Una mañana de principios de otoño Andrei Mongush y sus padres em¬¬pezaron los preparativos de la cena, escogiendo entre el rebaño una oveja y tumbándola sobre el lomo en una lona fuera del cercado. La familia Mongush vive en la taiga siberiana, justo al norte de las estepas infinitas. Su morada se encuentra más allá del horizonte si se mira desde Kizil, la capital de la República de Tuva, en la Federación Rusa. Están cerca del centro geográfico de Asia, pero desde el punto de vista lingüístico y personal habitan una zona fronteriza, un lugar entre el progreso y la tradición.
Históricamente los tuva son pastores nómadas que trasladan su aal (campamento de yurtas) y sus ovejas, vacas y renos de pasto en pasto al ritmo de las estaciones. Los padres de Andrei, que han regresado a su aal rural tras haber trabajado en la ciudad, hablan tuva y ruso. Andrei y su esposa hablan además inglés, que aprenden por su cuenta pegando papelitos con el nombre de los objetos en su moderna co¬¬cina de Kizil. Ambos son músicos de la Orquesta Nacional de Tuva, una agrupación que usa instrumentos y melodías tradicionales. Andrei es un virtuoso de la forma musical tuva por antonomasia: el canto de armónicos, o khöömei.
Cuando pregunto a los universitarios de Kizil por palabras tuva intraducibles al inglés o al ruso, proponen khöömei, porque es un canto tan relacionado con su entorno que solo un nativo puede entenderlo. También sugieren khoj özeeri, el método que siguen para matar ovejas. Si el hecho de sacrificar ganado se puede considerar una muestra de cercanía entre humanos y animales, el khoj özeeri es una versión singularmente íntima de esa proximidad. El matarife introduce la mano por una incisión practicada en la piel de la oveja y secciona con los dedos una arteria vital, haciendo que el animal muera deprisa y sin sufrir.
En la lengua de los tuva, khoj özeeri no significa solo matanza sino también bondad, humanidad, una ceremonia que permite a una familia matar, desollar y despiezar una oveja, salar el cuero, preparar la carne y hacer embutidos con tanto esmero que la operación se completa en dos horas (como han demostrado los Mongush esta mañana), con ropa de fiesta y sin derramar una gota de sangre. El khoj özeeri implica una relación con los animales que al mismo tiempo pondera el carácter de este pueblo. En palabras de uno de los estudiantes, «si un tuva matase un animal como se hace en otros sitios –con rifle o cuchillo–, lo detendrían por salvaje».
El tuva es una de las muchas lenguas minoritarias del mundo. Los siete mil millones de personas que pueblan la Tierra hablan alrededor de 7.000 lenguas. Si el reparto fuese equitativo, cada una de ellas tendría un millón de hablantes. Pero en lingüística las cosas no son equitativas. El 78 % de la población mundial habla las 85 len¬¬guas mayoritarias, mientras que las 3.500 más minoritarias están repartidas entre apenas 8,25 millones de hablantes. Así, mientras que el inglés tiene 328 millones de hablantes nativos, y el mandarín, 845, los hablantes de tuva residentes en Rusia suman solo 235.000. Los lingüistas creen que en el transcurso de este siglo podrían desaparecer casi la mitad de las lenguas vivas del mundo. Más de un millar se consideran seriamente en peligro o en situación crítica, el paso previo a su extinción.
En esta época de globalización y homogeneización, ni las fronteras nacionales ni las naturales protegen ya las lenguas habladas en zonas remotas de los idiomas que dominan la comunicación y el comercio mundiales. La influencia del mandarín, el español, el inglés, el ruso, el hindi y el árabe parece llegar hasta la última aldea, donde compiten con el tuva, el yanomami y las lenguas altaicas en una guerra que se libra casa a casa. En las aldeas tribales, los padres animan a los hijos a abandonar poco a poco la lengua privativa de sus mayores y acercarse a los idiomas que les abrirán las puertas a la educación y el éxito.
