Peliémonos, pues

elfaro.net / Publicado el 29 de Julio de 2013 Qué gusto da exhibir cultura (escuchar a Savall y citar de pasadita a Frege y a Derrida), al mismo tiempo que se retrata al adversario en una polémica como macho pendenciero que solo busca imponer su verdad. El dibujo amable de uno mismo (qué ponderado soy) y la caricatura irónica del oponente habrían sido una llave dialéctica –del combate discursivo– muy aplaudida por el estimado público de la Arena Metropolitana de mi niñez.

Pero si esto no es encuadrar de forma maniquea la discusión, planteando desde el inicio una mala peleya, que venga el fantasma de Frege y diga algo.

Resulta curioso que alguien que hace un retrato intelectual tan amable de sí mismo, que alguien que presume de tomar en cuenta otras hipótesis y de discutir seriamente, ni siquiera se haya molestado en recoger las objeciones puntuales que se le han hecho para enfrentarlas una a una en buena lid. Y es una lástima. Resulta más fácil caricaturizar al adversario que dedicarle un par de horas a la crítica seria de sus razonamientos.

En mis tres últimos artículos sobre el tema – ¿Y si condenamos a Salarrué?, “Debatiendo a Salarrué en el siglo XXI” y “Peléyense bien”– he procurado ser hasta cierto punto respetuoso con los planteamientos de Rafael Lara Martínez. A sus argumentos les he opuesto otros argumentos. Lamento que él a mis razones puntuales no les oponga razones equivalentes y se dedique a decir generalidades sobre su talante reflexivo. Yo no lo pongo en cuestión a él, pongo en cuestión “algunas” de sus ideas y advierto sobre el peligro de que al ser aceptadas sin debate se acaben convirtiendo en nuevos dogmas.

Algunos jóvenes de izquierda creen que si una “bicha” no respondió a sus reclamos amorosos ha sido culpa de la CIA; creen que si su profesor de matemáticas los aplazó fue por culpa de la CIA; creen que si se cayeron al pisar una cáscara de guineo fue culpa de la CIA. Estos muchachos tienen una teoría que lo explica todo: si un chucho los mordió, ya saben ustedes de quien fue la culpa. A estos muchachos se parece el investigador que cada vez que encuentra un dato desconocido lo interpreta como un dato que ha sido ocultado deliberadamente por una fuerza oscura. Todo lo desconocido, todo lo ignorado, todo lo perdido lleva la huella metafísica de un ocultamiento. Si él nieto despistado de un escritor tiró a la basura o malvendió unas revistas de páginas amarillentas en las que su abuelo había publicado esos cuentos tan aburridos, lo mas probable es que el susodicho nieto, sin saberlo, formase parte de una vasta operación de silenciamiento histórico.

Exagero y me burlo, por supuesto, pero solo para decir que una sola fórmula –al menos en el campo de la investigación académica– no puede abrir todas las puertas. No se puede abusar por lo tanto de la hipótesis del ocultamiento deliberado. Hay que fijar lo criterios que nos permitan utilizarla con rigor, imponiéndole clausulas restrictivas. Si no se tienen pruebas que confirmen la atribución de intencionalidad, lo mejor será ser cautelosos e introducir ciertos adverbios y decir que tales o cuales datos “posiblemente” fueron ocultados por el nieto del célebre narrador y poeta Don Panchito Pérez.

En filosofía podemos salir ilesos de frases grandilocuentes y oraculares como esa de que “El presente tacha adrede el pasado escurridizo y hace del ayer reprimido una de las premisas latentes de su juicio”. En la investigación histórica de un fenómeno cultural en el cual se intuyen borraduras en la memoria colectiva, hay que precisar los agentes de la acción y la naturaleza del acto (si fue consiente o inconsciente), es decir, hay que determinar quién tachó qué y poner sobre la mesa, si hablamos de una tachadura premeditada, las pruebas que confirman la intencionalidad. Todo lo demás sería retórica.

