[1] Extracto del libro “Marx and Freud in Latin America” (Londres: Verso, 2012). Bruno Bosteels
Hoy, lo menos que puede decirse sobre el marxismo es que, si no fuera por el uso atenuante de prefijos como “post” o “neo”, su simple mención se ha convertido en una prueba de obsolescencia.
Así, mientras que en las librerías de viejo, del DF hasta Tierra del Fuego, se siguen apilando los viejos manuales del materialismo histórico y dialéctico de la Academia de Ciencias de la Unión Soviética, ya nadie parece referirse al marxismo como a una doctrina viva de intervención política o histórica.
Más bien, el marxismo parecería haberse convertido definitivamente en una cosa del pasado. En el mejor de los casos, es un simple objeto de conmemoraciones nostálgicas o académicas y, en el peor, ocupa el banquillo del acusado en el tribunal de la historia para los crímenes en contra de la humanidad.
El actual Vicepresidente de Bolivia, Álvaro García Linera, en un importante texto de 1996 desde la cárcel, titulado “3 retos al marxismo para encarar el nuevo milenio” y recogido en el libro Las armas de la utopía. Marxismo: Provocaciones heréticas, describe la situación de la siguiente manera:
“Los rebeldes de ayer que cautivaban con la furia del lenguaje subversivo a empobrecidos campesinos, hoy se hallan al frente de deslumbrantes compañías privadas y ONGs que siguen cabalgando sobre las martirizadas espaldas de los mismos campesinos anteriormente convocados. […] Rusia, China, Polonia, El Salvador, Nicaragua, Partidos comunistas y socialistas, “vanguardias” armadas y desalmadas hoy en día no orientan ningún ímpetu de redención social, no emblematizan ningún compromiso de justa insatisfacción; simbolizan una descomunal estafa histórica.[1]
Sin embargo, si hablamos del destino del marxismo y la política del comunismo que suele asociársele, hay otra cosa que nos está pasando también. No sólo se trata de crímenes, estafas y traiciones. Es que las generaciones posteriores poco o nada saben de aquellos “rebeldes de ayer” y mucho menos entienden cómo es que pudieron “cautivar” a trabajadores o campesinos empobrecidos con la “furia” de su lenguaje.
Por un lado, la memoria está rota. Y muchos intelectuales y militantes radicales de los años 60 y 70, por una variedad de motivos que incluyen la culpa, el agotamiento, el riesgo de la infamia, o pura y simplemente el miedo a hacer el ridículo al reivindicar sus viejas fidelidades, son cómplices en la desmemoria porque se niegan a elaborar, en el sentido psicoanalítico del término, la genealogía interna de su experiencia.
Así, la furia subversiva se queda, sin trabajarse, en el cajón de las nostalgias, y casi nadie ha atravesado públicamente su autocrítica.
Y eso si bien por otro lado somos testigos también de la situación opuesta, con un cúmulo de testimonios y confesiones personales en los cuales la inflación de la memoria quizá no sea sino otra forma, más espectacular, del mismo olvido. Como en el caso de la polémica acerca de la militancia y la violencia en Argentina, desatada por la carta-confesión de Óscar del Barco, entonces sí hay debate, pero aún así queda todavía parcialmente escamoteado el archivo teórico y todo lo que éste puede contener de materiales relevantes para pensar el marxismo desde la actualidad.
¿Cómo ir en contra de la complacencia que apenas se esconde detrás de este consenso bipolar con sus silencios furtivos por un lado y sus clamorosas autoacusaciones por el otro?
En primer lugar, conviene insistir en algo que todos sabemos cuando se trata de máquinas electrodomésticas pero que preferimos olvidar cuando nos acercamos a las creaciones del intelecto, es decir, el hecho de que todo lo que se produce en este mundo lleva desde el inicio su fecha de caducidad o el sello de una obsolescencia planificada.
Las teorías, en este sentido, no presentan excepción alguna, por más que nos pese admitirlo. Ahora bien, un efecto indirecto de esta obsolescencia es que la novedad muchas veces no es más que el resultado secundario de un olvido. En este sentido, quizá valga la pena recordar el epígrafe de Francis Bacon que abre “El inmortal” de Jorge Luis Borges, un autor que por otro lado poco o nada puede enseñarnos acerca del marxismo, al que él prefería calificar con su nombre estalinista de materialismo dialéctico y que consideraba intercambiable con el nazismo.
El epígrafe en cuestión reza: “Solomon saith: There is no new thing upon the earth. So that as Plato had an imagination, that all knowledge was but remembrance; so Solomon giveth his sentence, that all novelty is but oblivion” [2] .
Esta grave sentencia salomónica puede aplicarse también al trabajo crítico y teórico. Aquí, también, toda novedad no es más que olvido.
De hecho, la historia de los conceptos que se manejan en estudios sobre política, arte o cultura hoy día parece agujereada por una serie de silencios, por un no-decir que en parte es el resultado de libres omisiones y en parte se debe a deslices inconscientes o fantasmales.