¿Cómo reprochárselo? La llegada de la televisión, una ventana abierta a la sociedad de consumo, es aún más irresistible. La prosperidad habla inglés, o eso parece. Como dijo un lingüista, «una lengua es un dialecto con un ejército». El famoso aforismo sobre lengua y poder… Lo que no dijo es que hay ejércitos mejor equipados que otros. Hoy cualquier lengua con una televisión y una moneda está en condiciones de llevarse por de¬¬lante a las que carecen de esos medios, de modo que los habitantes de Tuva deben hablar ruso y chino si pretenden interactuar con el mundo que los rodea. La intrusión del ruso dominante en Tuva es evidente en las competencias verbales de las generaciones de mediados del siglo XX, cuando entre los tuva se estilaba hablar, leer y escribir en ruso y no en su lengua vernácula.
Con todo, el tuva es una lengua sólida en comparación con las más precarizadas, algunas de las cuales han reducido su número de hablantes a un millar, a un puñado, o incluso a un solo in¬¬dividuo. El wintu, una lengua indígena de California, o el siletz dee-ni, de Oregón, o el amurdak, una lengua aborigen del Territorio del Norte australiano, apenas conservan uno o dos hablantes competentes, los que dominan la lengua, o semicompetentes. Cuando los individuos de una comunidad que se expresan con una lengua concreta desaparecen y solo queda una persona, esta se enfrenta a una soledad «inexpresable».
Ante la magnitud de la extinción lingüística moderna, los expertos se apresuran a catalogar y descifrar las lenguas más vulnerables antes de que se pierdan para siempre. Tales circunstancias llevan a los lingüistas a plantearse cuestiones como su valor y utilidad. ¿Encierra en sí misma una lengua un saber útil e irreemplazable para el resto de la humanidad, o es beneficioso solo para sus hablantes nativos? ¿Existen aspectos culturales destinados a perecer si se traducen a una lengua dominante? ¿Qué conocimientos únicos e inesperados pierde el mundo con la desaparición de su diversidad lingüística?
Afortunadamente el tuva no está entre las len¬guas amenazadas del mundo, pero pudo estarlo. Desde la desintegración de la Unión Soviética se ha estabilizado. Hoy cuenta con un «ejército» bien armado: la televisión no ha llegado todavía, ni la moneda, pero hay un periódico y un buen número de hablantes, 264.000, algunos en Mongolia y China. El tofa, en cambio, una lengua siberiana vecina, solo conserva unos 30 hablantes. El caso del tuva es interesante porque lleva a otra pregunta que los lingüistas tratan de responder: ¿por qué unas lenguas prosperan mientras otras declinan o mueren?
Entre los aka de Palizi, una minúscula aldea rural encaramada en la ladera de una montaña de Arunachal Pradesh, el estado más al nordeste de la India, fui testigo de las consecuencias lamentables del deterioro de una lengua. Llegué a Palizi después de cinco horas conduciendo a través de la selva por pistas de montaña donde solo cabe un coche. La única calle de la aldea está flanqueada por casas construidas sobre pilotes. Los lugareños cultivan el arroz, el ñame, las espinacas, las na¬¬ranjas y el jengibre que consumen, matan sus propios cerdos y cabras y construyen las casas en que viven. Su aislamiento se traduce en autosuficiencia, que se hace evidente en la aparente falta de un término aka para referirse al trabajo en el sentido de empleo remunerado.
Este pueblo cuantifica la riqueza de una persona en mithan, una raza bovina himalaya. Por ejemplo, en Palizi el precio de una esposa que se precie es de ocho cabezas de mithan. La posesión más estimada entre los aka es el precioso collar tradzy (con un valor de hasta siete cabezas de mithan), confeccionado normalmente con piedras amarillas. Los collares pasan de generación en generación; algunos de los más raros solo se pueden tener por herencia.
