Pedagogía crítica: diálogo y acción en la crisis de la modernidad

PEDAGOGÍA CRÍTICA: DIÁLOGO Y ACCIÓN EN LA CRISIS DE LA MODERNIDAD
“Eu sustento que a única finalidade da ciéncia está en aliviar a miséria da existencia humana”
(Berthold Brecht)
Resumen
Si bien el mundo intelectual no se pone de acuerdo sobre el origen de la modernidad, lo cierto es que ésta ha establecido la supremacía de la ciencia racional y universal como único camino para llegar a la “verdad”. En su recorrido histórico, la modernidad no ha cumplido las expectativas de lograr el mundo más justo imaginado tras la ruptura del antiguo régimen; por el contrario el desarrollo industrial ha revelado su poder destructivo y una tendencia a establecer grupos humanos privilegiados, en mayor o menor grado, exclusivamente por su bienestar material.
Estas circunstancias han generado un malestar creciente contra la modernidad, cuyos efectos son evidentes en la educación, institución paradigmática del proyecto ilustrado. Como camino alterno surge la pedagogía crítica, esta nueva utopía ha sido capaz de plantear importantes contradicciones al discurso positivista, ahistórico y despolitizado de la educación moderna y a la vez de recuperar la confianza en la acción humana para transformar la realidad. La pedagogía crítica propone una educación sustentada en el diálogo para profundizar en los principios democráticos y generar una verdadera igualdad de oportunidades.
Modernidad: una historia imprecisa un concepto complejo
Los orígenes históricos de la modernidad no son precisos y las interpretaciones conceptuales del término dependen más del imaginario sustantivo de lo “moderno” y de cuáles son los acontecimientos que han provocado su aparición. Sí de los orígenes de la modernidad se trata, las afirmaciones son diversas: de esta manera se asocia a la modernidad con la invención de la imprenta, con la reforma protestante, con el fin de la Guerra de los 30 años, con las revoluciones francesa y norteamericana y hasta con Freud y el modernismo en las bellas artes y la literatura.
Para la sociedad de consumo ser moderno es simplemente ser nuevo, agotar las novedades tornando obsoleto todo en el mundo de lo inmediato y lo desechable, a lo que Toulmin (200: 60) llama “la inagotable cornucopia de la novedad”. En este sentido la edad moderna ha alcanzado su máximo esplendor, pero como definición no basta para describir un fenómeno de dimensiones tan complejas como la modernidad.
Más allá de los conceptos, las características del período histórico actual muestran que estamos más cerca del final que del comienzo de la modernidad, Toulmin (2001) cita por ejemplo la crítica social, política y económica en el trabajo de Peter Drucker, quien afirma que es una falacia aplicar el término modernidad a “la manera como vivimos en la actualidad”. Drucker introduce en su obra el termino “postmodernidad” y afirma que esta nueva situación es evidente en el cambio de la soberanía sin reservas de las tradicionales naciones- estado iniciadas en el siglo XVII y XVIII a instituciones que van más allá de los límites nacionales y buscan satisfacer necesidades transnacionales de naturaleza política y económica.
Hay también quienes asocian a la modernidad con el desarrollo de la primera revolución industrial del siglo XVIII, impulsada por la ”inhumanidad mecanicista” de la ciencia newtoniana (Toulmin 200:62). Cierto es que la irrupción de la energía hidráulica y de vapor dibujan un paisaje económico y social nuevo, matizado por la pauperización de los grandes segmentos de la población rural emigrada convertida en una nueva clase trabajadora urbana, estigmatizada socialmente por la burguesía y según el tono marxista explotada por el capital. Escritores románticos del siglo XIX como el francés Victor Hugo en su novela “Los Miserables” describen de manera magistral los signos inconfundibles de aquella “nueva pobreza”.
El filósofo alemán Jürgen Habermas sugiere una dimensión ético-política en favor de la modernidad al afirmar que la era moderna comenzó, cuando Kant inspirado en la revolución francesa mostró que se podían aplicar categorías morales, imparciales y universales para juzgar el ámbito político.
El pensamiento ilustrado francés por lo tanto es un hito importante de la modernidad, la destrucción del ancien régime abrió el camino a la democracia y a la participación política. Este ideario sostiene que el “mundo moderno se opone al antiguo” y se abre hacia el futuro, aquí la modernidad se entiende como antagonismo de la tradición autoritaria y busca legitimarse a través de la única autoridad que respeta “la razón”; por lo tanto sí el concepto de modernidad fuese atribuido exclusivamente a este hecho, entonces abría surgido en el en el último cuarto del siglo XVIII y su legado moral sería tan valido en la actualidad como entonces.
Pese a las ambigüedades, parece existir un consenso de fondo que se apoya en el imperativo categórico de la racionalidad. Los filósofos del siglo XVII desarrollaron nuevos esquemas de pensamiento sobre la naturaleza y la sociedad y obligaron a la humanidad a concebir la naturaleza de una manera nueva y científica partiendo de esquemas racionales, mismos que llegaron a convertirse en el camino único para llegar a la verdad y en fórmula aplicable a los problemas de la vida humana y la sociedad. El derrotero histórico decisivo en la evolución de la humanidad que marca esta nueva concepción del mundo bien puede considerarse como el origen de la modernidad.
