SAN SALVADOR: CIUDAD SIN MEMORIA Por Tirso Canales

SAN SALVADOR,26 de noviembre de 2009 (SIEP) “El poeta Tirso Canales describe magistralmente las luchas populares para derrocar al Coronel José María Lemus en el año 1960 en esta novela Ciudad Sin Memoria publicada en 1996, de la cual publicamos un capítulo” señaló el Lic. Roberto Pineda, del Centro de Estudios Marxistas “Sarbelio Navarrete.”

CIUDAD SIN MEMORIA

Todo aquello ocurría ante los ojos de Isabel, Reina de ‘Todas las Españas”: En la entrada oriental del Palacio Nacional, era testiga de la barbarie. Por cierto que ella no era ninguna santa, en materia de “verguiar” pueblos, bastante práctica tuvo a lo largo del continente latinoamericano que nuestros pueblos no olvidarán jamás.

En 1524 se ¿irritaría? con los informes de Pedro de Alvarado, acerca de la indomabilidad del Pueblo Pipil, asentado en el soleado Valle de Cuscatlan? Ahora, en 1960 lo ve con sus propios ojos. Sin perder detalle, desde un lugar destacado en la parte más alta de las escalinatas de mármol amarillento del Palacio Nacional de San Salvador. En ese edificio tiene su sede la Asamblea Legislativa y varios Ministerios del “gobierno democrático” por gracia de sus majestades los fraudes, las imposiciones y la matanza ordenada por su excelencia, el Coronel Calduevidrio.

Cuando los grupos de personas de todas las edades que asistían al desfile “del 15 de septiembre”, topaban con la Policía de Hacienda y corrían en busca de otra salida en el extremo.

La Policía Nacional atajaba en plena bocacalle “con topeka” en mano y las bazucas lanzadoras de gases… Corrían para otro lado, pero luego iban a topar con las bayonetas de la Guardia Nacional. En otra dirección la Policía Militar los reviraba contra la Policía de Aduana. Luego los “choriceros” de la Policía Municipal aplicaban “vainazos” a cuanto maje estaba zampado en la “bayuncada” del desfile. Aquella plaza se convirtió en hervidero donde lo único distinguible era el humo negro azuloso de la pólvora y el asfixiante olor a gases “saca mocos”. La tronazón de disparos y la gritería desesperada de los ayes despavoridos corriendo de un lado a otro, hacían temblar…

La Catedral Metropolitana había cerrado sus puertas después de que el Coronel Calduevidrio asistió al Tedeum, en “acción de gracias por la independencia”. Monseñor Chéver y Cabrales, ofició la misa y cuando terminó acompañó hasta la puerta a las “Damas de Buen Corazón”, entre quienes se encontraba la Primera Dama, Doña Pura. Vestida de negro riguroso, en el acto consagratorio entregó su óbolo para que continuara la esforzada construcción de la Catedral traga millones que estaba proyectada para el año de nunca jamás, como decía el pueblo.

Más que correr saltaba el grupo de la Policía Nacional del “desfile de la Independencia”. Por las cuatro esquinas de la Plaza Barrios, los camiones de la Policía Especial, o sea la política, se agolparon y luego empezaron a señalarle a la guardia, a personas conocidas.

– ¡Asesinos! -gritaban los estudiantes.

La gente se apiñaba en las esquinas tratando de salir sin conseguirlo. Desde las azoteas del edificio, “Dueñas”, del Casino Salvadoreño, de Goltri y del “Hipotecario”, llovían balas, gases, bombas de mal olor, bombas de humo negro pegajoso. El Coronel Calduevidrio había estado ofreciendo en sus discursos de las últimas semanas, esas “sorpresas”.

Todo el mundo buscaba salir de la Plaza Barrios que se había transformado en un infierno. Los militares corrían persiguiendo mujeres. Los camiones del Ejército aturdían. El pueblo gritaba y protestaba por los atropellos.