Hablar aka, o cualquier lengua, es sumergirse en su carácter y su modo de ver las cosas, comprender el pensamiento que articula. «Yo veo el mundo a través del cristal de esta lengua», me dijo el padre Vijay D’Souza, director del colegio jesuita de Palizi cuando visité el lugar. Un motivo por el que la Compañía de Jesús abrió la escuela fue su preocupación por la fragilidad de la lengua y la cultura aka y su voluntad de trabajar por ellas (si bien las clases se im¬¬parten en inglés). D’Souza es del sur de la India y su lengua materna es el konkani. Cuando llegó a Palizi en 1999 y empezó a hablar aka, ese lenguaje lo transformó.
«La lengua modifica tu modo de pensar, tu cosmovisión», me dijo un día en su despacho, abierto a un pasillo por el que los niños corrían hacia sus clases. Un ejemplo: mucrow. En la lengua nativa de D’Souza, la palabra equivalente sería un insulto, pues significa «viejo». En aka significa algo más. Connota respeto, deferencia, afecto. Un aka podría dirigirse a una mujer llamándola mucrow para subrayar su buen hacer en la vida pública de la comunidad, y «una esposa aka llama mucrow a su marido con cariño, aunque sea joven», dice D’Souza.
Los lingüistas estadounidenses David Harrison y Greg Anderson llevan viajando a Arunachal Pradesh desde 2008 para conocer las lenguas de la zona. Se suman a los numerosos especialistas de todo el mundo involucrados en el estudio de las lenguas moribundas. Algunos tienen lazos académicos e institucionales (Harrison y Anderson están vinculados al Proyecto Voces Perdurables de National Geographic), mientras que otros trabajan para diversas sociedades que traducen las Escrituras a nuevas lenguas. La publicación, impresa y virtual, del índice de lenguas del mundo Ethnologue es de SIL International, una organización religiosa. Los investigadores pueden adoptar un enfoque pasivo –dejar constancia de la gramática y el léxico de una lengua antes de que se pierda o se contamine– o intervencionista –desarrollar un sistema de escritura para una lengua oral, compilar un diccionario y alfabetizar a los hablantes nativos–. Los lingüistas han identificado muchos puntos calientes lingüísticos (análogos a los puntos calientes de biodiversidad): lugares con una gran diversidad lingüística y un elevado número de lenguas amenazadas (ver mapa, páginas 82-83). Muchos de ellos están en los lugares más inaccesibles, y a menudo más inhóspitos, del planeta, como Arunachal Pradesh. El aka y las lenguas vecinas han perdurado porque este estado indio ha sido durante mucho tiempo región fronteriza de acceso restringido y, por tanto, territorio vedado a los foráneos. Ni siquiera otros indios pueden entrar sin un permiso del Gobierno federal. En consecuencia, las frágiles microculturas de la zona se han librado de intromisiones, no han tenido mano de obra inmigrante, ni mo¬¬dernización, ni tampoco intrusión lingüística.
Buena parte de la vida pública de Palizi se regula mediante la repetición de historias mitológicas que actúan como fábulas ejemplarizantes destinadas a prescribir determinados comportamientos. Tradicionalmente eran los ancianos quienes relataban esas historias, en una versión extremadamente formal del aka que los jóvenes no entendían y de acuerdo a ciertas reglas, entre ellas, que cuando el anciano empieza a narrar una historia no puede dejarla a medias. Como ocurre con el aprendizaje de una lengua, una interrupción resulta desastrosa. Pero los jóvenes ya no emulan a sus mayores aprendiendo la versión formal del aka ni las historias que gobernaban su vida. Incluso en esta región remota abandonan su lengua materna, seducidos por el hindi de la televisión y el inglés de las escuelas. Hoy hay menos de 2.000 hablantes de aka, lo que la ha colocado en la lista de lenguas amenazadas
Una noche estando con Harrison, Anderson y un lingüista indio llamado Ganesh Murmu, nos sentamos alrededor de la lumbre en casa de Pario Nimasow, profesor de 25 años del colegio de los jesuitas. Oriundo de Palizi, Nimasow amaba su cultura aka por más que anhelase integrarse en el mundo exterior. En su dormitorio tenía un televisor esperando a que volviese el suministro eléctrico, interrumpido desde hacía meses por una serie de corrimientos de tierra y averías del transformador. Después de cenar salió un momento y volvió con un paño de algodón blanco manchado, que desenvolvió a la luz vacilante del fuego. Dentro había una pequeña colección de objetos rituales: una mandíbula de tigre, otra de pitón, otra de un pez de río con los dientes bien afilados, un cristal de cuarzo y otros objetos propios de la bolsa de un chamán. La bolsa había pertenecido a su padre, que falleció en 1991.