El olvido en otras palabras no es enteramente azaroso, pero tampoco puede atribuirse simplemente al gusto insaciable por lo nuevo de parte de disecados intelectuales en busca de fama o fortuna personal.
Guy Debord, al fin y al cabo, observaba ya hace más de quince años en sus Comentarios sobre la sociedad del espectáculo: “La primera intención de la dominación espectacular era hacer desaparecer el conocimiento histórico en general y, desde luego, la práctica totalidad de las informaciones y los comentarios razonables sobre el pasado más reciente.”
Y sobre el movimiento estudiantil de 1968, añadía Debord: “Lo más importante es lo más oculto. Después de veinte años no hay nada que haya sido recubierto con tantas mentiras como la historia de mayo de 1968.”[3]
Si hoy la vasta mayoría de los militantes de aquel radicalismo de los ’60 y los ’70 dedican meras elegías a la jubilación de sus ídolos rotos, los que apenas habíamos nacido en aquel entonces sólo podemos adivinar adónde se fueron a morir todos aquellos elefantes mientras que el pensamiento radical se ha ido disfrazando detrás de una fraseología cada vez más nueva que la nueva izquierda anterior.
Así, en vez de una verdadera polémica o, cuando menos, un trabajo genealógico de contramemoria, lo que predomina es un silencio parcial que, no menos que las ruidosas mea culpa, parece hacerse cómplice de la celebración del fin del comunismo como victoria del neoliberalismo mundial.
Lógicas del desencuentro
En América Latina, las razones para el olvido o la desmemoria son aún más complejas. No sólo hubo una obvia interrupción de la memoria debido a las dictaduras militares y la catástrofe del golpe neoliberal, sino que, además, la solución de la continuidad o el desencuentro con el continente es algo que encontramos ya en los textos mismos de Marx. De hecho, podríamos decir que la historia de la relación de Marx con América Latina es la historia de un triple desencuentro.
En primer lugar, se trata de un desencuentro al interior del pensamiento del coautor del Manifiesto comunista. Gracias al estudio ya clásico de José Aricó, Marx y América Latina, podemos descifrar las razones detrás de la incapacidad de Marx para acercarse con simpatía al mundo latinoamericano.
La archiconocida crítica a Bolívar (al que tilda de “el canalla más cobarde, brutal y miserable”[4]) así como su apoyo a la invasión de México por las fuerzas estadounidenses, según Aricó son coherentes con al menos tres prejuicios de Marx: la linealidad de la historia; el antibonapartismo generalizado; y la teoría del Estado-nación heredada (aunque en forma invertida) de Hegel, según la cual no puede haber formación duradera de un Estado sin la presencia de un sentido de identidad nacional—identidad cuya ausencia, por otra parte, suele provocar precisamente la intervención de figuras dictatoriales o bonapartistas al estilo de Bolívar según Marx.
En este sentido, los tres prejuicios están íntimamente relacionados: es únicamente porque se mantiene un concepto lineal de la historia que todos los países necesariamente tienen que pasar por el mismo proceso de desarrollo político y económico en la conformación de una sociedad civil lo suficientemente fuerte como para apuntalar de forma orgánica los aparatos del Estado.
Sin embargo, una paradoja a la que alude Aricó al final de su estudio todavía merece ser desarrollada en detalle. En sus últimos textos sobre Irlanda, Polonia, Rusia o la India, después de 1870, en efecto, Marx empieza a entrever la lógica del desarrollo desigual del capitalismo que le podría haber servido también para acercarse a la realidad postcolonial de América Latina.
“Desde fines de la década del setenta en adelante Marx ya no abandona su tesis de que el desarrollo desigual de la acumulación capitalista desplazaba el centro de la revolución de los países de Europa occidental hacia los países dependientes y coloniales”, escribe Aricó.
“Estamos pues frente a un verdadero ‘viraje’ en el pensamiento de Marx que abre toda una nueva perspectiva de análisis en el examen del conflictivo problema de las relaciones entre lucha de clases y lucha nacional, de ese verdadero punctum dolens de toda la historia del movimiento socialista”[5].
Si a pesar de este viraje, provocado por la reflexión sobre casos como el de Irlanda o Rusia, Marx no puede ajustar sus cuentas con América Latina a la luz de su reevaluación crítica del papel revolucionario de los países periféricos o atrasados, según Aricó es porque en este caso particular siguen siendo todavía más fuertes los prejuicios antibonapartistas y la herencia hegeliana en Marx.
En su importante libro De demonios escondidos y momentos de revolución: Marx y la revolución social en las extremidades del cuerpo capitalista, García Linera le pone dos “peros” importantes al libro de Aricó.
Por un lado, acusa al compañero argentino exiliado en México de proceder demasiado rápidamente al aceptar la ausencia de una capacidad masiva e incluso nacional-popular para la rebelión en América Latina. Por otro lado, el propio Marx no deja de insistir, más allá de su supuesto legado hegeliano regresista, en la importancia de la acción de masa.
