Acabo aquí con este largo preámbulo. Ahora vuelvo al relato. La Conferencia Internacional de Partidos Comunistas tuvo lugar en Moscú desde el 5 al 17 de junio de 1969. Tengo un leve recuerdo que la persona que pronunció el discurso de cierre fue Rodney Arismendi. Por supuesto el discurso de apertura lo pronunció Leonid Ilich Brezhnev. Para esta época ya habían desaparecido Maurice Thorèz y Palmiro Togliatti, a los comunistas franceses los representó Waldeck Rochet y a los italianos, Enrico Berlinguer. Tal vez estos nombres ya no les suenen a muchos, pero durante toda la década que iba a seguir fueron los principales protagonistas del “eurocomunismo”. También pronunció un discurso el español Santiago Carrillo. Nuestro compatriota Salvador Cayetano Carpio pronunció el suyo antes de la segunda intervención del anfitrión Leonid Brezhnev. No voy a seguir nombrando a los que intervinieron pues ahora ya no le traen recuerdos a muchos de mis lectores.
Pero después de la Conferencia, Carpio se fue y su ala o sombra protectora dejó de acobijarme. No obstante antes de convocarme de nuevo a los interrogatorios los agentes de la KGB se tomaron cierto tiempo. Pudieron perfectamente haber impedido que entrara a trabajar al semanal “Novedades de Moscú” (versión en español), pero no lo hicieron. Tampoco impidieron que hiciera algunos trabajos de traducción para la agencia TASS y para la agencia Novosti. Ese fue mi primer trabajo. Empecé como traductor, pero rápidamente me fueron encomendando otras tareas, como la de entrevistar a Miguel Angel Asturias, a Pablo Neruda. Me publicaron una entrevista improvisada en el vestíbulo del hotel “Rusia” con el cineasta italiano Federico Fellini. Tal vez porque en esa entrevista Fellini elogiaba la película que iba a ganar el principal premio del primer Festival de Cine de Moscú, el tríptico “Lucía” de Humberto Solás. Pueden leer algo sobre Solás en este enlace. También realicé una larga entrevista con uno de los sobrevivientes del ataque al Moncada que se publicó para celebrar el 26 de julio cubano.
Entré a trabajar al semanal para remplazar a un amigo ecuatoriano (mi más cercano amigo en mis años de estudio, desde entonces no he vuelto a saber nada de él, me hace falta). Siempre había habido un latinoamericano en ese puesto. Nuestra principal tarea era ponerle el toque latino a los escritos, cuando el texto contaba con demasiadas palabras más usuales en la Península, tratábamos de encontrar algo que fuese más neutral, no connotado. Las traducciones las hacíamos cinco personas, tres españolas llegadas a la URSS después de la derrota de los republicanos y un español, que pronto volvería a España. También traducía y redactaba una señora soviética, cuyo nombre, van a perdonar el colmo, pero lo he olvidado, a pesar de que en el episodio que les voy a contar ella jugó un papel prominente, en realidad era Natalia no sé cuanto.
Los días de la impresión del semanal siempre había un redactor que se quedaba hasta el último momento y daba el visto bueno para la impresión. Con frecuencia me tocaba a mí, por conveniencia, horas extras y descanso adicional. Las camaradas españolas huían de esas noches en blanco, pues a veces los suplementos traían materiales bastante extensos que se traducían generalmente a última hora.
Eran los jueves. Ese jueves, desde la mañana me di cuenta que me iba a tocar a mí, pues dos de las traductoras que también eran redactoras estaban ausentes, la otra traductora, no sé por qué, no era redactora. Creo que era asunto de título universitario. Traté de adelantar cierto trabajo y pedí las pruebas que estaban ya listas. Las fui a dejar personalmente a la imprenta de Izvestia, que era allí donde se editaba Novedades de Moscú. Aproveché y me quedé a almorzar en el comedor del diario. Siempre que podía iba a comer allí, pues se comía muy bien y era barato.
Después de almorzar, atravesé la plaza y en la puerta de nuestro semanal me topé con la traductora y con una documentalista. La traductora me detiene y me dice:
—Arriba lo está esperando un amigo suyo, con facha de policía.
—¿Un amigo con facha de policía? No se me ocurre quién puede ser.
—Si, tiene facha de policía.
