CAPITULO I – EL ESPACIO SAGRADO Y LA SACRALIZACION DEL MUNDO
HOMOGENEIDAD ESPACIAL E HIEROFANIA
Para el hombre religioso el espacio no es homogéneo; presenta roturas, escisiones: hay porciones de espacio cualitativamente diferentes de las otras: «No te acerques aquí —dice el Señor a Moisés—, quítate el calzado de tus pies; pues el lugar donde te encuentras es una tierra santa» (Éxodo, III, 5).
Hay, pues, un espacio sagrado y, por consiguiente, «fuerte», significativo, y hay otros espacios no consagrados y, por consiguiente, sin estructura ni consistencia; en una palabra: amorfos. Más aún: para el hombre religioso esta ausencia de homogeneidad espacial se traduce en la experiencia de una oposición entre el espacio sagrado, el único que es real, que existe realmente, y todo el resto, la extensión informe que le rodea.
Digamos acto seguido que la experiencia religiosa de la no-homogeneidad del espacio constituye una experiencia primordial, equiparable a una «fundación del mundo». No se trata de especulación teológica, sino de una experiencia religiosa primaria, anterior a toda reflexión sobre el mundo. Es la ruptura operada en el espacio lo que permite la constitución del mundo, pues es dicha ruptura lo que descubre el «punto fijo», el eje central de toda orientación futura.
Desde el momento en que lo sagrado se manifiesta en una hierofanía cualquiera no sólo se da una ruptura en la homogeneidad del espacio, sino también la revelación de una realidad absoluta, que se opone a la no-realidad de la inmensa extensión circundante. La manifestación de lo sagrado fundamenta ontológicamente el Mundo. En la extensión homogénea e infinita, donde no hay posibilidad de hallar demarcación alguna, en la que no se puede efectuar ninguna orientación, la hierofanía revela un «punto fijo» absoluto, un «Centro».
Se ve, pues, en qué medida el descubrimiento, es decir, la revelación del espacio sagrado, tiene un valor existencial para el hombre religioso: nada puede comenzar, hacerse, sin una orientación previa, y toda orientación implica la adquisición de un punto fijo. Por esta razón el hombre religioso se ha esforzado por establecerse en el «Centro del Mundo».
Para vivir en el Mundo hay que fundarlo, y ningún mundo puede nacer en el «caos» de la homogeneidad y de la relatividad del espacio profano. El descubrimiento o la proyección de un punto fijo —el Centro— equivale a la Creación del Mundo; en seguida unos ejemplos vendrán a mostrar con la mayor claridad el valor cósmico de la orientación ritual y de la construcción del espacio sagrado.
Por el contrario, para la experiencia profana, el espacio es homogéneo y neutro: ninguna ruptura diferencia cualitativamente las diversas partes de su masa. El espacio geométrico puede ser señalado y delimitado en cualquier dirección posible, mas ninguna diferenciación cualitativa, ninguna orientación es dada por su propia estructura. Evidentemente, es preciso no confundir el concepto del espacio geométrico, homogéneo y neutro, con la experiencia del espacio «profano», que se opone a la experiencia del espacio sagrado y que es la única que interesa a nuestro propósito.
El concepto del espacio homogéneo y la historia de este concepto (pues ya lo había adquirido el pensamiento filosófico y científico desde la antigüedad) constituye un problema muy distinto, que no abordamos. Lo que interesa a nuestra investigación es la experiencia del espacio tal como la vive el hombre no-religioso, el hombre que rechaza la sacralidad del Mundo, que asume
únicamente una existencia «profana», depurada de todo presupuesto religioso.
Inmediatamente se impone añadir que una existencia profana de semejante índole jamás se encuentra en estado puro. Cualquiera que sea el grado de desacralización del Mundo al que haya llegado, el hombre que opta por una vida profana no logra abolir del todo el comportamiento religioso. Habremos de ver que incluso la existencia más desacralizada sigue conservando vestigios de una valoración religiosa del Mundo.
De momento dejemos de lado este aspecto del problema y ciñámonos a comparar las dos experiencias en cuestión: la del espacio sagrado y la del espacio profano. Recuérdense las implicaciones de la primera: la revelación de un espacio sagrado permite obtener «un punto fijo», orientarse en la homogeneidad caótica, «fundar el Mundo» y vivir realmente.
Por el contrario, la experiencia profana mantiene la homogeneidad y, por consiguiente, la relatividad del espacio. Toda orientación verdadera desaparece, pues el «punto fijo» no goza ya de un estatuto ontológico único: aparece y desaparece según las necesidades cotidianas. A decir verdad, ya no hay «Mundo», sino tan sólo fragmentos de un universo roto, la masa amorfa de una infinidad de «lugares» más o menos neutros en los que se mueve el hombre bajo el imperio de las obligaciones de toda existencia integrada en una sociedad industrial.
Y, sin embargo, en esta experiencia del espacio profano siguen interviniendo valores que recuerdan más o menos la no-homogeneidad que caracteriza la experiencia religiosa del espacio. Subsisten lugares privilegiados, cualitativamente diferentes de los otros: el paisaje natal, el paraje de los primeros amores, una calle o un rincón de la primera ciudad extranjera visitada en la juventud. Todos estos lugares conservan, incluso para el hombre más declaradamente no-religioso, una cualidad excepcional, «única»: son los
«lugares santos» de su Universo privado, tal como si este ser no-religioso hubiera tenido la revelación de otra realidad distinta de la que participa en su existencia cotidiana.
No perdamos de vista este ejemplo de comportamiento «cripto-religioso» del hombre profano. Habremos de tener ocasión de volvernos a encontrar con otras ilustraciones de esta especie de degradación y de desacralización de valores y comportamientos religiosos. Más adelante nos daremos cuenta de su
significación profunda.
TEOFANIA Y SIGNOS
Para poner en evidencia la no-homogeneidad del espacio, tal como la vive el hombre religioso, se puede recurrir a un ejemplo trivial: una iglesia en una ciudad moderna. Para un creyente esta iglesia participa de otro espacio diferente al de la calle donde se encuentra. La puerta que se abre hacia el interior de la iglesia señala una solución de continuidad. El umbral que separa los dos espacios indica al propio tiempo la distancia entre los dos modos de ser: profano y religioso. El umbral es a la vez el hito, la frontera, que distingue y opone dos mundos y el lugar paradójico donde dichos mundos se comunican, donde se puede efectuar el tránsito del mundo profano al mundo sagrado.
Una función ritual análoga corresponde por derecho propio al umbral de las habitaciones humanas, y por ello goza de tanta consideración. Son muchos los ritos que acompañan al franqueamiento del umbral doméstico. Se le hacen reverencias o prosternaciones, se le toca piadosamente con la mano, etc. El umbral tiene sus «guardianes»: dioses y espíritus que defienden la entrada, tanto de la malevolencia de los hombres, cuanto de las potencias demoníacas y pestilenciales. Es en el umbral donde se ofrecen sacrificios a las divinidades tutelares.
Asimismo es ahí donde ciertas culturas paleo-orientales (Babilonia, Egipto,
Israel) situaban el juicio. El umbral, la puerta, muestran de un modo inmediato y concreto la solución de continuidad del espacio; de ahí su gran importancia religiosa, pues son a la vez símbolos y vehículos del tránsito.
Desde este momento se comprende por qué la iglesia participa de un espacio radicalmente distinto al de las aglomeraciones humanas que la circundan. En el interior del recinto sagrado queda trascendido el mundo profano. En los niveles más arcaicos de cultura esta posibilidad de trascendencia se expresa por las diferentes imágenes de una abertura: allí, en el recinto sagrado, se hace posible la comunicación con los dioses; por consiguiente, debe existir una «puerta» hacia lo alto por la que puedan los dioses descender a la Tierra y subir el hombre simbólicamente al Cielo.
Hemos de ver en seguida que tal ha sido el caso de múltiples religiones. El templo constituye, propiamente hablando, una «abertura» hacia lo alto y asegura la comunicación con el mundo de los dioses. Todo espacio sagrado implica una hierofanía, una irrupción de lo sagrado que tiene por efecto destacar un territorio del medio cósmico circundante y el de hacerlo cualitativamente diferente.
Cuando, en Jarán, Jacob vio en sueños la escala que alcanzaba el Cielo y por la cual los ángeles subían y bajaban, y escuchó en lo alto al Señor, que decía: «Yo soy el Eterno, el Dios de Abraham», se despertó sobrecogido de temor y exclamó: «¡Qué terrible es este lugar! Es aquí donde está la casa de Dios. Es aquí donde está la puerta de los Cielos.» Y cogió la piedra que le servía de almohada y la erigió en monumento y derramó aceite
sobre su extremo. Llamó a este lugar Bethel, es decir, «Casa de Dios» (Génesis, XXVIII, 12-19).