Joan Carles Mélich (2004: 120) sintetiza este pensamiento en las siguientes líneas:
“Des del Discurs del métode de René Descartes, publicat l´any 1637, se està imposant una forma de concebre el coneixement que avui ha esdevingut habitual en el nostre món quotidià. A grans trets podríem dir que des d´aquesta perspectiva l´objectiu del coneixement (concretament del coneixement científic, que és considerat l´unic coneixement legítim) és a l´atenció a principis atemporals. A diferència dels seus predecesors, els humanistes del siglo XVI, com ara Michel de Montaigne (1533-1592), l´obra de Descartes deixa en un segon pla els detalls particulars, temporals y locals dels afers humans, quotidians, i privilegiarà un pla superior en el qual la naturalesa i l´ètica es conformen en teories abstractes, atemporals, generals i universals”
La célebre expresión descartiana pienso luego existo, implica una separación entre mente y materia. Esta afirmación deviene en una concepción del mundo como sistema mecánico dividido en dos partes distintas: un mundo interno de sensaciones y un mundo objetivo compuesto de fenómenos naturales. El dualismo cartesiano ha sentado las bases de la ciencia positivista, misma que sustenta que las leyes de los sistemas físicos y sociales pueden ser desveladas objetivamente por investigadores que trabajen al margen de la percepción humana (Kincheloe 2001). Desde entonces y como afirma Joan Carles Mélich (2004: 121), en tono crítico, “ninguno que piense coherentemente (o lógicamente) puede escaparse de este círculo. Los que se atreven a hacerlo serán acusados de “especulativos”, en el mejor de los casos o de “metafísicos” en el peor”.
Newton amplio las teorías de Descartes concibiendo espacio y tiempo como absolutos inmutables, independientes del contexto. A través del concepto causa -efecto estableció el principio fundamental para la modernidad, de que el futuro de cualquier aspecto de todo sistema, podía ser predicho con certeza absoluta siempre que su condición pudiera ser comprendida con todo detalle y se utilizaran para ello los instrumentos adecuados de medición (Kincheloe, 2001). Se establece entonces la supremacía absoluta de la ciencia racional y “neutra”, el ser humano científico, que vive al margen de la historia ya podría someter a la naturaleza y ponerla a su servicio.
La modernidad sentó las bases para que la ciencia y la tecnología cambiaran el mundo. El comercio creció, creció el nacionalismo, el trabajo humano comenzó a medirse en términos de productividad, la naturaleza fue dominada, y la civilización europea desarrolló el poder de conquista hasta extremos nunca antes imaginados. Tal visión de las cosas tendría como consecuencia la pérdida de la espiritualidad y la deshumanización. La obsesión por el progreso proporcionaba nuevos valores y objetivos, que venían a ocupar el vacío dejado por la fe religiosa. Incluso los vínculos familiares se diluían a medida que el nuevo orden apostaba a cuestiones impersonales tales como el comercio, la industria y la burocracia (Aronowitz y Giroux, 1991). De esta manera se instaura de forma definitiva el credo de la modernidad, el mundo es racional y todas las versiones de la verdad quedan presas dentro de esta dictadura racionalista.
La educación en la crisis de la modernidad
Al analizar la modernidad Anthony Giddens (1990) considera que ésta es un fenómeno de doble filo. Por un lado el desarrollo de las instituciones sociales modernas y su expansión mundial han creado oportunidades enormes para que los seres humanos disfruten de una existencia más segura y recompensada que en cualquier tipo de sistema premoderno, no obstante la modernidad tiene también una cara oscura, cuyos caracteres son el blanco de enconadas críticas
En general los padres fundadores de la sociología vieron a la modernidad, como una era agitada; pese a ello coincidieron en afirmar que la humanidad se beneficiaría de sus efectos (Giddens 1990). Marx por ejemplo, visualizó el problema de la lucha de clases en el sistema capitalista pero vislumbraba a partir de este cisma el surgimiento de un sistema social más humano. Durkheim afirmaba que la expansión del industrialismo establecería una vida social armoniosa formada a través de la combinación de la división del trabajo y del individualismo moral. Pero ni siquiera de Max Weber, el más pesimista de los tres, cuando afirmó que el progreso material sólo se lograba a costo de la pérdida de la creatividad y la autonomía individual por la expansión de la burocracia, fue capaz de dimensionar las consecuencias grises de la modernidad.
Al hablar de estas consecuencias funestas, mencionaré tres a que a mi criterio son fundamentales, para explicar el malestar que priva en los círculos intelectuales y en los grupos de presión de la sociedad contemporánea, y que bien podrían señalarse como indicios de una modernidad en crisis e incluso vacía de sentido desde el punto de vista social y ético.
