A diario encontramos, por lo menos, un titular o encabezado que habla de violencia sexual en los medios de comunicación como los siguientes: “Sexagenario condenado por embarazar a una niña en Santa Ana”; “Una menor de 14 años fue violada por su padrastro, quien la amenazaba de muerte”; “Hombre condenado a 27 años por abusar a niña”; “Pandillero rapta y esclaviza a su víctima en Usulután”; “Con prueba de ADN a bebé, identifican al violador”; “Cinco de diez víctimas de abusos sexuales en el país tenían de 1 a 14 años de edad”. La lamentable abundancia de estos muestra la prevalencia de este tipo de violencia como un fenómeno social con el cual convivimos cotidianamente.
Esta “convivencia” significa la vulneración de derechos y el sufrimiento de seres humanos, casi exclusivamente mujeres. Uno de los casos más perturbadores conocidos en los últimos años fue el de Imelda Cortez. Desde los 12 años, había sido víctima de constantes violaciones ejecutadas por su padrastro, José Dolores Henríquez. Bajo amenazas de asesinar a su madre y hermanos, Henríquez logró que Imelda no dijera nada. Este silencio implicó que ella no contara a nadie que estaba embarazada, ya que, de hacerlo público, implicaba revelar la identidad del padre.
Todo este espectáculo del horror fue descubierto cuando Imelda tuvo un parto extrahospitalario. Pero en lugar de recibir atención médica, esta situación condujo a que fuera acusada injustamente de intento de homicidio y permaneciera 20 meses de prisión mientras se dictaba sentencia sobre su caso.
Casos como el de Imelda, sin embargo, no son para nada nuevos en la historia salvadoreña y sirvieron como referencia para textos que hoy son clásicos de la literatura nacional. Antes de 1932, Salarrué escribió La Petaca. Este cuento consiste, resumidamente, en una familia campesina de origen indígena, en la cual vivía María, la menor de los hijos, que poseía una joroba en la espalda, a la cual se le llama petaca en El Salvador. Para remediar esa enfermedad, el padre de María la lleva donde un “sobador” que le da «tratamiento» a su petaca por varios días en forma de violación sexual. Seis meses después, la petaca estaba igual, pero le comienza a crecer el vientre a causa de su embarazo. Por el estado de desnutrición y el embarazo, al final de este cuento de barro, María muere.
Utilizo La Petaca como un documento histórico, por lo cual aclaro que no quiero decir que Salarrué, al escribir este cuento, promovía la violencia sexual en niñas y adolescentes; más bien lo que hizo fue retratar un fenómeno social que se repetía constantemente en la sociedad salvadoreña y que su pluma y su tinta no pudieron ignorar. Este cuento indica que la violencia sexual contra niñas y adolescentes es un elemento negativo en la cultura salvadoreña sobre el cual no se ha reconocido ni investigado en profundidad los mecanismos que lo mantienen. Ante esta situación, analizaremos el proceso colonial por incesto ejecutado contra Pablo de Jesús y Gregoria Martín, y lo relacionaremos con informes sobre embarazos en la adolescencia y violencia sexual contra niñas y adolescentes realizados en años recientes, para encontrar puntos de conexión y posibles líneas de rupturas al fenómeno de la violencia sexual. También se estudiará la sentencia de 16 años de presidio contra Pablo de Jesús, emitida por Pedro Gonzales, alcalde ordinario de Primera vara del Partido, quien conoció en primera instancia de dicho caso.
Pablo de Jesús y Gregoria Martín
El 3 de julio de 1792, la Real Sala del Crimen analizó el proceso iniciado el 18 de junio del mismo año contra Pablo de Jesús y Gregoria [Petrona] Martín, su hija; ambos indígenas del pueblo de Mexicanos, de la jurisdicción de San Salvador, acusados de “incestuosos”.
