06/04/2013 Saben los historiadores que el Papa del tiempo de san Francisco, Inocencio III (1198-1216), llevó el papado a un apogeo y esplendor como nunca lo había habido antes ni lo habrá después. Hábil político, consiguió que todos los reyes, emperadores y señores feudales, con algunas excepciones, fuesen sus vasallos. Bajo su regencia estaban los dos poderes supremos: el Imperio y el Sacerdocio. Ser sucesor del pescador Pedro era poco para él. Se declaró «representante de Cristo», pero no del Cristo pobre, que andaba por los polvorientos caminos de Palestina, profeta peregrino, anunciador de una radical utopía, la del Reino del amor incondicional al prójimo y a Dios, de la justicia universal, de la fraternidad sin fronteras y de la compasión sin límites. Su Cristo era el Pantocrator, el Señor del Universo, cabeza de la Iglesia y del Cosmos.
Esta visión exaltatoria favoreció la construcción de una Iglesia monárquica, poderosa y rica pero absolutamente secularizada, contraria a todo lo que es evangélico. Tal realidad sólo podía provocar una reacción contraria entre el pueblo. Surgieron los movimientos pauperistas, de laicos, hombres y mujeres y de laicos ricos que se hacían pobres. Predicaban por su cuenta el evangelio en la lengua popular: el evangelio de la pobreza contra el fasto de las cortes, de la sencillez radical contra la sofisticación de los palacios, la adoración al Cristo de Belén y de la Crucifixión contra la exaltación imperial de Cristo Rey todo poderoso. Eran los albigenses, los valdenses, los pobres de Lyon, los seguidores de Francisco, de Domingo y de los siete Siervos de María de Florencia, nobles que se hicieron mendicantes.
A pesar de este fasto, Inocencio III fue sensible a Francisco y a los doce compañeros que lo visitaron, desharrapados, en su palacio de Roma, para pedirle permiso para vivir según el evangelio. Conmovido y con remordimientos, el Papa les concedió un permiso oral. Corría el año 1209. Francisco no olvidaría este gesto generoso.
Pero la historia da sus vueltas. Lo que es verdadero e imperativo, llegado su momento de maduración, se revela con una fuerza volcánica. Y se reveló en 1216 en Perugia adonde fue el Papa Inocencio III a uno de sus palacios.
Súbitamente el Papa muere después de 18 años de pontificado triunfante. Pronto se oyen los sonidos lúgubres del canto gregoriano provenientes de la catedral pontificia. Se entona el grave planctum super Innocentium («el llanto sobre Inocencio»).
Nada detiene a la muerte, señora de todas las vanidades, de toda la pompa, de toda gloria y de todo triunfo. El ataúd del Papa está frente al altar mayor cubierto oropeles, joyas, oro, plata y los signos del doble poder sagrado y secular. Cardenales, emperadores, príncipes, abades y filas sin fin de fieles se suceden en la vigilia. El obispo Jacques de Vitry, llegado de Namur y nombrado después cardenal de Frascati, es quien lo cuenta.
Es medianoche. Todos se retiran apesadumbrados. Solamente la luz vacilante de las velas encendidas proyecta fantasmas en las paredes. El Papa, en otro tiempo siempre rodeado de nobles, está ahora solo con las tinieblas. Y de pronto unos ladrones entran sigilosamente en la catedral. En pocos minutos despojan el cadáver de todas las ropas preciosas, del oro, la plata y las insignias papales.
Ahí yace un cuerpo desnudo, ya casi en descomposición. Se hace realidad lo que Inocencio III dejara registrado en un famoso texto suyo sobre «la miseria de la condición humana». Ahora ella se muestra con toda la crudeza en su propia condición.
Un pobrecito, fétido y miserable, se había escondido en un rincón oscuro de la catedral para velar, rezar y pasar la noche junto al Papa que le fue tan benévolo. Se quitó la túnica rota y sucia, túnica de penitencia, y con ella cubrió las vergüenzas del cadáver ultrajado.
Siniestro destino de la riqueza, grandioso el gesto de la pobreza. La primera no lo salvó del saqueo, la segunda lo salvó de la vergüenza.
Y concluye el cardenal Jacques de Vitry: «Entré en la iglesia y me di cuenta, con plena fe, de cuán breve es la gloria engañosa de este mundo».
Aquel al que todos llamaban Poverello y Fratello nada dijo ni nada pensó. Solo hizo. Quedó desnudo para cubrir la desnudez del Papa que un día le aprobara el modo de vida. Francisco de Asís, fuente inspiradora del Papa Francisco de Roma.
[Leonardo Boff es autor del libro Francisco de Asís: ternura y vigor, Sal Terrae 61995.
Traducción de Mª José Gavito Milano].