… unsere ubertragungen gehen von einem falschem
grundsatz aus sie wollen das indische griechische
englischen verdeutschen anstatt das deutsche zu verin-
dischen vergriechischen verenglischen…[1]
Rudolf Pannwitz
La historia cuenta de ciertas acciones singulares -aventuras individuales- que en ocasiones se convierten en causas precipitantes de transformaciones colectivas de gran alcance; se complace en narrar los puntos de coincidencia en los que ciertos acontecimientos coyunturales, casuales, contingentes como una vita, se insertan de manera decisiva en otros de amplia duración, inevitables, necesarios como la circunvalación de los planetas. Y parecería que en mucho el suspense de su discurso depende de la desproporción que es capaz de presentarnos entre los unos y los otros.
En efecto, entre la acción singular y la transformación colectiva puede haber una relación hasta cierto punto proporcionada, como la que creemos encontrar ahora entre el pacto de los reyes o caciques aqueos y la destrucción de la gran ciudad de Troya. Pero esa relación puede ser también completamente desmedida: una acción de escasa magnitud puede desatar una transformación gigantesca.
Tal vez para nosotros, los modernos, ninguna de las desproporciones históricas de los últimos siglos haya sido más decisiva que la que es posible reconocer entre la aventura de los conquistadores de América – hecha de una serie de acciones de horizonte individual y muchas veces desesperadas o aleatorias-, por un lado, y una de las más grandes transformaciones del conjunto de la historia humana, por otro: la universalización definitiva de la medida en que ella es un acontecer compartido, gracias al triunfo de la modernidad capitalista como esquema civilizatorio universal.
De los múltiples aspectos que presenta la coincidencia desmesurada entre los hechos de los conquistadores y la historia universal, interesa destacar aquí uno que tiene que ver con algo que se ha dado en llamar “el encuentro de los dos mundos ” y que, a mi parecer, consiste más bien en el reencuentro de las dos opciones básicas de historicidad del ser humano: la de los varios “orientes” o historicidad circular y la de los varios “occidentes” o historicidad abierta.
Aspecto que en el primer siglo de la modernidad decididamente capitalista pudo parecer poco importante – cuando lo inagotable del territorio planetario permitía todavía a las distintas versiones de lo humano proteger su cerrazón arcaica, coexistir en apartheid, “juntarse sin revolverse”, recluidas en naciones o en castas diferentes-, pero que hoy en día, en las postrimerías del que parece ser (de una manera o de otra) el último siglo de la misma, se revela como la más grave de las “asignaturas” que ha dejado “pendientes”.[2]
En el escenario mexicano de 1520, la aventura singular que interviene en la historia universal consiste en verdad en la interacción de dos destinos individuales: el de Motecuhzoma, el taciturno emperador azteca, que lo hunde en las contradicciones de su mal gobierno, y el de Cortés, que lo lleva vertiginosamente a encontrar el perfil y la consistencia de su ambición.
Intersección que tuvo una corporeidad, que fue ella misma una voluntad, una persona: “una india de buen parecer, entrometida y desenvuelta” (dice Bernal Díaz del Castillo, el conquistador-cronista), la Malintzin.
Quisiera concentrarme en esta ocasión en el momento crucial de esa interacción, que no será el más decisivo, pero sí el más ejemplar: los quince meses que van del bautizo cristiano de la “esclava” Malin o Malinali, con el nombre de Marina, y del primer contacto de Cortés con los embajadores de Motecuhzoma, en 1519, al asesinato de la élite de los guerreros aztecas y la posterior muerte del emperador mexicano, en 1520.
En el breve periodo en que la Malintzin se aventura, por debajo de los discursos de Motecuhzoma y Cortés, en la función fugaz e irrepetible de “lengua” o intérprete entre dos interlocutores colosales, dos mundos o dos historias.
“La lengua que yo tengo”, dice Cortés, en sus Cartas, sin sospechar en qué medida es la “lengua” la que lo tiene a él.
Y no sólo a él, sino también a Motecuhzoma y a los desconcertados dignatarios aztecas.
Ser – como lo fue la Malintzin durante esos meses- la única intérprete posible en una relación de interlocución entre dos partes; ser así aquella que concentraba de manera excluyente la función equiparadora de dos códigos heterogéneos, traía consigo al menos dos cosas.
