1521 y 1821: ¿Hemiplejía histórica? Jean Meyer. 2021

En el año 2010, el Grito de Dolores y el levantamiento de Madero se conmemoraron sin pena ni gloria y sin revisionismo histórico. El PAN en el poder no retomó el discurso de sus antiguos fundadores. En este 2021, se van a conmemorar los acontecimientos de 1521 y de 1821 y no será sorpresa el discurso oficial, puesto que, con mucha anticipación, ya se han pedido de manera redoblada excusas y arrepentimiento al papa de Roma y al rey de España.

¿Pedir perdón por qué? Por la “Conquista” simbolizada por la caída de México-Tenochtitlan en 1521. Así como Hernán Cortés va a ser, de nuevo, el símbolo del infame colonialismo, de nuevo Agustín de Iturbide representará —olvidado el abrazo de Acatempan, abrazo de unión y reconciliación— la encarnación de la reacción conservadora.

Les guste o no, los historiadores están implicados en las conmemoraciones, sea para ponerse al servicio de la ideología en turno, sea para retirarse bajo su tienda o para desgarrarse las vestiduras. Les queda también la posibilidad de hablar tranquilamente para exponer no la verdad que no se deja atrapar tan fácilmente, sino la necesidad de dialogar en lugar de pelear conforme a un esquema de Blanco/Negro. Quien escoge al Blanco, al perder el Negro, se vuelve hemipléjico; hemipléjico también, el que abraza el Negro y condena al Blanco.

Bien dijo Paul Valéry que cierto tipo de historia —y las conmemoraciones corresponden exactamente a este tipo— es muy peligroso:

La Historia es el producto más peligroso que la química del intelecto haya elaborado. Sus propiedades son bien conocidas. Hace soñar, emborracha a los pueblos, les engendra falsos recuerdos, exagera sus reflejos, entretiene sus viejas llagas, los atormenta en su reposo, los lleva al delirio de grandeza o de la persecución, y vuelve las naciones amargas, soberbias, insoportables y vanas.[1]

Por eso, dialogando con Valéry, Marc Bloch, el historiador comprometido en la lucha contra el ocupante nazi, nos sigue hablando:

Durante mucho tiempo, el historiador ha sido visto como una manera de juez de los Infiernos, encargado de distribuir a los héroes difuntos el elogio y la condena… Como no hay nada más variable que tales juicios, sometidos a todas las fluctuaciones de la consciencia colectiva o del capricho personal, la historia se dio gratuitamente la fama de la más incierta de las disciplinas; después de las imputaciones huecas vienen las rehabilitaciones no menos vanas. Conviene romper con tal maniqueísmo, conviene renunciar a levantar un pedestal para aquél, conviene renunciar a levantar la columna de la infamia para el otro.[2]

Las conmemoraciones nos remiten más que nunca a la palabra de Pascal: “Todo el mundo se hace dios al juzgar: esto es bueno o malo”.

Conmemoraciones, hace mucho que existen: Maximiliano decidió conmemorar cada año el Grito de Dolores; pero Pierre Nora está en lo correcto cuando señala que hemos entrado en “la era de la conmemoración”, “el reino de la memoria generalizada”, cuando la “memoria” (que no es memoria) se sustituye a la Historia; es un acercamiento al pasado ideologizado, que borra la distancia temporal y favorece el anacronismo: cuando se les exige al rey y al pontífice que pidan perdón por la “Conquista” (explicaré más adelante por qué el uso de comillas), se considera que dicho acontecimiento acaba de pasar.

El Congreso francés votó en 1990 una ley para condenar al “negacionismo” (negar que el III Reich exterminó a los judíos); en 2001, otra ley para condenar al negacionismo en el caso del genocidio armenio; en el mismo año, una ley para declarar que la Trata (comercio de los esclavos africanos) era un “crimen contra la humanidad” y que debía figurar en los programas escolares. En 2005, un comité usó esa ley para demandar al historiador Olivier Grenouilleau que había dicho en su excelente tesis de doctorado que la trata no era un genocidio porque los esclavos eran “un bien con valor mercantil que el dueño quería hacer trabajar lo más posible” (y no exterminarlo).

La demanda provocó una reacción de los historiadores que firmaron la petición Libertad para la Historia: “La Historia no es una religión. El historiador no acepta dogma alguno, no respeta interdictos, no conoce tabúes. Puede ser molesto… En un Estado libre, no le corresponde ni al Parlamento ni a la autoridad judicial definir la verdad histórica”.

