico social. El económico sólo podrá comprenderse en unión de los demás conjuntos”, disolviéndose en ellos, pero también abriendo sus puertas a los próximos a él. Hay acción e interacción. Esta forma particular y parcial de la economía que es el capitalismo no se explicará plenamente sino a la luz de estas proximidades e invasiones; acabará adquiriendo gracias a ella su auténtico rostro.
De ahí que el Estado moderno, que no ha creado el capitalismo pero sí lo ha heredado, tan pronto lo favorezca como lo desfavorezca; a veces lo deja expandirse y otras le corta sus competencias. El capitalismo sólo triunfa cuando se identifica con el Estado, cuando es el Estado. En su primera gran fase, la de las ciudades Estado de Italia, en Venecia, en Génova y en Florencia, la élite del dinero es la que ejerce el poder. En Holanda, en el siglo xviii, la aristocracia de los Regentes gobierna siguiendo el interés e incluso las directrices de los hombres de negocios, negociantes o proveedores de fondos. En Inglaterra, con la revolución de 1688, se llega asimismo a un compromiso semejante al holandés. Francia mantiene un retraso de más de un siglo: sólo con la revolución de julio, en 1830, se instalará por fin cómodamente la burguesía de los negocios en el gobierno.
Así pues, el Estado se muestra favorable u hostil al mundo del dinero según lo imponga su propio equilibrio y su propia capacidad de resistencia. Lo mismo ocurre con la cultura y con la religión. En un principio, la religión fuerza de tipo tradicional dice no a las novedades del mundo, del dinero, de la especulación y de la usura. Pero existen acomodos con la Iglesia. Aunque ésta no cesa de decir no, acabará por decir sí a las imperiosas exigencias del siglo. Para decirlo brevemente, aceptará un aggiornamento, un modernismo como hubiéramos dicho antaño. Agustin Renaudet recordaba que Santo Tomás de Aquino (12251274) formuló el primer modernismo llamado a tener éxito.
Pero si la religión y, por lo tanto, la cultura, barrió bastante pronto sus obstáculos, mantuvo una fuerte oposición de principio, especialmente en lo que se refiere al préstamo con interés, condenado como usura. Se ha llegado incluso a sostener, un poco precipitadamente, es verdad, que estos escrúpulos sólo desaparecieron con la Reforma y que ésta es la razón profunda de la ascensión del capitalismo en los países del norte de Europa. Para Max Weber, el capitalismo, en el sentido moderno de la palabra, no habría sido ni más ni menos que una creación del protestantismo o, mejor aún, del puritanismo.
Todos los historiadores se oponen a una tesis sutil, aunque no logran desembarazarse de ella de una vez por todas: vuelve a resurgir ante ellos sin cesar. Y, sin embargo, es manifiestamente falsa. Los países del Norte no han hecho más que tomar el lugar ocupado durante largo tiempo y con brillantez por los viejos centros capitalistas del Mediterráneo. No inventaron nada, ni en el campo de la técnica ni en el del manejo de los negocios. Ámsterdam copia a Venecia, al igual que Londres copiará a Ámsterdam, y Nueva York a Londres. Lo que entra en juego en cada ocasión es el desplazamiento del centro de gravedad de la economía mundial, por razones económicas, y esto no afecta a la naturaleza propia del capitalismo.
Este deslizamiento definitivo desde el Mediterráneo a los mares del Norte, que se produce muy a finales del siglo xvi, supone el triunfo de un país nuevo sobre otro viejo. Y supone también un amplio cambio de nivel. Gracias a la nueva ascensión del Atlántico, se produce una expansión de la economía en general, de los intercambios, del stock monetario y, nuevamente, el vivo progreso de la economía de mercado es el que, fiel a la cita de Ámsterdam, llevará sobre sus espaldas, las construcciones ampliadas del capitalismo. Finalmente, me parece que el error de Max Weber deriva esencialmente, en su punto de partida, de una exageración del papel desempeñado por el capitalismo como promotor del mundo moderno.