En teoría de la ciencia se habla de modelos explicativos con una sola variable y se los bautiza como “monocausales”. La monocausalidad, en mi opinión, recorre el discurso del profesor Lara Martínez. Nunca nos dice que un hecho determinado puede explicarse por la concurrencia de varios factores.

Cuando habla de los treces relatos que Salarrué no incluyó en la versión definitiva de los Cuentos de barro, el profesor no se plantea nunca que en dicha exclusión pudieron intervenir puntualmente “varios motivos”. El hombre que contempla la posibilidad de que varias hipótesis puedan iluminar sus datos, a la hora de la verdad sólo elige una y, no contento con eso, se saca de la manga la idea de que los textos omitidos pertenecen a una presunta versión integra y “silenciada” de los “Cuentos de barro”.

Nos guste o no, la versión definitiva de dicha obra fue la que su autor entregó a la imprenta. Podemos discutir su decisión, pero no abolirla. De lo contrario, estaríamos traicionando la misma historia del libro. Los trece o más cuentos excluidos podrían figurar en una edición crítica del clásico de nuestra literatura y la idea controvertida de una “versión integra” se puede entregar al público y a los académicos para que la debatan.

No niego que toda esa generación de intelectuales que apoyó a Martínez, a partir de 1944 haya intentado quemar los textos y las fotos que delataban su colaboración con la dictadura. Esa voluntad de ocultamiento, que debe confirmarse con evidencias, es un elemento en el complejo mecanismo de la amnesia histórica de la sociedad salvadoreña y puede servirnos, como “un” factor explicativo más, para investigar un período acotado de nuestra historia política y cultural.

El olvido de aquel entonces y los olvidos de ahora son fenómenos complejos que no pueden explicarse a partir de una sola variable de carácter intencional.

En ese sentido, y a pesar de los datos que rescata y de algunas ideas fértiles, creo que el análisis de Lara Martínez tiende al esquematismo simplificador de quien utiliza una sola causa para interpretar una experiencia compleja.

El trazo simple de su teoría –hay alguien que ha ocultado algo; hay algo cuyo desconocimiento vicia los juicios del presente–no se pone de manifiesto porque la despliega con “elocuencia”. Resulta atractivo, desde el punto de vista literario, lo de plantear la trama compleja del olvido histórico como un argumento sencillo en el que unos personajes juegan a ocultar las cartas y otros juegan a denunciar sus trampas. Lamentablemente, la vida es más trágica y mucho menos simple.

Les confieso algo a los lectores: no tengo la menor intención de quemar los datos que esgrime el profesor. Es más, les diré otra cosa, agradezco esos datos y valoro muchísimo la pesquisa del hombre que los ha encontrado. Eso sí, creo que el marco interpretativo del investigador es muy semejante al del marxismo vulgar. Para explicar lo literario, a ese marxismo que relaciona de forma lineal la cultura con la dominación, le basta con indicar las funciones ideológicas que un texto ha cumplido históricamente. A la función ideológica –a los mecanismos de la legitimación del poder y de ocultación de la realidad social– se subordinan sin sutileza los problemas del estilo, la ambigüedad temática y la trascendencia de la obra literaria.

Una cosa son los datos y otra los vuelos interpretativos que se emprendan a partir de ellos. Que Salarrué colaboró con Martínez, vale. Que el régimen de Martínez promovió la obra de Salarrué, vale. Ahí están las fuentes históricas rescatadas por Lara que lo confirman, vale. A partir de ahí se abre un debate sobre cómo los vínculos con el régimen pudieron afectar a la creación del escritor y sobre cómo el respaldo estatal de la dictadura pudo influir en la forma en que se leyó su obra.

