3. ¿Poscolonización de lo latinoamericano o latinoamericanización de lo poscolonial? Santiago Castro-Gómez. 1982

En los Estados Unidos, las teorías poscoloniales han gozado de gran recepción en círculos académicos orientados hacia el estudio de la lengua y la cultura inglesa de ultramar (Commonwealth Literature). No obstante, también los latinoamericanistas han venido mostrado bastante interés por el tema, teniendo en cuenta de que fue en América Latina donde, por primera vez, se empezó a articular una crítica sistemática del colonialismo. De ahí la irritación de muchos estudiosos de la cultura latinoamericana frente a declaraciones como la de Spivak, para quien Latinoamérica no habría participado hasta el presente en el proceso de descolonización, o frente a la exclusión sistemática de la experiencia colonial iberoamericana por parte de Said, Bhabha y otros teóricos poscoloniales ([1]).

Con todo, la discusión poscolonial ganó bastante intensidad desde comienzos de los noventa entre los latinoamericanistas de la academia estadounidense, adoptando la forma de una crítica interna al Latinoamericanismo.

“Latinoamericanismo”, “Latinoamericanística” y “Estudios Latino-americanos” son términos utilizados a veces de manera sinónima, a veces de manera diferencial en la discusión poscolonial. Por lo general, ellos hacen referencia al conjunto de saberes académicos y conocimientos teóricos sobre América Latina producidos en universidades e instituciones científicas del primer mundo, y específicamente en algunos departamentos de literatura en los Estados Unidos.

Pues aunque los “Estudios Latinoamericanos” incluyen ciertamente la sociología, la politología, la historia, la antropología y últimamente también los estudios culturales, fue precisamente en los departamentos de lengua y literatura donde empezó a discutirse por primera vez el problema de la poscolonialidad. Esto no es extraño, si tenemos en cuenta tres factores: primero, que por lo menos a partir del Boom, la literatura sigue siendo considerada en los Estados Unidos (y también en Europa) como el producto cultural latinoamericano par excellence, aún a pesar de la gran popularidad que empiezan a tener otras mercancías de exportación como el arte (sobre todo la pintura), la música (tango, salsa) y las telenovelas; segundo, que el tema de lo poscolonial encaja muy bien con el enorme desarrollo que ya desde los setenta venían mostrando los estudios de la literatura colonial hispanoamericana, principalmente la del siglo XVI; y tercero, que las teorías poscoloniales, como ya lo señalamos, muestran grandes afinidades con el estructuralismo (Barthes, Lacan), la deconstrucción (Derrida) o la genealogía (Nietzsche, Foucault), metodologías que ya habían sido institucionalizadas, es decir, incorporadas al análisis de textos en las facultades de literatura desde comienzos de los ochenta.

Así las cosas, cuando Patricia Seed dio inicio al primer Round de la discusión con la publicación de su reseña “Colonial and Poscolonial Discourse” en 1991, ya el terreno se encontraba abonado para ello (Seed 1991). En ese texto, Seed resaltaba las nuevas perspectivas que ofrecen las teorías de Said, Bhabha y Spivak para un replanteamiento de los estudios coloniales hispanoamericanos.

No obstante, y como lo anotaron también los críticos más acervos del poscolonialismo (cf. Ahmad 1992), uno de los puntos en discusión era justamente el uso de un instrumentario teórico decididamente “occidental” —como el postestructuralismo— para examinar el pasado cultural de las ex-colonias europeas. Desde este punto de vista, el crítico literario Hernán Vidal afirmaba que tal uso desconoce olímpicamente el modo en que el pensamiento latinoamericano mismo, y particularmente las teorías de la liberación y la dependencia, han desarrollado categorías pertinentes al estudio de su propia realidad cultural (Vidal 1993).

