elfaro.net / Publicado el 15 de Julio de 2013 Nelson López Rojas, el responsable de la primera traducción completa de los Cuentos de barro al inglés, acaba de publicar un bienintencionado artículo –“No se peleyen”– donde informa sobre el reconocimiento internacional de Salarrué y donde también razona sobre las discusiones intelectuales que ahora suscita el autor de los “Cuentos de barro”.
No tengo claro por qué López vincula el reconocimiento y la disputa. Uno puede discutir sobre Salarrué sin que eso suponga restarle mérito literario. Y uno puede discutir sobre cualquier literato sin que eso sea necesariamente un esfuerzo estéril que vaya en contra del placer de leerlo. Lo normal es que la crítica se muestre dividida ante la mayoría de los escritores, pero esa división valorativa a la larga contribuye a mejorar nuestros juicios.
Yo le recomendaría a Nelson que no se deje llevar por las apariencias, que no se vaya en la chicagüita, pues. Aquí no estamos ante un debate generalizado sobre la figura y la obra de Salarrué. Yo veo más bien que las últimas tesis del profesor Lara Martínez sobre los Cuentos de barro se aplauden y nada más. No veo que mucha gente las debata y eso sí que es lamentable desde el punto de vista intelectual.
Lo negativo no son las peleyas, lo negativo son las malas peleyas. Si el debate transcurre por cauces racionales y se ciñe a unos puntos precisos, no veo cuál es el problema.
Tal parece que López apuesta por la concordia valorativa y unánime en torno a los “Cuentos de barro”, pero hay concordias y concordias y una concordia acrítica es tan nefasta como una mala “peleya”.
Si López lee mis dos últimos artículos sobre el Salarrué de Lara Martínez, verá que hago el esfuerzo de precisar algunas de sus tesis para luego cuestionarlas por medio de argumentos ¿es eso malo?
Yo le diría a López que es necesaria, urgente, la buena peleya en todos los planos de nuestra vida política e intelectual.
Ahí donde hay libertad de pensamiento y expresión, salen a la luz las perspectivas diferentes u opuestas que tienen los miembros de una sociedad sobre cualquier fenómeno de trascendencia colectiva. La democracia como terreno propicio para el desarrollo de la inteligencia no es un espacio cultural idílico poblado de pastorcillos, ovejitas blancas y música de flauta. En una sociedad que no se rige por el dogma y que abre sus creencias al debate, todo acuerdo crítico es la resolución provisional de un conflicto que, en el caso de alguien como Salarrué y su obra, sería interpretativo.
Yo no le recomendaría a la gente que no se peleara, lo que haría es recomendarle que peleara más y mejor.
Un amplio sector de nuestro mundo cultural evita desde hace mucho el conflicto de las interpretaciones. Algunos lo hacen por comodidad, para evitarse enemigos y ser colegas de todo el mundo. Otros lo hacen por miedo a las réplicas y al ridículo. Pero tanto se eluden los enfrentamientos que, al final, nuestra crítica literaria y cultural se queda en los huesos. Casi nadie dice lo que opina verdaderamente sobre la última novela de zutano y el poemario más reciente de mengana. Este cómodo y diplomático silencio tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Uno de sus inconvenientes es que los literatos, al carecer de jueces y juicios, a menudo continúan arrastrando durante años sus virtudes y también sus defectos.
El miedo a la discrepancia en el mundo cultural no solo se lleva por delante las malas peleyas, también impide que se manifieste y se instale la crítica cultural como valoración ponderada.
No hace falta, pues, Nelson López, pedirle a la gente de nuestro mundo cultural que no se “peleye” de forma clara y abierta, es lo que generalmente hace: esconder sus ideas para evitarse problemas. Si uno quiere escuchar sus verdaderas opiniones tiene que ir a las tertulias, a los encuentros personales, porque es ahí donde se recluye, lejos de la cordialidad, el juicio valorativo. Si queremos saber lo que juzgan los críticos y los escritores salvadoreños sobre la obra de Horacio Castellanos Moya, hay que ir a sus encuentros privados porque en publico generalmente nunca dicen nada, guardan silencio, rehúyen la opinión. Así que el consejo debería ser: tengan el valor cívico de decir lo que piensan, discutan, pero háganlo con arte, con rigor ¡peléyense bien¡
Últimamente se han hecho valoraciones polémicas sobre Salarrué: que si era un copión, que si su narrativa nació involucrada con la política cultural del martinato, etcétera, etcétera. Yo no estoy de acuerdo con la formulación extrema de dichos juicios, pero les veo su lado positivo: nos alejan de la imagen idílica de Salarrué y nos obligan a mirarlo con más rigor ¿Es esto malo? Por supuesto que no. Agradezcamos el valor cívico de todos aquellos intelectuales que se han atrevido a pegar un puñetazo en la tranquila mesa de los acuerdos valorativos unánimes y acríticos.
Si alguien afirma por ahí que Salarrué era un copión, no lo excomulguemos. Aprovechemos la oportunidad para discutir sobre las influencias literarias del creador de los Cuentos de barro y, si quieren, para reflexionar sobre la moderna noción del “autor” y el moderno concepto de “la originalidad”.
Admiro la inteligencia del profesor Lara Martínez porque descubre problemas ahí donde han prevalecido los lugares comunes y los acuerdos oficiales, pero discrepo de algunas tesis que propone. Ahí donde él nos ofrece una teoría concluyente, yo creo que empieza el debate. Lamentablemente, en nuestro medio, poca gente “discute” de verdad.