La traductora me estaba advirtiendo. Lo hizo de esa manera, en realidad no le entendí, tal vez ella pensó que podía ponerme en fuga. La documentalista me miraba casi con lágrimas en los ojos. Ella era una morena muy simpática y sobre todo muy eficaz, muy trabajadora. También a ella le tocaba con frecuencia quedarse de turno, pues nunca nadie sabía que problema de última hora podía ocurrir. Nos tocaba esas noches estar en contacto por teléfono.
—Bueno, voy a subir a ver quién es.
Ellas se sorprendieron y no se apartaban de la puerta. Pero casi resignadas se fueron a comer. Subí por las escaleras. En el corredor me encontré con un señor que me preguntó:
—¿Usted es Carlos Abrego?
—Sí.
En ese momento sacó su tarjeta roja de agente de la KGB y agregó:
—Me tiene que acompañar.
Fue en este instante que se jugó mi suerte, fue en este instante preciso que tal vez salve mi vida. Lo digo de esta manera, un poco trágica, pero quién se iba a preocupar por un guanaco que había desaparecido. Además ya no tenía contacto con mis compatriotas y tampoco tenía contacto con mi familia, por las condiciones de entonces. Dos veces me habían traído cartas de mi mamá. Eso era todo.
No sé como fue que se me ocurrió responderle con una tranquilidad de santaneco presumido:
—No, no puedo acompañarlo, tengo que sacar el diario hoy, voy a hablar con mi jefe.
El hombre perdió toda su compostura. En su experiencia de trabajo tal vez nunca le había hecho semejante respuesta. Por regla general, los soviéticos ante la tarjetita roja de agente del KGB sentían que el suelo se les abría. El hombre no supo qué responderme. En ese momento me estaba guiando mi instinto. Supe que el agente había recibido un gancho moral del que no lograba recuperarse. Sentí que era necesario asestarle otro. Y sin reparo alguno le pido que me ceda el paso para entrar en el despacho de mi jefa. Era la señora de que no recuerdo su apellido. Ella había heredado la dirección del semanal y este número era el primero que salía bajo su responsabilidad. En parte ese puesto me lo debía a mí, fue involuntariamente, en otro momento les contaré las circunstancias. Ella me tenía confianza y me llamaba con frecuencia a consulta. Me vio entrar, no se sorprendió que no tocara antes de entrar. Le largue a boca de jarro y sin tapujos:
—Este tovarich ha venido a arrestarme, pero si lo acompaño el diario no sale hoy.
Se puso de pie. Extrañamente lo que la descompuso fue la perspectiva de que el diario no saliera. Era cierto, las otras dos personas estaban afuera de Moscú y encontrarlas podía tomar horas y mucho más tiempo el viaje de retorno.
—No, no puede ser.
Este “no puede ser” lo expresó con un adverbio ruso, “nilzia”. Es una manera muy enfática de prohibir algo. Creo que esta palabra fue el tercer golpe que recibió el agente, porque esta vez no se trataba de un extranjero, sino que una persona soviética que con aplomo le estaba negando el derecho de arrestarme.
Es posible que mi jefa se diera cuenta de repente de lo inconveniente que resultaba lo que acababa de proferir. No obstante insistió y le dijo al agente:
—Carlos es el único redactor hoy en el diario, sin él tendríamos que anular la salida, se imagina lo que eso significa. ¿No puede venir por él mañana, arrestarlo mañana?
No sé si ella se dio cuenta de lo estrafalario de sus palabras, pero al mismo tiempo con ellas le salía al paso y dejaba atrás aquel categórico “nilzia”. Pero con mi conducta habíamos entrado a un mundo casi surrealista o al inframundo sin acatar los ritos.
Luego vino algo inesperado, tal vez fue el pánico que se había apoderado de mi jefa o qué sé yo lo que pasó. En ese momento, me había puesto a buscar en el bolsillo interior de mi saco el papelito con el teléfono que me diera Carpio, el del Comité Central del PCUS. Mi jefa se le dirigió sonriendo muy candorosa y le dijo al agente:
—¿Por qué no le llama por teléfono a sus superiores y les pregunta si no puede pospenerlo para mañana?