Los oficiales, soldados, guardias, policías de hacienda, policías nacionales, policía militar, cadetes de la Escuela Militar, policía de Aduana, la policía Municipal, la policía política, la policía bancaria, la policía motorizada, la policía civil y la policía secreta, convirtieron el centro de la capital en “plaza de armas”.

No pararon de disparar y de culatear al pueblo. “Eso le pasaba por andar asistiendo al circo donde los animales no estaban domesticados y que además andaban sueltos y borrachos de fetichismo”.

-Con esas palabras apreció los sucesos, Ana Rosa, con su famoso humor cáustico, del que no se escapaba nadie. Bastante hemos presenciado de esta tragedia que parece estar compuesta por infinidad de capítulos observó el Capitán General. Es como una maldición que nos salpica de sangre hasta la coronilla. ¡Cuántos recuerdos desagradables. Como aquel 24 de diciembre de 1922, ¡estoy viendo lo de hoy!. Las salvadoreñas molinistas de aquellos años corrieron con la misma desesperación que las mujeres que estoy viendo, impotente, correr de un lado a otro, procurando salir del alcance de las balas.

Entonces fueron masacradas por ser ‘constitucionalistas” ¡hoy por ‘subversivas’! Cómo si fuera sólo una cosa de palabras. Hubo numerosas mujeres muertas y heridas entonces. Muchos hombres cayeron tratando de defender a sus mujeres y compañeras. La misma saña siempre contra el pueblo, los mismos asesinos de 1932, de 1944, de 1952, y de 1960. ¿Es qué no tiene efecto el tiempo sobre ellos? ¿Cuántas veces se me ha erizado la piel? ¿Y es que tendré tantos más tormentos?. Eduardo advirtió que tanto el Héroe Salvadoreño como su cabalgadura, lloraban gruesas lágrimas alrededor del pedestal.

El pueblo había corrido hacia arriba. Grupos de gente se habían quedado en las Plazas, ‘Dos de Abril” y “Catorce de Julio”.

El General Perales, director de Policía Nacional, ordenó a los batallones anti-motines equipados con modernos “topekas’ que cargaran contra ellos. Todas las personas que habían quedado atrapadas en la zona corrieron hasta la Biblioteca Universitaria. Un grupo numeroso entró primero.

Centenares más se habían refugiado en el Paraninfo Universitario. Entraron por la 7a avenida sur. cerca del Garaje Mundial, y también por la 5 avenida, famosa por sus vendedoras ambulantes que te venden agujas de coser a mano en un canastillo tan chiquito como la palma de la mano, de la niñita descalza que lo lleva con sólo media docena, y te ofrece su mercancía diciéndote que son las últimas, pero en realidad son las primeras porque esa fue la cantidad que logró comprar en las tiendas de mayoreo de la “quinta avenida” que te venden todo a precio de docena; y le ponen a todo, otras formas de engatusar a los clientes. Y la bullanga sigue y bajo el sol bruto te puedes quitar la enorme sed que te rompe la garganta con un buen vaso de ensalada que da gusto, y que de verás te llega hasta el propio sabor con lechuga, mamey, naranja, chan y hasta berro y aquello es toda la gloria, en fin.

Ese día de la “Independencia”, ellas utilizaban creativamente su florido léxico de mentadas de madre, para condecorar a los militares porque se lo merecían, “con gruesos cordones de oro y medallas al mérito, con putiadas de aquellas que están arriba de las sesenta mil putas”.

Eran, de acuerdo a las palabras de Eduardo:

Mentadas de madre en grado superlativo que sólo podían ser creadas por aquellas lenguas gloriosas que sí saben para qué fueron inventadas las putiadas de varios ceros; y esto es, cuando todavía el sesenta por ciento de salvadoreños analfabetos tienen que contar con los dedos, con granos de maíz o con piedritas ¡Imagínense cómo van a ser de largas las putiadas cuando estas gloriosas vendedoras ambulantes sepan, además de leer y escribir, operar computadoras de cuarta o quinta generación!

