El neoliberalismo, nueva versión del capitalismo, constituye un dispositivo que se expande ilimitadamente, apropiándose de los gobiernos, las democracias y de la vida en general. No solo la economía real sostiene la reproducción capitalista, sino también la ideología neoliberal que logró imponerse al ganar la batalla cultural. Ese sistema no es posible sin la instalación de creencias, ideales, identificaciones, imperativos y lo que recortamos en su núcleo ideológico: una satisfacción en el odio que cobró fijación y funciona como una sedimentación social resistente.
Una cultura organizada por la libertad de mercado y la lógica empresarial construye una subjetividad concebida como “capital humano”, en la que el consumo, el rendimiento ilimitado, la figura del empresario de sí y la meritocracia devienen imperativos e ideales. El individualismo extremo se naturaliza y una exigencia insaciable destruye al sujeto que se autoexplota sin alcanzar nunca la medida esperada, obteniendo a cambio una culpa crónica.
El neoliberalismo, fundamentado en la tiranía angurrienta de un poder concentrado al servicio de minorías privilegiadas, es un sistema que segrega y descarta mientras produce cultura de masas: un consenso social obediente y uniforme que se cohesiona en el odio, dispuesto a la ofrenda sacrificial de una parte segregada para beneficio de otra minoritaria.
Neoliberalismo-odio constituye un par indisoluble en el que sus términos se retroalimentan. El odio es un afecto-pasión que funciona como un veneno violento, que conmueve directamente a la subjetividad sin mediación racional. Avanza a través de las redes sociales, se difumina por los medios de comunicación y se impone de manera visible e invisible en los múltiples aspectos de la vida social. Se expande por contagio e identificación, constituyendo el núcleo pulsional del sentido común que se articula al argumento de la lucha contra la corrupción. Estimula un sadismo extremo hacia los “otros” que se satisface en la calumnia y la discriminación, justificando la represión y la venganza.
La construcción del modo social de la masa por los medios de comunicación concentrados – la voz del poder – resulta el mejor medio para conseguir un rebaño asustado, que obedezca los deseos del amo y demande mano dura y orden. Una pedagogía del odio triunfó dejando como saldo una sociedad colonizada compuesta por odiadores seriales, que repiten frases difamatorias y desprecian al semejante.
La ideología neoliberal es cínica y sostenida por la mentira: rechaza la política mientras utiliza el odio como cemento de cohesión de una parte de lo social contra el adversario político. A través de la represión y la violencia el poder neoliberal intenta hacer de lo político un asunto policial o judicial como una lucha entre corruptos y decentes, que degrada la democracia a una guerra entre dos bandos enemigos. Naturaliza los privilegios, afirma no tener ideología – como si fuera posible – y fomenta un supuesto consenso que en realidad es disciplinamiento y obediencia inconsciente. El poder produce adoctrinamiento ideológico, formatea la opinión pública transformándola en sentido común uniformado.
Un odio que demoniza inmigrantes, dirigentes populares y a la política en general, al tiempo que se pretende imponer verdades absolutas, resulta incompatible con la democracia, caracterizada por el diálogo político, el debate plural, la orientación permanente hacia la ampliación de derechos y la felicidad para las mayorías. Disolvente de los vínculos sociales, el odio rompe el tejido social, enferma la cultura instalando el paradigma del hombre como lobo del hombre, poniendo en riesgo la vida de todxs. La concentración de poder, el rechazo de la política, el modo de tramitar el conflicto político transformando al adversario en enemigo y la construcción de la masa cohesionada por el odio, son elementos suficientes para afirmar que el neoliberalismo es un simulacro democrático que encubre un retorno del totalitarismo. Se trata de un sistema que precisa producir una subjetividad odiadora sin pensamiento crítico, que opere un rechazo de la política en tanto es la única herramienta que tienen los pueblos para emanciparse.
Un deseo colectivo de volver, transformado en experiencia política de articulación hegemónica orientada por lo nacional-popular-feminista, fue la condición de posibilidad de una fórmula de unidad: Fernández-Fernández. Estas dos piezas ensambladas, la experiencia política tejida horizontalmente y desde abajo y la concreción de la fórmula a nivel de la dirigencia, hicieron que la política triunfe sobre el marketing y el odio neoliberal, imponiéndose en las últimas elecciones PASO por amplia mayoría el Frente de Tod@s.
Comienza un nuevo tiempo político, pero estamos advertidos que no alcanza con ser gobierno porque el poder corporativo no sabe perder, pretende dominar, es desestabilizador, capaz de operaciones antidemocráticas que no se privará de realizar.
Habrá que reparar el desastre económico y social producido por el gobierno de Cambiemos que destruyó casi todo, la economía, la cultura, la ciencia y la tecnología. Sin embargo, el mayor daño realizado y más difícil de revertir consiste en las fijaciones de odio que se han sedimentado en la cultura y que tienen múltiples expresiones.
Será necesario profundizar la política de unidad lograda y hacer que persevere más allá de las elecciones. Eros deberá activarse aún más y hacer lo suyo que consiste en ligar y conseguir unidad al tiempo que limita a Thánatos, pulsión desintegradora, tal como afirmaba Freud en “El Malestar en la cultura”.
La unidad no significa amontonamiento ni supone la uniformidad del pensamiento único; por el contrario, es una tarea de articulación de diferencias que nunca cesa, con la que se tejen lazos de encuentro y solidaridad. La unidad se opone al privilegio, a la excepción y es un modo de amor político para enfrentar la desigualdad y la indiferencia hacia el otro. Unidad y organización del campo popular basadas en la libertad de pensamiento implica la construcción de una política de la otredad capaz de alojar “diferencias compañeras”. Una cultura democrática, nacional y popular resulta incompatible con prácticas patriarcales o machistas y debe expandir al máximo la libertad, que no significa ausencia de límites o regulaciones.
Resulta un problema político principal dar la batalla cultural cuya prioridad es custodiar activamente la unidad popular conseguida, asumiendo la decisión de radicalizar la democracia como gobierno del pueblo. Construir el “Nosotros” significa mantener palpitante el conflicto político, la brecha ontológica, que se diferencia netamente de actuar “la grieta” del odio.
La batalla Implica una democracia con hegemonía fundamentada en la voluntad popular, que rechace el neoliberalismo y toda forma de colonialismo, dejando de lado una mirada eurocéntrica o hacia los “países en serio”, elevándose con decisión a la dignidad de lo nacional, popular y feminista. Supone ser capaces de enfrentar y deconstruir los ideales individualistas neoliberales, sustituyéndolos por otros orientados por la solidaridad, la participación activa y una vida política tejida entre todxs, de modo que el deseo de comunidad sea mayor que el interés de excluir o desintegrar.
*Nora Merlin, psicoanalista, magister en Ciencias políticas, autora de “Populismo y psicoanálisisis”, “Colonización de la subjetividad”, “Mentir y colonizar. Obediencia inconsciente y subjetividad neoliberal”. Septiembre 2019. Argentina Política Revista Nº 131 (09/2019)