Schafik (10) – Lunes, 23 de Abril de 2007 hora 12:34
Dagoberto Gutiérrez
El intenso período de la década del setenta del siglo pasado preparó al Partido Comunista, teórica, ideológica y políticamente, para las luchas decisivas con las que cerraríamos el siglo. Y aunque los comunistas éramos pocos en relación con la población, desarrollamos un fortísimo sentido de pertenencia, una formación rigurosa de equipo y una calidad acentuada de destacamento.
Esta confrontación de las clases sociales era el enfoque decisivo de la formación teórica porque se insistía en que las sociedades no están formadas de individuos sino de clases sociales a las que pertenece cada persona. En la sociedad siempre hay, junto al Estado, y controlándolo, una clase dominante, ésta defenderá su poder frente a las otras clases dominadas. Este planteamiento científico aseguraba la comprensión de los acontecimientos que se sucedían en un tráfago, aparentemente caótico, pero realmente concatenado e hilvanado por esta lucha de clases cada vez más encendida. Cada militante tenía que entender los conceptos fundamentales de período histórico y coyuntura política, y en realidad, era la relación intensa entre un continente (periodo) y un contenido (coyuntura), y se trataba de que se supiera lo más posible sobre lo que estaba ocurriendo en el país en un momento determinado, para poder, así, situar esa actualidad en el curso general de los acontecimientos. Se abrían escuelas donde asistían militantes de todo el país que vivían clandestinamente durante 15 días, en casas de seguridad donde se les proporcionaba alimentación, alojamiento y estudio diario, y, con el mayor de los silencios y la prudencia, se estudiaba en la mañana, en la tarde y parte de la noche. Ningún alumno salía a la calle y la casa funcionaba normalmente durante dos semanas. Los profesores llegaban y durante todo el día trabajaban hasta salir en horas de la noche, y en ocasiones, permanecían varios días en la escuela.
Schafik fue de los profesores infaltables de estas escuelas, y aunque nunca llegaba a la hora establecida para el inicio de su clase, siempre fue un profesor cuya clase era esperada. Entraba con prisa, como si no disponía de tiempo y como si tenía conciencia de que había llegado tarde. Casi siempre llevaba un ataché lleno de papeles indescifrables que ordenaba y desordenaba. Lo primero que hacía era ubicar donde estaba el café, y luego de asegurar una taza grande y bastante café, platicaba con las y los compañeros, comentaba las actividades realizadas en los distintos lugares del país o alguna cosa destacada en ese momento, y sin falta, bromeaba con alguien y contaba algún chiste. En ocasiones, repetía sus chistes pero la magia de la narración era la gracia con que los contaba, aunque ya lo hubiera contado anteriormente. Y además, ya se sabía que él repetía los chistes. Siempre tuvo un buen apetito y se aseguraba una buena porción de pan, pero nunca se privilegió de nada.
Al fin, su clase, empezaba de la siguiente manera: se paseaba a uno y otro lado del salón, muy alto y con una cierta inclinación en sus hombros, generalmente con camisas de manga corta y más grueso de la cintura que de ninguna otra parte de su cuerpo, el cincho siempre apretado y sus zapatos pulcramente limpios, sus ojos brillaban como el sol de los desiertos de la tierra natal de sus ancestros, y empezaba a hablar. Su discurso era pausado, seguro y minucioso; en realidad, parecía no saber en qué momento terminar y las ideas iban hilvanándose sucesivamente. Solía usar el método inductivo y para esto describía los hechos con abundantes detalles buscando establecer criterios generales, de tal manera que, de repente, parecía estar contando una historia de la cual se tenía conocimiento previo, sus palabras caían en el auditorio de manera fluida como las aguas de un río que corren hacia abajo, rumbo al mar. Enfatizaba los puntos conflictivos más encendidos y trataba de demostrar el trabajo que el Partido estaba haciendo en esos nudos. Su voz era fuerte pero grave y de los profesores era el que más fuerte hablaba, como si no se tratara de una escuela ilegal y clandestina; pero cuando parecía reparar en esta circunstancia, bajaba la voz, y cuando era seducido por el afán del discurso, la elevaba sin aparente control. En ese momento, los estudiantes, comunistas e ilegales, se miraban unos a otros, y parecían mirar hacia la calle, hasta que la inquietud aparecía y el profesor bajaba el volumen. En los intermedios, se distribuía café y esto duraba hasta el medio día cuando se servía el almuerzo, y todos comíamos en silencio, sin dejar de comentar, en voz baja, las cosas más cotidianas de la vida cotidiana de las personas cotidianas que ahí estábamos reunidas.
En realidad, era una escuela de campesinos, obreros, estudiantes y profesores, la mayoría hombres y la mayoría jóvenes; en ocasiones, asistían también profesionales como médicos y abogados, y el grupo reunido tenía que aprender de las materias impartidas y también aprender a convivir. Al caer la tarde aparecían una gran cantidad de colchonetas que se extendían en el piso de los mismos salones donde durante el día se recibían las clases, las sillas se ordenaban en las orillas del salón, con mucho sigilo y cuidado, y también eran ocupados los corredores, de tal manera que a partir de las 8 de la noche, la escuela estaba durmiendo, aunque los habitantes normales de la casa seguían con su existencia cotidiana para que ningún vecino se percatara de que a su lado estaba funcionando toda una escuela política clandestina.
Todos los alumnos disponían del ánimo suficiente y esto aseguraba el entusiasmo de la escuela y las bromas y los chistes y las historias no faltaban en las conversaciones sigilosas que corrían en los dormitorios. Uno de esos alumnos era Braulio, de pequeña estatura y moreno fino, de rostro grande y cabello colocho, campesino del departamento de La Paz, dedicado a la corta de la caña y de algodón. Braulio usaba su ropa muy bien ajustada y era dueño de una gran inteligencia y de una palabra fácil, de modo que durante las clases siempre fue un alumno activo. Años después moriría degollado a manos de las fuerzas represivas.
El Partido proporcionaba material didáctico y textos y los militantes tenían que poner su voluntad y su inteligencia y así, la escuela funcionaba adentro de la clandestinidad e ilegalidad del régimen, mientras un orden nuevo se construía desde el desorden.