La “ceguera” o la “incomprensión” de Marx hacia América Latina, en este sentido, se debería más bien a la escasez de fuentes históricas y estudios serios sobre las sublevaciones indígenas como las que sacudieron el continente en el siglo XVIII.
“Esto es lo decisivo; en la característica de la masa en movimiento y como fuerza, su vitalidad, su espíritu nacional, etc. radican los otros componentes que Aricó no toma en cuenta pero que para Marx son los decisivos en la formación nacional de los pueblos”, afirma Linera: “No existe texto conocido de Marx que aborde este asunto, pero no es difícil suponer que él no lo halló al momento de fijarse en América” [6] . El desencuentro entre Marx y América latina, por lo tanto, no se debería a una posición hegeliana sino porque en realidad “esta energía de la masa no se dio como movimiento generalizado (al menos en Sudamérica); estaba en gran parte ausente en los años considerados por la reflexión de Marx.” [7]
De hecho, García Linera llega a sugerir que el supuesto “no-ver” de parte de Marx se debe más bien a un “querer-ver” de parte de su intérprete más famoso y energético en Argentina: “El terreno en el que Aricó nos coloca no es el de la realidad ni el de las herramientas de Marx para comprender esta realidad sino más bien el de la realidad que Aricó cree es y de las herramientas que Aricó cree son las de Marx”[8].
En última instancia, sin embargo, tampoco para García Linera puede ser cuestión de negar el desafortunado “desencuentro” entre Marx y América Latina. Es más, en su ensayo “Marxismo e indianismo”, también recopilada en una versión ligeramente diferente en la antología de textos La potencia plebeya, el propio García Linera a su vez habla de un “desencuentro” entre dos lógicas revolucionarias, la marxista y la indigenista, y pasa revista a las distintas razones que imposibilitaron su encuentro.[9]
Martí sobre Marx
Cabe añadir que la incomprensión en muchos casos parece ser recíproca. Éste sería el segundo sentido del desencuentro, el que
bloquea el entendimiento cabal de las teorías de Marx desde la otra orilla del Atlántico. Basta pensar en “Karl Marx ha muerto”, una crónica bien conocida pero pocas veces estudiada de José Martí, escrita cuando éste residía en Nueva York y era corresponsal para el periódico argentino La Nación.
En realidad, se trata, como recientemente ha podido confirmar Horacio Tarcus, del primer texto importante sobre Marx en toda América Latina. En él Martí describe, entre otras escenas neoyorquinas y norteamericanas, un acto conmemorativo que tuvo lugar en marzo de 1883, en ocasión de la muerte de Karl Marx.
De esta extraordinaria crónica, publicada en La Nación los días 13 y 16 de mayo de 1883, me interesa destacar ante todo la curiosa escenografía. Martí, como ya lo había hecho con Oscar Wilde, nos invita en efecto a convertirnos en los espectadores virtuales de la escena de la que él parece haber sido testigo ocular.
“Ved esta gran sala. Karl Marx ha muerto”, dice Martí, y más adelante repite la interpelación visual: “Ved esta sala”[10]. A lo que asistimos, sin embargo, es a lo que deberíamos llamar un velorio de cuerpo ausente. De aquel Karl Marx que en las resoluciones de la “ardiente asamblea” es proclamado “el héroe más noble y el pensador más poderoso del mundo del trabajo”, sólo tenemos la efigie, la figura, o el retrato: “Ved esta sala: la preside, rodeado de hojas verdes, el retrato de aquel reformador ardiente, reunidor de hombres de diversos pueblos y organizador incansable y pujante”.
Alrededor de este cuerpo ausente, por no llamarlo un espectro, Martí
describe cómo se va armando una escena colectiva e internacional de hombres y mujeres que se turnan para evocar algún aspecto de la figura de Marx. Nueva York se convierte así en el escenario de un ejemplo concreto de la verdadera obra del coautor del Manifiesto comunista, una obra de organización política que, por más invisible que sea, Martí nunca confunde con las ambiciones científicas del Capital, cuyo proyecto parece ignorar casi por completo.
“La Internacional fue su obra: vienen a honrarlo hombres de todas las naciones”, escribe Martí, no sin añadir el siguiente juicio en un tono ligeramente paternalista que regresará al final de la crónica: “La multitud que es de bravos braceros, cuya vista enternece y conforta, enseña más músculos que alhajas, y más caras honradas que paños sedosos”.
Todo esto, dicho sea de paso, va siendo inscrito en algo que podríamos llamar una moral estética, o una ética de la belleza del trabajo, basada en una idea trascendentalista y normativa de la Naturaleza, de profunda inspiración emersoniana.
“El trabajo embellece. Remoza ver a un labriego, a un herrador, o a un marinero. De manejar las fuerzas de la Naturaleza, les viene ser hermosos como ellas.”
