“Su señora madre…”
Por Carlos Abrego
Cuando los dirigentes del Partido llegaban a Moscú, no siempre nos enterábamos todos los “lumumberos” (así nos llamábamos los estudiantes de la Universidad de la Amistad de los Pueblos Patricio Lumumba). Este secretismo era una de las características del partido de entonces. En algunas organizaciones prevalece aún. Esa actitud les servía tanto a los dirigentes como a sus allegados. Es uno de los mecanismos de dominación interna, pues la información no compartida le confiere al que la maneja un distintivo, un “saber” superior al militante de base. En algunas ocasiones este “saber” es francamente ínfimo e insignificante. Se manifiesta a veces en miradas sobreentendidas que se cruzan dos personas delante del militante que con humildad debe someterse a esa “ignorancia”. Esas miradas son muy locuaces y a veces dan lugar a malentendidos y quid pro quo muy cómicos.
De cualquier modo, en Moscú, algunos de mis compañeros eran francamente adictos al secretismo. Y una de las víctimas de ese egoísmo fui yo. Lo digo así porque algunas veces vino un viejo camarada santaneco con el que me encantaba hablar y vino varias veces y me enteraba siempre ya muy tarde. Una vez Virgilio Guerra —se trata de él— se enfadó con el camarada que servía de enlace, entre los dirigentes visitantes y nosotros, pues tenía algo muy importante que contarme. Tuvo que dirigirse directamente al empleado del Comité Central del PCUS que los atendía para localizarme. Fue así que supe que Salvador Cayetano Carpio se daba a enterder muy bien en ruso. Pues Virgilio no hablaba más que en santaneco. Yo no estaba en casa y dejaron un recado y el número de teléfono al que tenía que llamar para poder verlos. Podía llamar a cualquier hora, incluso bien de noche, que allí estarían esperándome. Ignoro si fue por precaución o por descuido, pero sólo habían dejado el número, sin decir quién había llamado. Quién sabe por qué tuve la intuición que se trataba de camaradas dirigentes del partido.
El número daba directamente a la pieza del hotel que ocupaba Cayetano Carpio y sin preguntarme quién era, ni darme muchas explicaciones, me dijo:
—¿En cuánto tiempo puede estar en el 32 de *anskaya ulitsa?
Vivía en el centro de Moscú, en Luchnikov piriulok, a unos dos pasos del Comité Central del PCUS y a medio paso del famoso Comité de la Seguridad del Estado (KGB). Para llegar al metro Djerdjinski necesitaba unos cuantos minutos, calculé que tardaría apenas unos veinte minutos, pues tenía que hacer un transbordo. Me acabo de enterar que le han cambiado el nombre a esa estación. Ahora esa estación de metro se llama Liublianka. De todas maneras era como le habían llamado siempre al enorme edificio central del KGB. Era el nombre de la callecita de atrás por donde entraban por una angosta puerta los “convocados” para interrogatorios en todas la épocas, desde Stalín hasta Brezhnev. Luego ya no sé por donde entraban…
Cuando llegué reconocí a Virgilio. Nos abrazamos con mucho regocijo. Me esperaban afuera del hotel, a unos cuantos metros de la entrada. Le tendí la mano a Carpio, con él no tenía la misma confianza. Pero el apretón fue bastante efusivo. Hubo un instante de hesitación. Virgilio se dirigió hacia el hotel y Carpio hacia la esquina de la calle. Me quedé mirándolos alejarse cada uno por su lado. Luego casi como si estuvieran sincronizados se voltearon se dieron cuenta de lo cómico de la situación y también casi al mismo tiempo ambos pronunciaron:
—¡Achís, vos! ¿Para adónde vas?
Ambos se acercaron de nuevo a mí y Carpio me preguntó si había a esa hora algún lugar adonde se podía ir a beber alguna gaseosa. A esa hora ya no había, eran como las diez de la noche. Por mi lado tenía mis entradas a dos o tres restaurantes cerca de mi barrio, en donde me dejaban entrar con invitados hasta eso de la medianoche, pero quedaban en mi vecindad y era mostrarles a mis dos camaradas dirigentes que de alguna manera no respetaba la ley del Estado Soviético y que hacía “pecar” a camaradas moscovitas. Se trataba simplemente de meras coincidencias de visitas repetidas y amistades surgidas por mutua simpatía. Aunque les cuento que una de esas amistades surgió en una oportunidad muy especial. Resulta que en los comedores y restaurantes existía un “cuaderno de reclamaciones y recomendaciones” en el que los clientes podían escribir sus apreciaciones sobre la calidad del restaurante. Raras veces pasaban comisiones a revisar esos cuadernos.