El simbolismo contenido en la expresión «Puerta de los Cielos» es rico y complejo: la teofanía consagra un lugar por el hecho mismo de hacerlo «abierto» hacia lo alto, es decir, comunicante con el Cielo, punto
paradójico de tránsito de un modo de ser a otro. Pronto encontraremos ejemplos todavía más precisos: santuarios que son «Puertas de los Cielos», lugares de tránsito entre el Cielo y la Tierra.
A menudo ni siquiera se precisa una teofanía o una hierofanía propiamente dichas: un signo cualquiera basta para indicar la sacralidad del lugar. «Según la leyenda, el morabito que fundó El-Hemel se detuvo, a finales del siglo xvi, para pasar la noche cerca de la fuente y clavó un bastón en el suelo. A la mañana siguiente, al querer cogerlo de nuevo para proseguir su camino, encontró que había echado raíces y que de él habían brotado retoños. En ello vio el indicio de la voluntad de Dios y estableció su morada en aquel lugar» 1.
Y es que el signo portador de significación religiosa introduce un elemento absoluto y pone fin a la relatividad y a la confusión. Algo que no pertenece a este mundo se manifiesta de manera apodíctica y, al hacerlo así, señala una orientación o decide una conducta.
Cuando no se manifiesta ningún signo en los alrededores, se provoca su aparición. Se practica, por ejemplo, una especie de evocatio sirviéndose de animales: son ellos los que muestran qué lugar es susceptible de acoger al santuario o al pueblo. Se trata, en suma, de una evocación de fuerzas o figuras sagradas, que tiene como fin inmediato la orientación en la homogeneidad del espacio. Se pide un signo para poner fin a la tensión provocada por la relatividad y a la ansiedad que alimenta la desorientación; en una palabra: para encontrar un punto de apoyo absoluto.
Un ejemplo: se persigue a un animal salvaje, y en el lugar donde se le abate se erige el santuario, o bien se da suelta a un animal doméstico —un toro, por ejemplo—, pasados unos días se va en su búsqueda y se le sacrifica en el lugar donde se le encuentra. A continuación se erigirá un altar y alrededor de este altar se construirá el pueblo. En todos estos casos son los animales los que revelan la sacralidad del lugar: los hombres, según eso, no tienen libertad para elegir el emplazamiento sagrado. No hacen sino buscarlo y descubrirlo mediante la ayuda de signos misteriosos.
Este puñado de ejemplos nos ha mostrado los diferentes medios por los cuales recibe el hombre religioso la revelación de un lugar sagrado. En cada uno de estos casos, las hierofanías anulan la homogeneidad del espacio y revelan un «punto fijo». Pero, habida cuenta de que el hombre religioso no puede vivir sino en una atmósfera impregnada de lo sagrado, es de esperar la existencia de multitud de técnicas para consagrar el espacio. Según hemos visto, lo sagrado es lo real por excelencia, y a la vez potencia, eficiencia, fuente de vida y de fecundidad.
El deseo del hombre religioso de vivir en lo sagrado equivale, de hecho, a su afán de situarse en la realidad objetiva, de no dejarse paralizar por la realidad sin fin de las experiencias puramente subjetivas, de vivir en un mundo real y eficiente y no en una ilusión. Tal comportamiento se verifica en todos los planos de su existencia, pero se evidencia sobre todo en el deseo del hombre religioso de moverse en un mundo santificado, es decir, en un espacio sagrado.
Esta es la razón que ha conducido a elaborar técnicas de orientación, las cuales, propiamente hablando, son técnicas de construcción del espacio
sagrado. Mas no se debe creer que se trata de un trabajo humano, que es su propio esfuerzo lo que permite al hombre consagrar un espacio. En realidad, el ritual por el cual construye un espacio sagrado es eficiente en la medida que reproduce la obra de los dioses. Pero para comprender mejor la necesidad de construir ritualmente el espacio sagrado hay que hacer cierto hincapié en la concepción tradicional del «Mundo». Inmediatamente se adquirirá conciencia de que todo «mundo» es para el hombre religioso un «mundo sagrado».
CAOS Y COSMOS
Lo que caracteriza a las sociedades tradicionales es la oposición que tácitamente establecen entre su territorio habitado y el espacio desconocido e indeterminado que les circunda: el primero es el «Mundo» (con mayor precisión: «nuestro mundo»), el Cosmos; el resto ya no es un Cosmos, sino una especie de «otro mundo», un espacio extraño, caótico, poblado de larvas, de demonios, de «extranjeros» (asimilados, por lo demás, a demonios o a los fantasmas).
A primera vista, esta ruptura en el espacio parece debida a la oposición entre un territorio habitado y organizado; por tanto, «cosmizado», y el espacio desconocido que se extiende allende sus fronteras: de un lado se tiene un «Cosmos», del otro, un «Caos». Pero se verá que, si todo territorio habitado es un Cosmos, lo es precisamente por haber sido consagrado previamente, por ser, de un modo u otro, obra de los dioses, o por comunicar con el mundo de éstos. El «Mundo» (es decir, «nuestro mundo») es un universo en cuyo interior se ha manifestado ya lo sagrado y en el que, por consiguiente, se ha hecho posible y repetible la ruptura de niveles.
1 1 Rene Basset, Revue des traditions populaires, XXII, 1907, p. 287.
Todo esto se desprende con meridiana claridad del ritual védico de toma de posesión de un territorio: la posesión adquiere validez legal por la erección de un altar del fuego consagrado a Agni: «Se dice que está instalado cuando se ha construido un altar de fuego (garha-patya), y todos los que construyen el altar de fuego quedan legalmente establecidos» (çatapatha Bráhamana, VI, i, I, 1-4).
Por la erección del altar del fuego, Agni se hace presente y la comunicación con el mundo de los dioses queda asegurada: el espacio del altar se convierte en un espacio sagrado. Con todo, la significación del ritual es mucho más
compleja, y si se tienen en cuenta todas sus articulaciones, se comprende el porqué la consagración de un territorio equivale a su cosmización. En efecto, la erección de un altar a Agni no es sino la reproducción, a escala microcósmica, de la Creación.
El agua en la que se amasa la arcilla se asimila al Agua primordial; la
arcilla que sirve de base al altar simboliza la Tierra; las paredes laterales representan la Atmósfera, etc. Y la construcción se acompaña de cánticos que proclaman explícitamente qué región cósmica se acaba de crear (çatapatha Bráhamana, I, ix, 2, 29, etc.). En una palabra: la erección de un altar del fuego, lo único que da validez a la toma de posesión de un territorio, equivale a una cosmogonía.
Un territorio desconocido, extranjero, sin ocupar (lo que quiere decir con frecuencia: sin ocupar por «los nuestros»), continúa participando de la modalidad fluida y larvaria del «Caos». Al ocuparlo y, sobre todo, al
instalarse en él, el hombre lo transforma simbólicamente en Cosmos por una repetición ritual de la cosmogonía. Lo que ha de convertirse en «nuestro mundo» tiene que haber sido «creado» previamente, y toda creación tiene un modelo ejemplar: la Creación del Universo por los dioses.
Los colonos escandinavos, cuando tomaron posesión de Islandia (land-náma) y la roturaron, no consideraban esta empresa ni como una obra original, ni como un trabajo humano y profano. Para ellos, su labor no era más que la repetición de un acto primordial: la transformación del Caos en Cosmos por el acto divino de la Creación. Al trabajar la tierra desértica, repetían simplemente el acto de los dioses que habían organizado el Caos dándole una estructura, formas y normas2.
Trátese de roturar una tierra inculta o de conquistar y de ocupar un territorio ya habitado por «otros» seres humanos: la toma de posesión ritual debe en uno u otro caso repetir la cosmogonía. En la perspectiva de las sociedades arcaicas, todo lo que no es «nuestro mundo» no es todavía «mundo». No puede hacer uno «suyo» un territorio si no le crea de nuevo, es decir, si no le consagra. Este comportamiento religioso con respecto a las tierras desconocidas se prolongó, incluso en Occidente, hasta la aurora misma de los tiempos modernos.
Los «conquistadores» españoles y portugueses tomaban posesión, en nombre de Jesucristo, de los territorios que habían descubierto y conquistado. La erección de la Cruz consagraba la comarca, equivalía, en cierto modo, a un «nuevo nacimiento»: por Cristo, «las cosas viejas han pasado ; he aquí que todas las cosas se han hecho nuevas» (II Corintios, 17). El país recién descubierto quedaba «renovado», «recreado» por la Cruz.