Se nos dice que la historia política oculta de Salarrué, una vez que salga a la luz, servirá para comprender los “Cuentos de barro”. No se dice nada, sin embargo, sobre cómo ha de relacionarse dicha historia política con la hermenéutica del texto ¿Cómo se asocian los indicios textuales, el estilo y los contenidos de los Cuentos de barro, a la biografía política hasta ahora oculta de su creador? El profesor ha querido remediar esta laguna de su enfoque adjudicándole al General Martínez, en patrimonio, la entera poética del regionalismo y sus políticas culturales. De esa manera, por ejemplo, una pintura de tema campesino fechada en el año 43, automáticamente es catalogada de martinista, aunque disintiera del martinato.

El profesor pasa de puntillas, sin hacer preguntas, sobre el hecho verificable de que la estética de los Cuentos de barro empezó a madurar en un mundo en el que aún no existía el martinato. Ese mundo que el profesor silencia se vio sacudido por las impactantes noticias que procedían del México insurgente y por toda la ebullición ideológica que provocaba el caldo donde se cocían las voces de José Martí, Rodó y Vasconcelos y los ambiguos conceptos y valores del proto-nacionalismo popular latinoamericano.

El regionalismo como poética y política cultural se gestó en ese período que Lara Martínez tacha ¿intencionadamente? El dictador que surgió del 32 se apropió de unos antecedentes culturales; antecedentes que ya planeaban, como sensibilidad y alternativa, sobre el horizonte salvadoreño antes de que llegase la dictadura. Ver esa época como una especie de período preparatorio del martinato solo es posible desde una concepción lineal de la historia. En otras palabras, solo un anacronismo interesado puede convertir en martinista al joven creador que a mediados de los años veinte del siglo pasado empezó a escribir los primeros borradores de “Cuentos de barro”.

Quienes piden que se respete el pasado a veces lo contaminan introduciendo valoraciones morales y políticas que solo han alcanzado nitidez teórica en el presente. Así se juzga que el joven Salarrué de mediados de los años veinte del siglo pasado ya era cómplice intencionado de un proyecto de poder que invocaba maquiavélicamente una estética de lo popular al mismo tiempo que maniobraba contra los verdaderos intereses materiales e identitarios de los de abajo. Esta crítica legitima del nacionalismo popular latinoamericano que solo alcanzó un perfil teórico claro en las últimas décadas del siglo XX, como es lógico, no podía formar parte de la conciencia ética de un joven escritor de principios de siglo que aunque no invocase lo popular de forma plena y consecuente tampoco lo plasmaba con la superficialidad del artista que no va más allá de la viñeta pintoresca. Estoy hablando del período formativo de Salarrué en la época previa a la dictadura del general Martínez.

Claro está que podemos juzgar al narrador que sirvió al tirano teniendo el cuidado de no reducir la complejidad de su obra al tamaño de sus servicios políticos. Que Salarrué fuese un buen escritor no impide que lo juzguemos políticamente ni veta la posibilidad de investigar el adentro de su obra para ver hasta qué punto se vio afectada por su rol ideológico. Como no estamos ante un simple amanuense del tirano sino que ante un artista de los grandes, lo más probable es que haya zonas de la obra literaria que trasciendan las pequeñas miserias del intelectual de una dictadura.

Al profesor le quita el sueño el problema de cómo podemos valorar estéticamente una obra sin considerar su genealogía histórica, sin tener en cuenta el pasado oculto de su creador. Yo creo que hay otros interrogantes igual de profundos: Habría que preguntarse por qué razón, habiendo caído la dictadura de Martínez hace más de medio siglo, uno de los libros que ésta promovió continúa siendo leído y discutido por las nuevas generaciones ¿Es que somos martinistas o es que algo en el libro trasciende el martinismo?

Un clásico es un clásico porque escapa de las determinaciones de su origen para ser releído y recreado en las encrucijadas de otro horizonte histórico. Lara se conforma con ofrecer su limitada versión del origen y de la manipulación simbólica de que fueron objeto los Cuentos de barro, pero en ningún momento se atreve a responder la pregunta de por qué ese libro, salvando los límites de su nacimiento y del uso ideológico que se le terminó dando, se ha vuelto un clásico de la literatura salvadoreña y latinoamericana.

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