Solía ir a un restaurante de la plaza Noguina (ahora he visto que se llama Kitai-grad) y el director supo que una de esas comisiones iba a visitarlo durante la tarde de ese día. Nunca había abierto el famoso cuaderno, pero ese día lo hizo… Se dio cuenta que sólo había reclamos y recomendaciones de mejoramiento y ni un solo elogio o agradecimiento por el servicio. Veo venir al director con el cuaderno. Me ve la cara de sorpresa. Resulta que cuando uno exigía el cuaderno, los mozos trataban de disuadirte de plasmar tu reclamación y que el director viniese con el cuaderno me sorprendió, era como ver un suicida que te pide que lo empujés al despeñadero. Resulta que con este director de restaurante me conocía ya de vista, nos habíamos cruzado en el vecindario y ambos íbamos al local del club “Biriesnik” de ajedrez, al mismo que pertenecía el entonces campeón del mundo, Boris Spasski. Era el único y primer extranjero que me había atrevido a entrar y asociarme. En cierta medida era una atracción. Cuando entré apenas si sabía mover las piezas sobre el tablero. Así que cuando me habló no me sorprendió que conociera mi nombre:
—¡Carlos! Me podés hacer un cachete— estoy traduciendo al salvadoreño lo que el me dijo en moscovita.
—¿De qué se trata?
Me explicó que necesitaba que pusiera un agradecimiento, un elogio, algo positivo en el cuaderno. Sólo hay reclamos y no sé que puede pasar si la comisión es severa, no sé. “Vos sabés cuál es mi situación”, me dijo. Yo no sabía nada. Mi cara interrogativa lo obligó a explicar: “tengo una familia que sostener, una mujer y dos hijos y uno no sabe que puede pasar”. Había una escala casi infinita de sanciones. La que el director se había imaginado era que lo dejaran sin trabajo y que lo obligaran a cambiar de profesión, lo que significaba una posibilidad de rodar cuesta abajo en su situación social. Sucedía este tipo de situación, para poder entrar a trabajar a un lugar era necesario postular al “servicio de contratación”. El “servicio” daba su opinión favorable o desfavorable, pero de todas maneras había una “anketa” (galicismo que significa investigación), que iba a la ahora plaza Lubianka que he mencionado arriba. Es decir para todo trabajo era necesario el visto bueno del KGB. Por lo general era automático, pero si por una casualidad, si por una de esas circunstancias insondables del aparato policial, no daban el visto bueno, comenzaba realmente un calvario para el ciudadano soviético. ¿Cómo lo sé? Mi primer esposa fue víctima de ese sistema. De nada le sirvió tener el diploma de profesora de francés, nunca pudo obtener un trabajo que correspondiera a su calificación. Su falta era antigua, un gran pecado. Databa de su infancia, de la escuela primaria. Una vez en un acto escolar le habían pedido que recitara un poema. Tuvo la mala suerte que la Comisión sueca del premio Nobel le adjudicara a un poeta y escritor ruso su famoso “Nobel de literatura”, se trata de Boris Pasternak. Todos saben el escándalo que se armó con esta distinción. Las autoridades soviéticas obligaron a Pasternak a rechazar el premio. Y fue en ese período, en el que aún los poemas de este gran poeta ruso se estudiaban en las escuelas, que todavía figuraban en los manuales escolares, que mi ex-esposa tuvo la perversa idea —¡a los diez años!— de recitar ante sus compañeritos de escuela un poema del abominable “traidor”. Por proposición de la maestra la expulsaron de la asociación infantil “Los pioneros”. A esta asociación pertenecían todos, repito, todos los niños soviéticos, excluirla significaba casi sacarla de su niñez. Fue lo que sucedió.
Bueno, tomé el famoso cuaderno sin dudar un instante, me puse a escribir un elogio del servicio del comedor que tal vez fue tomado en cuenta por la comisión. El caso es que en ese comedor podía venir cuando se me antojara y con quien se me antojara. Les confieso que no abusé.
Algunos tal vez se estén preguntando ¿qué tiene que ver esto con Carpio y con Virgilio? Pues mi viejo amigo (mi padrino de entrada al partido), una vez que ya habíamos subido al apartamento que ocupaba en ese hotel, me pidió que le diera mi apreciación de la sociedad soviética. Si subimos, pues no quise proponerles ir a ningún comedor o café de los que conocía y me conocían.
Mi respuesta fue franca, desembuché todo lo que tenía adentro. Lo que había observado en la fábrica de automóviles “Moskovich”, fallos en las cadenas de producción, la actitud de indolencia, desgano y desapego que tenían los obreros. Ni uno solo hablaba como si esa fábrica tuviera algo que ver con la propiedad colectiva de los medios de producción. Ellos venían a gastar sus fuerzas de trabajo y recibían su retribución por el tiempo trabajado. Estuve en esa fábrica dos veces. Hablé largo rato con los obreros y discutí con ellos sobre lo que había notado. Eran cuestiones de simple sentido común. Una cadena de montaje que inexplicablemente se alzaba por sobre una pared de casi cuatro metros de altura. Lo que alargaba desmesuradamente el tiempo de producción. Su respuesta no fue esquiva. Los que tenían que preocuparse de eso eran “ellos”. Este pronombre era pronunciado con particular entonación, cuando el moscovita se refería a la dirección de la fábrica, del gobierno o del partido. Con ese “ellos” marcaban una diferencia de intereses y de posiciones sociales. “Ellos” allá arriba y nosotros aquí abajo.