Otros autores como Jorge Klor de Alva y Rolena Adorno impugnaban la importación de la categoría “poscolonialismo” en los Estudios Latinoamericanos con el argumento de que tal designación corresponde quizás a los legados culturales de las ex-colonias británicas (Commonwealth), pero nunca al de las ex-colonias ibéricas (Klor de Alva 1992; Adorno 1993). Como puede verse, la discusión adoptaba ya en aquel entonces dos frentes bien definidos: de un lado, el de aquellos latinoamericanistas que buscaban aprovechar las teorías poscoloniales para una nueva lectura de los textos pertenecientes al período colonial hispanoamericano; del otro, el de aquellos que objetaban este movimiento, con el argumento de que tal relectura debería realizarse a partir de las tradiciones mismas del pensamiento latinoamericano y no desde categorizaciones extranjeras.

Una segunda vuelta del debate tuvo lugar en el congreso de LASA celebrado en Guadalajara (Abril de 1997), en donde fueron leídos varios de los trabajos presentados en este volumen. Algunos de los temas debatidos entre 1991 y 1993 se mantienen todavía vigentes, pero la discusión se ha diversificado mucho más debido a varios factores: la consolidación de los Estudios Culturales (García Canclini, Brunner, Ortiz, Sarlo, Calderón, Hopenhayn, Martín-Barbero, Yúdice, etc.) como nuevo paradigma de teorización de lo latinoamericano a finales del siglo XX; la incorporación de nuevos debatientes provenientes de otras disciplinas (antropología cultural, semiología, historia, filosofía); la fundación del Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos; la publicación de libros como The Darker Side of the Renaissance (W. Mignolo), Cultura y Tercer Mundo (ed. B. González Stephan) y The Postmodernism Debate in Latin America (eds. J. Beverley / J. Oviedo / M. Aronna), así como a la participación crítica desde Latinoamérica de autores como Hugo Achúgar y Nelly Richard. Intentaremos mostrar al lector cuáles son los nuevos contornos de la discusión, tal como pudieran ser reconstruidos a partir de los textos que estamos presentando.

El Manifiesto Inaugural redactado por el Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos recoge varios de los temas abordados por el historiador indio Ranajit Guha, a partir de los cuales se pretende avanzar hacia una reconstrucción de la historia latinoamericana de las últimas dos décadas. Tal reconstrucción quisiera presentarse como una alternativa al proyecto teórico llevado a cabo por los Estudios Culturales desde finales de los ochenta. Por esta razón, el grupo coloca mucho énfasis en categorías de orden político tales como “clase”, “nación” o “género”, que en el proyecto de Estudios Culturales parecieran ser reemplazadas por categorías meramente descriptivas como la de “hibridez”, o sepultadas bajo una celebración apresurada de la incidencia de los medios y las nuevas tecnologías en el imaginario colectivo.

La dicotomía élite/subalterno, de claro origen gramsciano, busca mostrar que la nueva etapa de globalización del capital no debiera ser vista en América Latina como algo ya “naturalizado”, como una condición de vida inevitable, sino que ella pudiera generar un bloque de oposición potencialmente hegemónico, como ocurrió, por ejemplo, en el caso de la revolución sandinista en Nicaragua.

La teórica nicaragüense Ileana Rodríguez, cofundadora del Grupo de Estudios Subalternos, muestra que la lógica de la dominación occidental posee siempre “otra cara”, que es donde se localiza el subalterno y sus estrategias de negociación con el poder. El subalterno no es, pues, un sujeto pasivo, “hibridizado” por una lógica cultural que se le impone desde afuera, sino un sujeto negociante, activo, capaz de elaborar estrategias culturales de resistencia y de acceder incluso a la hegemonía.

Walter Mignolo aprovecha también algunos elementos de las teorías poscoloniales para realizar una crítica de los legados coloniales en América Latina. Pero, a diferencia de Ileana Rodríguez y de otros miembros del Grupo de Estudios Subalternos, Mignolo piensa que las tesis de Ranajit Guha, Gayatri Spivak, Homi Bhabha y otros teóricos indios no debieran ser asumidas y trasladadas sin más para un análisis del caso latinoamericano. Haciéndose eco de las críticas tempranas de Vidal y Klor de Alva, Mignolo afirma que las teorías poscoloniales tienen su locus enuntiationis en las herencias coloniales del imperio británico y que es preciso, por ello, buscar una categorización crítica del occidentalismo que tenga su locus en América Latina.