En primer lugar, asumir un poder: el de administrar no sólo el intercambio de unas informaciones que ambas partes consideraban valiosas, sino la posibilidad del hecho mismo de la comunicación entre ellas. Pero implicaba también, en segundo lugar, tener un acceso privilegiado – abierto por la importancia y la excepcionalidad del diálogo entablado- al centro del hecho comunicativo, a la estructura del código lingüístico, al núcleo en el que se definen las posibilidades y los límites de la comunicación humana como instancia posibilitante del sentido del mundo de la vida.
En efecto, ser intérprete no consiste solamente en ser un traductor, bifacético, de ida y venida entre dos lenguas, desentendido de la reacción metalingüística que su trabajo despierta en los interlocutores. Consiste en ser el mediador de un entendimiento entre dos hablas singulares, el constructor de un texto común para ambas.
La mediación del intérprete parte necesariamente de un reconocimiento escéptico, el de la inevitabilidad del malentendido. Pero consiste sin embargo en una obstinación infatigable que se extiende a lo largo de un proceso siempre renovado de corrección de la propia traducción y de respuesta a los efectos provocados por ella. Un proceso que puede volverse desesperante y llevar incluso, como llevó a la Malintzin, a que el intérprete intente convertirse en sustituto de los interlocutores a los que traduce.
Esta dificultad del trabajo del intérprete puede ser de diferente grado de radicalidad o profundidad; ello depende de la cercanía o la lejanía, de las afinidades o antipatías que guardan entre sí los códigos lingüísticos de las hablas en juego. Mientras más lejanos entre sí los códigos, mientras menos coincidencias hay entre ellos o mientras menos alcancen a cubrirse o coincidir sus respectivas delimitaciones de sentido para el mundo de la vida, más inútil parece el esfuerzo del intérprete. Más aventurada e interminable su tarea.
Ante esta futilidad de su esfuerzo de mediación, ante esta incapacidad de alcanzar el entendimiento, la práctica de la interpretación tiende a generar algo que podría llamarse “la utopía del intérprete”.
Utopía que plantea la posibilidad de crear una lengua tercera, una lengua-puente, que, sin ser ninguna de las dos en juego, siendo en realidad mentirosa para ambas, sea capaz de dar cuenta y de conectar entre sí a las dos simbolizaciones elementales de sus respectivos códigos; una lengua tejida de coincidencias improvisadas a partir de la condena al malentendido.
La Malintzin tenía ante sí el caso más difícil que cabe en la imaginación para la tarea de un intérprete: debía mediar o alcanzar el entendimiento entre dos universos discursivos construidos en dos historias cuyo parentesco parece ser nulo. Parentesco que se hunde en los comienzos de la historia y que, por lo tanto, no puede mostrarse en un plano simbólico evidente, apropiado para equiparaciones y equivalencias lingüísticas inmediatas.
Ninguna sustancia semiótica, ni la de los significantes ni la de los significados, podía ser actualizada de manera más o menos directa, es decir, sin la intervención de la violencia como método persuasivo.
Se trata de dos historias, dos temporalidades, dos simbolizaciones básicas de lo Otro con lo humano, dos alegorizaciones elementales del contexto o referente, dos “elecciones civilizatorias” no sólo opuestas sino contrapuestas.
De un lado, la historia madre u ortodoxa, que se había extendido durante milenios hasta llegar a América. Historia de los varios mundos orientales, decantados en una migración lentísima, casi imperceptible, que iba agotando territorios a medida que avanzaba hacia el reino de la abundancia, el lugar de donde sale el sol.
Historia de sociedades cuya estrategia de supervivencia está fincada, se basa y gira en torno de la única condición de su valía técnica: la reproducción de una figura extremamente singularizada del cuerpo comunitario. Cuya vida prefiere siempre la renovación a la innovación y está por tanto mediada por el predominio del habla o la palabra “ritualizada” (como la denomina Tzvetan Todorov) sobre la palabra viva; del habla que en toda experiencia nueva ve una oportunidad de enriquecer su código lingüístico (y la consolidación mítica de su singularización), y no de cuestionarlo o transformarlo.
Del otro lado, el más poderoso de los muchos desprendimientos heterodoxos de la historia oriental, de los muchos occidentes o esbozos civilizatorios que tuvieron que preferir el fuego al sol y mirar hacia el poniente, hacia la noche: la historia de las sociedades europeas, cuya unificación económica había madurado hasta alcanzar pretensiones planetarias.