Los acontecimientos de este caso se saben gracias a la intervención del fiscal en turno que realizó diversos alegatos. En primer lugar, se establece que el nombre de la indígena era Gregoria y no Petrona, como está en el inicio del proceso colonial. El fiscal asevera la culpabilidad de la víctima, aunque Gregoria expresa que no tenía posibilidad de resistir “a la fuerza que dice le hacía su padre”. El fiscal toma como verdad irrefutable la declaración de Ana Silveria, de la cual no se da información sobre su parentesco con Gregoria o Pablo. Silveria indicó: “que estando durmiendo en una cama con la otra, Gregoria advirtió que varias noches se separaba de su compañía, al tiempo que su padre, Pablo, le tocaba en el suelo, como esto sucedía era el reclamo cierto que le hacía, y aquella, la misma Silveria, dice que el citado Pablo llev[ó] varias veces al platanar a su hija Gregoria, con sus noches, cuya frecuencia y continuidad persuade naturalmente la libertad de la hija para condescender a la torpe solicitud de su padre”.
En ese fragmento se evidencia cómo Gregoria Martín padeció reiteradas veces violencia sexual ejecutada por su padre, Pablo de Jesús, que en el transcurso de varias noches violó a su propia hija. Al igual que el caso de Imelda, aunque en la descripción del proceso colonial no se menciona la edad de Gregoria, se puede asumir que tendría una edad entre los 12 y 16 años. También, no es nada novedoso saber que el lugar donde se realizaban los actos de violencia sexual era en el interior de la propia casa de Gregoria, siendo su padre -un familiar- el responsable de cometer los actos de violencia sexual.
Pablo de Jesús confirmó estas acciones, confesando “ser cierto que por medio de estas señas
[tocar el suelo]
insinuaba a su hija se acercase a su dormitorio”. Para encubrir estos actos de violencia sexual, Pablo de Jesús se quiso justificar expresando que “por recelo que le asistía de tener una amistad ilícita con Juan Rosa, hijo de la citada Silveria, y que movido del celo paternal por haberlos visto ejecutando una noche lo que maliciaba, de cuyo [h]echo presume que el citado Juan de la Rosa hubiese sido el autor de la preñez [de Gregoria].”
Si las palabras de Pablo de Jesús fueran verdaderas sobre la existencia de relaciones sexuales entre Gregoria y Juan de la Rosa; quiere decir que la actitud del padre pretendía castigar a su hija por medio del uso de la violencia sexual. La postura del fiscal ante este caso indica que eso no era aislado, sino todo lo contrario, una práctica común difundida en todo el territorio: “[…] en atención a que este delito se ha propagado de tal manera que ni las vírgenes más recatadas pueden estar seguras de los torpes insultos de sus mismos padres”. El “delito” al cual hacía referencia el fiscal eran actos de violencia sexual, que en este caso fue categorizado como “incesto”. No obstante, en los procesos de indagación procesal se logró la confesión de Pablo de Jesús, quien admitió “haber conocido carnalmente a su hija, haberla desflorado y, últimamente, quedar en la presunción de que saldría embarazada”.
El embarazo como resultado de una violación sexual en menores continúa siendo habitual. Según el Informe sobre Hechos de Violencia Contra las Mujeres, en 2018 se registraron 4 028 denuncias por delitos contra la libertad sexual en menores de 18 años. Entre los agresores sobresalen los compañeros de vida, conocidos, amigos y familiares. Además, ese año se registraron 173 embarazos de niñas y adolescentes víctimas de violencia sexual.
El informe sobre el estado de los derechos sexuales y reproductivos con énfasis en niñas, adolescente y mujeres, muestra que existe una naturalización de los embarazos en la adolescencia, incluso a partir de los 9 años, y las relaciones con hombres con una diferencia de edad de 20 años o más. En este tipo de relaciones prevalece una jerarquía de poder que limita el desarrollo integral de niñas y adolescentes. Así mismo, se sigue considerando que el embarazo en la adolescencia no es consecuencia de una violencia sexual, y, por tanto, no es un delito. No se denuncia, no se procesa y no se sanciona. En el caso del proceso colonial, el fiscal pide en sus alegatos finales una pena de 16 años en prisión para Pablo de Jesús.