Para ello acude a la tradición socio-filosófica del pensamiento latinoamericano, que desde el siglo XIX se posicionó críticamente frente a los legados del colonialismo español, pero también frente a la amenaza de los colonialismos inglés y norteamericano. Este tipo de reflexión crítica es llamado por Mignolo “posoccidentalismo” (y no “poscolonialismo” ni “posmodernidad”), utilizando la expresión sugerida por el cubano Roberto Fernández Retamar.

En la misma línea de Mignolo se ubica el artículo de Eduardo Mendieta, para quien la modernidad y la posmodernidad no son otra cosa que la secularización del cristianismo, y en particular de la concepción cristiana del tiempo y de la historia. Se trata, según Mendieta, de una crono-topología del mundo que elimina sistemáticamente los loci espacio-temporales de otras culturas distintas a la occidental. Occidente se convierte así en el panóptico del mundo, en el dispensador de las promesas redentoras para toda la humanidad. Pero ésta práctica occidental de vigilar el calendario de la historia ha sido quebrantada en las últimas décadas por las teorías poscoloniales.

Mendieta no se refiere solamente a las críticas de Said, Bhabha y Spivak, sino a todas las teorías procedentes del tercer mundo que buscan reivindicar su propio locus enuntiationis frente a la modernidad occidental. En este sentido, todas ellas serían

teorías “transmodernas”, que en América Latina encontrarían su mejor expresión en la teología de la liberación y en el pensamiento filosófico de Leopoldo Zea y Enrique Dussel. La transmodernidad sería, entonces, la irrupción crítica en el ámbito del conocimiento (un dominio tradicionalmente sagrado de occidente) de teóricos y teóricas que defienden su pertenencia a localidades periféricas. Ellos reclaman la posibilidad de nombrar su propia historia y de articular sus propias categorías autoreflexivas, aunque utilicen, como Calibán, el mismo lenguaje de Próspero, es decir, el instrumentario conceptual generado por occidente.

A manera de contrapunto, Santiago Castro-Gómez se pregunta si acaso ésta utilización del lenguaje de Próspero no genera también representaciones unitarias y excluyentes de Latinoamérica. Su sospecha se dirige principalmente hacia la tradición del “pensamiento latinoamericano”, que desde el siglo XIX se articuló al interior de los procesos de globalización y racionalización (periférica) arrastrados por la modernidad.

Si el poscolonialismo de Mignolo, Moreiras y Beverley busca deconstruir las imágenes coloniales de América Latina que circulan en los aparatos académicos del primer mundo, ¿por qué no – se pregunta – hacer lo mismo con las imágenes de Latinoamérica que se generan desde Latinoamérica misma? Para este efecto, Castro-Gómez propone avanzar hacia una “genealogía del pensamiento latinoamericano” que, a partir de la exposición de los mitos con que América Latina se ha pensado a sí misma, pudiera articular una crítica radical de la metafísica occidental. Esta intención auto-genealógica es compartida también por la colombiana Erna von der Walde, quien muestra cómo el “macondismo” funciona en América Latina como una construcción hegemónica y excluyente, mientras que en Europa y los Estados se celebra ingenuamente como una expresión tercermundista del poscolonialismo y la posmodernidad.