Historia que había resultado de una estrategia de supervivencia según la cual, a la inversa de la oriental, la valía técnica de la sociedad gira en torno del medio de producción y de la mitificación de su reproducción ampliada. Historia de sociedades que vivían para entonces el auge de los impulsos innovadores y cuya “práctica comunicativa” se había ensoberbecido hasta tal punto con el buen éxito económico y técnico del uso “improvisativo” del lenguaje, que echaba al olvido justamente aquello que era en cambio una obsesión agobiante en la América antigua: que en la constitución de la lengua no sólo está inscrito un pacto entre los seres humanos, sino también un pacto entre ellos y lo Otro.
Los indígenas no podían percibir en el Otro una otredad o alteridad independiente. Una “soledad histórica”, la falta de una “experiencia del Otro”, según la explicación materialista de Octavio Paz, había mantenido incuestionada en las culturas americanas aquella profunda resistencia oriental a imaginar la posibilidad de un mundo de la vida que no fuera el suyo.
La otredad que ellos veían en los españoles les parecía una variante de la mismidad o identidad de su propio Yo colectivo, y por tanto un fenómeno perfectamente reductible a ella (en la amplitud de cuya definición los rasgos de la terrenalidad, la semi-divinidad y la divinidad pertenecen a un continuum).
Tal vez la principal desventaja que ellos tuvieron, en términos bélicos, frente a los europeos consistió justamente en una incapacidad que venía del rechazo a ver al Otro como tal: la incapacidad de llegar al odio como voluntad de nulificación o negación absoluta del Otro en tanto que es alguien con quien no se tiene nada que ver.
Los europeos, en cambio, aunque percibían la otredad del Otro como tal, lo hacían sólo bajo uno de sus dos modos contrapuestos: el del peligro o la amenaza para la propia integridad. El segundo modo, el del reto o la promesa de plenitud, lo tenían traumáticamente reprimido. La otredad sólo era tal para ellos en tanto que negación absoluta de su identidad.
La “Europa profunda” de los conquistadores y los colonizadores, la que emergía a pesar del humanismo de los proyectos evangelizadores y de las buenas intenciones de la Corona, respetaba el universalismo abstracto de la iglesia católica, pero sólo como condición del buen funcionamiento de la circulación mercantil de los bienes; más allá de este límite, lo usaba como simple pretexto para la destrucción del Otro.
No sólo lejanos sino incompatibles entre sí eran los dos universos lingüísticos entre los que la Malintzin debía establecer un entendimiento. Por ello su intervención es admirable. Una mezcla de sabiduría y audacia la llevó a asumir el poder del intérprete y a ejercerlo encauzándolo en el sentido de la utopía que es propia de este oficio.
Reconoció que el entendimiento entre europeos e indígenas era imposible en las condiciones dadas; que, para alcanzarlo, unos y otros, los vencedores e integradores no menos que los vencidos e integrados, temían que ir más allá de sí mismos, volverse diferente de lo que eran.
Y se atrevió a introducir esa alteración comunicante; mintió a unos y a otros, “a diestra y siniestra”, y les propuso a ambos el reto de convertir en verdad la gran mentira del entendimiento:’[3] justamente esa mentira bifacética que les permitió convivir sin hacerse la guerra durante todo un año.
Cada vez que traducía de ida y de vuelta entre los dos mundos, desde las dos historias, la Malintzin inventaba una verdad hecha de mentiras; una verdad que sólo podría ser tal para un tercero que estaba aun por venir.
Tzvetan Todorov ve en la Malintzin (junto con el caso inverso del dominico Diego Duran) “el primer ejemplo y por eso mismo el símbolo del mestizaje [cultural]”, comprendido este como afirmación de lo propio en la asimilación de lo ajeno.[4]
Puede pensarse, sin embargo, que la Malintzin de 1519-1520, la más interesante de todas las que ella fue en su larga vida, prefigura una realidad de mestizaje cultural un tanto diferente, que consistiría en un comportamiento-activo – como el de los hablantes del latín vulgar; colonizador, y los de las lenguas nativas, colonizadas, en la formación y el desarrollo de las lenguas romances – destinado a trascender tanto la forma cultural propia como la forma cultural ajena, para que ambas, negadas de esta manera, puedan afirmarse en una forma tercera, diferente de las dos.