El tovarich keguebesco había perdido todos los reflejos de sabueso. Contorneó el escritorio de mi jefa y marcó un número. En esos instantes mi jefa y yo quedamos pendientes del teléfono como si de ahí iba a salir el humo blanco que vendría a aliviarnos nuestros mutuos y no muy coincidentes desasosiegos. Pero al mismo tiempo aproveché para susurrarle a mi jefa que tenía un teléfono del CC (Comité Central) del Partido que me había dado el Secretario General del PCS en caso de problemas. Ella pareció como aliviada cuando me oyó y suspiró hondamente.
—Soy… (habrá dicho su nombre o su seudónimo). Aquí me dicen que el camarada Abrego es imprescindible para sacar hoy el periódico y me han pedido que vuelva mañana para capturarlo….(Siguió un corto silencio). Sí… sí… sí… sí.
Cuando colgó nos lanzó una mirada muy rencorosa. La reprimenda habrá sido muy severa. Pero cuando nos dijo el veredicto yo ya tenía preparado otro golpe.
—No, tengo que llevarlo de inmediato, lo tengo que llevar ahora mismo.
—No, antes tengo que hablar con el CC. Son las órdenes que tengo y además el único que puede darme permiso de salir de aquí es el camarada Redactor en jefe.
El policía no se esperaba mi reacción. Mis palabras cundieron el efecto que esperaba, el hecho de que yo también tuviera que someterme a una orden lo desquició. La firmeza de voz hizo el resto. Mi jefa aprobó de inmediato mi proposición de ir a la oficina del Redactor en jefe. Sin esperar que el policía tuviera tiempo de reaccionar propuso que bajáramos a su oficina. El Redactor en jefe era miembro del CC.
Nunca lo había visto antes, tampoco había entrado en su oficina. Sabía que había recibido informes sobre mi trabajo, mi disponibilidad. Estos informes me eran muy favorables. Los había pedido a raíz del incidente que llevó a su puesto a mi jefa y que motivó el cambio de puesto de nuestro antiguo jefe. Esto lo repito no fue voluntario. Voy a contarlo en otra oportunidad.
El Redactor en jefe se sorprendió cuando nos vio entrar. Mi jefa le explicó la razón de nuestra presencia en su oficina. Ella insistió en que el diario no podía salir sin mi presencia, que no podía salir de dos puntos de vista, técnicamente y legalmente. Esto último no era cierto. Pues cuando yo firmaba las pruebas finales lo hacia por procuración. En realidad lo hacía en su nombre y en el nombre del Redactor en jefe. Le dijo que yo tenía un teléfono del CC y le dio el papelito.
El Redactor en jefe tomó el teléfono y vio que el número correspondía al CC y se puso a marcar el número. Daba ocupado. Dejó pasar un instante y volvió a marcar y de nuevo dio ocupado. Repitió la operación varias veces. El policía que había dejado pasar el tiempo y que observaba con respeto al Redactor en jefe, comenzó a impacientarse. No obstante no se atrevía a interrumpirlo. El Redactor dijo que iba a tratar otro número, lo hizo y también dio ocupado. Le extrañó mucho y lo dijo. Aprovechando la oportunidad me alejé hacia el interior de la gran sala. Descolgué otro teléfono y llamé a un amigo dominicano, uno de los pocos amigos cercanos de la Universidad con quien había guardado contacto.
—Jorge, me van a llevar preso, si dentro de tres días no salgo, hacés lo que te dije.
Le hablé en ruso y colgué de inmediato. El policía se lanzó con intenciones de arrebatarme el teléfono pero ya era tarde.
—No se puede así, así no se puede trabajar.
Actué de esa manera porque me di cuenta que los teléfonos estaban interferidos, que las llamadas no iban a llegar. El policía estaba furioso. Se le dirigió al miembro del Comité Central de manera muy terminante:
—Pruebe una vez más y si no resulta me lo llevo.
Mi jefa y el Redactor en jefe me miraron muy desconsolados, también sabían que la próxima llamada tampoco iba a funcional. Y fue así.
—Venga por favor conmigo, sin resistir.
Sabía que no valía la pena resistir, ni prolongar esta escena, que tarde o temprano iba a tener que ceder. Pero desde ese instante supe exactamente como tenía que actuar. Salimos del local, a ambos lados de la puerta había un agente y enfrente un coche oscuro que nos esperaba. Subí y me llevaron a la calle Petrovska 38