En primer lugar, sí bien los clásicos de la sociología fueron capaces de ver las condiciones inhumanas y degradantes del trabajo industrial moderno, no llegaron a prever su potencial destructivo del equilibrio natural de la tierra. La conciencia ecológica iniciada en los años 60, contrario a lo que se esperaría, no surge desde las ciencias sociales, antes bien retoma el pensamiento sensible de William Blake en Inglaterra y de Friedrich Schiller en Alemania, el primero en forma visionaria había advertido “que la industría terminaría destruyendo al país y lo convertiría en una tierra baldía de fábricas satánicas” (Toulmin 2001). De esta premisa parte el movimiento ecologista al defender el mundo natural de la voracidad humana.
El pensamiento ilustrado al consagrar la razón como eje vertebrador de la vida política y ciudadana imaginó que los usos arbitrarios del poder político habían finalizado con la destrucción del antiguo régimen. El despotismo parecía ser un vicio de los estados premodernos, pero la instalación de estados fascistas y las dos grandes guerras mundiales del siglo XX mostraron lo contrario; emergía una nueva forma de arbitrariedad igualmente nefasta que la anterior pero acrecentada por el uso de alta tecnología de destrucción. La combinación abusiva de poder político, poder militar e ideológico, la guerra preventiva y el “espíritu pirata” de las grandes potencias industriales continúan amenazando a la humanidad.
De igual manera fue una ilusión imaginar que el industrialismo promovería de manera natural, un orden industrial, integrado y pacífico; contrario a ello, el fenómeno de “industrialización de la guerra” se generó a partir del desarrollo científico tecnológico moderno. Fue vana la esperanza de que el orden emergente de la modernidad sería pacífico en contraste con el militarismo que había caracterizado a la época precedente. Giddens (1990) afirma que el siglo XX es el siglo de la Guerra, es un período histórico en el que el número de pérdidas humanas en conflictos militares ha alcanzado cifras notablemente mayores que en cualquier otro, agrega, que en lo que va del siglo XX más de cien millones de seres humanos han perdido la vida en guerras.
Los tres argumentos antes expuestos obligan a suavizar las expectativas con respecto a que la modernidad conduciría a la humanidad a la formación de un mundo más feliz y más seguro. Más allá Duch (1997: 129) identifica en la crisis de la modernidad una pérdida de la esperanza cuando afirma:
“Se ha señalado que en la modernidad, la esperanza ha alcanzado una de las cuotas más bajas en toda la historia humana, porque la esperanza era el fruto de la imaginación, pero en ningún caso de la razón”.
Duch arguye que este cambio significativo de la historia de nuestra cultura es ocasión propicia para que muchos hagan profesión de cinismo, además sustenta que aseveraciones tales como el “final de la historia“(Fukuyama) son discursos situados, que ponen de manifiesto los puntos de vista de los intereses de los países del primer mundo y por encima de todo los de su clase dirigente en contra del pensamiento utópico.
La pérdida de la utopía conduce a la convicción infecunda de que nada más es posible, somos prisioneros de las redes de la modernidad, simples marionetas de un teatro inevitable, no cabe la esperanza como impronta de la humanidad en este mundo. Ello empuja a adoptar comportamientos considerados por el sistema como máximamente adaptados, según Duch (1997) estos comportamientos en las clases populares se manifiestan en la resignación, mientras que en las clases altas e intelectuales adquieren el matiz del cinismo, “el cinismo moderno” una práctica conciente de la “moral del camaleón” (Cortina citada por Duch: 128), que no es otra cosa que el mantenimiento sin resistencia del status en todos los campos sociales, religiosos y culturales.
En este proceso de modernización la escuela ha sido una de las instituciones más paradigmáticas. La confianza en la razón y en la capacidad de las personas para conocer el mundo que les rodea hace de la educación una de las ideas centrales del proyecto ilustrado.
Desde esta perspectiva, la educación ha de contribuir ha superar el oscurantismo de la época anterior, transmitiendo las ideas del progreso y del método científico que se van consolidando a medida que avanza la modernidad. Una sociedad nueva demanda la formación de una persona nueva. En este sentido la educación debe romper los dogmas y tradiciones del antiguo régimen y ceder paso a una pedagogía inspirada en las libertades del pensamiento ilustrado (Aubert et al. 2004) y según Durkheim a una transmisión de valores que sustenten a la sociedad (moderna). La escuela debía practicar una suerte de rito exorcista llamado a expulsar los antiguos prejuicios.
Para sustentar sus ideales de democracia consagrados en la proclama de los derechos universales, la modernidad apeló a la creación de instituciones garantes de tal principio. La escuela, por ejemplo, se convirtió en una herramienta fundamental de la igualdad social pretendida por el proyecto ilustrado. La educación moderna, por una parte ha permitido el acceso universal a la educación a todas las personas y grupos sociales, por otra, se la ha considerado como pilar del desarrollo del conocimiento científico que permitiría alcanzar el progreso social y la igualdad como la base ineludible de la dignidad humana.