«Mi padre era sacerdote, e hijo de sacerdote», nos dijo. ¿Y ahora?, pregunté. ¿Lo había sucedido él? Nimasow clavó la mirada en los talismanes y negó con la cabeza. Tenía los objetos, pero no sabía los cánticos; su padre había muerto sin transmitírselos. Sin las palabras, no había manera de invocar su poder.
La lingüística ha experimentado dos grandes revoluciones en los últimos 60 años, aparentemente en extremos opuestos de la disciplina. A finales de la década de 1950 Noam Chomsky postuló las propiedades universales del lenguaje. Propuso que hay unos principios gramaticales comunes a todas las lenguas, y que la estructura gramatical de una lengua es conocida «intuitivamente» por sus hablantes nativos. La segunda sacudida fue un súbito interés por las lenguas minoritarias y amenazadas, y se refiere a la variedad de la experiencia lingüística. A los lingüistas de campo como David Harrison les interesan más las idiosincrasias que hacen que cada lengua sea única y las influencias que la cultura puede ejercer sobre la morfología de una lengua. Alrededor del 85 % de las lenguas del mundo no se han documentado, apunta Harrison. Entenderlas enriquecerá sin duda nuestra comprensión de lo que es universal a todas ellas.
La diversidad lingüística pone de manifiesto la variedad de la experiencia humana y revela aspectos mutables de la vida que tendemos a considerar fijos y universales, tales como nuestra experiencia del tiempo, la cantidad o el color. En tuva, por ejemplo, el pasado siempre se expresa como algo situado por delante del hablante, y el futuro, como algo que está a sus espaldas y que por lo tanto no se puede ver. «Nunca diríamos que un joven “tiene toda la vida por delante”», me dijo un tuva. De hecho, ellos dirían que «tiene toda la vida por detrás». Es perfectamente lógico si se piensa con la mentalidad tuva: si lo que tuviésemos delante fuera el futuro, ¿no lo veríamos con claridad meridiana?
En cuanto a la cuantificación, las lenguas mi¬¬noritarias a menudo conservan vestigios de sistemas numéricos quizás anteriores a la adopción del sistema decimal propio del mundo moderno. La tribu amazónica de los pirah carece de palabras que expresen cantidades específicas, pero se las arreglan con vocablos como «pocos» y «mu¬¬chos». La inexistencia de nombres para los nú¬¬meros sugiere que la cuantificación podría ser una invención cultural y no una parte innata de la cognición humana. La interpretación del color varía de forma similar de una lengua a otra. Lo que nosotros consideramos el espectro natural del arcoíris en realidad se divide en distintas fracciones según la lengua, de tal modo que unas tienen más categorías cromáticas que otras.
El lenguaje conforma la experiencia humana, nuestra cognición misma, pues clasifica el mundo con objeto de dar sentido a las circunstancias que nos rodean. Esas clasificaciones, resultantes de describir los fenómenos de nuestro entorno tal como los percibimos, pueden ser amplias (el aka divide el reino animal entre especies que se comen y que no se comen) o extremadamente sutiles. Los pastores de renos todzhu del sur de Siberia manejan un sofisticado vocabulario para referirse a los renos; un iyi düktüg myiys, por ejemplo, es un semental castrado de cuatro años.