La prefigura, porque, si bien fracasa como solución inventada para el conflicto entre Motehcuzoma y Cortés, de todas maneras contiene en sí el esquema del mestizaje cultural “salvaje”, no planeado sino forzado por las circunstancias, que se impondrá colectivamente “después del diluvio”, más como el resultado de una estrategia espontánea de supervivencia que como el cumplimiento de un programa utópico, a partir del siglo XVII
En efecto, lo que desde entonces tiene lugar en la América Latina es sin duda uno más de aquellos grandes procesos inacabados e inacabables de mestizaje cultural – como el de lo mediterráneo y lo nórdico, que, como lo afirmaba Fernand Braudel, constituye incluso hoy el núcleo vitalizador de la cultura europea original– en los que el código del conquistador tiene que rehacerse, reestructurarse y reconstituirse para poder integrar efectivamente determinados elementos insustituibles del código sometido y destruido.
Se trata de procesos que se han cumplido siempre a espaldas del lado luminoso de la historia.[5] Que sólo han tenido lugar en situaciones límites, en circunstancias extremas, en condiciones de crisis de supervivencia, en las que el Otro ha tenido que ser aceptado como tal, en su otredad – es decir, de manera ambivalente, en tanto que deseable y aborrecible-, por un Yo que al mismo tiempo se modificaba radicalmente para hacerlo. Procesos en los que el Yo que se autotrasciende elige el modo del potlach para exigir sin violencia la reciprocidad del Otro.
Como figura histórica y como figura mítica, la actualidad de la Malintzin en este fin de siglo es indudable.
En tanto que figura histórica, la Malintzin finca su actualidad en la crisis de la cultura política moderna y en los dilemas en los que ésta se encierra a causa de su universalismo abstracto. Este, que supone bajo las múltiples y distintas humanidades concretas un común denominador llamado “hombre en general”, sin atributos, se muestra ahora como lo que siempre fue, aunque disimuladamente: un dispositivo para esquivar y posponer indefinidamente una superación real, impracticable aunque fuese indispensable, del pseudo-universalismo arcaico – de ese localismo amplificado que mira en la otredad de todos los otros una simple variación o metamorfosis de la identidad desde la que se plantea.
El desarrollo de una economía mundial realmente existente, es decir, basada en la unificación tecnológica del proceso de trabajo a escala planetaria, vuelve impostergable la hora de una universalización concreta de lo humano. Cada vez se vuelve más evidente que la humanidad del “hombre en general” sólo puede construirse con los cadáveres de las humanidades singulares. Y la cultura política de la modernidad establecida se empantana en preguntas como las siguientes: ¿las singularidades de los innumerables sistemas de valores de uso – de producción y disfrute de los mismos que conoce el género humano son en verdad magnitudes négligeables que deben sacrificarse a la tendencia globalizadora o “universalizadora” del mercado mundial capitalista?
Si no es así, ¿es preciso más bien marcarle un límite a esta “voluntad” uniformizadora, desobedecer la “sabiduría del mercado” y defender las singularidades culturales? Pero, si es así, ¿hay que hacerlo con todas? ¿O sólo con las “mejores”?
El fundamentalismo de aquellas sociedades del “tercer mundo” que regresan, decepcionadas por las promesas incumplidas de la modernidad occidental, a la defensa más aberrante de las virtudes de su localismo, tiene en el racismo renaciente de las sociedades europeas una correspondencia poderosa y experimentada. Ambas son reacias a concebir la posibilidad de un universalismo diferente.
La figura derrotada de la Malintzin histórica pone de relieve la miseria de los vencedores; el enclaustramiento en lo propio, originario, auténtico e inalienable fue para España y Portugal el mejor camino al desastre, a la destrucción del otro y a la autodestrucción. Y recuerda a contrario que el “abrirse” es la mejor manera del afirmarse, que la mezcla es el verdadero modo de la historia de, la cultura y el método espontáneo, que es necesario dejar en libertad, de esa inaplazable universalización concreta de lo humano.
Como figura mítica, que en realidad se encuentra apenas en formación, figura que intenta superar la imagen nacionalista de “Malinche, la traidora” – la que desprecia a los suyos, por su inferioridad, y se humilla ante la superioridad del conquistador (según R. Salazar Mallén ) – , la Malintzin hunde sus raíces en un conflicto común a todas las culturas: el que se da entre la tendencia xenofóbica a la endogamia y la tendencia xenofílica a la exogamia, es decir, en el terreno en el que toda comunidad, como todo ser singularizado, percibe la necesidad ambivalente del Otro, su carácter de contradictorio y complementario, de amenaza y de promesa.