A pesar de ese intento de estetización natural-organicista del mundo del trabajo, la crónica de Martí no deja de ser altamente adversa a la gran obra de Marx, es decir, no su obra crítica o científica sino su labor militante y política. Y es que Martí repite hasta media docena de veces el mismo reproche de que Marx o, cuando menos, sus seguidores en la primera Internacional intentan lograr su noble fin con medios equivocados:
Ved esta gran sala. Karl Marx ha muerto. Como se puso del lado de los débiles, merece honor. Pero no hace bien el que señala el daño, y arde en ansias generosas de ponerle remedio, sino el que enseña remedio blando al daño.
O, segunda formulación del mismo reproche:
Espanta la tarea de echar a los hombres sobre los hombres. Indigna el forzoso abestiamiento de unos hombres en provecho de otros. Mas se ha de hallar salida a la indignación, de modo que la bestia cese, sin que se desborde, y espante.
Y esta tercera formulación, absolutamente fundamental sobre todo si tenemos en cuenta no sólo el prejuicio hegeliano que según Aricó le hubiera impedido a Marx entender la realidad latinoamericana sino, también, cierta imagen ideológica de la mujer y su acotado papel como madre y proveedora, como veremos, en el proceso de transformación social según Martí:
Karl Marx estudió los modos de asentar al mundo sobre nuevas bases, y despertó a los dormidos, y les enseñó el modo de echar a tierra los puntales rotos. Pero anduvo de prisa, y un tanto en la sombra, sin ver que no nacen viables, ni de seno de pueblo en la historia, ni de seno de mujer en el hogar, los hijos que no han tenido gestación natural y laboriosa.
Martí luego reitera la misma crítica unas tres veces más, refiriéndose ya no sólo al propio Marx sino a sus acólitos, hombres políticos de la Internacional de trabajadores cuyos militantes se reúnen en aquella sala de Nueva York. Sobre los compatriotas de “un Lecovitch” que les habla babélicamente en inglés, alemán y ruso, dice: “Mas no, ¡no son aún estos hombres impacientes y generosos, manchados de ira, los que han de poner cimiento al mundo nuevo: ellos son la espuela, y vienen a punto, como la voz de la conciencia que pudiera dormirse; pero el acero del acicate no sirve bien para martillo fundador.”
Sobre el alemán John Most, dice “que no lleva en la mano diestra el bálsamo con que ha de curar las heridas que abra su mano siniestra”. Y, finalmente, sobre la reunión en general apunta: “Suenan músicas, resuenan coros, pero se nota que no son los de la paz”[11].
Las razones para el desencuentro entre Marx y Martí parecen suficientemente claras. Según el héroe de la independencia cubana, residente en “el vientre del monstruo” del Norte, Marx sería el apóstol de la religión del odio y no del amor, de la guerra y no de la producción de la paz.
De hecho, Martí enmarca su crónica sobre el velorio de Marx entre dos extrañas viñetas: la primera, en la que nos propone un retrato de la diferencia de estilo entre los movimientos obreros en América y en Europa, y la última, sobre la posible decisión de la Universidad de Columbia en Nueva York para abrir sus puertas a las mujeres o, alternativamente, para fundar un colegio separado, que es lo que finalmente se haría realidad en Barnard College.
Es evidente que hay una estrecha relación entre estas dos secciones que forman el marco de la crónica de Martí y la parte sobre la reunión conmemorativa en honor a Marx. En efecto, con el contraste entre los trabajadores del Nuevo y el Viejo Mundo, Martí no hace más que anticipar su reproche a Marx de haber fomentado el odio en vez del amor:
La conquista del porvenir ha de hacerse con las manos blancas.
Más cauto fuera el trabajador de los Estados Unidos, si no lo vertieran en el oído sus heces de odio los más apenados y coléricos de Europa. Alemanes, franceses y rusos guían estas jornadas. El americano tiende a resolver en sus reuniones el caso concreto; y los de allende, a subirlo al abstracto. En los de acá, el buen sentido, y el haber nacido en cuna libre, dificulta el paso a la cólera. En los de allá, la excita y mueve a estallar, porque la sofoca y la concentra, la esclavitud prolongada. Mas no ha de ser—¡aunque pudiera ser!— que la manzana podrida corrompa el cesto sano. ¡No han de ser tan poderosas las excrecencias de la monarquía, que pudran y roan como veneno, el seno de la Libertad!
Martí repetirá una y otra vez esta distinción entre los estilos de organización de las asociaciones obreras en Europa y en América.