Les fui contando todo mis observaciones, claro les conté el caso de mi esposa, mis sospechas de que me perseguían, lo del libro de reclamaciones, bueno, les fui contando lo que había visto. Les conté de la joya industrial de la industria textil de Leningrado. Estuve allí durante un viaje que nos organizó La Casa de las Amistad de los Pueblos. Fui un activo participante del “Seminario Permanente sobre América Latina”, que tenía su sede en esa hermosa casa. Algunos miembros de este Seminario fuimos a un Encuentro Internacional de Juventudes. Detalle: mis camaradas salvadoreños no participaban a este Seminario y cuando algunos supieron que era miembro de la delegación, trataron de impedir mi viaje. ¿Cómo me enteré? Simplemente Nikolai Diko, presidente del Seminario era uno de mis mejores amigos moscovitas y nuestro trato era de confianza, de mucha confianza.
Pues en esa joya de la industria textil nos mostraron las instalaciones realmente muy modernas, de una increíble capacidad productiva, con colores muy atractivos, talleres espaciosos, máquinas que comenzaban a tener los primeros avances de la ergonomía. Realmente era una joya. Se producía allí no sé cuantos millones metros de tela para vestidos femeninos, nos dieron los detalles, todos los detalles, los pedidos que llegaban de todos lados de la Unión soviética e incluso de las hermanas repúblicas populares del campo socialista. No obstante me llamó la atención algo muy curioso. Habíamos entrado a varios talleres y había visto que el motivo de la tela era el mismo en todos. No me quedé con la pregunta y lo hice de manera un poco provocativa:
—¿Desde hace cuánto tiempo producen este motivo? ¿Producen otros en la fábrica, en los otros talleres?
La respuesta me dejó atónito. Por la seriedad y la convicción de nuestro guía:
—Desde hace tres años producimos el mismo motivo y tiene mucho éxito. Sí, todos los talleres producen el mismo, se trata de una decisión para racionalizar la producción.
—Pero de seguro a las mujeres les gustaría poder elegir entre varios modelos.
—En la Unión Soviética existen otras fábricas textiles.
No se me iba ir por la tangente. Mi reputación de “pequeño burgués” no lo obtuve por gusto. Así que le respondí también con harta convicción y muchísima seriedad:
—Pero en las tiendas de prendas femeninas no abundan los modelos, todo es muy monótono.
—Es cierto que debemos mejorar nuestra distribución en el mercado socialista.
No le iba a citar a Marx. Lo que determina y lo fundamental es la producción. Y este postulado no se refiere solo al capitalismo. Bueno, no se lo cité y seguimos nuestra visita.
Llegamos a una inmensa nave, con grandes ventanales y un grupo de veinte personas que se ajetreaban frente a sus planchas de diseño. En ese estudio producían los “futuros” diseños para la producción de telas. Allí también nos llovieron las cifras. Pero cuando les pregunté que ¿cuántos diseños de ese taller habían sido aplicados en la producción de la fábrica? Simplemente les clavé un puñal en el corazón. Debían de reconocer que su taller tenía la misma utilidad que la famosa isla de Laputa de la que nos habla Swift.
El jefe del taller esbozó una explicación que llamaré confusa, algo que tenía que ver comisiones y criterios estéticos: antes de aplicar un diseño a la producción, debía pasar por no sé cuantas Comisiones de Estética. La del barrio en la que estaba ubicada la fábrica, luego la de la ciudad y luego la de la región. Casi siempre habían recibido buenas apreciaciones de todas esas comisiones. Incluso casi todos sus diseños llegaban a la comisión nacional. Lo que pasaba era que había mucha competición, mucha emulación socialista, que varios de sus modelos eran retenidos, incluso algunos habían sido recomendados, pero que hasta ahora ninguno había recibido aplicación fuera de la fábrica y que el modelo que producía la ”joya de la industria textil soviética” tenía tal éxito que no era conveniente cambiarlo, pues les gustaba a las mujeres…
Hablé con Virgilio y Cayetano de todo esto durante varias horas. En realidad siempre le llamé a Carpio, “camarada Cayetano”. A Virgilio, siempre así, Virgilio, sin el camarada. Al contrario él siempre me decía “camarada Carlitos”. Para él nunca dejé de ser el mismo cipote que conoció en Santa Ana, el hijo de la “niña” Matildita. Pues la gran noticia que me traía era la siguiente:
—Camarada Carlitos, le tengo una excelente noticia, su señora madre ya es camarada.