Así se elabora una pseudohistoria en forma de denuncia, acta de acusación establecida a partir del tiempo presente, sin tomar en cuenta la especificidad del pasado y de la conciencia de los actores. Manifiesta un angelismo total para los “buenos”, para las “víctimas” de los “malos”. Se niega la existencia de la esclavitud como fenómeno universal y “normal”, de la antropofagia, de los sacrificios humanos, de la participación de los monarcas y príncipes africanos en la trata, de un imperialismo mexica que facilitó la alianza de los pueblos subyugados con Hernán Cortés.

Aplicar los criterios y valores presentes a los actores del siglo XVI o del siglo XIX, en lugar de hacerlo con los de su tiempo, disuelve la Historia en el moralismo y, finalmente, nos priva de nuestro pasado. La destrucción, en Estados Unidos, de las estatuas de Colón, Junípero Serra, Abraham Lincoln, Theodore Roosevelt y demás es la consecuencia lógica y absurda del anacronismo. El ejemplo ha inspirado imitadores en Francia y en México.

Ahora que vivimos momentos de debate ideológico que desembocan en polémicas historiográficas, los gobernantes buscan ejemplos y argumentos en el pasado. Por lo mismo, el presidente de México alterna con un grupo selecto de héroes clásicos y con figuras mal conocidas del público como Leonora Vicario o Felipe Ángeles.

Desde la Revolución francesa, todas las revoluciones han interpretado la ideología como los programas políticos que dirigen los pueblos hacia la felicidad (Karl Mannheim dixit en Ideology and Utopia). Y los gobiernos quieren manipular el imaginario nacional con el culto público de los santos intercesores: Miguel, José María, Guadalupe, Vicente, Benito, Emiliano, Felipe, Lázaro… Las conmemoraciones ofrecen una oportunidad maravillosa para forjar la unidad espiritual del género mexicano y el actual gobierno tiene sus liturgias y panteones. Ciertamente, es algo problemático, pero sería peor aún negar que esto es un problema serio.

Es un problema serio porque las fechas de 1521 y 1821 nos llevan a reflexionar sobre el nacimiento de una nueva entidad histórica, sobre dos momentos del parto, sobre los procesos fundacionales que son tan importantes, si no es que más importantes que los procesos de transformación. Ya que la conmemoración es inevitable, la podemos aprovechar para dialogar sobre la “Conquista” y sobre la Independencia, para salir de lo que Octavio J. Galindo llama “nuestra eterna confusión histórica” (en la red, 29 de octubre de 2020), a propósito de “lo que ocurrió ayer en la iglesia San Hipólito” de Ciudad de México.

Las autoridades de la capital retiran la estatua de Colón en vísperas del Día de la Raza y unos días después permiten la entrada de la multitud al templo aquel para rezar a san Judas Tadeo, el abogado de las causas desesperadas. Ahora bien, fue Hernán Cortés quien mandó construir este edificio en homenaje al santo: la caída de México-Tenochtitlan ocurrió en su día litúrgico; Cortés escogió el lugar, porque ahí estaba el último puente que pusieron para huir en la Noche Triste.

Prudentemente, la autoridad respeta la devoción popular, a la vez que exige disculpas romanas y españolas, pide códices y penacho y sataniza todo lo que viene a partir del 12 de octubre de 1492. Octavio J. Galindo pregunta por qué el presidente no explica al pueblo que es un gravísimo error histórico ir a San Hipólito o al Tepeyac, “obras productos de la perversidad española”. Y concluye que nos infantilizan al exaltar agravios reales y supuestos, en lugar de ver con madurez todos los hechos históricos.

A la “Conquista”, para empezar con el quinto centenario de 1521. Las comillas están para señalar que muchos actores y testigos de aquel año nunca se sintieron conquistados y que sus descendientes, hasta la fecha, rechazan las palabras de conquista y conquistados. Hace años encontré en el ramo “Indiferente General” del Archivo General de la Nación un expediente muy interesante. El Congreso de la República, en los años 1830, se enteró de que en la Sala de Actas de Cabildo de Tlaxcala estaba el famoso pendón de Hernán Cortés; acto seguido, el Congreso pidió a Tlaxcala la entrega de la gloriosa reliquia; los tlaxcaltecas se negaron y después de un largo pleito “perdieron” el pendón. Quien visita hoy el Palacio de Gobierno del estado de Tlaxcala, al subir las gradas de la escalera monumental, levanta los ojos y descubre el mural que representa a los capitanes tlaxcaltecas, al lado de Cortés, haciendo su entrada triunfal, a la hora de la derrota de su enemigo mexica.