Frente a los tratamientos de este conflicto en los mitos arcaicos, que, al narrar el vaivén de la agresión y la venganza, enfatizan el momento del rapto de lo mejor de uno mismo por el Otro, el que parece prevalecer en la mitificación de la Malintzin – la dominada que domina – pone el acento más bien en el momento de la entrega de uno mismo como reto para el Otro.
Moderno, pero no capitalista, el mito de la Malintzin sería un mito actual porque apunta más allá de lo que Sartre llamaba “la historia de la escasez”, una historia cuya superación es el punto de partida de la modernidad que se ha agotado durante el siglo XX y cuyo restablecimiento artificial ha sido el fundamento de la forma capitalista de esa modernidad.
APENDICE:
El mestizaje y las formas
El atractivo, la fascinación incluso, que tienen para muchos de nosotros las “obras de arte” provenientes de las culturas prehispánicas de América suele explicarse con razón por el hecho de que ellas no son exactamente obras de arte. Que lo que en ellas está en juego es algo menos y a la vez algo más que el “arte”: su carácter de obras de culto, de objetos cuya objetividad plena se encuentra en la dimensión de la práctica festiva y ceremonial, de la repetición imaginaria del sacrificio fundante de la comunidad y su singularidad.
Se trata sin duda de una explicación acertada; pero es incompleta. Olvida hacer mención de lo más evidente: el hecho de la extrañeza de tales obras para nosotros. Extrañeza que no consiste solamente en su antigüedad; que está sobre todo en la ajenidad del tipo de vida o de mundo al que pertenecen, y desde el cual y para el cual están hechas.
Tal vez esta ajenidad pueda percibirse de mejor manera cuando prestamos atención a la idea que parece regir en ellas de lo que es en sí misma la acción de dar forma a un objeto o de conformar un material, acción que está en el origen de toda obra y muy en especial de toda obra de arte.
Cuando Miguel Ángel, el prototipo de creador moderno -ex nihilo-, decía con humildad autocrítica que su trabajo de escultor consistía en liberar del bloque de mármol la figura que ya estaba en él, quitando sólo lo sobrante, exponía sin querer no su programa de acción sino, curiosamente, el de un tipo de “creadores” completamente diferentes de él: los escultores de la América antigua.
Descubrir, enfatizar; ayudarle al propio “material” a dibujar una silueta y definir una textura, a resaltar un relieve, a redondear un cuerpo y precisar unos rasgos que estaban ya esbozados o sugeridos, realizados a medias en el mismo: ésta parece haber sido toda la intervención que el escultor prehispánico se creía llamado a tener en la “creación de una obra”.
Seguramente “el milagro espantoso” de la Coatlicue se había manifestado y había sido sentido ya por muchos en la piedra original cuando el “artista” inició su obra; éste sólo debió ayudarle a vencer ciertas indecisiones formales que le impedían destacarse con la debida fuerza. La idea de lo que es “dar forma” que prevalece aquí no es sólo diferente de la idea europea, o contraria a ella; es sobre todo ajena a ella.
Lo es porque implica una elección de sentido completamente divergente de la suya, que subraya la continuidad entre lo humano y lo Otro. Para la idea prehispánica, la elección de sentido europea es tan “absurda” que es capaz de plantear al sujeto como completamente separado del objeto, es decir, a la naturaleza como material pasivo e inerte, dócil y vacío, al que la actividad y la inventiva humanas, moldeándolo a su voluntad, dotan de realidad y llenan de significación.
Un abismo parece separar la inteligibilidad del mundo a la que pertenece la noción de “dar forma” que rige en la composición de una obra de la antigüedad americana de la inteligibilidad del mundo propia de la modernidad europea.
El abismo que hay sin duda entre dos mundos vitales construidos por sociedades o por “humanidades” que se hicieron a sí mismas a partir de dos opciones históricas fundamentales no sólo diferentes sino incluso contrapuestas entre sí: la opción “oriental” o de mimetización con la naturaleza y la opción “occidental” o de contraposición a la misma.
Se trata justamente del abismo que los cinco siglos de la historia latinoamericana vienen tratando de salvar o superar en el proceso del mestizaje cultural.