Si el aka es sustituido por otra lengua que habla más gente y es más útil, su muerte sacude los cimientos de la tribu. Lo mismo sucede con cualquier lengua. «El aka es nuestra identidad –me dijo un aldeano de Palizi–. Sin él, somos anónimos.» Pero, ¿debemos lamentarlo también en el resto del mundo? No sería fácil expresar esta pregunta en aka, que al parecer no tiene una palabra que signifique mundo. En cambio, sí podría sugerir una respuesta, encarnada en el concepto de mucrow: el respeto por la tradición, por el conocimiento ancestral, por lo que ha existido antes, el convencimiento de que los mayores –personas venerables y frágiles– tienen algo que enseñar a los imberbes –inexpertos aunque fuertes de salud–, algo sin lo cual estarían perdidos.
La actual pérdida de la biodiversidad en la Tierra es más que una buena metáfora de la extinción de las lenguas en el mundo. La desaparición de una lengua nos priva de un conocimiento tan valioso como ese futuro fármaco milagroso que puede perderse cuando se extingue una especie. Las lenguas minoritarias, en mayor medida que las dominantes, ofrecen claves para descifrar los secretos de la naturaleza, porque sus hablantes tienden a vivir cerca de la fauna y la flora que los rodean y su discurso refleja las diferencias que observan. Cuando las comunidades pequeñas abandonan su lengua y adoptan el inglés o el español, se produce una enorme fractura en la transferencia del conocimiento tradicional entre generaciones: acerca de plantas medicinales, cultivo de alimentos, técnicas de riego, sistemas de orientación, calendarios estacionales.
Los seri de México, que se autodenominan comcaac, eran cazadores-recolectores seminómadas que vivían en el oeste del desierto de Sonora cerca del golfo de California. Su supervivencia estaba relacionada con las especies de¬¬sérticas y marinas. La estrecha relación con los animales y las plantas es el rasgo distintivo de su vida y de su lengua, el cmiique iitom.
Tradicionalmente los seri no tenían unos asentamientos fijos, de modo que su ubicación dependía en cada momento de la zona del desierto que ofreciese más alimento, de si el fruto del cacto ya había madurado en las colinas o si en la bahía las algas ya estaban listas para la cosecha. Hoy residen en dos asentamientos, Punta Chueca y El Desemboque, sendos grupos de casas de bloques de hormigón situados en el vasto desierto rojo, y aparentemente vacío, que baña el golfo. Las viviendas están rodeadas de tallos de ocotillo clavados en la arena, donde han echado raíces como vallas vivientes.
Todos los días Armando Torres Cubillas se sienta en la esquina de su taller al aire libre, en la playa de El Desemboque, y se dedica a tallar tortugas marinas en la oscura madera de palo fierro del desierto. De vez en cuando, si está de buen humor, pasea la mirada por el golfo y entona una canción que reproduce una conversación entre la pequeña almeja taijitiquiixaz y el cangrejo. La letra es típica de las canciones de la tribu seri: una celebración de la naturaleza, teñida de añoranza.
Los seri ven en su lengua una característica definitoria, una semilla de su identidad. Uno de ellos me habló de una «expresión local» que dice que todo el mundo tiene una flor en su interior, y dentro de la flor hay una palabra. Un anciano, Efraín Estrella Romero, me dijo: «Si un niño se cría hablando cmiique iitom y otro hablando español, serán personas diferentes».
Cuando en 1951 los lingüistas estadounidenses Edward Moser y Mary Beck Moser se ins¬talaron con los seri en El Desemboque, la cosa pintaba mal para la comunidad: el sarampión y la gripe habían reducido su comunidad a unos 200 individuos. Para la investigación, en cambio, era el momento perfecto, porque la cultura del grupo aún no había sido abandonada en favor de la cultura mayoritaria circundante. Mary trabajó de enfermera y comadrona. Por tradición, muchas familias le entregaban tras el parto un trozo del cordón umbilical del bebé, que Mary guardaba en el «bote de los ombligos». También le regalaban las largas trenzas de ocho mechones, marcas de identidad india que los hombres se veían obligados a cortarse cuando viajaban a las ciudades mexicanas. Las trenzas eran como los cordones umbilicales, conexiones entre lo viejo y lo nuevo, evidencias del vínculo roto.