CONSAGRACIÓN DE UN LUGAR: REPETICIÓN DE LA COSMOGONÍA
Importa comprender bien que la cosmización de territorios desconocidos es siempre una consagración: al organizar un espacio, se reitera la obra ejemplar de los dioses. La íntima relación entre cosmización y consagración está ya atestiguada en los niveles elementales de cultura (por ejemplo, entre los nómadas australianos, cuya economía sigue estando en el estadio de la colección y de la caza menor). Según las tradiciones de una tribu arunta, los achilpa, el ser divino Numbakula «cosmizó», en los tiempos míticos, su
futuro territorio, creó a su Antepasado y estableció sus instituciones. Con el tronco de un árbol gomífero Numbakula hizo el poste sagrado (Kauwa-auwa) y, después de haberlo untado de sangre, trepó por él y desapareció en el Cielo.
Este poste representa un eje cósmico, pues es en torno suyo donde el territorio se hace habitable, se transforma en «mundo». De ahí el considerable papel ritual del poste sagrado: durante sus peregrinaciones, los achilpa lo trasportan con ellos y eligen la dirección a seguir según su inclinación. Esto les permite desplazarse continuamente sin dejar de «estar» en su «mundo» y, al propio tiempo, en comunicación con el Cielo donde desapareció Numbakula.
Si se rompe el poste, sobreviene la catástrofe; se asiste en cierto modo al «fin del mundo», a la regresión, al Caos. Spencer y Guien refieren que, según un mito, habiéndose roto una vez el poste sagrado, la tribu entera quedó presa de la angustia; sus miembros anduvieron errantes por algún tiempo y finalmente se sentaron en el suelo y se dejaron morir3.
Este ejemplo ilustra admirablemente tanto la función cosmológica del poste ritual como su papel soteriológico. Por una parte, el Kauwa-auwa reproduce el poste utilizado por Numbakula para cosmizar el mundo, y por otra, gracias a él creen los achilpa poder comunicar con el dominio celeste. Ahora bien, la existencia humana sólo es posible gracias a esa comunicación permanente con el Cielo. El «mundo» de los achilpa no se convierte realmente en su mundo sino en la medida en que reproduce el Cosmos organizado y santificado por Numbakula. No se puede vivir sin una «abertura» hacia lo trascendente, la existencia del mundo ya no es posible y los achilpa se dejan morir.
2 2 Mircea Eliade, Le Mythe de l’Éternel Retour, Gallimard, 1949, p. 27.
3 3 B. Spencer y P. J. Gillen, The Arunta, Londres, 1926, I, p. 388.
Instalarse en un territorio viene a ser, en última instancia, el consagrarlo. Cuando la instalación ya no es provisional, como entre los nómadas, sino permanente, como entre los sedentarios, implica una decisión vital que compromete la existencia de la comunidad por entero. «Situarse» en un lugar, organizarlo, habitarlo son acciones que presuponen una elección existencial: la elección del Universo que se está dispuesto a asumir al «crearlo». Ahora bien: este «Universo» es siempre una réplica del universo ejemplar, creado y habitado por los dioses: comparte, según eso, la santidad de la obra de los dioses.
El poste sagrado de los achilpa «sostiene» su mundo y asegura la comunicación con el cielo. Tenemos aquí el prototipo de una imagen cosmológica que ha conocido una gran difusión: la de los pilares cósmicos que sostienen el Cielo a la vez que abren el camino hacia el mundo de los dioses. Hasta su cristianización, los celtas y los germanos conservaban todavía el culto a tales pilares sagrados. El Chronicon Laurissense
breve, escrito hacia el 800, refiere que Carlomagno, con motivo de una de sus guerras contra los sajones (772), hizo demoler en la villa de Eresburgo el templo y el bosque sagrado de su «famoso Irmensul».
Rodolfo de Fulda (ca. 860) precisa que esta famosa columna es la «columna del Universo que sostiene casi todas las cosas» (universalis columna quasi sustinens omnia). La misma imagen cosmológica reaparece en Roma (Horacio, Odas, III, 3), en la India antigua con el Skambha, Pilar cósmico (Rig Veda, I, 105; X, 89, 4; etc.). Y también entre los habitantes de las islas Canarias y en culturas tan remotas como las de los kwakiutl (Colombia británica) y los nad’a de Flores (Indonesia).
Los kwakiutl creen que un poste de cobre atraviesa los tres niveles cósmicos (el Mundo subterráneo, la Tierra y el Cielo): allí donde penetra en el Cielo se
encuentra la «Puerta del Mundo de arriba». La imagen visible de este Pilar cósmico es, en el Cielo, la Vía Láctea. Pero esta obra de los dioses que es el Universo la recogen e imitan los hombres a su escala. El Axis mundi que se ve en el Cielo, bajo la forma de la Vía Láctea, se hace presente en la casa cultual bajo la forma de un poste sagrado.
Es éste un tronco de cedro de diez a doce metros de longitud, más de cuya
mitad sobresale de la casa cultual. El papel que desempeña en las ceremonias es capital: el de conferir una estructura cósmica a la casa. En los cánticos rituales se la llama «nuestro mundo» y los candidatos a la iniciación que habitan en ella, proclaman: «Estoy en el Centro del Mundo…, estoy junto al Pilar del Mundo4, etc.». La misma asimilación del Pilar cósmico al poste sagrado y de la casa cultual al Universo se da entre los nad’a de Flores. El poste de sacrificio se llama «Poste del Cielo», y se estima que sostiene el Cielo5.
EL «CENTRO DEL MUNDO»
La exclamación del neófito kwakiutl: «Estoy en el Centro del Mundo», nos revela de golpe una de las significaciones más profundas del espacio sagrado. Allí en donde por medio de una hiero-fanía se efectúa la ruptura de niveles se opera al mismo tiempo una «abertura» por lo alto (el mundo divino) o por lo bajo (las regiones infernales, el mundo de los muertos). Los tres niveles cósmicos —Tierra, Cielo, regiones infernales— se ponen en comunicación. Como acabamos de ver, la comunicación se expresa a veces con la imagen de una columna universal, Axis mundi, que une, a la vez que lo sostiene, el Cielo con la Tierra, y cuya base está hundida en el mundo de abajo (el llamado «Infierno»).
Columna cósmica de semejante índole tan sólo puede situarse en el centro mismo del Universo, ya que la totalidad del mundo habitable se extiende
alrededor suyo. Nos hallamos, pues, frente a un encadenamiento de concepciones religiosas y de imágenes cosmológicas que son solidarias y se articulan en un «sistema», al que se puede calificar de «sistema del
mundo» de las sociedades tradicionales:
a) un lugar sagrado constituye una ruptura en la homogeneidad del
espacio; b) simboliza esta ruptura una «abertura», merced a la cual se posibilita el tránsito de una región cósmica a otra (del Cielo a la Tierra, y viceversa: de la Tierra al mundo inferior); c) la comunicación con el
Cielo se expresa indiferentemente por cierto número de imágenes relativas en su totalidad al Axis mundi: pilar (cf. la universalis columna), escala (cf. la escala de Jacob), montaña, árbol, liana, etc.; d) alrededor de este eje cósmico se extiende el «Mundo» (= «nuestro mundo»); por consiguiente, el eje se encuentra en el «medio», en el «ombligo de la Tierra», es el Centro del Mundo.
Un número considerable de creencias, de mitos y de ritos diversos derivan de este «sistema del Mundo» tradicional. No es cuestión de mencionarlos aquí. Vale más limitarse a un puñado de ejemplos sacados de civilizaciones diferentes y susceptibles de hacernos comprender el papel del espacio sagrado en la vida de las sociedades tradicionales, cualquiera que sea, por lo demás, el aspecto particular bajo el cual se presenta este espacio sagrado: lugar santo, casa cultual, ciudad, «Mundo».
Por todas partes reencontramos el simbolismo del Centro del Mundo, y es dicho simbolismo lo que, en la mayoría de casos, nos hace inteligible el comportamiento tradicional con respecto al «espacio en que se vive».
Comencemos por un ejemplo que tiene el mérito de revelarnos de golpe la coherencia y la complejidad de semejante simbolismo: la Montaña cósmica.
4 4 Werner Müller, Weltbild und Kult der Kwakiutl-Indianer, Wiesbaden, 1955, pp. 17-20.
5 5 P. Arndt, “Die Megalithenkultur des Nad’a”: Anthropos, 27. 1932.