Sin embargo, la búsqueda del progreso material basada en la lógica subyacente de la racionalidad instrumental se ha extraviado del camino de la dignidad humana, más bien, el logro del éxito y la autorrealización hedonista han convertido a las personas en simples objetos (Aubert et al. 2004). El progreso tecnológico en manos de segmentos privilegiados trata a los seres humanos como objetos de intercambio en un mundo regido por las leyes del mercado. Una muestra de ello es la teoría del capital humano, que surge en los años 60 del siglo XX creando una nueva disciplina denominada economía de la educación. Autores como Schultz sostienen que la educación es una inversión que genera rentabilidad, y asumen que el orden de oportunidades laborales se basa en la meritocracia según la cual cada quien recibe lo que merece conforme a capacidad, por lo tanto no existe la injusticia social sino las limitaciones que cada persona se impone a si misma.
Las críticas al modelo educativo “moderno” parten también de investigadores como los sociólogos franceses Bordieu y Passeron (1970), quienes sostienen que la escuela se encarga de reproducir los valores culturales de la clase dominante, mediante una fuerza de dominación violenta, pero no en el sentido bélico, a la que han llamado violencia simbólica.
“Toute action pédagogique (AP) est objectivement une violence symbolique en tant qu´imposition, par un pouvoir arbitraire, d´un arbitraire culturel ».
Según Bordieu y Passeron (1970), el sistema educativo legitima tales valores y patrones culturales y no cuestiona las fuentes del poder que constituyen su verdadero fundamento. El sociólogo británico Basil Bernstein cierra este círculo, argumentando que la escuela impone los códigos socio-lingüisticos de las clases privilegiadas, por tal razón no es casual que el fracaso escolar sea mayor entre las clases postergadas, para quienes el lenguaje de la instrucción no aporta significados pertinentes a su realidad sociocultural. El método de alfabetización de Freire podría ser un ejemplo de respuesta exitosa a las teorías de la reproducción.
La epistemología de verdad única de la modernidad, como sostiene Kincheloe (2001) se ha impuesto también en la educación, por cuanto el conocimiento se define como categorías a priori en las cuales la interpretación y la especulación no encuentran espacio, y más aún como afirma Giroux (1990: 54) “está divorciado del significado humano y de la comunicación inter-subjetiva”
Es por ello que las escuelas de la era de las luces no enfatizan la producción del conocimiento, sino el aprendizaje de lo que ya ha sido previamente definido como tal dentro de una mecánica pedagógica que utiliza la repetición memorística de verdades certificadas. La búsqueda de la verdad impoluta ha convertido a científicos y educadores en profesionales asépticos, que buscan posiciones resguardadas de toda crítica en un sistema cada vez más injusto, pero avalado por el método científico.
La era neo-conservadora iniciada por Reagan y Thatcher en los años 80 del siglo XX le sumó nuevos bríos a la epistemología de la verdad única. A partir de entonces muchos estados han adoptado reformas educativas de corte tecnocrático que hacen énfasis en lo medible, así como en una curricula funcional y estandarizada (Laval 2004).
Esta perspectiva de “manual de instrucciones”, asume tácitamente que el aprendizaje y el pensamiento son genéricos y que existen fórmulas predeterminadas para solucionar los azares del rompecabezas educativo. Tal parece que el sistema pretende ponernos en las manos una caja de herramientas para rellenar los huecos del camino de la vida, sin haber preparado a nuestro intelecto y sensibilidad para poder identificar el camino correcto.
Parece evidente que el modelo de persona ilustrada se ha sesgado hacia parámetros y categorías funcionales que corresponden a grupos privilegiados de las sociedades occidentales. Esta es la razón por la cual ha sido criticado el concepto de igualdad homogeneizadora del proyecto educativo y cultural de la modernidad (Aubert et al. 2004) que además ha subestimado el valor de las culturas, lenguas y tradiciones de las sociedades que no pertenecen al eje económico dominante del mundo super-industrializado.
Ello muestra que la pretendida neutralidad del modelo educativo oculta una versión autoritaria de la verdad, justificada en una racionalidad ahistórica que de todas maneras es políticamente conservadora (Giroux 1990). Como versión de la verdad interpretada, la supuesta neutralidad bien podría nadar en “las aguas contaminadas” de la tan vituperada hermenéutica fenomenológica, pero de hecho este no es un juego de reglas claras.
La pedagogía crítica como respuesta a la crisis
Las críticas al proyecto educativo de la modernidad suceden en diferentes fases del desarrollo de la educación como sistema y de la escuela como institución. Los planteamientos rousseunianos, por ejemplo, son evidencia de una primera etapa de malestar, que manifestaba su inconformidad en la falta de conexión entre los intereses de los niños y niñas con las actividades y contenidos que se realizan en la escuela, en la disciplina rígida y el autoritarismo del educador y en el uso de los castigos tanto morales como físicos propios de la pedagogía tradicional.