Los Moser tuvieron una hija, Cathy, que se crió con los seri en El Desemboque. De mayor se dedicó al dibujo y la etnografía. Junto a su marido, Steve Marlett, lingüista de SIL International y la Universidad de Dakota del Norte, ha continuado el estudio de la lengua seri iniciado por sus padres. Hoy la comunidad tiene entre 650 y 1.000 hablantes, que han conseguido aferrarse a su lengua gracias en parte a su animadversión por la cultura mayoritaria de México. En 1773 los seri mataron a un sacerdote que pretendía fundar una misión. El Vaticano no envió relevo, y la tribu no se cristianizó nunca.
Este pueblo ha mantenido hasta hoy una orgullosa pos¬tura de suspicacia hacia los extraños, y un desprecio por la riqueza individual no compartida. «Cuando los seri se hagan ricos, dejarán de existir», reza uno de sus dichos. Por su pasado nómada, ven las pertenencias como una carga. Cuando uno moría se le enterraba con sus pocas posesiones personales. No se legaba nada que no fuesen cuentos, canciones, leyendas, instrucciones.
Si han adoptado algún lujo moderno, lo han hecho sin incorporar el nombre en español. Los automóviles, por ejemplo, han provocado un torrente de neologismos. Así, el silenciador del coche se llama ihíisaxim an hant yaait, que significa «por donde baja el aliento», y el término seri para referirse a la tapa del delco alude a una raya eléctrica que nada en el golfo de California y da calambre.
Sentado a la sombra de un toldo delante de su casa, René Montaño me contó historias de una antigua raza de gigantes que con un solo paso salvaban el mar que separa la isla del Tiburón, donde vivían, del continente. Me habló de los hant iiha cöhacomxoj, aquellos a los que se les ha hablado de las posesiones de la Tierra, todas las cosas antiguas. Que a alguien «se le hable» de algo implica una orden: transmítelo. Gracias a eso todos somos herederos del conocimiento atesorado en el corazón del cmiique iitom. Las frases populares, y muchas veces hasta palabras sueltas, sintetizan siglos de observación atenta de especies que los científicos de fuera no empezaron a estudiar hasta hace un par de décadas.
El cmiique iitom nombra más de 300 plantas del desierto, y sus términos para los animales revelan comportamientos que en su día los científicos consideraban muy improbables. La palabra seri para denotar el acto de cosechar algas puso a los científicos sobre la pista de sus propiedades nutricionales. (Contienen prácticamente tantas proteínas como el trigo.) Los seri llaman a una tortuga marina moosni hant cooit, es decir, tortuga verde que desciende, aludiendo a su hábito de hibernar en el fondo marino, donde los pescadores tradicionales solían arponearla. En un artículo publicado en 1976 por Science, donde se documenta ese comportamiento, se puede leer: «Cuando su¬¬pimos por los indios seri de Sonora, México, que algunos quelonios se semientierran en el lecho marino durante los meses más fríos, nos mostramos escépticos. Sin embargo, los seri han resultado ser unos informadores absolutamente fiables». En 2005 la palabra hacat, que en seri significa tiburón, se convirtió en el nombre oficial de una especie recién descubierta: Mustelus hacat. Recién descubierta por los científicos, porque los seri sabían de ella desde siempre.
El seri es lo que los lingüistas llaman una lengua aislada, aunque quizá sería más atinado el término «única superviviente». Steve Marlett dice que «los seri son una ventana a un mundo perdido de pueblos del golfo», refiriéndose a la extensa familia de grupos con posibles vínculos lingüísticos que antaño habitaron ambas costas del golfo de California. «Muchos otros han desa¬parecido», añade, y lo que es peor, lo han hecho antes de que se pudiesen documentar. El cmiique iitom es una clave de acceso a esas culturas casi extinguidas.
una forma de preservar una lengua pasa por formalizarla, poniéndola por escrito y confeccionando un diccionario. Pese a lo apasionante de este trabajo, los lingüistas también afrontan con temor el hecho de codificar lenguas que normalmente son solo orales. Ese temor existe porque el concepto mismo de alfabetizar cambia la lengua que se quiere preservar y convierte al lingüista-observador en un interventor. David Harrison y Greg Anderson elaboraron el primer diccionario tuva-inglés y se enorgullecen del entusiasmo que suscitó el volumen entre los hablantes nativos. Steve y Cathy Marlett acabaron en 2005 el diccionario de cmiique iitom que los padres de Cathy comenzaron en 1951.