Acabamos de ver que la montaña figura entre las imágenes que expresan el vínculo entre el Cielo y la Tierra; se cree, por tanto, que se halla en el Centro del Mundo. En efecto, en múltiples culturas se nos habla de montañas semejantes, míticas o reales, situadas en el Centro del Mundo: Meru en la India, Haraberezaiti en el Irán, la montaña mítica «Monte de los Países» en Mesopotamia, Gerizim en Palestina, denominada por otra parte «Ombligo de la Tierra»6.
Habida cuenta de que la Montaña sagrada es un Axis mundi que une la Tierra al Cielo, toca al Cielo de algún modo y señala el punto más alto del Mundo, resulta que el territorio que la rodea, y que constituye «nuestro
mundo», es tenido por el país más alto. Tal es lo que proclama la tradición israelita: Palestina, como era el país más elevado, no quedó sumergido en el Diluvio7. Según la tradición islámica, el lugar más elevado de la tierra es la Ká’aba, puesto que «la estrella polar testimonia que se encuentra frente al centro del cielo»8.
Para los cristianos, es el Gólgota el que se encuentra en la cima de la Montaña cósmica. Todas estas creencias expresan un mismo sentimiento, profundamente religioso: «nuestro mundo» es una tierra santa porque es el lugar más próximo al Cielo, porque desde aquí, desde nuestro país, se puede alcanzar el cielo; nuestro mundo, según eso, es un «lugar alto». En lenguaje cosmológico, esta concepción religiosa se traduce en la proyección de ese territorio privilegiado que es el nuestro a la cima de la Montaña cósmica. Las especulaciones ulteriores han cristalizado posteriormente en toda clase de conclusiones; por ejemplo, la que acabamos de ver: que la Tierra santa no fue inundada por el Diluvio.
El mismo simbolismo del Centro explica otras series de imágenes cosmológicas y de creencias religiosas, de las que no mencionaremos sino las más importantes:
a) las ciudades santas y los santuarios se encuentran en el Centro del Mundo; b) los templos son réplicas de la Montaña cósmica y constituyen, por consiguiente, el «vínculo» por excelencia entre la Tierra y el Cielo; c) los cimientos de los templos se hunden profundamente en las regiones inferiores. Algunos ejemplos nos serán suficientes. A continuación trataremos de integrar todos esos aspectos diversos de un mismo simbolismo; así se verá con mayor nitidez cuan coherentes son esas concepciones tradicionales del mundo.
La capital del Soberano chino se encuentra en el Centro del Mundo: el día del solsticio de verano, a mediodía, la varilla del reloj de sol no debe proyectar sombra9. Asombra reencontrar el mismo simbolismo aplicado al Templo de Jerusalén: la roca sobre la que se había edificado era el «ombligo de la Tierra». El peregrino islandés Nicolás de Therva, que visitó Jerusalén el siglo xii, escribe del Santo Sepulcro: «Es allí donde se encuentra el centro del mundo; el día del solsticio de verano cae allí la luz del Sol perpendicularmente desde el Cielo» 10.
La misma concepción reaparece en el Irán: el país iranio (Airyanam Vaejah) es el Centro y el corazón del Mundo. De la misma manera que el corazón se encuentra en medio del cuerpo, «el país del Irán vale más que los restantes países porque está situado en medio del Mundo» 11. Por ello Shiz, la «Jerusalén» de los iranios (pues se encontraba en el Centro del Mundo), era tenida por el lugar originario del poderío real y también por la ciudad natal de Zaratustra 12.
En cuanto a la asimilación de los templos a las Montañas cósmicas y a su función de «vinculo» entre la Tierra y el Cielo, los propios nombres de las torres y de los santuarios babilonios dan testimonio: se llaman «Monte de la Casa», «Casa del Monte de todas las Tierras», «Monte de las Tempestades», «Vinculo entre el Cielo y la Tierra», etc. El zigurat, propiamente hablando, era una Montaña cósmica: sus siete pisos representaban los siete cielos planetarios; al escalarlos, el sacerdote llegaba a la cima del Universo.
Un simbolismo análogo explica la enorme construcción del templo de Barabudur en Java, que está edificado como una montaña artificial. Su ascensión equivale a un viaje extático al Centro del Mundo; al alcanzar la
terraza superior, el peregrino realiza una ruptura de nivel; penetra en una «región pura», que trasciende el mundo profano. Dur-an-ki, «vínculo entre el Cielo y la Tierra»; así se denominaba un buen número de santuarios babilonios (en Nippur, en Larsa, en Sippar, etc.). Babilonia contaba con multitud de nombres, tales como «Casa de la base del Cielo y de la Tierra», «Vínculo entre el Cielo y la Tierra». Pero siempre era en Babilonia donde se
efectuaba la unión entre la Tierra y las regiones inferiores, pues la ciudad se había edificado sobre bápapsú, la «Puerta de Apsü», siendo apsú la denominación de las Aguas del Caos antes de la creación.
6 6 Véanse las referencias bibliográficas en Le Mythe de l’Éternel Retour, pp. 31 ss.
7 7 A. E. Wensinck y E. Burrows, citados en Le Mythe de l’Éternel Retour, p. 33.
8 8 Wensinck, citado ibíd., p. 35.
9 9 Marcel Granet, citado en nuestro Traite d’histoire des religións, París, 1949, p. 322.
10 10 L. Ii. Ringbom, Graltempel und Paradles, Estocolmo, 1951, p. 255.
11 11 Sad-dar, LXXXIV, 4-5 citado per Ringbom, p. 327.
12 12 Véanse los documentos agrupados y discutidos por Ringbom, pp. 294 ES. y passim.
11
La misma tradición reaparece entre los hebreos: la roca del Templo de Jerusalén se hundió profundamente en el tehóm, el equivalente hebraico de apsú. Lo mismo que en Babilonia existía la «Puerta de Apsü», la roca del Templo de Jerusalén encerraba la «boca de te-hóm» 13. El apsü, el tehóm simbolizan tanto el «Caos» acuático, la modalidad preformal de la materia cósmica, como el mundo de la Muerte, todo lo que precede a la vida y la sigue.
La «Puerta de Apsü» y la roca que encierra la «boca de tehóm» designan no sólo el punto de intersección, y, por tanto, de comunicación, entre el mundo inferior y la Tierra, sino también la diferencia de régimen ontológico entre ambos planos cósmicos.
Entre el tehóm y la roca del Templo que le cierra la «boca» se da una ruptura de nivel, un tránsito de lo virtual a lo formal, de la muerte a la vida. El Caos acuático que ha precedido a la creación simboliza al propio tiempo la regresión a lo amorfo efectuada en la muerte, el retorno a la modalidad larvaria de la existencia. Desde cierto punto de vista, las regiones inferiores son equiparables a las regiones desérticas y desconocidas que rodean el territorio habitado; el mundo de abajo, por encima del cual se asienta
firmemente nuestro «Cosmos», corresponde al «Caos» que se extiende a lo largo de sus fronteras.
«NUESTRO MUNDO» SE SITÚA SIEMPRE EN EL CENTRO
De todo cuanto precede resulta que el «verdadero Mundo» se encuentra siempre en el «medio», en el «Centro», pues allí se da una ruptura de nivel, una comunicación entre las dos zonas cósmicas. Siempre se trata de un Cosmos perfecto, cualquiera que sea su extensión. Un país entero (Palestina), una ciudad (Jerusalén), un santuario (el Templo de Jerusalén) representan indiferentemente una imago mundi. Flavio Josefo escribía, a propósito del simbolismo del Templo, que el patio representaba el «Mar» (es decir, las
regiones inferiores); el santuario, la Tierra, y el Santo de los Santos, el Cielo (Ant. Iud., III, vii, 7).
Se comprueba, pues, que tanto la imago mundi como el «Centro» se repiten en el interior del mundo habitado. Palestina, Jerusalén y el Templo de Jerusalén representan cada uno de ellos de por sí y simultáneamente la imagen del universo y el Centro del Mundo. Esta multiplicidad de «centros» y esta reiteración de la imagen del mundo a escalas cada vez más modestas constituyen una de las notas específicas de las sociedades tradicionales.
Una conclusión nos parece que se impone: el hombre de las sociedades premodernas aspira a vivir lo más cerca posible del Centro del Mundo. Sabe que su país se encuentra efectivamente en medio de la tierra; que su ciudad constituye el ombligo del universo, y, sobre todo, que el Templo o el Palacio son verdaderos Centros del mundo; pero quiere también que su propia casa se sitúe en el Centro y sea una imago mundi.