Por ejemplo, en la primera de sus dos famosas crónicas sobre los siete anarquistas de Chicago, cuyo martirio conmemoramos— en todas partes del mundo salvo en la nación donde ocurrió el hecho—el 1 de mayo de cada año como día del trabajo, Martí habla de aquellos ideólogos que llegaron al Nuevo Mundo desde Europa,
“meras bocas por donde ha venido a vaciarse sobre América el odio febril acumulado durante siglos europeos en la gente obrera”, y los contrasta desfavorablemente con el estilo de asociación política en América:
“Aconsejaban los bárbaros remedios imaginados en los países donde los que padecen no tienen palabra ni voto, aquí, donde el más infeliz tiene en la boca la palabra libre que denuncia la maldad, y en la mano el voto que hace la ley que ha de volcarla: al favor de su lengua extranjera, y de las leyes mismas que desatendían ciegamente, llegaron a tener masas de afiliados en las ciudades que emplean mucha gente alemana: en New York, en Milwaukee, en Chicago”[12] .
No será hasta un año después, en una nueva crónica sobre el juicio de los siete anarquistas, que Martí cambiará dramáticamente de actitud en su juicio. Y es que mientras tanto la lucha social de esta gran nación, entre huelgas generales, vindicaciones sindicalistas y violentas represiones, ha acortado la distancia de estilo entre Europa y América. “Esta república, por el culto desmedido a la riqueza, ha caído, sin ninguna de las trabas de la tradición, en la desigualdad, injusticia y violencia de los países monárquicos”, apunta esta vez Martí. Y luego, más tajante todavía: “¡América es, pues, lo mismo que Europa!”, de modo que ahora parece justificado, por inevitable, el recurso a la violencia: “Una vez reconocido el mal, el ánimo generoso sale a buscarle remedio: una vez agotado el recurso pacífico, el ánimo generoso, donde labra el dolor ajeno como el gusano en la llaga viva, acude al remedio violento.”[13]
Por otro lado, las dudas que expresa Martí en su crónica sobre la muerte de Marx acerca del mérito de darles entrada a las mujeres a la universidad norteamericana traduce hasta qué punto el ideal de un cambio social orgánico, armonioso y natural, nacido “de seno de pueblo en la historia” tanto como “de seno de mujer en el hogar”, presupone la colaboración del “alma femenil” en su aspecto más retrógrado y misógino.
Podríamos decir que hay primero un desplazamiento de la política hacia la ética—de los pobres a los débiles, este primer desplazamiento será borrado en la recolección imprecisa de Fidel Castro—y luego una reinscripción de la ética en el contexto sentimental del amor en el hogar. Todo lo contrario, en otras palabras, de lo que ocurre al principio del Manifiesto del partido comunista, donde la relación hombre-mujer—a diferencia de libres-siervos, patricios-plebeyos o maestros-oficiales, todos ellos opresores y oprimidos—justamente no figura entre las parejas enumeradas para ejemplificar el carácter de toda la historia de la sociedad humana hasta la actualidad como historia de luchas de clases.
“Vale más su encallecimiento que su envilecimiento”, dice Martí sobre el alma femenil: “Y hay tanta bondad en las almas de las mujeres que, aun luego de engañadas, de desesperanzadas, de encallecidas, dan perfume. Toda la vida está en eso: en dar con buena flor”.
Así, la imagen romántico-organicista de la reproducción del amor en el hogar reafirma su poder sobre la actitud de Martí acerca del problemático papel de la mujeres en la lucha social: “La impureza es tan terrible que no puede ser jamás voluntaria. La mujer instruida será mejor pura. Y ¡cuánto apena ver cómo se van trocando en flores de piedra, por los hábitos de la vida viril, estas hermosas flores! ¿Qué será de los hombres, el día en que no puedan apoyar su cabeza en un seno caliente de mujer?”
Marxismo y melodrama, o el problema para una solución
¿Acaso significa todo esto que no hay más que desencuentros negativos entre Marx y América Latina, entre Marx y Bolívar, entre Marx y Martí? Al contrario, quisiera plantear la hipótesis de que la lógica del desencuentro, ahora considerado como un nombre entre otros para el desarrollo desigual del capitalismo en su fase global, abre también el espacio para un encuentro—incluyendo en el sentido de la expresión que es central para alguien como el último Louis Althusser, para configurar lo que él denomina la “corriente subterránea” del “materialismo aleatorio”, a diferencia del supuesto determinismo del materialismo tradicional, dialéctico o hegelomarxista.
Es decir, ahora es el marxismo mismo el que sería en sí un pensamiento del desencuentro, entendido como un pensamiento de la desligazón o de la falta constitutiva en el centro del lazo social. Éste sería el tercer sentido de la lógica del desencuentro, el que nos permitiría asimismo imaginar un diálogo póstumo entre Marx y Martí.
Al fin y al cabo, como Aricó ha demostrado y en este aspecto García Linera parece estar de acuerdo, a partir de los años 1870, cuando empieza a estudiar los casos de Irlanda, Rusia, Polonia y la India, Marx formula una serie de hipótesis acerca del desarrollo desigual que le permiten generalizar su lógica coyuntural para todo el capitalismo y no sólo para los países periféricos o aquellos que se encuentran, como dice García Linera, “en las extremidades del cuerpo capitalista.” Marx nunca aprovechó estas hipótesis para acercarse nuevamente a América Latina.