Pero éste no es el problema esencial. El verdadero destino del capitalismo se jugó, en efecto, de cara a las jerarquías sociales. Toda sociedad evolucionada admite varias jerarquías, digamos varios escalones, que le permiten salir de la planta baja donde vegeta la masa del pueblo que está en la base el Grundvo1k de Werner Sombart: jerarquía religiosa, jerarquía política, jerarquía militar y jerarquías diversas del dinero. Entre unas y otras, según los distintos siglos o lugares, existen oposiciones, compromisos o alianzas; a veces, hay incluso confusión.
En la Roma del siglo XIII, la jerarquía política y la religiosa se confunden pero, alrededor de la ciudad, la tierra y el ganado crean una clase de grandes señores peligrosos, mientras que los banqueros de la Curia sieneses ascienden ya muy alto.
En Florencia, a finales del siglo XIV, la antigua nobleza feudal y la nueva gran burguesía mercantil forman ya un mismo cuerpo dentro de una élite del dinero, la cual se hace también, lógicamente, con el poder político. En otros contextos sociales, por el contrario, una jerarquía política puede aplastar a las demás: es el caso de la China de los Ming y de los Manchúes.
Es también el caso, aunque de forma menos nítida y continua, de la Francia monárquica del Antiguo Régimen, que durante mucho tiempo no deja a los mercaderes, ni siquiera a los ricos, más que un papel carente de prestigio, y coloca en primera línea a la decisiva jerarquía de la nobleza. En la Francia de Luis XIII, el camino del poder pasa por acercarse al rey y a la Corte. El primer paso de la verdadera carrera de Richelieu, titular del insignificante obispado de Lugon, fue convertirse en capellán de la reina madre, María de Médicis, y poder acceder así a la Corte para introducirse en el estrecho círculo de los gobernantes.
Hay tantos caminos para la ambición de los individuos como sociedades. Y tantos tipos de éxito. En Occidente, aunque no escaseen los éxitos de individuos aislados, la historia repite incesantemente la misma lección, a saber, que los éxitos individuales deben inscribirse casi siempre en el activo de las familias vigilantes, atentas y consagradas a incrementar poco a poco su fortuna y su influencia. Su ambición aparece surtida de paciencia, se desarrolla a largo plazo. Entonces, ¿es preciso cantar las glorias y méritos de las “largas” familias, de los linajes?
Supondría poner en primer plano, en el caso de Occidente, aquello que llamamos, en líneas generales y con un término que se ha impuesto tardíamente, la historia de la burguesía, sustentadora del proceso capitalista, creadora o utilizadora de la sólida jerarquía que se convertirá en la espina dorsal del capitalismo. Este último, en efecto, para asentar su fortuna y su poder, se apoya sucesiva o simultáneamente en el comercio, en la usura, en el comercio a larga distancia, en el “cargo” administrativo y en la tierra, valor seguro y que, por añadidura, y mucho más de lo que se piensa, confiere un evidente prestigio de cara a la misma sociedad.
Si atendemos a estas largas cadenas familiares y a la lenta acumulación de patrimonios y honores, el paso, en Europa, del régimen feudal al régimen capitalista se hace casi comprensible. El régimen feudal constituye, en beneficio de las familias señoriales, una forma duradera del reparto de la riqueza territorial, riqueza de base y por lo tanto un orden estable en su textura. La “burguesía”, a lo largo de los siglos, vivirá como un parásito dentro de esta clase privilegiada, cerca de ella, contra ella y aprovechándose de sus errores, de su lujo, de su ociosidad y de su falta de previsión, para acabar apoderándose de sus bienes con frecuencia a través de la usura y para infiltrarse finalmente en sus filas y perderse en ellas.