Y, como vamos a ver, se piensa que las habitaciones se encuentran en el Centro del Mundo y reproducen, a escala microcósmica, el Universo. Dicho de otro modo, el hombre de las sociedades tradicionales no podía vivir más que en un espacio «abierto» hacia lo alto, en que la ruptura de nivel se aseguraba simbólicamente y en el que la comunicación con el otro mundo, el mundo «trascendente», era posible ritualmente. Bien entendido, el santuario, el «Centro» por excelencia, estaba ahí, al alcance de su mano, en su ciudad, y para comunicar con el mundo de los dioses le bastaba con penetrar en el Templo.
Pero el homo religiosus sentía la necesidad de vivir siempre en el Centro, al igual que los achilpa, los cuales, como hemos visto, llevaban siempre con ellos el poste sagrado, el Axis mundi, para no alejarse del Centro y permanecer en comunicación con el mundo supraterrestre. En una palabra: cualesquiera que sean las dimensiones de su espacio familiar —su país, su ciudad, su pueblo, su casa—, el hombre de las sociedades tradicionales experimenta la necesidad de existir constantemente en un mundo total y organizado, en un Cosmos.
Un Universo toma origen de su Centro, se extiende desde un punto central que le es como el «ombligo». Así es, según el Rig Veda (X, 149), como nace y se desarrolla el Universo: a partir de un núcleo, de un punto central. La tradición judia es todavía más explícita: «El Santísimo ha creado el mundo como un embrión. Así como el embrión crece a partir del ombligo, Dios ha empezado a crear el mundo por el ombligo, y de ahí se ha extendido en todas las direcciones.» Y, habida cuenta de que «el ombligo de la tierra», el Centro del Mundo, es la Tierra santa, Yoma afirma: «El mundo ha sido creado, comenzando por Sión» 14. Rabbi ben-Gorion decía a propósito de la roca de Jerusalén que «se llama la Piedra de la base de la Tierra, es decir, el ombligo de la Tierra, porque a partir de ella se ha desplegado la tierra entera» 15. Por otra parte, puesto que la creación del hombre es una réplica de la cosmogonía, el primer hombre fue formado en el «ombligo de la Tierra» (tradición mesopotamia), en el Centro del Mundo (tradición irania), en el Paraíso situado en el «ombligo de la Tierra» o en Jerusalén (tradiciones judeo-cristianas).
13 13 cf. las referencias en Le Mythe de l’Éternel Retour, p. 35.
14 14 Véanse las referencias ibíd., p. 36.
15 15 W. H. Roscher, Neue Omphalosstudien (Abh. d. Kónigl. Sáchs. Ges. d. Wiss., Phil. Klasse), XXXI, i, 1915, p. 16.
Y no podía ser de otro modo, puesto que el Centro es precisamente el lugar en el que se efectúa una ruptura de nivel, donde el espacio se hace sagrado, real, por excelencia. Una creación implica superabundancia de realidad; dicho de otro modo: la irrupción de lo sagrado en el mundo.
Síguese de ello que toda construcción o fabricación tiene como modelo ejemplar la cosmología. La creación del mundo se convierte en el arquetipo de todo gesto humano creador cualquiera que sea su plano de referencia. Hemos visto que la instalación en un territorio reitera la cosmogonía. Después de haber colegido el valor cosmogónico del Centro, se comprende mejor ahora por qué todo establecimiento humano repite la Creación del Mundo a partir de un punto central (el «ombligo»).
A imagen del Universo que se desarrolla a partir de un Centro y se extiende hacia los cuatro puntos cardinales, la ciudad se constituye a partir de una
encrucijada. En Bali, al igual que en ciertas regiones de Asia, cuando se preparan las gentes a construir un nuevo pueblo, buscan una encrucijada natural en la que se corten perpendicularmente dos caminos. El cuadrado construido a partir del punto central es una imago mundi. La división del pueblo en cuatro sectores, que implica por lo demás una partición paralela de la comunidad, corresponde a la división del Universo en cuatro horizontes.
En medio del pueblo se deja con frecuencia un espacio vacío: allí se elevará
más tarde la casa cultual, cuyo techo representa simbólicamente el Cielo (a veces indicado por la cima de un árbol o por la imagen de una montaña).
Sobre el mismo eje perpendicular se encuentra, en la otra extremidad, el mundo de los muertos, simbolizado por ciertos animales (serpiente, cocodrilo, etc.) o por los ideogramas de las tinieblas 16.
El simbolismo cósmico del pueblo lo recoge la estructura del santuario o de la casa cultual. En Waropen, en Guinea, la «casa de los hombres» se encuentra en medio del pueblo: su techo representa la bóveda celeste, las cuatro paredes corresponden a las cuatro direcciones del espacio. En Ceram, la piedra sagrada del pueblo simboliza el Cielo, y las cuatro columnas de piedra que la sostienen encarnan los cuatro pilares que sostienen el Cielo 17.
Reencuéntranse concepciones análogas entre las tribus algonkinas y sioux: la
cabaña sagrada donde tienen lugar las iniciaciones representa el Universo. Su techo simboliza la bóveda celeste, el suelo representa la Tierra, las cuatro paredes las cuatro direcciones del espacio cósmico. La
construcción ritual del espacio queda subrayada por un triple simbolismo: las cuatro puertas, las cuatro ventanas y los cuatro colores significan los cuatro puntos cardinales. La construcción de la cabaña sagrada repite, pues, la cosmogonía 18.
No causa asombro reencontrar una concepción semejante en la Italia antigua y entre los antiguos germanos. Se trata, en suma, de una idea arcaica y muy difundida: a partir de un Centro se proyectan los cuatro horizontes en las cuatro direcciones cardinales. El mundus romano era una fosa circular dividida en cuatro: era a la vez imagen del Cosmos y el modelo ejemplar del habitat humano. Se ha sugerido con razón que la Roma cuadrata debe ser entendida no en el sentido de que tuviera la forma de un cuadrado, sino en
el de que estaba dividida en cuatro partes 19.
El mundus se asimila evidentemente al omphalos, al ombligo de la tierra: la Ciudad (urbs) se situaba en medio del orbis terrarum. Se ha podido mostrar que ideas similares explican la estructura de los pueblos y las ciudades germánicas20. En contextos culturales muy diversos volvemos a encontrar siempre el mismo esquema cosmológico y el mismo escenario ritual: la
instalación en un territorio equivale a la fundación de un mundo.
CIUDAD-COSMOS
Si es verdad que «nuestro mundo» es un Cosmos, todo ataque exterior amenaza con transformarlo en «Caos». Y puesto que «nuestro mundo» se ha fundado a imitación de la obra ejemplar de los dioses, la cosmogonía, los adversarios que lo atacan se asimilan a los enemigos de los dioses, a los demonios y sobre todo al archi-demonio, al Dragón primordial vencido por los dioses al comienzo de los tiempos.
El ataque contra «nuestro mundo» es la revancha del Dragón mítico que se rebela contra la obra de los dioses, el Cosmos, y trata de reducirla a la nada. Los enemigos se alinean entre las potencias del Caos. Toda destrucción de una ciudad equivale a una regresión al Caos. Toda victoria contra el atacante reitera la victoria ejemplar del dios contra el Dragón (contra el «Caos»).
16 16 Cf. C. T. Bertling, Vierzahl, Kreuz und Mándala in Asien, Amsterdam, 1954, pp. 8 ss.
17 17 Véanse las referencias en Bertling, op. cit., pp. 4-5.
18 18 Véanse los materiales agrupados e interpretados por Werner Müller, Die blaue Hütte, Wiesbaden, 1954, pp. 60 ss.
19 19 P. Altheim, en Werner Müller, Kreis und Kreuz, Berlín, 1938, pp. 60 ss.
20 20 Ibid., pp. 65 ss. Cf. también W. Müller, Die heilige Stadt, Stuttgart, 1961. Volveremos sobre este problema en una obra en preparación: Cosmos, templo, casa.
Por esta razón el faraón era asimilado al dios Rá, vencedor del dragón Apofis, en tanto que sus enemigos se identificaban con ese dragón mítico. Darío se tenía por un nuevo Thraetaona, héroe mítico iranio que había matado un dragón de tres cabezas. En la tradición judaica, los reyes paganos eran presentados bajo los rasgos del Dragón: así, Nabucodonosor descrito por Jeremías (XLI, 34) o Pompeyo en los Salmos de Salomón (IX, 29).
Como tendremos ocasión de volver a decir, el Dragón es la figura ejemplar del Monstruo marino, de la serpiente primordial, símbolo de las Aguas cósmicas, de las Tinieblas, de la Noche y de la Muerte; en una palabra: de lo amorfo y de lo virtual, de todo lo que no tiene aún una «forma». El Dragón ha tenido que ser vencido y despedazado por el dios para que el Cosmos pudiera crearse.