Lara Martínez maneja información, y eso es muy importante, pero resulta polémica la forma en que a veces la interpreta. Debemos agradecerle que nos diga que Salarrué excluyó algunos relatos de su versión final de los Cuentos de barro. Pero hay que discutir con él cuando nos asegura que los cuentos excluidos forman parte de una presunta versión integra y censurada. Aquí, en este punto preciso, la estima literaria que sintamos por Salarrué no nos salva de tener que involucrarlo en un debate necesario ¿Existe esa presunta versión integra de los Cuentos de barro o estamos ante una creación artificial surgida de la hermenéutica de la sospecha?
Esos trece relatos excluidos y presuntamente silenciados no cabe explicarlos con una sola hipótesis. Algunos pudieron excluirse por razones ideológicas y de pragmática política, pero otros pudieron desecharse por causas formales, estrictamente literarias. Sería un error creer, sin más, que todo lo excluido forma parte de una versión supuestamente censurada y sería un error encuadrar todas las exclusiones dentro del ámbito de la intencionalidad ideológica. Algo chirría cuando la hermenéutica de la sospecha se torna paranoica ¿Por qué deberían formar parte de “una versión integra” los textos que un escritor eliminó porque ya no le satisfacían formalmente? Para sostener la hipótesis del ocultamiento como la única causa de las omisiones, habría que desechar por completo la posibilidad de que algunos textos se cayeran de la última versión del libro porque el autor los hubiese considerado flojos, reiterativos o fuera de la estructura final que él buscaba.
En cualquier caso, si hablamos de una obra “completa”, debemos respetar la decisión final de su creador ¿Qué tipo de jueces seríamos nosotros si, pasando por encima de la voluntad autónoma del literato, incluyéramos en “la versión integra” de su libro toda la prosa que él termino desechando? En caso contrario, en caso de que nosotros tuviésemos potestad para decidir qué relatos entran en la edición “integra” de los Cuentos de barro, dejaríamos de ser críticos para convertirnos en co-autores del libro.
Distinto sería que, habiendo expuesto Salarrué de forma inequívoca que la versión última de su obra debía contener los relatos omitidos, la crítica y la posteridad se hubiesen negado a incluirlos por motivos ajenos a la creación literaria. Lo de la presunta versión integra de este clásico de nuestras letras es, por lo tanto, un tema muy polémico. No discutir la hipótesis interpretativa del profesor supondría coronarla desde ya como un nuevo dogma ¿Qué sentido tendría haber escapado de los viejos tópicos para ir a terminar en otro nuevo? Algunos creen con cierta razón que de los dogmas escapamos a través de la verdad. El respeto a los hechos y al razonamiento lógico nos vacuna en cierto modo contra las visiones falsas. Pero lo que nos permite, a la larga, escapar del dogma es someter todos los juicios al diálogo abierto y crítico. La democracia como ámbito propicio a la verdad es imposible, por lo tanto, sin la aceptación de la pelea rigurosa y bien entendida.
Los textos excluidos de los Cuentos de barro forman parte de la compleja historia del libro. Esa historia es difícil: es política, es intelectual. Ahora bien, Lara Martínez nos advierte del peligro de hacer una historia social que silencie al pensamiento, pero él mismo corre el peligro de presentarnos una historia del pensamiento vaciada de estética.
Lara ha construido una narrativa en torno a la obra de Salarrué y dentro de esa narrativa son importantes las pulsiones ideológicas y la intencionalidad política. El paisaje cultural que con trazo grueso desarrolla el profesor, es bastante parecido al que levantan las variantes menos sutiles del marxismo. La ideología en el marxismo vulgar es una maquina de ocultamientos cuyo engranaje simplifica la complejidad del universo simbólico. De ahí que los textos literarios y su difícil entidad sean devorados por las maquinaciones de los individuos y las clases, sin que quede el más mínimo resquicio para la autonomía relativa de la obra de arte. Es así como los textos excluidos de los Cuentos de barro se introducen sin matices en el gran mecanismo del disimulo. No cabe la posibilidad de que esos textos omitidos nos informen también de la evolución literaria de Salarrué o de la idea que el escritor tenía de la estructura formal de su libro. Todo esto se lo traga “la censura”.
Lo repito: una teleología simple, ideada para que todas las piezas encajen desde un principio, transforma la estética inicial de los Cuentos de Barro en una poética martinista, justo en un momento en cual el martinato no formaba parte todavía del horizonte histórico. Según esa visión, el Salarrué romántico y masferreriano, pasando por encima de las disyuntivas sociales y literarias de los años veinte, ya escribiría de acuerdo con las orientaciones de valor de la política cultural de 1934. Las características complejas y fluidas de un segmento del pasado (el del año 25, por ejemplo) se organizan de forma lineal y determinista en función de un hecho político (la dictadura del general Martínez) que acaecería después. Así se desdibujan, para que todo encaje en la gran teoría del ocultamiento político, las encrucijadas culturales del mundo en que nacieron los primeros Cuentos de barro.
Las buenas interpretaciones se pierden cuando son incapaces de establecer clausulas restrictivas.
También las buenas intenciones son estériles, cuando en nombre de una concordia idílica censuran los conflictos necesarios, las polémicas fértiles.
- Álvaro Rivera Larios es escritor y ensayista salvadoreño. Residente en Madrid, España.