Como es evidente esta tesis se limita a cuestionar el funcionamiento de la institución escolar y sus prácticas sin llegar a una reflexión crítica sobre la función social de la educación (Ayuste et al.1994), pese a ello se la considera un pilar fundamental de la innovación pedagógica en el siglo XX y la piedra angular de la pedagogía crítica de la modernidad tradicional (Aubert et al. 2004)
Una de las corrientes más importantes de la teoría crítica ha sido la Escuela Nueva y la Escuela Activa, basada en gran parte en las ideas de John Dewey, según las cuales, los valores democráticos tienen una importancia sustantiva (Young 1993). Los teorías de esta línea de pensamiento enfatizan el cambio de la relación educativa entre docentes y alumnos y además tienen muy claras las opciones que deben llevar a sus escuelas. Precisamente la defensa de una educación renovadora frente a la enseñanza tradicional es una de sus aportaciones más destacadas. El fundamento teórico de la escuela nueva fomentó las prácticas innovadoras de Tolstoi, Ferriere, Decroly y Montessori entre otros.
Otro hito importante de la pedagogía crítica son las teorías de la reproducción. El estructuralismo marxista de Althusser proporciona el primer fundamento teórico del modelo de la reproducción, desarrollado también entre otros por Baudelot- Establet y Bordieu y Passeron. Esta corriente argumenta que la escuela crea habitus transferibles a otros campos sociales, en este sentido desmitifica el postulado impuesto por la modernidad en relación a una escuela garante de oportunidades sociales y económicas para todas las personas y la reducción de la desigualdad en su distribución.

Si bien las teorías de la reproducción han servido para poner de relieve el carácter político de la educación y la falta de neutralidad de las prácticas educativas, su perspectiva estructuralista les ha puesto una camisa de fuerza, en el sentido que perciben la realidad como producto de las estructuras sociales y subestiman la capacidad de las personas para actuar críticamente y transformar su medio.

Giroux (1990) sostiene que la teoría educativa radical adolece de importantes lagunas: la más seria de ellas es su fracaso a la hora de proponer algo que vaya más allá del lenguaje de la crítica y de la dominación. Esta postura ha sido un impedimento para que los educadores de izquierda puedan desarrollar un lenguaje programático para la reforma pedagógica o de la escuela. En adelante Giroux (1990) sostiene que estas debilidades han sido aprovechadas por los conservadores, quienes no solamente han dominado el debate acerca de la naturaleza y cometido de la educación pública, sino que además han sido ellos los que de manera creciente han señalado las condiciones concretas en torno a las cuales se han desarrollado y llevado a la práctica las políticas educativas.

La teoría crítica propiamente dicha, desarrollada en Alemania después de la segunda Guerra Mundial en la llamada Escuela de Frankfurt es de todas formas un pilar fundamental para el desarrollo del pensamiento pedagógico crítico. La Escuela de Frankfurt, adscrita inicialmente al marxismo superó el análisis característico de este fondo ideológico y se dedicó principalmente a construir y fundamentar un discurso crítico de la sociedad industrial, y en su última etapa (Habermas 1987) sobre la sociedad postindustrial. Se cuestiona el valor de la tecnología en relación al progreso, se analiza la razón instrumental como medio para alcanzar intereses particulares y el papel de la técnica al servicio de la clase dominante (Ayuste et. al.1994).

Pero más allá de las posiciones antes apuntadas, el trabajo de la Escuela de Frankfurt ha soltado las ataduras estructuralistas, tratando de mostrar como la escolaridad puede ser educativa en el sentido más pleno: fomentando la capacidad de resolver problemas de los discentes en forma evolutiva. Han explicado mejor los actos educativos y la comunicación entre docentes y discentes. De la misma manera los teóricos críticos creen que los métodos democráticos de resolución de problemas son los más eficaces para las comunidades, en este sentido guardan un paralelismo teórico con John Dewey. La teoría crítica en particular la creada por Habermas y los pedagogos que se han basado en su obra, ofrece una base para analizar ejemplos reales de interacción en el aula, mismos que pueden identificar limitaciones comunicativas y poner una base para la lingüística educativa crítica (Young 1993).

Es importante analizar la obra de Habermas en relación con una perspectiva epistemológica educativa, pese a que algunos creen que ésta se decanta por la sociología y la historia. Habermas (1987) critica la idea predominante del conocimiento científico por ser no sólo una concepción mezquina de la ciencia, sino también por su tendencia a suponer que el científico es la única forma de conocimiento, despreciando la lingüística, el conocimiento cultural y semejantes, censura la idea que aísla a la ciencia de la vida cotidiana y de su estimación efectiva por la vida democrática.

Este posicionamiento supone un punto de inflexión importante en el quehacer pedagógico, ocupado tradicionalmente en trasmitir de formal vertical el discurso científico de verdad única; la educación según las ideas habermasianas al utilizar un lenguaje franco y sin trabas puede ayudar a pensar críticamente sobre la comunicación en la escuela. En este sentido, la pedagogía crítica sería el detonante del desarrollo de la capacidad para resolver problemas, y para descubrir por uno mismo pero formando parte de una comunidad de pensadores que se ayudan mutuamente.