Dos meses más tarde, el 12 de septiembre de 1792, la Real Sala del Crimen, reconfiguró la condena pronunciada por el alcalde de Primera Vara del partido. La nueva resolución condenaba al “indio Pablo de Jesús a doscientos azotes y seis años de presidio en el de San Carlos de esta capital, llevando al tiempo de los azotes un rótulo en la frente que diga ‘por incestuoso’, y a Gregoria Martín a cuatro años de reclusión”. Al renombrar este acto como “incesto”, se asume que Gregoria consintió la violencia sexual de la que fue víctima. Esta modificación es relevante, porque indica que las infracciones legales relacionadas con la sexualidad implican que las víctimas, en este caso de violencia sexual, sean tratadas como “cómplices”, ya que se asume que lo pudo haber evitado. Si la violencia sexual recibida hubiera sido catalogada como estupro, tal vez Gregoria no hubiera sido condenada a cuatro años de prisión.
El 16 de octubre de 1792, Pedro Gonzales informó a la Real Sala del Crimen la ejecución de los 200 azotes sobre Pablo de Jesús y su envío a las cárceles de San Carlos en la Ciudad de Guatemala.
Más de 200 años separan el caso de Gregoria Martín con el caso de Imelda Cortez. Sin embargo, guardan una relación extremadamente próxima. En ambos casos, la violencia sexual se ejecuta al interior del hogar por aquel que representa la figura paternal; es decir, por medio de quien tiene el ejercicio del poder y es capaz de someter al cuerpo femenino por medio del dominio patriarcal. Producto de ese hecho existe un embarazo, el cual conlleva una culpa para la víctima. En el caso de Gregoria, el fiscal la acusó de ser responsable de estos actos, asumiendo que tenía la posibilidad de no “condescender a la torpe solicitud de su padre”. La acusación de la Fiscalía en el caso de Imelda daba a entender que ella debía de haber denunciado la violencia sexual que padecía y de llevar control prenatal del embarazo producto de la violación; no haberlo hecho la convirtió de inmediato en sospechosa de haber intentado asesinar a su hija.
La diferencia entre ambos casos es que Pablo de Jesús fue enjuiciado al mismo tiempo que Gregoria y condenado a cumplir una pena mayor que la de su hija. Mientras que Imelda fue objeto de un proceso judicial que la acusaba de homicidio agravado imperfecto o en grado de tentativa, por lo cual podía ser recluida por 30 años; en contraposición a los 14 años que purgará José Dolores Henríquez por violencia sexual en contra de Imelda.
Reflexiones finales
El
proceso colonial contra Pablo de Jesús y Gregoria Martín, padre e hija,
datado en 1792, sirve para ejemplificar que la violencia sexual contra
niñas y adolescente es un fenómeno social que aparece reiterativamente
en la historia salvadoreña, naturalizando y normalizando este fenómeno.
Que existan niñas y adolescentes víctimas de violencia sexual al interior de sus hogares, es responsabilidad, en gran medida, de sus familiares y conocidos. La sociedad condena el embarazo en la niñez y la adolescencia, que generalmente es consecuencia de violaciones sexuales, y culpa a las víctimas por no haberse protegido o por no denunciar a sus agresores, sin tomar en consideración las amenazas evidentes o sutiles que reciben de parte de sus victimarios, como el caso de Imelda, para ejemplificarlo. Estos son elementos que histórica y socialmente se han constituido como parte de la cultura salvadoreña.
¿Por qué no ha cambiado nada en más de 200 años? Básicamente, porque se le ha dado al problema las mismas respuestas. Por una parte, el tabú para hablar de la sexualidad, y aún más de violencia sexual, fundamentado en el moralismo demagógico, saturado de aspectos religiosos ultraconservadores, que propone expiar los males por medio del sufrimiento, condenación y crucifixión de otros seres humanos. En la práctica, quienes se “sacrifican” y terminan encarceladas son mujeres adolescentes o jóvenes pobres, de baja escolaridad, que han estado sometidas a diversas formas de violencias al interior de sus hogares y comunidades, con un nulo control sobre sus cuerpos.