El macondismo es una representación unitaria y panóptica que, por lo menos en Colombia, tiene sus raíces genealógicas en el siglo XIX, y concretamente en un proyecto político de orientación aristocrática, militarista, antimoderna e hispanófila: la “regeneración”. Fernando Coronil, por su parte, critica algunas de las categorías dibujadas por la academia norteamericana para conceptualizar al “otro” y, al igual que Mignolo, señala su complicidad genealógica con el imperialismo de los Estados Unidos. Las representaciones sobre América Latina, el Oriente y el Occidente obedecen, en realidad, al ejercicio de ciertas políticas epistemológicas llevadas a cabo por instituciones metropolitanas. No obstante, y siguiendo en este punto el pensamiento de Marx, Coronil muestra que el capitalismo tardío genera su contrario: la globalización del capital está propiciado una espacialización del tiempo. Esto significa que la historia, ahora desterritorializada, ya no pueda quedar anclada en localidades fijas, lo cual descredita las grandes cartografías históricas de la modernidad, basadas precisamente en la centralidad de Occidente.

El resultado es, a nivel práctico, que las subalternidades (el “otro”) ya no se ubican afuera sino adentro de los países centrales, provocando la articulación de movimientos sociales contestatarios; y a nivel teórico, que al interior de la academia misma están emergiendo “categorías geohistóricas no imperialistas” que permiten abandonar los mapas imperiales dibujados por la modernidad.

Precisamente en este punto concuerdan los intereses teóricos de Coronil con los de Alberto Moreiras, quien también busca realizar una genealogía de las políticas del conocimiento sobre América Latina (el “Latinoamericanismo”), pero ya no a partir de sus configuraciones latinoamericanas como en el caso de Castro-Gómez y von der Walde, sino en su manifestación como “Latin American Studies”, tal como éstos son escenificados por la academia norteamericana.

En opinión de Moreiras, las representaciones sobre América Latina han funcionado allí como instancia teórica de una agencia global, vinculada a los intereses políticos de los Estados Unidos en Latinoamérica. Además, el Latinoamericanismo históricamente constituido ya no es capaz de dar cuenta de la nueva situación socio-cultural de los Estados Unidos, en donde las fronteras con el tercer mundo se han empezado a desplazar hacia adentro. Lo

que se requiere, entonces, es una renovación crítica del Latinoamericanismo que aproveche las nuevas energías políticas y los nuevos imaginarios culturales de los inmigrantes latinoamericanos, sin caer por ello en posiciones de corte fundamentalista.

El nuevo Latinoamericanismo (de “segundo orden”) debiera convertirse en una “teoría antiglobal” que sirva como herramienta crítica para una democratización radical del conocimiento y la cultura en la sociedad estadounidense.

Pero no todos los debatientes comparten este optimismo respecto a la posibilidad de una renovación de las políticas del conocimiento sobre América Latina desde el aparato teórico de la academia norteamericana. Mabel Moraña califica la teorización poscolonial como una nueva versión posmoderna de América Latina elaborada desde los centros de poder. El propósito de esta teorización sería reforzar el vanguardismo teórico de ciertos sectores intelectuales en los Estados Unidos, que necesitan algún tipo de “exterioridad” para ejemplificar sus modelos interpretativos. Así, por ejemplo, las nociones de “hibridez” y “subalternidad” buscan confirmar la tesis posmoderna de la pérdida del referente, convirtiendo inesperadamente a las masas latinoamericanas en “protagonistas” de la globalización. Pero se trata, en realidad, de un protagonismo

engañoso, porque, al ser articulado desde un locus teórico metropolitano, el diagnóstico de la “hibridez” y la “subalternidad” es autopoiético: se trata de una observación que el norte realiza sobre sí mismo, sobre su propia hegemonía representacional.

Latinoamérica es ubicada aquí en el espacio de lo exótico, de lo calibanesco y de lo marginal con respecto a los discursos metropolitanos. En opinión de Moraña, el poscolonialismo no supera sino refuerza doblemente la épica tercermundista de los años sesenta. No en vano, anota Moraña, coincidiendo en esto con Erna von der Walde, los teóricos poscoloniales (Said, Spivak) construyen a Latinoamérica desde la fórmula de lo “real-maravilloso”, sin renunciar a las bases epistemológicas desde la que se generaba la alteridad en las teorías del desarrollo.