La zamotana fue de las “más buenas’. Aunque los materiales contundentes y manchantes como tomates, huevos podridos, guineos y otros, se les habían acabado, las canteras de putiadas estaban aún vírgenes, robustas y pariendo más y más y hasta el infinito. Esa es materia inagotable decía Eduardo. Esa es la lengua salvadoreña.

Esas calles hirviendo de sol, son las verdaderas academias que hacen florecer las más brillantes imágenes de contenidos profundos. Esas mujeres deben ocupar asientos de número en la Academia Salvadoreña de la Lengua.

Ante las arremetidas de las vendedoras, los militares corrieron a reagrupar sus fuerzas y volvieron a la carga. Las mujeres haciendo uso de su social ingenio, arremetían por sorpresa aculándose contra las paredes de la Iglesia “El Calvario” y les cantaron a putiadas limpias, hasta de lo que iban a morir el día en que el pueblo despertara.

El General Perales, ante la derrota que estaban experimentando los militares a mano de las vendedoras ambulantes, ordenó sacar los carros blindados con ametralladoras y cañones, y los apostó en la entrada del Telégrafo y en la esquina de la 7ª. Avenida Sur, cerca de la Facultad de Humanidades, donde estaban refugiados cientos de personas. Entre ellas se hallaban las… alumnas del colegio “La Divina Familia” que participaban en el desfile de la Independencia. Ellas corrieron por rutas distintas, pero tampoco las niñas del aristocrático Colegio fueron respetadas por “la bravura” de las tropas.

El pueblo les gritaba “ladrones!”, “¡cobardes!”… Y como para demostrar que no eran cobardes, la emprendieron contra las mujeres que agitaban banderas y que bocabiertiaban por las orillas de las calles como quien mira un circo por los huecos de la carpa, rota y deschirajada, es decir, por andar de mironas” de la “babosada esa que ni gracia tenía”.

Eduardo, llegó sudoroso a donde Ana Rosa. Allí estaba el Chele Escoto, quien lo saludó con un “¡quiubomano, traes las tripas en la boca!”. Mientras se secaba el sudor de la cara y el cuello con su pañuelo blanco grande. Empezó a relatarles lo sucedido en el relajo del desfile.

La tirazón continuaba por las zonas del Mercado Central, el Calvario, el Garaje Mundial, por la esquina que forma la 7 Avenida Sur y la Calle Arce. De todos aquellos lugares se levantaban columnas de humo negro y partían estruendosas ráfagas.

La Rectoría de la Universidad acogió a millares de personas que procuraban ponerse a salvo de la furia de los militares. La gente corría desesperada hacia aquel lugar, considerado como el único a donde los militares no entrarían. Aquellas ideas pronto se vinieron al suelo, cuando los oficiales colocaron frente al viejo portón de madera, un tanque “Sherman” que al primer acelerón tumbó las carcomidas mochetas que sostenían los cuerpos de la anchurosa puerta, y pasó sobre ella como si lo hiciera en carretera llana. Tras el empuje del tanque, penetraron las tropas armadas de “topekas”. Desde el principio la emprendieron garrote en mano contra toda persona que estuviera dentro.

El Rector salió de su despacho asustado y confundido por los sorpresivos acontecimientos. En la entrada de la Rectoría, frente a la tropa que lanzaba gases y repartía garrotazos, se presentó diciendo:

— ¡Señores de la autoridad! ¡Soy el Rector de la Universidad y protesto de modo enérgico por este allanamiento al Alma Mater!… y la violación de la autonomía universitaria garantizada por la Constitución de la República!.

No había terminado de pronunciar sus palabras el Rector, cuando uno de los capitanes que comandaba el asalto le dijo a boca de jarro:

— ¡Qué Constitución ni qué mierda! ¡A vos te andamos buscando comunista hijueputa!… Tras decir aquellas palabras le descargó “el terciazo” en la frente con la pistola desenfundada… Los anteojos del Rector, volaron por el aire lleno de humo.