La catalogación léxica, fonética y sintáctica que realizan los lingüistas de campo en zonas remotas contribuye a mantener viva una lengua. Pero salvarla no es algo que esté en manos de los expertos, sino un logro que solo se puede alcanzar desde dentro de la comunidad de hablantes. La solución quizás esté en algo parecido a lo que un día presenciaron Harrison y Anderson en Palizi, cuando un chico de poco más de veinte años se presentó con un amigo para cantarles una canción. Palizi está lejos de la cultura estadounidense dominante, por lo que los lingüistas se sorprendieron cuando los jóvenes se arrancaron con un potente rap al genuino estilo de Los Ángeles, con todos los gestos, los movimientos de cabeza y la postura propios de esta recitación rítmica. Fue una interpretación perfecta de ese arte urbano estadounidense, pero con una mejora: rapeaban en aka.
¿Se les cayó el alma a los pies a los lingüistas?, pregunté. Todo lo contrario, aseguró Harrison. «Aquellos chicos dominaban el hindi y el inglés, pero elegían rapear en una lengua que comparten con apenas 2.000 personas.» La sustitución y la absorción lingüística pueden darse en ambos sentidos, de tal modo que a veces es la lengua minoritaria la que actúa como imperialista. «Lo único que se necesita para revivir una lengua es orgullo», me dijo un día el padre D’Souza.
Frente a la erosión de una lengua existe una cualidad innata en sus hablantes, algo que no se puede inculcar desde el exterior: el interés de al¬¬guien por rapear en aka, por cantar en tuva, por escribir en el recién codificado cmiique iitom. La iniciativa lexicográfica de los Moser y los Mar¬¬lett ha dado lugar a una nueva profesión en el territorio de los seri: la de escriba. Los seri ya han publicado varios libritos. El matrimonio Marlett confía en que se llegue a las 40 obras, una cifra que se considera la cantidad mínima necesaria para que la población siga alfabetizándose en un idioma (aunque otros creen que la cifra es mucho mayor). Pero el interés ya ha prendido.
La expansión de la cultura global es imparable. Kizil, una capital que nunca contó con una vía férrea que la conectase con el resto de Rusia, la tendrá en un par de años. En El Desemboque se ha tendido una línea eléctrica a través del desierto para alimentar la bomba eléctrica del pozo municipal. Y en Arunachal Pradesh se ha terminado una presa hidroeléctrica, con lo cual Palizi disfrutará de mejores servicios de electricidad, refrigeración y televisión.
Acercarse a las tribulaciones de las lenguas amenazadas, aunque solo sea como periodista, es con¬templar la fragilidad de la vida tribal. Desde mis viajes durante los dos últimos años a Palizi, Kizil y las aldeas seri, varias personas a las que conocí han muerto. El joven Pario Nimasow, que me mostró los adminículos chamánicos de su padre preguntándose qué significarían, perdió la vida en un deslizamiento de tierras. Una semana después de redactar el párrafo sobre Armando Torres, moría de un infarto en su casa de la playa de El Desemboque.
Sus muertes son un recordatorio de la mortalidad de sus culturas, un mensaje de que con cada hablante que se va queda seccionada otra arteria vital. Frente a eso, frente a la posibilidad de que su lengua se esfume sin alarma ni advertencia, está la perseverancia, el orgullo, la veneración de lo ancestral, la conciencia de que en cuestiones de importancia la clave de nuestro futuro está a nuestras espaldas. Todo eso, y algo más: no olvidarse de que las lenguas menos habladas todavía tienen mucho que decir.