¿Cómo definir la “Conquista”? Debemos intentar, contra viento y marea, un diálogo, para lograr un análisis clínico, no frío, sino tranquilo, de toda nuestra Historia. Para empezar, abandonar el mexicocentrismo que olvida la multiplicidad del mundo americano antes de 1519 y, por lo mismo, identificado a la gran Ciudad, califica de traidores al Cacique Gordo de Zempoala, a doña Malintzi, a los tlaxcaltecas, otomíes y demás naciones cuya alianza con Cortés explica la mal llamada Conquista y el hecho de que unos mil sicarios bajo el mando del genocida gachupín hayan derrotado a cientos de miles de valientes e impuesto su yugo a millones y millones.

La “Conquista” fue también la revancha de los subyugados por México-Tenochtitlan; luego los mismos mexicas participaron activamente, como guerreros y colonos, en la toma de posesión del inmenso territorio que fue la Nueva España. En definitiva, algo mucho más complicado que la “Conquista”, algo que se sitúa al encuentro de la Europa cristiana, con sus elementos grecorromanos y judíos, árabes y africanos, con los abigarrados mundos amerindianos. Nada que ver con la leyenda negra.

En cuanto a 1821, año del Abrazo de Acatempan entre Agustín de Iturbide y Vicente Guerrero, abrazo que pone fin a una larga “guerra de Independencia” que es también y más bien una guerra civil, año del reconocimiento de dicha independencia por el último virrey O’Donojú, su conmemoración debería permitirnos ponderar lo que fue la Nueva España; no fueron largos siglos de un yugo espantoso, tampoco “la siesta colonial” que enseña cierto libro de texto universitario de Estados Unidos, sino la matriz de lo que vino después. Hay que leer y releer a don Edmundo O’Gorman, sus “Meditaciones sobre el criollismo” y su gran libro México. El trauma de su Historia (UNAM, 1977).

Guerra civil entre americanos fue el resultado de un “accidente” histórico, la invasión de España, la destrucción de su monarquía, por Napoleón. La guerra como partera de la Historia. Sin la catástrofe de 1808 que destruyó literalmente a España y costó, en la península, medio millón de muertos, podemos imaginar un destino diferente para América, una evolución como la que vivió el Imperio británico en la segunda mitad del siglo XIX, con la emergencia de “dominions” en el marco de una “Commonwealth”.

Pero no, y tenemos el espectáculo del sitio y de la toma de la Alhóndiga de Granaditas, en Guanajuato: adentro los peninsulares, esposos y padres de sus mujeres e hijas criollas, de sus hijos criollos, que esperan afuera, impotentes, el desenlace mortal. Una tragedia, como todas las guerras civiles. El abrazo de Acatempan, entre el militar realista Iturbide y el guerrillero insurgente Vicente Guerrero debería leerse en clave de conciliación, reconciliación, pacto de las Tres Garantías, donde la palabra unión tiene una importancia decisiva.

El mito de Iturbide, como execrable déspota, criminal asesino de patriotas, surgió de manera tardía, mucho después del fracaso de su efímero imperio, imperio ideado por Lorenzo de Zavala, la cabeza pensante de lo que llegaría a ser el “partido” liberal.

“La trágica incomprensión: conservadores y liberales” es el título de un capítulo de México. El trauma de su Historia, de don Edmundo.

“Esta independencia, pero no autonomía histórica del ser del hombre colonial de la América ibera, permite columbrar la dramática coyuntura ontológica en que se vio cuando, de fidelísimo vasallo de una corona europea, se convirtió en ciudadano de una nación independiente… introducía el reclamo de una patria separada de la metrópoli, circunstancia que por sí sola incluía la posibilidad —y la necesidad— de concebir de manera distinta la propia identidad en inevitable pugna con la manera tradicional de concebirla” (p. 12).

Se presentaron dos tendencias para concebir la nueva identidad, la que tomó como paradigma histórico a Inglaterra —es decir, la modernidad— y muy pronto a Estados Unidos, más ejemplar por su republicanismo: esa fue la tendencia liberal. La tendencia conservadora quiso “mantener la vigencia de los valores y principios de la sociedad colonial, salvo en lo tocante a la independencia y sin excluir el progreso en lo compatible con aquellos valores y principios”. El choque de esas dos tendencias engendró “la trágica incomprensión”, el largo conflicto liberal-conservador.