Más dura todavía es la crítica de Hugo Achúgar al poscolonialismo. Para el teórico uruguayo, estaríamos frente a una nueva forma de teorización metropolitana sobre Latinoamérica que ignora las tradiciones de lectura y las memorias históricas articuladas desde Latinoamérica misma. Las agendas teóricas del poscolonialismo no se inscriben como un instrumento de lucha en favor de la sociedad civil latinoamericana; ellas obedecen, más bien, al impacto que la diversidad étnica, religiosa y cultural ha producido en países que, como los Estados Unidos, hasta hace poco se representaban a sí mismos como monoculturales. Al no distinguir las dos situaciones, es decir, al confundir lo latinoamericano con lo latino-estadounidense, las teorías poscoloniales funcionan en realidad como una política colonialista de la memoria y el conocimiento.

Achúgar sospecha incluso que el poscolonialismo es una nueva forma de panamericanismo teórico, que corre paralelo al panamericanismo económico diseñado por el gobierno de los Estados Unidos (Tratado de Libre Comercio). De lo que se trataría, entonces, es de descolonizar el poscolonialismo, mostrando que América Latina ha generado sus propias categorías autoreflexivas.

Categorías como “Nuestra América” de José Martí, que pusieron siempre en claro la diferencia entre los intereses latinoamericanos y los intereses colonialistas estadounidenses.

También Nelly Richard contrapone, como Achúgar, el hablar sobre y el hablar desde América Latina. Pero, a diferencia de éste, la teórica chilena no se refiere primariamente al lugar geográfico de la enunciación, sino al carácter formal de la misma. Richard castiga cualquier tipo de enunciación que busque integrar el referente “Latinoamérica” en un aparato global de conexiones teóricas, ligadas a una institucionalidad determinada. No sólo el Latinoamericanismo articulado desde la academia norteamericana es objeto de su crítica; también lo es el Latinoamericanismo que se produce en América Latina desde instituciones como la FLACSO, tal como lo muestra la polémica que sostiene con las ciencias sociales chilenas (Brunner, Lechner, etc.) en su último libro (Richard 1994). El peligro de este tipo de teorización es que los saberes locales y marginales quedan integrados en una maquinaria teórica omnicomprensiva, controlada por tecnócratas del saber. En este sentido, Richard habla de una “Internacional académica” que determina qué autores deben ser leídos o citados, cuáles temas son relevantes, qué significa estar en la “vanguardia” de una discusión, etc.

Lo que halla en juego es el acceso a posiciones de poder en las universidades, la financiación millonaria de proyectos académicos, los intereses mercantiles de las editoriales y, no por último, la reestructuración metropolitana de los programas educativos de acuerdo a las nuevas necesidades del capital. Es allí, en este aparato institucionalizado de saber-poder, donde se ubica el debate sobre los estudios culturales, la poscolonialidad y la subalternidad.

Nos encontramos, pues, frente a una polémica de gran calidad intelectual, destinada a revitalizar la ya bicentenaria pregunta por la identidad y el destino de estos pueblos que, bien o mal, hemos venido denominando “América Latina”. Una pregunta que, por la complejidad misma de su objeto, ha conservado siempre un carácter transdisciplinar. No ocurre de otro modo en la colección que estamos presentando al público: sociólogos, antropólogos, historiadores, críticos literarios, semiólogos y filósofos, todos ellos y ellas reunidos en torno a una sola temática. Se trata, pues, de verdaderas teorías sin disciplina que convergen o divergen, pero que, en cualquier caso, dialogan entre sí.


[1] Bastaría mencionar que en las dos principales antologías del poscolonialismo (la

de Williams y Chrisman de 1994, y la de Ashcroft, Griffiths y Tiffin de 1995) no

aparece invitado ningún teórico(a) latinoamericano. La mayor parte de los textos

hacen referencia a la experiencia de las ex-colonias inglesas. A lo sumo se

incluyen referencias al colonialismo en el Caribe, pero siempre desde la

perspectiva del Commonwealth (de ahí la constante mención de teóricos como

Franz Fanon y Aimé Césaire, convertidos en “commodities” de la discusión

poscolonial

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