La pedagogía crítica es un pensamiento latinoamericano por excelencia, y Paulo Freire es su más connotado exponente. En su libro Pedagogía del Oprimido (1970) Freire elaboró la Teoría de la Acción Dialógica, antes de que Habermas escribiera la Teoría de la Acción Comunicativa (1981).

Las injusticias del ámbito humano en América Latina, dan a la obra de Freire un carácter de crítica social y una dimensión profundamente humanista, por esta razón pone en primer plano a la persona oprimida y su interés en crear las condiciones subjetivas para su liberación. Freire también salta las barreras del estructuralismo y piensa que la educación para la autoliberación convierte al oprimido en protagonista conciente y activo de su emancipación.
El pensamiento crítico en Freire parte de la idea que la educación nunca puede ser neutral e independientemente de su forma concreta siempre tiene una dimensión política. Freire diferencia básicamente dos prácticas de la educación: La educación para la domesticación y la educación para la liberación del ser humano. La educación para la domesticación funciona como acto de mera transmisión de conocimientos, al que denomina “concepto del banquero”. El carácter antidialógico de este tipo de instrucción es adecuar al ser humano a su entorno, desactivar su propio pensamiento y matar su creatividad y capacidad crítica a efectos de asegurar en última instancia la continuidad del orden opresor y salvaguardar la posición de las elites dominantes
Al “concepto del banquero” Freire contrapone la educación problematizadora que se cuestiona a si misma y a su entorno de manera constante. Su propuesta es que los seres humanos desarrollen la capacidad de comprender críticamente como existen en el mundo, que aprendan a ver el mundo no como realidad estática, sino como procesos de cambios. El concepto clave de esta concepción es la concientización, vista como el proceso de aprendizaje necesario para comprender contradicciones sociales y tomar medidas contra las relaciones opresoras. Para Freire, la educación debe ser un aporte inmediato al desarrollo social en un sentido emancipatorio de quienes están marginados socialmente.
Muy interesante resulta el concepto de McLaren (1995), quien enmarca a la pedagogía crítica en un movimiento emergente llamado teoría radical de la educación. Los conceptos de McLaren definen claramente que la pretensión de la pedagogía crítica es examinar a las escuelas en su contexto histórico y como parte de las relaciones sociales y políticas que caracterizan a la sociedad dominante. A su criterio esta corriente a pesar de no constituir un discurso unificado ha conseguido plantear importantes contradicciones al discurso positivista, ahistórico y despolitizado que suelen utilizar como herramientas de análisis los críticos de la educación liberales y conservadores, mismas que son evidentes en los programas de las facultades de educación.
McLaren sostiene que pese a no ubicarse físicamente en ninguna escuela ni en ningún departamento universitario, la pedagogía crítica constituye un conjunto homogéneo de ideas catalizado por el interés de los teóricos críticos de fortalecer a los débiles y de transformar las desigualdades y las injusticias sociales. Uno de los principios fundamentales que integran la pedagogía crítica es la convicción de que la enseñanza para el fortalecimiento personal y social es éticamente previa a cuestiones epistemológicas o al dominio de las competencias técnicas o sociales que son priorizadas por el mercado.
Pedagogía del diálogo y la acción
Sin lugar a dudas el diálogo es el elemento central de la pedagogía crítica, en resistencia a la violencia de cualquier tipo y en especial al autoritarismo presente en las relaciones de poder en las instituciones y procesos educativos. Valga subrayar que en la corriente conceptual crítica, el diálogo es la fuerza integradora del lenguaje de la crítica con el lenguaje de la posibilidad (Giroux 1990). Este enfoque supera la dicotomía tradicional entre el discurso y la acción, y concibe entre ambos diversas relaciones y fuerzas transformadoras en contextos democráticos y participativos.
Pero es en la obra de Freire, donde el diálogo alcanza su máximo significado educativo y humano. La perspectiva dialógica de Freire, entendida a veces de forma restringida a las relaciones de los profesores y alumnos, es una sugerencia de acción más universal que no se queda presa en las cuatro paredes de la escuela, sino que por el contrario abarca al conjunto de la comunidad de aprendizaje incluyendo padres y madres de familia, profesorado, alumnado, bajo el supuesto que todos influyen en el aprendizaje y todos deben planificarlo conjuntamente. Es para destacar que el método de alfabetización desarrollado por Freire, convirtió esta reflexión epistemológica en una realidad vigente aún en la actualidad.
El diálogo en Freire es también el lenguaje de la esperanza, de sueños posibles y de caminos realistas para conseguirlos (Aubert et al. 2004). Esta concepción tiene como punto de partida que “somos seres capaces de transformación y no de adaptación” (Freire citado por Auber et al. 2004: 41) pese a que Freire considera que la escuela es un aparato ideológico del Estado y de las clases dominantes, cuya función principal es la reproducción social, también cree que los sujetos pueden intervenir para cambiar esa realidad. La persona y su entorno se relacionan de forma dialéctica, cuando la persona piensa y actúa sobre lo que le rodea lo modifica, al mismo tiempo que el entorno (objeto) influye y actúa sobre el sujeto.