Luego de presenciar el ejemplo de su jefe, los policías se encimaron asestando garrotazos en la cabeza y la espalda. Entre una lluvia de leñazos lo sacaron a rastras. En vilo lo tiraron adentro de un automóvil sin placas que partió con rumbo desconocido. Dentro de la U. los policías no paraban de repartir leñazos, lanzar gases, romper vidrios, persianas, escritorios… Una sola máquina de escribir, no quedó sobre su mesa, ni un sólo teléfono quedó conectado. Papeleras y papeles, fueron lanzados al suelo con una furia increíble. Numerosos estudiantes y otras personas refugiadas en el recinto universitario que se pasaron del segundo piso a los techos de las casas vecinas, fueron perseguidas por los policías que tenían órdenes de “verguiar a todo el mundo metido allí”.

—“¡No quiero quejas de nadie!”—advirtió el General Perales.

Camiones, ambulancias y todo tipo de vehículos militares, sacaron de la U. a centenares de personas y las llevaron de prisa.. Tras la acción policíaca, cundió el escándalo en la Capital, los golpeados y heridos en el asalto sumaron centenares. El escándalo se transformó pronto en noticia del momento. Los habitantes de San Salvador comentaban los sucesos de distintas formas y los calificaban de diversas maneras. Las vendedoras ambulantes por su proximidad a la U. asaltada eran quienes en masa hablaban de las tropelías y los nombraban con adjetivos que ellas han creado en su larga, esforzada y dolorosa faena. Esos adjetivos que se vuelcan con grandeza y alcanzan su magnitud en la boca franca de las locatarias, que es como decir el pez nadando en su agua viva. El gobierno japonés, cuando hizo el “donativo, desinteresado y de amistad”, aseguró que con los garrotes “topeka”, las autoridades podían flagelar, incluso el rostro y cualquier otra parte sensible, sin dejar huellas. Aunque se usaran sin destreza.

La verdad fue que donde pegaron los “topeka” no quedó señal alguna, pero eso sí, “el dolor subcutáneo era tan bruto que vos no imaginas cabrón”. Los heridos fueron los que sufrieron ataques con culatas de fusil y bayonetas caladas. En cambio los “topeka” o porras japonesas no dejaron ni señas o sea que la tecnología japonesa en materia de “dar verga” había demostrado que era sofisticada de veras. La policía sacó hasta la última persona de las instalaciones.

En el Paraninfo de la Universidad arrancaron las paredes de tablas y abrieron los archivos para llevarse los expedientes de los estudiantes. Después de los muebles despedazados en el suelo, nada faltaba por registrar dentro del recinto. En la parte dominante del Paraninfo, colgados a tres metros quedaban dos grandes retratos pintados al óleo por el maestro Valero Lecha, y correspondían al Doctor Juan Lindo, fundador de la Universidad de El Salvador, y otro a Francisco Gavidia, uno de los grandes poetas salvadoreños, símbolo de la literatura nacional.

Los retratos estaban intactos, pero el Coronel Palomar que comandaba la acción, ordenó “apiarlos de inmediato”.. En cuanto cayeron al suelo, los policías con las bayonetas caladas en sus fusiles los “atacaron” hasta dejarlos tasajeados, tal como ordenó su jefe. Aquellas obras de arte tenidas por joyas de enorme valor histórico, cultural y memoria de la ciudad, nada pudieron hacer como simples objetos ante la embestida. Allí quedaron convertidas en simples chirajos de tela metidos en marcos semi desarmados, junto a los numerosos vitrales de colores que servían de tragaluces.

-Sus órdenes han sido cumplidas, mi General! -informó el Coronel Palomar, haciendo sonar los talones de sus botas, mientras se cuadraba y saludaba a su superior… Diciendo aquello continuó la ceremonia:

— ¡Con su permiso, mi General, puedo retirarme?