Pero curiosamente hay unas cuantas indicaciones, en realidad meras pinceladas conceptuales, en la obra de Martí que parecen ir en la misma dirección.
El problema del que se trata en este caso no es ya el del cuerpo ausente de Marx sino el del corpus de Marx: ¿Cuánto o qué parte del corpus de Marx pudo haber leído Martí durante sus años en Nueva York? ¿Leyó alguna vez el Manifiesto comunista, tal vez en traducción inglesa? ¿Supo algo, aunque fuera de oídas o de segunda mano, de ese texto cuyos 160 años acabamos de celebrar?
Incluso el propio Fidel Castro, en su reciente entrevista autobiográfica con Ignacio Ramonet, confiesa cierta ignorancia al respecto, o por lo menos desplaza la ignorancia al atribuírsela también a los especialistas de Martí. “Aparentemente, había leído un poco de Marx porque en sus obras habla de él. Tiene dos o tres frases magníficas, cuando menciona a Marx, y una de ellas, ahora me acuerdo, es ‘Porque tomó partido por los pobres, merece nuestro honor.’ Así, hay otras frases de elogio a Marx”, dice Fidel, pero enseguida admite no estar demasiado seguro de si hubo o no influencia directa: “No estoy seguro si incluso los expertos en el pensamiento de Martí saben qué es lo que él conocía de Marx, pero sí supo que Marx era un luchador del lado de los pobres. Recordemos que Marx estaba luchando por la organización de los pobres, en la fundación de la Internacional Comunista. Y Martí ciertamente sabía todo eso, incluso si esos debates se centraban casi exclusivamente en Europa y Martí por supuesto estaba luchando por la independencia de un país colonizado, esclavizado [en otro hemisferio completamente]”[14].
En realidad, por más que les pese a los líderes e ideólogos de la Revolución cubana, no tenemos ninguna prueba de que Martí estuviera directamente familiarizado con los textos de Marx. En las obras completas de Martí , el nombre de Marx sólo aparece cuatro o cinco veces (dependiendo de la edición usada), todas ellas en un contexto de crítica abierta o solapada y refiriéndose a la obra de Marx como ideólogo y organizador de los trabajadores, pero sin mención de sus textos.
Hay, sin embargo, un lugar inesperado—esta vez en la literatura, más específicamente en la única novela escrita por Martí, Lucía Jerez, también conocida como Amistad funesta (título con el cual primero se publicó en 1885 por entregas en el periódico neoyorquino El Latino-americano)—donde el cubano parece estar resumiendo, casi palabra por palabra, la lógica de las grandes transformaciones sociales que encontramos en Marx.
El capitalismo, entonces, se revela como una gran máquina productora de desencuentros cuyo engranaje habría que estudiar de cerca. Como leemos también en la segunda crónica sobre el proceso de los anarquistas en Chicago, cuando se ve ya con más simpatía el trabajo ideológico de los seguidores de Bakunin o de Marx: “No comprenden que ellos son mera rueda del engrane social, y hay que cambiar, para que ellas cambien, todo el engranaje.”[15]
La lógica de este engranaje es lo que el propio Martí, en Lucía Jerez así como en muchas de sus crónicas más conocidas, llama la producción de desquiciamientos, desajustes o desmembramientos a todos los niveles de la vida social, desde el modo de vestir de los jóvenes que no se aviene con la distinción de su alma, hasta el trastocamiento, o el vuelco brutal, causado por la falta de correspondencia entre el nivel de la economía y las relaciones sociales, políticas y culturales que le correspondieran:
Estos tiempos nuestros están desquiciados, y con el derrumbe de las antiguas vallas sociales y las finezas de la educación, ha venido a crearse una nueva y vastísima clase de aristócratas de la inteligencia, con todas las necesidades de parecer y gustos ricos que de ella vienen, sin que haya habido tiempo aún, en lo rápido del vuelco, para que el cambio en la organización y repartimiento de las fortunas corresponda a la brusca alteración en las relaciones sociales, producidas por las libertades políticas y la vulgarización de los conocimientos.[16]
Veamos, por ejemplo, cómo la lógica del desencuentro en tanto lógica del desarrollo desigual afecta la vida de los intelectuales en América Latina según la misma novela de Martí:
Como con nuestras cabezas hispanoamericanas, cargadas de ideas
de Europa y Norteamérica, somos en nuestros países a manera de frutos sin mercado, cual las excrecencias de la tierra, que le pesan y estorban, y no como su natural florecimiento, sucede que los poseedores de la inteligencia, estéril entre nosotros por su mala dirección, y necesitados para subsistir de hacerla fecunda, la dedican con exceso exclusivo a los combates políticos, cuando más nobles, produciendo así un desequilibrio entre el país escaso y su política sobrada, o, apremiados por las urgencias de la vida, sirven al gobernante fuerte que les paga y corrompe, o trabajan por volcarle cuando, molestado aquél por nuevos menesterosos, les retira la paga abundante de sus funestos servicios.[17]
Estos fragmentos, pero sobre todo el primero, por supuesto recuerdan el famoso prólogo de 1859 a la Contribución a la crítica de la economía política donde Marx resume los presupuestos teóricos y metodológicos de su trabajo en preparación para El Capital:
En un estadio determinado de su desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes o—lo cual sólo constituye una expresión jurídica de lo mismo—con las relaciones de propiedad dentro de las cuales se había estado moviendo hasta ese momento. Esas relaciones se transforman de formas de desarrollo de las fuerzas productivas en ataduras de las mismas. Se inicia entonces una época de revolución social. Con la modificación del fundamento económico, todo ese edificio descomunal se trastoca con mayor o menor rapidez. Al considerar esta clase de trastocamientos, siempre es menester distinguir entre el trastocamiento material de las condiciones económicas de producción, fielmente comprobables desde el punto de vista de las ciencias naturales, y las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas, en suma ideológicas, dentro de las cuales los hombres cobran conciencia de este conflicto y lo dirimen. Así como no se juzga a un individuo de acuerdo con lo que éste cree ser, tampoco es posible juzgar una época semejante de revolución a partir de su propia conciencia, sino que, por el contrario, se debe explicar esta conciencia a partir de las contradicciones de la vida material, a partir del conflicto existente entre fuerzas sociales productivas y relaciones de producción. Una formación social jamás perece hasta tanto no se hayan desarrollado todas las fuerzas productivas para las cuales resulta ampliamente suficiente, y jamás ocupan su lugar relaciones de producción nuevas y superiores antes de que las condiciones de existencia de las mismas no hayan sido incubadas en el seno de la propia antigua sociedad. De ahí que la humanidad siempre se plantee sólo tareas que puede resolver, pues considerándolo más profundamente siempre hallaremos que la propia tarea sólo surge cuando las condiciones materiales para su resolución ya existen o, cuando menos, se hallan en proceso de devenir.[18]
Nuevamente, lo que me interesa subrayar en relación a la novela de Martí, más que el hecho de su sorprendente cercanía a ciertos textos de Marx, es el marco de su presentación y la forma literaria que adopta. Y es que Lucía Jerez constituye un melodrama sentimental en el que presenciamos ni más ni menos que la violenta destrucción de todos los ideales de desarrollo natural o armonioso para el cual Martí, en su crónica sobre Marx, todavía pensaba poder contar con la ayuda del “alma femenil”.
La novela termina así en el violento asesinato de Sol, la adolescente cuya belleza encarna el ideal a la vez estética y moralmente hablando, a manos de su amiga y tal vez rival Lucía Jerez. Juan Jerez, mientras tanto, no puede nunca cumplir su papel histórico de intelectual orgánico, su sueño de convertirse en un letrado al servicio de los pobres campesinos indígenas. Más bien, su afán de hacer el bien y enderezar el mundo lleva a Juan a una actitud de “alma bella” cuya integridad moral es inversamente proporcional a la sordidez del mundo en el que se ve obligado a circular.
Gran repercusión tendrá esta orientación melodramática a lo largo del siglo veinte en la imaginación de la izquierda. De hecho, junto con la novela policial, me parece que el melodrama es una de las formas más recurrentes para pensar la política incluso (o con mayor razón) después de la crisis del ideal revolucionario. Como bien intuían Marx y Engels en sus comentarios sobre Eugène Sue en La sagrada familia y como confirma también Althusser en su artículo sobre el teatro de Bertolazzi y Brecht, el melodrama ofrece un espacio idóneo para elaborar las múltiples consecuencias del desarrollo desigual como lógica del desencuentro, es decir, el desencuentro ya no como un mero defecto del conocimiento de Marx sobre América Latina ni tampoco como el error estratégico que Martí le reprocha a Marx, sino más bien el desencuentro como la estructura misma del capitalismo en su fase global.
A través de un melodrama con desenlace violento, llegamos así a la negación de todos los ideales de desarrollo armonioso con su modelo en la hacienda o la familia—hasta el punto donde habría que concluir que para Martí, al menos en el terreno de la experimentación novelística, así como para una lectura radical de Marx que podría inspirarse en el psicoanálisis de Freud y Lacan, no hay ni puede haber nunca ninguna correspondencia entre la base y la superestructura, o entre las relaciones de producción y el desarrollo de las fuerzas productivas.
Ésta es también la conclusión a la que llega alguien como Slavoj Žižek en El objeto sublime de la ideología: “¿Cómo definimos exactamente el momento—si bien sólo ideal—en el que la relación capitalista de producción se convierte en un obstáculo para el ulterior desarrollo de las fuerzas productivas? O bien el anverso de la misma pregunta:
¿Cuándo podemos hablar de un acuerdo entre fuerzas productivas y relación de producción en el modo capitalista de producción? Un análisis estricto nos lleva a la única respuesta posible: nunca”[19] . Parecería entonces que en toda la historia de la sociedad humana, al menos hasta la actualidad, no habría acuerdo sino en el desacuerdo; no habría encuentro sino en el desencuentro.