Pero hay otros burgueses para reanudar el asalto, para reemprender la misma lucha. Parasitismo, en suma, de larga duración: la burguesía no cesa de destruir a la clase dominante para nutrirse de ella. Pero su ascensión fue lenta, paciente, traspasándose sin cesar la ambición a hijos y nietos. Y así sucesivamente.
Una sociedad de este tipo, derivada de la sociedad feudal y que todavía sigue siendo feudal a medias, es una sociedad en la cual la propiedad y los privilegios sociales se encuentran relativamente a salvo, en la cual las familias pueden disfrutar de aquellos con relativa tranquilidad, al ser la propiedad sacrosanta y desear ellos que así sea, y en la cual permanecen, por lo general, en su sitio. Ahora bien, es preciso que estas aguas sociales estén tranquilas o relativamente tranquilas para que se produzca la acumulación y se mantengan los linajes, y para que, si la economía monetaria colabora, emerja por fin el capitalismo. Éste destruye, con este proceso, ciertos bastiones de la alta sociedad, pero reconstruye, en cambio y para beneficio propio, otros tan sólidos y duraderos como aquellos.
Estas largas gestaciones de fortunas familiares, que desembocan un buen día en un éxito espectacular, nos resultan tan familiares, tanto en el pasado como en el presente, que nos cuesta darnos cuenta de que estamos aquí, de hecho, ante una característica esencial de las sociedades de Occidente. No reparamos en ella, en realidad sino distanciándonos y observando el espectáculo diferente que nos ofrecen las sociedades extraeuropeas. En estas sociedades, lo que llamamos o podemos llamar capitalismo tropieza en general con obstáculos sociales nada fáciles o imposibles de franquear. Son estos obstáculos los que nos sitúan, por contraste, en el camino de una explicación general.
Dejemos a un lado la sociedad japonesa, en donde el proceso es el mismo, en líneas generales, que en Europa: una sociedad feudal se deteriora lentamente y una sociedad capitalista acaba liberándose de ella; Japón es el país en el que las dinastías mercantiles han durado más tiempo algunas, nacidas en el siglo XVII, prosperan todavía hoy en día. Pero la occidental y la japonesa son los únicos ejemplos que nos puede recordar la historia comparativa de sociedades que pasan casi por sí mismas del orden feudal al orden del dinero. En otras zonas, las posiciones respectivas del Estado, del privilegio del rango y del privilegio del dinero son muy distintas, y es de estas diferencias de donde trataremos de extraer una enseñanza.
Veamos el caso de la China y del Islam. En China, las imperfectas estadísticas que se nos ofrecen parecen indicar que la movilidad social en línea vertical es mayor que en Europa. No porque el número de privilegiados sea relativamente mayor, sino porque la sociedad es mucho menos estable. La puerta abierta, la jerarquía abierta, es la de los concursos de mandarines. Aunque estos concursos no siempre se llevaron a cabo dentro de un contexto de honestidad absoluta, resultaban, en principio, asequibles a todos los medios sociales, infinitamente más asequibles en todo caso que las grandes universidades occidentales del siglo XIX. Los exámenes que posibilitaban el acceso a las altas funciones del mandarinato eran, de hecho, redistribuciones de las cartas del juego social, como un constante New Deal.
Pero los, que logran de esta forma ascender a la cima no permanecen allí más que de modo precario, con carácter vitalicio si se quiere. Y las fortunas amasadas a menudo en estas ocasiones no sirven apenas para fundar lo que llamaríamos en Europa una gran familia. Por otra parte, las familias excesivamente ricas y poderosas resultan, por regla general, sospechosas al Estado, que es el único en poseer el derecho sobre la tierra y el único habilitado para recolectar los impuestos que paga el campesino, el cual vigila muy de cerca las empresas mineras, industriales y mercantiles. El Estado chino, pese a las complicidades locales de mercaderes y mandarines corrompidos, siempre fue hostil al florecimiento de un capitalismo que, cada vez que prospera a favor de las circunstancias, se ve finalmente frenado por un Estado en cierto modo totalitario (si despojamos a esta palabra de su sentido peyorativo actual). Sólo encontramos un auténtico capitalismo chino fuera de China en Insulindia, por ejemplo, donde el mercader chino actúa y reina con entera libertad.