La insistencia en la ajenidad – en la dificultad y el conflicto que habla desde el encanto que tienen para nosotros los restos intactos, las “obras de arte”, de la antigüedad prehispánica permite enfatizar con sentido crítico un aspecto del fenómeno histórico del mestizaje cultural que no suele destacarse o que incluso se oculta en el modo corriente de concebirlo, fomentado por la ideología del nacionalismo oficial latinoamericano.
Empeñada en contribuir a la construcción de una identidad artificial única o al menos uniforme para la nación estatal, esta ideología pone en uso una representación conciliadora y tranquilizadora del mestizaje, protegida contra toda reminiscencia de conflicto o desgarramiento y negadora por tanto de la realidad del mestizaje cultural en el que está inmersa la parte más vital de la sociedad en América Latina.
¿Es real la fusión, la simbiosis, la interpenetración de dos configuraciones culturales de “lo humano en general” profundamente contradictorias entre sí? Si lo es, ¿de qué manera tiene lugar?
La ideología nacionalista oficial expone su respuesta obligadamente afirmativa a esta cuestión con una metáfora naturalista que es a su vez el vehículo de una visión sustancialista de la cultura y de la historia de la cultura. Una visión cuyo defecto está en que, al construir el objeto que pretende mirar, lo que hace es anularlo. En efecto, la idea del mestizaje cultural como una fusión de identidades culturales, como una interpenetración de sustancias históricas ya constituidas, no puede hacer otra cosa que dejar fuera de su consideración justamente el núcleo de la cuestión, es decir, la problematización del hecho mismo de la constitución o conformación de esas sustancias o identidades, y del proceso de mestizaje como el lugar o el momento de tal constitución.
La metáfora naturalista del mestizaje cultural no puede describirlo de otra manera que: a] como la “mezcla” o emulsión de moléculas o rasgos de identidad heterogéneos, que, sin alterarlos, les daría una apariencia diferente; b] como el “injerto” de un elemento o una parte de una identidad en el todo de otra, que alteraría de manera transitoria y restringida los rasgos del primero, o c] como el “cruce genético” de una identidad cultural con otra, que traería consigo una combinación general e irreversible de las cualidades de ambas.
No puede describirlo en su interioridad, como un acontecer histórico en el que la consistencia misma de lo descrito se encuentra en juego, sino que tiene que hacerlo desde afuera, como un proceso que afecta al objeto descrito pero en el que éste no interviene.
Ha llegado tal vez la hora de que la reflexión sobre todo el conjunto de hechos esenciales de la historia de la cultura que se conectan con el mestizaje cultural abandone de una vez por todas la perspectiva naturalista y haga suyos los conceptos que el siglo XX ha desarrollado para el estudio específico de las formas simbólicas, especialmente los que provienen de la ontología fenomenológica, del psicoanálisis y de la semiótica.
Baste aquí, para finalizar, un apunte en relación con esta última para indicar la posibilidad y la conveniencia de tal cambio de perspectiva en la reflexión. Si la identidad cultural deja de ser concebida como una sustancia y es vista más bien como un “estado de código” – como una peculiar configuración transitoria de la subcodificación que vuelve usable, “hablable”, dicho código-, entonces, esa “identidad” puede mostrarse también como una realidad evanescente, como una entidad histórica que, al mismo tiempo que determina los comportamientos de los sujetos que la usan o “hablan”, está siendo hecha, transformada, modificada por ellos.
[1] “… nuestras traducciones parten de un falso principio: quieren germanizar lo hindú griego inglés en lugar de induizar grequizar anglizar lo alemán…”
[2] Octavio Paz, Ignacio Bernal y Tzvetan Todorov, “La conquista de México. Comunicación y encuentro de civilizaciones”. Vuelta, n. 191, México, octubre de 1992.
[3] R. Salazar Mallcn sería un buen ejemplo) ele la cerrazón chauvinista ante este tipo de comportamientos . Véase “El complejo de la Malinche”, Sábado, suplemento de Uno Más Uno, n. 722. México, agosto de 1991.
[4] La conquete de Amerique. La cuestion de l’outre. Seuil, París, 1982.
[5] Carlos Monsiváis, entrevista con Adolfo Sánchez Rebolledo, “México 1992: “¿idénticos o diversos?”. Nexos, n. 178, México, octubre de 1992.