— Sí, Coronel, y lo felicito, por saber cumplir con su deber.. Puede retirarse!. El Coronel Palomar, saludó a su jefe. Dio media vuelta golpeando los talones que sonaron como si hubiera golpeado tablas de madera dura muy seca y se retiró hacia el casino de oficiales del cuartel.

Eduardo fue pronto a buscar a Raúl en el “Avispón” del Chele Escoto. En casa de Javier lo encontró esperando ansioso los materiales que debían ser incluidos en el periódico Abril y Mayo, que ya estaba “hirviendo” en la imprenta.

– ¡No contradiga mis órdenes, Coronel Infante! -gritó el General Perales, cuando el tercer Jefe le dijo que entre las mujeres estaba un numeroso grupo de niñas del Colegio “La Divina Familia.” Ella entraron a las instalaciones universitarias para protegerse de los disparos que se producían en la zona, cuando regresaban del desfile.

-Disculpe mi General, digo esto, porque se trata de niñas de colegio, y meterlas en la misma celda con ladrones incorregibles podría ser peligroso.

-He ordenado que las meta allí —gritó el General Perales y

-agregó—, ¡cumpla las órdenes Coronel, y nada más!.

—Como usted ordene, mi General!…

El Coronel Infante saludó a su Jefe, pidió permiso para retirarse y fue a cumplir las órdenes.

Los ladrones “rematados”, muchos de ellos desnudos por completo y con el pelo crecido sobre el pecho. Llevaban años guardando prisión en aquellas inmundas celdas de la Policía Nacional. Cuando metieron a las mujeres a las bartolinas, varios individuos se inquietaron, pero uno de ellos se puso al frente del grupo de los “presos de por vida” a quienes ordenó con voz enérgica.

– ¡Se van todos hasta el rincón!

-¡Y les advierto: “deben ser respetuosos con las señoritas que han metido aquí”!

El hombre corpulento y de gruesos brazos velludos, conocido en el hampa como “Superman”, dijo aquellas palabras de modo cortante y con aplomo de líder.

Una de las mujeres recién introducidas a la celda de los ladrones rematados, explicó que eran estudiantes universitarias, y que habían sido capturadas en el asalto a la Universidad por la Policía. La mujer dijo a los ladrones, “no hemos cometido ningún delito”…

No había terminado de hablar cuando “Superman”, que hablaba como jefe de los “ladrones rematados”, les dijo:

– ¡Señoritas!, no tengan miedo que nadie les hará daño. Les digo que nadie aquí se comportará mal, con ninguna de ustedes. No tengan miedo que nada les sucederá…

Diciendo eso, “Superman”, repitió para los presos:

— ¿Entendido?

Y casi a coro los “ladrones rematados” respondieron al liderazgo de “Superman” y dejaron el espacio junto a la puerta para que se alojaran las mujeres.

Con un reguero de publicaciones impresas unas y otras mimeografiadas, expuestas en dos mesas, en el salón azul de Casa Presidencial, el Coronel Calduevidrio, mostró a los periodistas, las “evidencias subversivas”.

—Todo esto demuestra que la Universidad no es centro de estudio, sino de indoctrinamiento comunista. -Decía ante las cámaras de televisión y las numerosas grabadoras que le acercaban los periodistas.. -Esta es prueba de que el oso moscovita acecha la democracia, continuó el Coronel Calduevidrio tratando de justificar el asalto.

La mayoría de periodistas, con interés inusitado tomó fotografías de los “increíbles planes” expuestos en aquellas dos mesas por “el señor presidente”.

El Coronel Calduevidrio dio por terminada la “conferencia de prensa”, e invitó a los periodistas a tomar el acostumbrado bocadillo”. En el salón Crema, fueron atendidos por el Jefe del Estado Mayor, quien departió con ellos, como su amigo y conocido…

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