En los vastos países del Islam, sobre todo antes del siglo XVIII, la posesión de tierras es provisional, ya que, también allí, pertenece por derecho al príncipe. Los historiadores dirían, siguiendo el lenguaje de la Europa del Antiguo Régimen, que existen beneficios (es decir, bienes cedidos con carácter vitalicio) y no feudos familiares. Para decirlo con otros términos, los señoríos, es decir, las tierras, los pueblos y las rentas territoriales, son distribuidos por el Estado, al igual que antaño lo hacía el Estado carolingio, y se encuentran de nuevo disponibles cada vez que muere su beneficiario. Esto constituye para el príncipe una forma de pagar los servicios de soldados y caballeros. Cuando muere el señor, su señorío y todos sus bienes vuelven al Sultán de Estambul o al Gran Mogol de Delhi.
Digamos que estos grandes príncipes, mientras dura su autoridad, pueden cambiar de sociedad dominante, de élite, igual que de camisa, y no se privan de ello. La cima de la sociedad se renueva, por lo tanto, muy a menudo y las familias no tienen la posibilidad de incrustarse en ella. Un reciente estudio sobre el Cairo en el siglo XVIII nos señala que los grandes comerciantes no consiguen mantenerse en su puesto más allá de una sola generación. La sociedad política los devora. Si en la India la vida mercantil es más sólida, es porque se desarrolla al margen de la sociedad inestable de la cima, dentro de los marcos protectores constituidos por las castas de mercaderes y banqueros.
Una vez señalado esto, podrán ustedes comprender mejor la tesis que sostengo, bastante sencilla y verosímil: existen unas condiciones sociales en la base del avance y del triunfo del capitalismo. Éste exige cierta tranquilidad del orden social, así como cierta neutralidad, debilidad y complacencia del Estado. E incluso en Occidente encontramos diversos grados de esta complacencia: a razones claramente sociales e incrustadas en su pasado se debe que Francia haya sido siempre un país menos favorable al capitalismo que, por ejemplo, Inglaterra.
Creo que este punto de vista no suscitará objeciones serias. En cambio, un nuevo problema se plantea. El capitalismo requiere una jerarquía. Pero, ¿qué es exactamente una jerarquía para un historiador que ve desfilar ante sí cientos y cientos de sociedades que poseen todas ellas rematadas en la cima con un puñado de privilegiados y de responsables? Verdad de ayer para la Venecia del siglo XIII, para la Europa del Antiguo Régimen y para la Francia de Monsieur Thiers o la de 1936, en la que los eslóganes populares denunciaban el poder de las “doscientas familias”. Pero verdad también en Japón, en la China, en Turquía y en la India. Y verdad todavía hoy: incluso en los Estados Unidos, el capitalismo no inventa las jerarquías sino que las utiliza, al igual que tampoco ha inventado el mercado o el consumo. El es, dentro de la amplia perspectiva de la historia, el visitante nocturno. Llega cuando ya todo está en su sitio. Dicho de otra forma, el problema en sí de la jerarquía lo rebasa, lo trasciende, lo domina por anticipado. Y las sociedades no capitalistas no han suprimido, desgraciadamente, las jerarquías.
Todo esto abre las puertas a largas discusiones que he tratado de presentar en mi libro sin aportar conclusiones. Porque ahí reside, sin duda, el problema clave, el mayor de todos los problemas: ¿hay que destruir la jerarquía, la dependencia de un hombre con respecto a otro? Sí, afirmó JeanPaul Sartre en 1968. Pero, ¿es esto realmente posible?

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