Así, del cuerpo del monstruo marino, Tiamat, Marduk creó el mundo. Yahvé creó el universo después de su victoria contra el monstruo primordial Rahab. Pero, como se ha de ver, esta victoria del dios sobre el Dragón
debe repetirse simbólicamente cada año, pues cada año el mundo ha de ser creado de nuevo. Igualmente, la victoria de los dioses contra las fuerzas de las Tinieblas, de la Muerte y del Caos se repite en cada victoria de la ciudad contra sus invasores.
Es muy probable que las defensas de los lugares habitados y de las ciudades fueran en su origen defensas mágicas; estas defensas —fosos, laberintos, murallas, etc.— estaban destinadas más bien para impedir la invasión de los demonios y de las almas de los muertos que para rechazar el ataque de los humanos. En el norte de la India, en tiempos de epidemia, se describe alrededor del pueblo un círculo para impedir a los demonios de la enfermedad penetrar en el recinto21.
En el Occidente medieval, los muros de las ciudades se consagraban ritualmente como una defensa contra el Demonio, la Enfermedad y la Muerte. Por otra parte, el pensamiento simbólico no halla dificultad alguna en asimilar al enemigo humano al Demonio y a la Muerte. A fin de cuentas, el resultado de sus ataques, sean éstos demoníacos o militares, es siempre el mismo: la ruina, la desintegración, la muerte.
Las mismas imágenes se siguen utilizando en nuestros días cuando se trata de formular los peligros que amenazan a un cierto tipo de civilización: se habla especialmente de «caos», de «desorden», de «tinieblas», en las que se hundirá «nuestro mundo». Todas estas expresiones significan la abolición de un Orden, de un Cosmos, de una estructura orgánica y la reinmersión en un estado fluido, amorfo ; en una palabra: caótico. Prueba esto, a nuestro parecer, que las imágenes ejemplares perviven todavía en el lenguaje y en los clisés
del hombre moderno. Algo de la concepción tradicional del Mundo perdura aún en su comportamiento, aunque no siempre se tenga conciencia de esta herencia inmemorial.
ASUMIR LA CREACIÓN DEL MUNDO
De momento, subrayemos la diferencia radical que se percibe entre los dos comportamientos —«tradicional» y «moderno»— con respecto a la morada humana. Superfluo es insistir en el valor y en la función de la habitación, en las sociedades industriales; son de sobra conocidos. Según la fórmula de un
célebre arquitecto contemporáneo, Le Corbusier, la casa es una «máquina de residir». Se alinea, pues, entre las innumerables máquinas producidas en serie en las sociedades industriales. La casa ideal del mundo moderno debe ser, ante todo, funcional, es decir, debe permitir a los hombres trabajar y descansar para asegurar su trabajo. Se puede cambiar de «máquina de residir» con tanta frecuencia como se cambia de bicicleta, de nevera o de automóvil. Asimismo, se puede abandonar el pueblo o la provincia natal sin otro inconveniente que el derivado del cambio de clima.
No entra en nuestro tema escribir la historia de la lenta desacralización de la morada humana. Este proceso forma parte integrante de la gigantesca transformación del Mundo que se ha verificado en las sociedades industriales y que ha sido posible gracias a la desacralización del Cosmos bajo la acción del pensamiento científico y, sobre todo, de los sensacionales descubrimientos de la física y de la química. Tendremos ocasión más adelante de preguntarnos si esta secularización de la naturaleza es realmente definitiva y si el hombre moderno no tiene posibilidad ninguna de reencontrar la dimensión sagrada de la existencia en el Mundo.
Como acabamos de ver, y como habremos de ver mejor aún en lo que sigue, ciertas imágenes tradicionales, ciertos vestigios de la conducta del hombre perduran aún en estado de «supervivencias» incluso en las sociedades más industrializadas. Pero lo que nos interesa de momento es mostrar en su
estado puro el comportamiento tradicional con respecto a la morada e inferir la Weltanschauung que implica.
21 21 M. Eliade, Traite d’histoire des religions, p. 318.
Instalarse en un territorio, edificar una morada exige, lo hemos visto, una decisión vital, tanto para la comunidad entera como para el individuo. Pues se trata de asumir la creación del «mundo» que se ha escogido para habitar. Es preciso, pues, imitar la obra de los dioses, la cosmogonía. No es esto siempre fácil, pues existen también cosmogonías trágicas, sangrientas: imitador de los actos divinos, el hombre debe reiterarlos. Si los dioses han tenido que abatir y despedazar un Monstruo marino o un Ser primordial para
poder sacar de él el mundo, el hombre, a su vez, ha de imitarles cuando se construye su mundo, su ciudad o su casa.
De ahí la necesidad de sacrificios sangrientos o simbólicos con motivo de las construcciones, sobre los cuales habremos de decir algunas palabras. Cualquiera que sea la estructura de una sociedad tradicional —ya sea una sociedad de cazadores, pastores o de agricultores o una que esté ya en el estadio de la civilización urbana—, la morada se santifica siempre por el hecho de constituir una imago mundi y de ser el mundo una creación divina.
Pero existen varias formas de equiparar la morada al Cosmos, precisamente porque existen varios tipos de cosmogonías. Para nuestro propósito nos basta con distinguir dos medios de transformar ritualmente la morada (tanto el
territorio como la casa) en Cosmos, de conferirle el valor de imago mundi:
a) asimilándola al Cosmos por la proyección de los cuatro horizontes a partir de un punto central, cuando se trata de un pueblo, o por la instalación simbólica del Axis mundi, cuando se trata de la habitación familiar;
b) repitiendo por un ritual de construcción el acto ejemplar de los dioses, gracias al cual el mundo ha nacido del cuerpo de un Dragón marino o del de un Gigante primordial. No tenemos que insistir aquí sobre la radical diferencia de Weltanschauung implícita en esos dos medios de santificar la morada ni sobre sus presupuestos históricoculturales.
Digamos tan sólo que el primer medio —«cosmizar» un espacio por la proyección de los horizontes o por la instalación del Axis mundi— está atestiguado ya en los estadios más arcaicos de cultura (cf. el poste kauwa-auwa de los achílpa australianos), en tanto que el segundo medio parece haberse instaurado con la cultura de los cultivadores arcaicos. Lo que interesa a nuestra investigación es el hecho de que, en todas las culturas tradicionales, la habitación comporta un aspecto sagrado y que por esto mismo refleja el mundo.
En efecto, la morada de los pueblos primitivos árticos, norteamericanos y norteasiáticos, presenta un poste central que se asimila al Axis mundi, al Pilar cósmico o al Árbol del Mundo, que, como hemos visto, unen la tierra al cielo. En otros términos: se percibe en la estructura misma de la habitación el simbolismo cósmico.
El cielo se concibe como una inmensa tienda sostenida por un pilar central; la estaca de la tienda o el poste central de la casa se asimilan a los Pilares del Mundo y se designan por este nombre. Al pie del poste central tienen lugar los sacrificios en honor del Ser supremo celeste; esto da una idea de la importancia de su función ritual. El mismo simbolismo se conserva entre los pastores ganaderos del Asia Central, pero la habitación de techo cónico de pilar central está sustituida aquí por la yurta, la función mitico-ritual del pilar se ha transferido a la abertura superior de evacuación del humo.
Lo mismo que el poste (= Axis mundi), el árbol desramado cuya punta sale por la abertura superior de la yurta (y que simboliza el Árbol cósmico) se concibe como una escalera que lleva al cielo: los chamanes trepan por él en su viaje celestial, y es por la abertura superior por donde salen volando22: Encuéntrase también el Pilar sagrado erigido en medio de la habitación, en África, entre los pueblos pastores hamitas y hamitoides 23.
En resumen, toda morada se sitúa cerca del Axis mundi, pues el hombre religioso desea vivir en el «centro del mundo»; dicho de otro modo: en lo real.
COSMOGONÍA Y SACRIFICIO DE CONSTRUCCIÓN
Una concepción similar reaparece en una cultura tan altamente desarrollada como la de la India, pero aquí se manifiesta también el otro modo de equiparar la casa al Cosmos, del que hemos dicho algunas palabras anteriormente. Antes que los albañiles coloquen la primera piedra, el astrólogo les indica el punto de los cimientos, que se encuentra encima de la serpiente que sostiene el mundo. El maestro albañil talla una estaca y la clava en el suelo, exactamente en el punto designado, al objeto de fijar bien la cabeza de la serpiente. Acto seguido, se coloca una piedra de base encima del pivote. La piedra angular se encuentra asi exactamente en el «Centro del Mundo» 24.