“En el fondo de ese maniqueísmo trascendental —que sigue dominando lo más del pensamiento histórico y político de nuestros pueblos— hay, pues una evasión de nada menos que de la propia historia. ¿Puede acaso pedirse una actitud más dañina e inoperante? ¿No es ese, entonces, el secreto de esa impotencia que ha hecho de nuestra historia una trágica aventura de frustración en la búsqueda de la prosperidad y del bienestar sociales?” (p. 55).

“Liberación de la falsa disyuntiva del aporético conflicto conservador-liberal… Evolución, no revolución, era el camino que aconsejaba el patriotismo y el fino olfato histórico de Justo Sierra” (p. 90).

¿Vamos a repetir en 2021 y en los años siguientes, con sus esperadas conmemoraciones, “la trágica incomprensión”? El presidente nos invita a definirnos de una vez para siempre, a escoger nuestro bando: o liberales o conservadores; batalla día tras día para imponer la nueva narrativa, el nuevo catecismo histórico. Lo mismo hacen los dirigentes de China, Rusia, Turquía, Venezuela… Don Edmundo profetizó en 1977 “la encrucijada de Eris, la encrucijada de discordia en que se metió el acontecer histórico mexicano con la ficticia reanudación de un conflicto que se había liquidado y que desde sus orígenes careció de auténtica razón de ser”. Profetizó para nosotros, en 2021, lo que aplicaba al movimiento revolucionario de 1914 en adelante.

A la hora de la pandemia y de la crisis económica, a la hora de la discordia, hay que tomar en cuenta una realidad que rebasa el nivel individual y que no es solamente la de la salud y de la economía; la incertidumbre, en el marco de una crisis política que divide y enfrenta a los mexicanos, pone en cuestión el conjunto de la estructura social, así como los valores que la fundamentan. Hay que dialogar sobre el sentido de las conmemoraciones en lugar de enfrentarse en Blanco y Negro, desatando pulsiones de resentimiento.

Debemos tomar como modelo a Heródoto cuando afirma que “expone aquí sus investigaciones para que las cosas hechas por los hombres no se olviden con el tiempo y que grandes y maravillosas acciones cumplidas tanto por los griegos como por los bárbaros no pierdan su brillo”. Griegos y bárbaros… Cuauhtémoc y Cortés, Iturbide y Guerrero, conservadores y liberales.

O a Marc Bloch: “Existen dos categorías de franceses que jamás comprenderán la historia de Francia: aquéllos que se niegan a vibrar ante el recuerdo de la consagración (del rey) en Reims; aquéllos que leen sin emoción el relato de la fiesta de la Federación” (14 de julio de 1790).

Y a don Edmundo O’Gorman, autor de “Del amor del Historiador a su Patria” (1974): “Si lo crucial es la singularidad que provoca el amor al pasado patrio, y no las excelencias o perfecciones que éste pueda tener, ese amor implica o mejor dicho, exige la comunión indiscriminada con ese pasado en su cabal y rotunda totalidad…… Desconocer las flaquezas de los héroes para hacer de ellos figurones acartonados que ya nada pueden comunicar al corazón; no conceder, en cambio, ni un ápice de buenas intenciones, abnegación y patriotismo a hombres y mujeres eminentes que abrazaron causas históricamente equivocadas o perdidas; predicar, en suma, como evangelio patrio, un desarrollo histórico fatalmente predestinado al triunfo de una sucesión de hombres buenos buenos sobre otra sucesión de hombres malos malos no es sino claro eco de un tipo de nacionalismo superado y dañino y cuya supervivencia revela una lamentable falta de madurez histórica”.

Don Edmundo entiende el amor por su patria en forma de “el idioma conciliador de una conciencia histórica en paz consigo misma, o si se prefiere, de la convicción madura y generosa de que la patria es lo que es, por lo que ha sido, y que si, tal como ella es, no es indigna de nuestro amor, ese amor tiene que incluir de alguna manera la suma total de nuestro pasado” (pp. 22-24). Pronunció esas palabras frente al presidente de la República.

Jean Meyer

Investigador de la división de Historia del CIDE.


[1] Valéry, P. De l’Histoire, en Œuvres, tomo II, Gallimard, París, 1960, p. 935.

[2] Bloch, M. Apologie pour l’Histoire ou Métier d’historien, Armand Colin, París, 1949, p. 70.

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