El abordaje de la sexualidad al interior de las políticas públicas se ha hecho uso de ese proceso de inequidad social que San Romero habló hace más de 40 años, ese que señalaba que “La ley es como una serpiente, únicamente ataca a quien está descalzo”. Esa inequidad social conjugada con el moralismo religioso ultraconservador es lo que permite que los delitos relacionados a la sexualidad sean vistos únicamente como responsabilidad de las víctimas, las cuales son vulnerables para ser acusadas, encarceladas e incluso asesinadas, dependiendo de su clase social, sexo, color de piel u orientación sexual. Podemos retomar como ejemplo los procesos de restricción sanitaria obligatoria a los que han estado sometidas las mujeres que ejercen el trabajo sexual desde finales del siglo XIX, la restricción de su presencia en lugares públicos, como los teatros, en la década de 1910, su encarcelamiento y la represión respaldada por ordenanzas municipales, e incluso la humillación por parte de cuerpos de seguridad pública que exponen abiertamente su estado serológico. Mientras que a los “clientes” o “asiduos” consumidores del trabajo sexual no se les aplica ninguna sanción por sus acciones.
Un segundo ejemplo es la penalización absoluta del aborto. La reforma al Código Penal de 1997, bajo la presión de grupos antiderechos, eliminó la tradición jurídica salvadoreña, de más de 150 años, de tener condiciones específicas para permitir el aborto. Esta modificación tuvo como resultado la criminalización de víctimas de violencia sexual. Al igual que Imelda, tras la lectura de los procesos penales, se puede asegurar que la mayor parte de las mujeres encarceladas, acusadas inicialmente por aborto, fueron víctimas frecuentes de diversas formas de violencia, incluyendo la sexual; además, son mujeres de escasos recursos económicos, del área rural o urbano marginal, con una escolaridad baja, con una situación laboral precaria o inexistente, que en muchos casos ni siquiera se sometieron a control en el sistema de salud público. Ninguna mujer de clase media o alta ha sido acusada por aborto o encarcelada por este hecho. El aborto es un privilegio de clase social en el país.
Como tercer ejemplo tenemos la ausencia de una educación integral de la sexualidad. Sectores conservadores y antiderechos han injerido en la toma de decisiones políticas para que esta sea responsabilidad única de los padres de familia, ya que arguyen, sin mayores fundamentos que su moralismo estrecho, que la educación integral de la sexualidad promovería entre la niñez y la adolescencia las relaciones sexuales prematuras. La iniciación sexual no se puede detener, esta se ejecutará de una u otra forma. Lo que se procura con la educación integral de la sexualidad es que dicha iniciación sea informada, protegida y libre de violencia. Las fuerzas conservadoras y antiderechos accionan como estrategia política un moralismo restringido que procura no reconocer a las niñas, niños, adolescentes y jóvenes como como sujetos de derechos ni como futuros ciudadanos que ejercerán su sexualidad. Bajo esta medida, es lógico que este ciclo histórico de violencia sexual se repita. No es una casualidad que tocar los genitales de una niña de 10 años sea considerado apenas como una falta para la Primera Cámara de lo Penal.
¿Qué se puede proponer para cambiar? En primer lugar, debemos de alejarnos de las respuestas originadas desde moralismos ciegos, que han dado como resultado la naturalización y normalización de la violencia sexual, tanto en discursos como la formulación de políticas públicas. En segundo lugar, necesitamos ensayar respuestas desde otros paradigmas y concepciones. En este caso, dar respuestas desde la óptica de los derechos sexuales y reproductivos. ¿Por qué? Porque los derechos sexuales y reproductivos extraen la sexualidad del armario de la reproducción para pensarla más flexiblemente y reconocer que históricamente ha estado supeditada a discursos, instituciones y prácticas conservadoras. Esto afecta, principalmente, a personas que se alejan del modelo hegemónico de hombres y mujeres heterosexuales, blancos, religiosos, privilegiados, cuya frontera, en el caso de El Salvador, equivale a ganar más de $600 mensuales.
Los derechos sexuales y reproductivos no son “nuevos derechos”, como los sectores conservadores y antiderechos acusan. Estos son definiciones que deben inspirar a los Estados y a sus instituciones para gestionar políticas públicas en las esferas de la sexualidad, teniendo como guía los principios fundamentales de los derechos humanos. Si apostamos por el cumplimiento de estos, por medio de políticas públicas reales y plenas, podremos romper con este ciclo histórico de la violencia sexual al interior del país. Asumamos este reto.