Pero, por otra parte, el acto de la fundación repite el acto cosmogónico: clavar la estaca en la cabeza de la serpiente y «fijarla» es imitar el gesto primordial de Soma o de Indra, que, de acuerdo con el Rig Veda, «golpeó a la serpiente en su guarida» (VI, xvii, 9) y le «cortó la cabeza» con su relámpago (I, LII, 10). Como hemos dicho ya, la Serpiente simboliza el Caos, lo amorfo, lo no-manifiesto. Decapitarla equivale a un acto de creación, al tránsito de lo virtual y lo amorfo a lo formal.
22 22 M. Eliade, Le chamanisme et les techniques archaiques de l’extase, París, 1951, pp. 238 ss.
23 23 Wilhelm Schmidt, «Der heilige Mittelpfah des Hauses”: Anthropos, XXXV-XXXVI, 1940-1941, p. 967.
24 24 S. Stevenson, The Rites of the Twice-Born, Oxford, 1920, p. 354.
Recuérdese que fue el cuerpo de un monstruo marino primordial, Tiamat, de lo que el dios Marduk formó el mundo. Esta victoria se reiteraba simbólicamente cada año, ya que cada año se renovaba el Mundo. Pero el acto ejemplar de la victoria divina se repetía igualmente con motivo de toda construcción, pues toda nueva construcción reproducía la Creación del Mundo.
Este segundo tipo de cosmogonía es mucho más complejo, y no haremos sino describirlo someramente aquí. Pero no se podría pasar sin mencionarlo, puesto que, en última instancia, de una cosmogonía semejante son solidarias las innumerables formas del sacrificio de construcción, que en suma, no es sino
una imitación, a menudo simbólica, del sacrificio primordial, que ha dado origen al mundo. En efecto, a partir de un cierto tipo de cultura, el mito cosmogónico explica la Creación por la muerte de un Gigante (Ymir en la
mitología germánica, Purusha en la mitología india, P’an-ku en China): sus órganos dan origen a las diferentes regiones cósmicas.
Según otros grupos de mitos, no sólo es el Cosmos el que nace a continuación de la inmolación de un Ser primordial y de su propia sustancia, sino también las plantas alimenticias, las razas humanas o las diferentes clases sociales. Es de este tipo de mitos cosmogónicos de los que dependen los sacrificios de construcción. Para que dure una construcción (casa, templo, obra técnica, etc.) ha de estar animada, debe recibir a la vez una vida y un alma. La transferencia del alma sólo es posible por medio de un sacrificio sangriento. La historia de las religiones, la etnología, el folklore, conocen innumerables formas de sacrificios de construcción, de sacrificios sangrientos o simbólicos en beneficio de una construcción25.
En el sudeste de Europa, estos ritos y creencias han dado origen a admirables baladas populares que escenifican el sacrificio de la esposa del maestro alba-ñil, a fin de que una construcción pueda terminarse (cf. las baladas del puente de Arta en Grecia, del monasterio de Argesh en Rumania, de la ciudad de Scutari en Yugoslavia, etc.).
Hemos dicho ya lo suficiente sobre la significación religiosa de la morada humana para que ciertas conclusiones se impongan por sí mismas. Como la ciudad o el santuario, la casa está santificada, en parte o en su totalidad, por un simbolismo o un ritual cosmogónico. Por esta razón, instalarse en cualquier parte, construir un pueblo o simplemente una casa, representa una grave decisión, pues la existencia misma del hombre se compromete con ello: se trata, en suma, de crearse su propio «mundo» y de asumir la responsabilidad de mantenerlo y renovarlo. No se cambia de morada con ligereza, porque no es fácil abandonar el propio «mundo». La habitación no es un objeto, una «máquina de residir»: es el universo que el hombre se construye imitando la Creación ejemplar de los dioses, la cosmogonía.
Toda construcción y toda inauguración de una nueva morada equivale en cierto modo a un nuevo comienzo, a una nueva vida. Y todo comienzo repite ese comienzo primordial—en que el Universo vio la luz por primera vez. Incluso en las sociedades modernas tan grandemente desacralizadas, las fiestas y regocijos que acompañan la instalación de una nueva morada conservan todavía la reminiscencia de las ruidosas festividades que señalaban antaño el incipit vita nova.
Puesto que la morada constituye una imago mundi, se sitúa simbólicamente en el «Centro del Mundo».
La multiplicidad, o infinidad de Centros del Mundo, no causa ninguna dificultad al pensamiento religioso. Pues no se trata del espacio geométrico, sino de un espacio existencial y sagrado que presenta una estructura radicalmente distinta, que es susceptible de una infinidad de rupturas y, por tanto, de comunicaciones con lo trascendente. Se ha visto la significación cosmológica y el papel ritual de la abertura superior de las diferentes formas de habitación. En otras culturas estas significaciones cosmológicas y estas
funciones rituales se han transferido a la chimenea (orificio de salida del humo) y a la parte del techo que se encuentra encima del «ángulo sagrado» y que se arranca o incluso se rompe en caso de agonía prolongada.
A propósito de la equiparación Cosmos-Casa-Cuerpo humano, tendremos ocasión de señalar la profunda significación de esta «ruptura de techo». De momento recordemos que los santuarios más antiguos eran
• hipetros o presentaban una abertura en el techo: se trataba del «ojo de la cúpula» que simbolizaba la ruptura de niveles, la comunicación con lo trascendente.
La arquitectura sagrada no ha hecho sino recoger y desarrollar el simbolismo cosmológico presente ya en la estructura de las habitaciones primitivas. A su vez, la habitación humana había sido precedida
cronológicamente por el «lugar santo» provisional, por el espacio consagrado y cosmizado provisionalmente (cf. los achilpa australianos). Dicho de otro modo, todos los símbolos y los rituales concernientes a los templos, las ciudades y las casas derivan, en última instancia, de la experiencia primaria del espacio sagrado.
TEMPLO, BASÍLICA, CATEDRAL
25 25 cf. Paúl Sartori, «Uber das Bauopfer”: Zeitschrift für Ethnologie, XXX, 1898, pp. 1-54; M. Eliade, «Manole et le
Monastére d’Argesh»; Revue des Etudes roumaines, III-IV, París, 1955-1956, pp. 7-28.
En las grandes civilizaciones orientales desde Mesopotamia y Egipto a la China y a la India, el Templo ha conocido una nueva e importante valoración: no es sólo una imago mundi, es asimismo la reproducción terrestre de un modelo trascendente. El judaismo ha heredado esta concepción paleo-oriental del Templo como copia de un arquetipo celeste. Esta idea es probablemente una de las últimas interpretaciones que el hombre religioso ha dado a la experiencia primaria del espacio sagrado por oposición al espacio profano. Hemos de insistir algo sobre las perspectivas abiertas por esta nueva concepción religiosa.
Recordemos lo esencial del problema: si el Templo constituye una imago mundi es porque el Mundo, en tanto que es obra de los dioses, es sagrado. Pero la estructura cosmológica del templo trae consigo una nueva valoración religiosa: lugar santo por excelencia, casa de los dioses, el Templo resantifica
continuamente el Mundo porque lo representa y al propio tiempo lo contiene. En definitiva, gracias al Templo, el Mundo se resantifica en su totalidad.
Cualquiera que sea su grado de impureza, el Mundo está siendo continuamente purificado por la santidad de los santuarios. Otra idea se deja ver a partir de esta diferencia ontológica que se impone cada vez más en el Cosmos y su imagen santificada, el Templo: la de que la santidad del templo está al socaire de toda corrupción terrestre, y esto por el hecho de que el plano arquitectónico del templo es obra de los dioses y, por consiguiente, se
encuentra muy próximo a los dioses, al Cielo.
Los modelos trascendentes de los Templos gozan de una existencia espiritual, incorruptible, celeste. Por la gracia de los dioses, el hombre accede a la visión
fulgurante de esos modelos y se esfuerza, acto seguido, por reproducirlos en la tierra. El rey babilonio Gudea vio en sueños a la diosa Nidaba mostrándole una tabla en la que se mencionaban las estrellas benéficas y un dios le reveló el plano del templo. Senaquerib construyó Nínive según «el proyecto
establecido desde tiempos muy antiguos en la configuración del cielo» 26.
Esto no quiere decir tan sólo que la «geometría celeste» haya hecho posible las primeras construcciones, sino ante todo que los modelos arquitectónicos, por encontrarse en el Cielo, participan de la sacralidad urania. Para el pueblo de Israel, los modelos del tabernáculo, de todos los utensilios sagrados y del Templo fueron creados por Yahvé desde la eternidad, y fue Yahvé quien los reveló a sus elegidos para que fueran reproducidos en la tierra. Se dirige a Moisés en estos términos: «Construiréis el tabernáculo con todos los
utensilios, exactamente según el modelo que te voy a enseñar» (Éxodo, XXV, 8-9); «Mira y fabrica todos estos objetos según el modelo que se te ha enseñado en la montaña» (Ibid., XXV, 40).