Al analizar la obra de Paulo Freire, Giroux (1990) valora su visión como algo más que la formulación de un pesimismo crítico, y agrega que este enfoque ha aportado una dimensión nueva a la teoría y práctica educativas, enfatizando que es nueva porque conecta el proceso de lucha con las particularidades de las vidas de la gente, abogando por una fe en el poder de los oprimidos para luchar a favor de su propia liberación. Según la visión de Freire la educación se convierte al mismo tiempo en un ideal y un referente de cambio al servicio de un nuevo tipo de sociedad, conectando la teoría y las prácticas sociales con los aspectos más profundos de la liberación.
La teoría de la acción comunicativa (Habermas) que como antes se anotaba es fundamental en la construcción del planteamiento crítico de la educación ha dado la razón a Freire en situar al diálogo como elemento sustantivo en todo proceso educativo. Ambas posiciones son propicias a que la educación llegue a crear las situaciones óptimas para generar un diálogo intersubjetivo en condiciones de creciente democracia e igualdad (Ayuste et. al.1994). Ello implica desde luego el desarrollo de un modelo educativo que entiende el aprendizaje como un proceso de interacción entre los participantes, un proceso que ayude a las personas a reflexionar sobre sus ideas y prejuicios para así poderlos modificar si lo considera preciso; tomando en consideración que estos responden a una experiencia y una historia personal condicionadas por la educación, la familia, el Estado, la cultura y la religión.
Una educación dialógica profundiza en los principios democráticos y da la oportunidad de participar a todas las personas y grupos sociales. Las decisiones se toman por consenso, el argumento mejor es el que prevalece y se va construyendo, ampliando o enriqueciendo con la contribución de todos los participantes. Desde esta perspectiva no se piensan en términos de sujeto profesor que transforma a los objetos alumnos “sacándolos de su ignorancia sino en comunidades educativas que aprenden colectivamente a través de un diálogo en el que cada una de las personas participantes contribuyen en términos de igualdad desde la diversidad de su cultura.
La diferencia esencial de la pedagogía crítica con las teorías de la reproducción está en su consideración de que la realidad no es simple producto de las estructuras o sistemas sino también de la acción humana o del mundo de la vida. Marx (citado por Carr y Kemmis 1986: 169) lo ha señalado claramente en su Eleventh thesis on Feuerbach “los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de diferente maneras; (…) la cuestión estriba en cambiarlo”, Carr y Kemmis (1986) enfatizan que una ciencia educativa crítica tiene el propósito de transformar la educación va encaminada al cambio educacional. Objetivos como el de explicar (característico del planteamiento positivista de la investigación educativa) o el de entender (característico del planteamiento interpretativo) son meros momentos del proceso de transformación antes que finalidades suficientes en sí mismas.
Apple (1986) sigue también la línea del pensamiento dialógico y de acción en sus estudios sobre el currículo, y es también uno de los críticos de teoría de la reproducción, al afirmar, que ésta llega a hacer suponer que no existe y quizás no puede existir una resistencia significativa al poder de la imposición económica y cultural. Apple interpreta que al asumir esta posición se fomenta una actitud acrítica de la educación, que dicho sea de paso se conforma con suponer que existen leyes inmutables de desarrollo económico y político, y que tales leyes no son reformadas por la práctica humana real de los grupos conscientes de actores humanos. Apple cree en la acción y el cambio y defiende que los estudiantes y los docentes son capaces de reinterpretar los mensajes sociales generando situaciones de cambio en las que se producen nuevas relaciones que desembocan en procesos de transformación.
McLaren (1997) desde una perspectiva un tanto más radical, considera que la teoría social crítica tiene un alto potencial de acción, mientras ésta se conjugue con un lenguaje de crítica y posibilidad. Ello hará posible que los docentes sean capaces de desvirtuar y cuestionar las discusiones educativas sancionadas oficialmente. La pedagogía crítica, tiene por lo tanto la misión no sólo de desarrollar un lenguaje de crítica y desmitificación, sino de crear creación un lenguaje de posibilidad que pueda generar prácticas de enseñanza alternativas, capaces de confrontar los esquemas dominantes, tanto dentro como fuera de la escuela. McLaren (1997: 57) entiende que este supuesto demanda la necesidad de recuperar “la idea de una democracia crítica y construir alianzas con los movimientos sociales progresivos”.
Giroux (1990) enfatiza también el carácter simbiótico de la crítica y la acción, en este sentido arremete contra las reformas educativas, que muestran escasa confianza en la capacidad de los profesores para ejercer el liderazgo intelectual y moral a favor de la formación de las generaciones jóvenes. Giroux (1990: 176) da un voto de confianza al trabajo docente, y sostiene que una manera de repensarlo es la de contemplar a los profesores como intelectuales transformativos, como profesionales reflexivos de la enseñanza o lo que llamaría el docente neo-renacentista, este pensamiento se resume en las siguientes líneas
“Dentro de este discurso, puede verse más a los profesores como algo más que ejecutores profesionalmente equipados para hacer efectiva cualquiera de las metas que se les señale; más bien deberían contemplarse como y mujeres libres con una especial dedicación a los valores de la inteligencia y el encarecimiento de la capacidad crítica de los jóvenes”.