[1] Álvaro García Linera, “3 retos al marxismo para encarar el nuevo milenio. Las virtudes de un siglo infame: el reencuentro con la incredulidad activa”, Las armas de la utopía. Marxismo: provocaciones heréticas (La Paz: Punto Cero, 1996), 77.
[2] Jorge Luis Borges, “El inmortal”, El Aleph (Madrid: Cátedra, 1995), 7.
[3] Guy Debord, Commentaires sur la société du spectacle (París: Gallimard, 1988), 24. Para el contexto de la ruptura en la continuidad del debate marxista en América Latina, véase también mi texto “Travesías del fantasma: Pequeña metapolítica del 68 en México”, Metapolítica: Revista Trimestral de Teoría y Ciencia de la Política 12 (1999): 733-768
[4] Karl Marx, carta a Engels del 14 de febrero de 1858, citada en José Aricó, Marx y América Latina (México, D.F.: Alianza, 1982), 116.
[5] Aricó, Marx y América Latina, 65 y 68.
[6] Álvaro García Linera, De demonios escondidos y momentos de revolución. Marx y la revolución social en las extremidades del cuerpo capitalista (La Paz: Ofensiva Roja, 1991), 252.
[7] Ibid.
[8] Ibid., 250.
[9] García Linera, “Indianismo y marxismo. El desencuentro de dos razones revolucionarias”, en La potencia plebeya: Acción colectiva e identidades indígenas, obreras y populares en Bolivia, ed. Pablo Stefanoni (Buenos Aires: Prometeo Libros/CLACSO, 2008), 373-392.
[10] José Martí, “Karl Marx ha muerto”, Obras completas, ed. Isidro Méndez (La Habana: Lex, 1948), vol 1, tomo II, 1516-1521. Todas las citas no marcadas en el texto de aquí en adelante provendrán de esta misma crónica. Para un comentario oficial desde la Cuba socialista, véase Armando Hart Dávalos, “Martí y Marx, raíces de la revolución socialista de Cuba”, Camino a lo alto: Aproximaciones marxistas a José Martí (La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 2006), 324-353. Véase también el breve comentario de Luis Alvarenga, “El humanismo de Marx desde la perspectiva de José Martí”, Estudios Centroamericanos 707 (2007): 849-853. Se trata de un número monográfico sobre El marxismo hoy: una lectura crítica a 140 años de El Capital.
[11] En otro texto del 29 de marzo de 1883, la misma fecha que lleva la carta-crónica sobre el evento conmemorativo por la muerte de Marx, Martí repite la noción de que son los europeos quienes llegan a Nueva York llenando la cabeza de los trabajadores con la moral del odio. De hecho, compara la desproporción en el número de asistentes en distintos eventos: “Un veintenar de miles fue al entierro del pugilado; al baile de un Vanderbilt, que es un Rotschild de esta parte de la América, un millar de galanes y de damas; y diez mil hombres de manos inquietas, burdos vestidos, sombreros irreverentes y corazones inflamados, a aplaudir a los fervorosos oradores multilingües que excitan a la guerra a los hijos del trabajo, en memoria de aquel alemán de alma sedosa y mano férrea, de Karl Marx famosísimo, cuya reciente muerte honran”, en Obras completas, ibid., vol. I, tomo II, 1201. En una carta a La Nación del 5 de septiembre de 1884, Martí escribe: “A barcadas viene el odio de Europa: a barcadas hay que echar sobre él el amor balsámico”, ibid., 1561
[12] Martí, “El proceso de los siete anarquistas de Chicago”, Obras completas, ibid., 1736-1737. Esta crónica, también para La Nación, lleva la fecha del 2 de septiembre de 1886.
[13] Martí, “Un drama terrible”, ibid., 1844-1845 y 1847. Esta segunda crónica sobre el trágico suceso del Haymarket en Chicago, lleva la fecha del 13 de noviembre de 1887
[14] Fidel Castro con Ignacio Ramonet, Fidel Castro. My Life: A Spoken Autobiography, trad. Andrew Hurley (Nueva York: Scribner, 2008), 153-154 (la traducción es mía).
[15] Martí, “Un drama terrible”, 1847.
[16] José Martí, Lucía Jerez, ed. Carlos Javier Morales (Madrid: Cátedra, 1994), 145.
[17] Martí, Lucía Jerez, 117.
[18] Karl Marx, “Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política”, Introducción general a la crítica de la economía política (México, D.F.: Ediciones de Pasado y Presente, 1982), 67.
[19] Slavoj Žižek, El sublime objeto de la ideología, trad. Isabel Vericat Núñez (México, D.F.:
Siglo Veintiuno, 1992), 83-84