Cuando David dio a su hijo Salomón el plano de las edificaciones del templo, del tabernáculo y de todos los utensilios, le asegura que «todo esto… se encuentra expuesto en un escrito de mano del Eterno que me ha dado la
inteligencia» (I Crónicas, XXVIII, 19). Ha visto, pues, el modelo celeste creado por Yahvé al comienzo de los tiempos. Es esto lo que proclama Salomón: «Tú me has ordenado construir el Templo en tu santísimo
Nombre, así como un altar en la ciudad donde Tú habitas, según el modelo de la muy santa tienda que habías preparado desde el principio» (Sabiduría, IX, 8).
La Jerusalén celestial ha sido creada por Dios al propio tiempo que el Paraíso; por tanto, in aeternum. La ciudad de Jerusalén no era sino la reproducción aproximada del modelo trascendente: podía ser mancillada
por el hombre, pero su modelo era incorruptible, no estaba implicado en el tiempo. «La construcción que se encuentra actualmente en medio de vosotros no es la que ha sido revelada en mí, la que estaba dispuesta desde el tiempo en que me decidí a crear el Paraíso y que he mostrado a Adán antes de su pecado» (Apocalipsis de Baruck, II, iv, 3-7). La basílica cristiana y después la catedral recogen y continúan todos estos simbolismos.
Por una parte, la iglesia es concebida como imitación de la Jerusalén celeste, y esto ya desde la antigüedad cristiana; por otra, reproduce el Paraíso o el mundo celestial. Pero la estructura cosmológica del edificio sagrado perdura todavía en la conciencia de la cristiandad: es evidente, por ejemplo, en la Iglesia bizantina. «Las cuatro partes del interior de la iglesia simbolizan las cuatro direcciones cardinales. El interior de la iglesia es el Universo. El altar es el Paraíso, que se encuentra al Este. La puerta imperial del santuario propiamente dicho se llamaba también la “Puerta del Paraíso”.
Durante la semana pascual, esta puerta permanece abierta durante todo el servicio; el sentido de esta costumbre se explica claramente en el Canon pascual: Cristo ha resucitado de la tumba y nos ha abierto las puertas del Paraíso.
El Oeste, al contrario, es la región de las tinieblas, de la aflicción, de la muerte, de las moradas eternas de los muertos que esperan la resurrección de los muertos y el juicio final. La parte de en medio del edificio es la Tierra. Según las concepciones de Kosmas Indicopleustes, la Tierra es rectangular y está limitada por cuatro paredes que están recubiertas por una cúpula. Las cuatro partes del interior de una iglesia simbolizan las cuatro direcciones cardinales» 27. En cuanto que es imagen del Cosmos, la iglesia bizantina encarna y a la vez santifica el Mundo.
26 26 Cf. Le Mythe de l’Éternel Retour. p. 23.
27 27 Hans Sedlmayr, Die Entstehung der Kathedrale, Zurich, 1950, p. 119; W. Wolska, La topographie chrétienne de
Cosmos Indicopleustes, París, 1962, p. 131 y passim.
ALGUNAS CONCLUSIONES
De los millares de ejemplos que están a la disposición del historiador de las religiones no hemos citado sino un número harto pequeño, pero, con todo, suficiente para hacer ver las variedades de la experiencia religiosa del espacio. Hemos elegido estos ejemplos en culturas y épocas diferentes para presentar al menos las más importantes expresiones mitológicas y escenarios rituales que dependen de la experiencia del espacio sagrado. En el curso de la historia, el hombre religioso ha valorado de un modo diferente esta experiencia fundamental.
Basta con comparar la concepción del espacio sagrado y, por consiguiente, del
Cosmos, tal como se puede captar entre los australianos achilpa con las concepciones similares de los kwakiutl, de los altaicos o de los mesopotamios, para darse cuenta de sus diferencias. Inútil es insistir sobre esta perogrullada: la vida religiosa de la humanidad, por efectuarse en la Historia, tiene fatalmente condicionadas sus expresiones por los múltiples momentos históricos y estilos culturales. Sin embargo, no es la infinita variedad de las experiencias religiosas del espacio lo que aquí nos interesa, sino, por el
contrario, sus elementos de unidad.
Pues basta confrontar el comportamiento de un hombre no-religioso con respecto al espacio en que vive con el comportamiento del hombre religioso con respecto al espacio sagrado para captar inmediatamente la diferencia de estructura que los separa.
Si tuviéramos que resumir el resultado de las descripciones precedentes, diríamos que la experiencia del espacio sagrado hace posible la «fundación del mundo»: allí donde lo sagrado se manifiesta en el espacio, lo real se desvela, el mundo viene a la existencia. Pero la irrupción de lo sagrado no se limita a proyectar un punto fijo en medio de la fluidez amorfa del espacio profano, un «Centro» en el «Caos»; efectúa también una ruptura de nivel, abre una comunicación entre los niveles cósmicos (la Tierra y el Cielo) y hace posible
el tránsito, de orden ontológico, de un modo de ser a otro.
Y es una ruptura semejante en la heterogeneidad del espacio profano lo que crea el «Centro» por donde se puede entrar en comunicación con lo
«trascendente»; lo que, por consiguiente, funda el «Mundo», al hacer posible el centro, la orientatio. La manifestación de lo sagrado en el espacio tiene, a consecuencia de ello, una valencia cosmológica: toda hierofanía espacial o toda consagración de un espacio equivale a una «cosmogonía».
Una primera conclusión seria la siguiente: El Mundo se deja captar en tanto que mundo, en tanto que Cosmos, en la medida en que se revela como mundo sagrado.
Todo mundo es la obra de los dioses, pues, o ha sido creado directamente por los dioses, o consagrado y, por tanto, «cosmizado» por los hombres que reactualizan de un modo ritual el acto de la creación. En otros términos: el hombre religioso no puede vivir sino en un mundo sagrado, porque sólo un mundo así participa del ser, existe realmente. Esta necesidad religiosa expresa una inextinguible sed ontológica.
El hombre religioso está sediento de ser, el terror ante el «Caos» que rodea su mundo habitado corresponde a su terror ante la nada. El espacio desconocido que se extiende más allá de su «mundo», espacio nocosmizado, puesto que no está consagrado, simple extensión amorfa donde todavía no se ha proyectado
orientación alguna ni se ha deducido estructura alguna, este espacio profano representa para el hombre religioso el no-ser absoluto. Si, por desgracia, se pierde en él, se siente vaciado de su sustancia «óntica», como si se disolviera en el Caos, y termina por extinguirse.
Esta sed ontológica se manifiesta de múltiples maneras. La más chocante, en el caso especial del espacio sagrado, es la voluntad del hombre religioso de situarse en el meollo de lo real, en el Centro del Mundo: allí donde el Cosmos ha comenzado a venir a la existencia y a extenderse hacia los cuatro horizontes; allí donde existe la posibilidad de entrar en comunicación con los dioses; en una palabra: allí donde se está lo más cerca posible de los dioses.
Hemos visto que el simbolismo del Centro del Mundo no sólo «informa» a
los países, las ciudades, los templos y los palacios, sino también a la más modesta habitación humana, a la tienda del cazador nómada, a la yurta de los pastores, a la casa de los cultivadores sedentarios. En una palabra: todo hombre religioso se sitúa a la vez en el Centro del Mundo y en la fuente misma de la realidad absoluta, en la misma «abertura» que le asegura la comunicación con los dioses.
Pero, puesto que instalarse en un lugar, habitar en un espacio, es reiterar la cosmogonía y, por tanto, imitar la obra de los dioses, para el hombre religioso toda decisión existencial de «situarse» en el espacio constituye una decisión «religiosa». Al asumir la responsabilidad de «crear» el Mundo que ha elegido para habitar en él no sólo «cosmiza» el Caos, sino también santifica su pequeño Universo, haciéndolo semejante al mundo de los dioses. La profunda nostalgia del hombre religioso es la de habitar en un «mundo divino», la de tener una casa semejante a la «casa de los dioses», tal como se ha configurado más tarde en los templos y santuarios. En suma, esta nostalgia religiosa expresa el deseo de vivir en un Cosmos puro y santo, tal como era al principio, cuando estaba saliendo de las manos del Creador. Es la experiencia del tiempo sagrado la que permitirá al hombre religioso el reencontrar periódicamente el Cosmos tal como era in principio, en el instante mítico de la Creación.