En síntesis la pedagogía crítica salta las barreras del absolutismo positivista y el conformismo reduccionista de la fenomenología. Su propuesta teórica emerge como alternativa para describir la realidad, y más allá de eso para abordarla de manera cercana y directa con el fin de transformarla. Pero no lo hace de una forma ingenua, por eso desarrolla un cuerpo crítico que se dirige a la censura de las injusticias provocadas por todo tipo de abusos de poder, violencia, racismo, sexismo. En su práctica la pedagogía crítica es capaz de reconocer y potenciar espacios educativos de conflicto, resistencia y creación cultural con lo cual reafirma su confianza en el poder emancipador de la voluntad humana. Si bien se fundamenta en una base teórica- científica y en unas prácticas educativas que funcionan no hay pedagogía crítica sin utopía posible. Ésa que permite hacer frente al fatalismo postmoderno y que es como lo afirmó Freire “una pedagogía de la esperanza”.
Barcelona 24 de enero de 2004
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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Citado por Torres C.A. en: Grandezas y miserias de la educación latinoamericana del siglo veinte. University of California, Los Ángeles, 2000
“Desde el Discurso del Método de René Descartes, publicado en el año 1637, se está imponiendo una forma de concebir el conocimiento que se ha vuelto habitual en nuestro mundo cotidiano. A grandes rasgos podría decirse que desde esta perspectiva el objetivo del conocimiento (del conocimiento científico que es considerado el único conocimiento legítimo) es la atención a principios atemporales. A diferencia de sus predecesores, los humanistas del siglo XVI, como Michel de Montaigne (1533-1592), la obra de Descartes deja en un segundo plano los detalles particulares, temporales y locales del quehacer humano cotidiano, y privilegia un plano superior en el cual la naturaleza y la ética se conforman en teorías abstractas, atemporales generales y universales”. Traducción libre por el autor del artículo original en lengua catalana
Esta perspectiva científica radical ha pretendido arrinconar a las ciencias del espíritu calificándolas a veces de especulativas y superfluas, Marquard (2001: 34-35) por ejemplo, señala que “las ciencias naturales para ser exactas tienen que transformarlo todo en un laboratorio y convertir en intercambiables sus científicos. Las ciencias exactas son fundamentalmente ahistóricas con ello surge inevitable una pregunta ¿quién se preocupa de aquello que los científicos de laboratorio dejan de fuera, es decir de las historias del mundo? las ciencias del espíritu de manera compensatoria se ocupan de las historias del mundo de la vida para saldar la ahistoricidad de las ciencias exactas, por ello mientras más moderno se vuelve el mundo moderno más necesarias son las ciencias del espíritu”.
“Toda acción pedagógica es objetivamente una violencia simbólica en tanto que imposición, por un poder arbitrario de una arbitrariedad cultural”. Traducido por el autor del original en francés.
Laval (2004: 390) afirma “la nueva escuela ya no pretende juzgar según un modelo de excelencia o según un ideal de liberación, sino que evalúa según un código de rendimiento. En adelante ya no juzga el mérito o la insuficiencia ontológica de una persona cuyo nivel de conocimientos y los trabajos le permiten ser, o no, investida con un título entregado por una institución, sino que evalúa más bien las actividades, las capacidades para alcanzar objetivos y las competencias aplicadas para realizar un proyecto según la lógica de la producción”.
Hay quienes consideran las tesis de la novela pedagógica Emilio, de Rousseau, como el primer tratado de psicología evolutiva por introducir la necesidad de adaptar los contenidos y el tipo de metodología a las etapas evolutivas del niño.
Giroux (1990) llama a esta corriente pedagogía radical y menciona en esta línea los trabajos de Bowles y Gintis en Estados Unidos “Schooling in Capitalist America” y de Bernstein en Gran Bretaña “Class, Codes and Control”.
Se conoce con el nombre de Escuela de Frankfurt al grupo de pensadores alemanes Adorno, Marcuse, Horkheimer y Habermas entre otros, agrupados en el Institut für Sozialforschung de Frankfurt creado en 1922. Durante el período nazi- fascista alemán, algunos de ellos se exiliaron en Estados Unidos.
Young (1993: 16) Dice que la teoría crítica de la educación desarrollada sobre todo en Alemania después de la segunda guerra mundial tiene ciertas relaciones con el marxismo, pero como han dicho muchos marxistas, ha prescindido de tanto de lo que ellos suelen considerar esencial que no es razonable llamarla marxista.
Apple (1986) desarrolla de manera extensa sus tesis sobre el currículo oculto como mecanismo de reproducción de los valores y de la ideología hegemónica.

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