Masculinidad patriarcal en crisis
ANALÍA BERNARDO
Para Juan Carlos Volnovich, médico psicoanalista argentino, el Movimiento de Mujeres ha desafiado al viejo machismo latinoamericano y la conocida masculinidad patriarcal se enfrenta a nuevas experiencias de masculinidad
“en tránsito”.
El reclamo de las mujeres por una democratización en las relaciones entre los géneros a nivel familiar, social e institucional obliga a los varones a revisar y modificar actitudes, dogmas, leyes, mandatos y prácticas patriarcales que
fueron consideradas normales y aceptables en los últimos dos milenios.
“Soy de los que ven al patriarcado como un sistema de opresión y explotación del ser humano basado en su pertenencia al sexo femenino”, expresa Volnovich, y agrega: “el patriarcado es un sistema de dominio, de presión y represión
basado en una definición cultural de la femineidad y de la masculinidad que impide a todos los seres humanos realizar todas nuestras capacidades potenciales”.
Para detectar esas limitaciones que coartan las potencialidades humanas, las mujeres cuestionamos el modelo femenino patriarcal y desarrollamos una identidad más allá de las fronteras y estereotipos impuestos. ¿Y los varones?
Para Volnovich aún están muy rezagados en el cuestionamiento de la masculinidad patriarcal. Además, el patriarcado sigue brindándoles imágenes de poder dominante y sexista, como la manera “exitosa” de ser varón.
Aún así, es necesario preguntarse por qué los varones han tenido –y siguen teniendo– tantas dificultades para relacionarse de manera igualitaria y respetuosa con las mujeres y con otros varones. ¿Por qué crearon tantas estructuras culturales, políticas, económicas, sexuales y religiosas que han oprimido a la mujer y la han excluido de todos los ámbitos durante tanto tiempo? ¿Por qué el poder para ser y actuar sólo en manos masculinas…?
Una de las respuestas se encuentra en las figuras consagradas que han llevado a los varones a considerarse superiores y no iguales a las mujeres. El arquetipo del Dios Padre, masculino y monoteísta, ha tenido un fuerte impacto en la conciencia masculina, individual y colectiva, al presentarse como un ser supremo que no convive con ningún otro ser divino, como si prefiriese la soledad a la vinculación.
Teólogos judíos, cristianos e islámicos suelen indicar que Dios no tiene sexo ni género. Sin embargo la percepción que los y las creyentes tienen es que Dios es masculino, es varón. Las escrituras, las catequesis, las teologías y los cultos constantemente hablan de “Él” y no, por ejemplo, de “Ella”. Tampoco se ocuparon en crear un lenguaje inclusivo para dar a entender que Dios contenía lo femenino además de lo masculino. O bien un lenguaje neutro para esa deidad que trasciende los géneros. La Cábala judía sí lo intentó al desarrollar un Árbol de la Vida con un pilar femenino y otro masculino para conciliarse en un tercero, pero esas visiones apenas transcendieron los círculos de eruditos.
El Judaísmo y el Islam –que no usan símbolos figurativos para Dios– en sus textos sagrados no pueden evitar hablar de Dios utilizando metáforas e imágenes de género masculino para referirse a la deidad.
Por su parte, el Cristianismo dejó de lado esa restricción simbólica y plasmó lo que se daba por sentado: Dios es varón, y así lo representó en el arte sacro, como un hombre poderoso, un patriarca, un rey, un juez. Y a esa figura del Dios Padre se sumaron las del Hijo y el Espíritu Santo, formando una trinidad sin ninguna persona divina femenina.
El Cristianismo casi rompe el tradicional monoteísmo de la religión judía. Y si lo hace es para incorporar más figuras masculinas. La Virgen María no participa de la trinidad de la misma manera que el Padre y el Hijo como Diosa Madre o
como una deidad femenina de cualquier otro tipo; siempre está un escalón más abajo. Para imponerse, la iglesia Católica creó una trinidad que reemplazara a las trinidades precristianas y a las ancestrales triples diosas lunares que en el primer milenio d. C. seguían siendo adoradas en Europa con el nombre de Diana, Isis, Selene, Hécate, las Parcas, junto a sus hijas, hijos y consortes.
Más tarde, la Reforma protestante eliminó las figuras antropomórficas para Dios Padre y Jesús, el culto de la Virgen y de los santos, para concentrarse sólo en la cruz desnuda y la Biblia.
Teólogas católicas y evangélicas progresistas suelen señalar la necesidad de un lenguaje inclusivo, masculino y femenino para Dios como “Dios Padre y Diosa Madre” en las lecturas bíblicas y el culto. Pero cuando se les pregunta sobre la manera de representar esa doble potencialidad en la divinidad monoteísta de manera icónica, reconocen que resultaría muy exótico, incluso chocante, para la mayoría de las/los fieles representar a Dios/Diosa con una figura femenina.
Mucho menos con una andrógina, aún cuando la feligresía se ha acostumbrado a ver personificaciones masculinas de Dios en las iglesias. De hecho, aún no pueden incorporar la expresión “Dios Padre, Diosa Madre” que sería la más adecuada desde la perspectiva de género.
Así, vemos que el arquetipo nuclear que está detrás de la masculinidad patriarcal es un modelo estereotipado con grandes dificultades para expresar una relación armónica entre lo masculino y lo femenino; para expresar diversidad e igualdad entre los géneros.
Los egipcios, que eran la civilización más avanzada del primer milenio a. C. del Cercano Oriente, incluso en igualdad de género, no toleraron más de un faraón (Akenatón) imponiendo un culto monoteísta. Apenas se murió se restituyeron
los numerosos cultos y deidades femeninas y masculinas.
Algo similar encontramos en las culturas nativas precolombinas donde no existen evidencias de un monoteísmo masculino sin representación sagrada femenina, ni
una discriminación sexual y cultural hacia la mujer de las mismas dimensiones que la judeocristiana o islámica.
El pueblo Mapuche representa a sus deidades de manera cuaternaria, doblemente femenina y masculina, a través de un símbolo mandálico* que la machi sacerdotisa/curandera) pinta sobre el parche del kultrún (tambor ritual de madera y cuero): un círculo con una cruz de cuatro brazos iguales que representan a Küshe, la diosa mujer anciana, Fücha, el dios hombre anciano, Ülcha, la diosa mujer joven
y Weche, el dios hombre joven. El ave sagrada de los mapuches, el Choiqué, suele considerarse un ser primordial andrógino. Esta cultura, una de las más antiguas de los Andes patagónicos de Sudamérica, rara vez recurre a las imágenes antropomórficas. Aquel mandala –símbolo de totalidad y diversidad– es suficiente para expresar la importancia y dignidad de ambos géneros en sus vidas y costumbres, en la dimensión divina y en la terrena.
En este pueblo, por ejemplo, la violencia doméstica hacia la mujer y los hijos/as prácticamente no existe en las comunidades, especialmente en las menos influidas por la cultura occidental.
La crisis de la masculinidad patriarcal apenas comienza, siendo un momento histórico y cultural para transformar modelos y prácticas que nos han limitado como personas masculinas y femeninas. Mujeres y varones necesitamos llevarla
adelante en beneficio mutuo.
- Mandala es una palabra hindú que significa círculo. Los mandalas
hindues y los tibetanos son una forma de reunir en un símbolo distintas
energías, deidades, las cuatro direcciones, los cuatro budas o dioses y
diosas, etcétera.
La autora investiga tradiciones sagradas femeninas
analiabernardo@yahoo.com