Los derechos humanos, cuenta la leyenda, son los derechos que tenemos todos los seres humanos por el simple hecho de ser humanos. Sin embargo, como se observa en la cotidianidad mundial, esto no es cierto. A pesar de que la vida, la integridad física, el empleo, la vida libre de explotación y de violencia, y la protección internacional frente a la persecución son derechos humanos reconocidos mundialmente, cada día miles de personas son heridas o asesinadas a manos de militares, terroristas, guerrilleros, corporaciones o algún familiar.
Millones se encuentran sin empleo o en condiciones análogas a la esclavitud, el medio ambiente no es propicio para la vida en diversos territorios, y las grandes potencias económicas y militares invaden y matan a nombre de los derechos humanos. Como si la miseria social y política no fuera prueba suficiente de su ineficacia, siguen habiendo causas enmarcadas en el “discurso ético de la globalización”.
La hipótesis analítica del artículo sobre esta paradoja irresoluble es que más allá de lo que son, los derechos humanos constituyen una gramática en disputa. Desde la perspectiva discursiva es posible apreciar su constitución dual como discurso empoderador y de dominación. Para explicar esta dualidad, el artículo se divide en dos partes.
La primera analiza su capacidad de empoderar a los sujetos sociales en dos dimensiones: como significante vacío para la articulación de identidades políticas; y como discurso intertextual para la argumentación liberal necesaria en la legitimación de demandas sociales que podrían interpretarse como revolucionarias como, por ejemplo, la privatización de tierras de cultivo como violaciones al derecho a la alimentación.
La segunda parte examina los derechos humanos como discurso para la dominación en dos sentidos: como dispositivo biopolítico que administra el sufrimiento; y como dispositivo necropolítico que gestiona muerte a través de una política de verdad que se desentiende de las formas de dominación contemporáneas que van más allá del poder político estatal.
Los derechos humanos como discurso en el marco foucaultiano
Cuando se dice que los derechos humanos son un discurso, esto puede significar diversas cosas. Puede ser que discurso se refiera a los elementos del lenguaje y su retórica para lograr ciertos objetivos ideológicos o de adoctrinamiento; o puede ser también que describa el funcionamiento de una episteme.
En este artículo, al hablar del discurso de derechos humanos estaremos hablando de un saber experto, una episteme que normaliza y legitima nociones de universalidad, progreso e igualdad, con diferentes efectos de poder de acuerdo al contexto. Más específicamente, la perspectiva discursiva que se usará aquí para examinar el carácter empoderador y de dominación del discurso de derechos humanos como disciplina es una posmodernista en lo epistemológico y posestructuralista en lo teórico-metodológico[1].
Dentro de las perspectivas posestructuralistas, se retomará la definición de discurso de Michel Foucault. En sus estudios iniciales –aquellos que analizaban la medicina y la psiquiatría (Foucault, 1977)- Foucault consideraba los discursos como sistemas autónomos de reglas que constituían objetos, conceptos, sujetos y estrategias, lo cual definía la producción de enunciados científicos.
Después, en sus trabajos que estudiaban la sexualidad y la historia de la prisión (Foucault, 1988a, 1985, 1998), Foucault desarrolló una idea más compleja de los discursos, que los consideraba como bloques tácticos operando en el campo de las relaciones de fuerza, es decir, el conjunto de enunciados que utilizan diferentes fuerzas para promover sus intereses y proyectos mientras establecen puntos de resistencia para que surjan contra-estrategias.
En esta visión, Foucault distinguía entre prácticas discursivas y no discursivas –como las instituciones y la técnica (Foucault, 1988a, 1998).
Para indagar en la formación de discursos y en las relaciones de poder que subyacen la práctica de un discurso determinado, Foucault desarrolló el método genealógico con el cual, rastreando la formación de sujetos, objetos, conceptos y estrategias en contextos específicos, se puede ver la forma en que el poder se disputa en los enunciados que constituyen una formación discursiva.
En esta etapa, Foucault empezó a utilizar la idea del dispositivo para distinguir claramente los aspectos extralingüísticos del discurso. Los dispositivos son las redes de relaciones sociales construidas en torno a un discurso: instituciones, leyes, políticas, disciplinas, declaraciones científicas y filosóficas, conceptos y posiciones morales que tienen la función específica de mantener el poder.
Hay dispositivos de poder, de subjetividad, de verdad. Los dispositivos se mantienen a través de diversas estrategias y tácticas, las cuales constituyen los elementos que establecen la regularidad que organiza un modo de hacer orientándolo a un fin (Foucault 2006, Foucault et al. 2007). Con ellos, la constitución de sus elementos centrales va cambiando en el tiempo.
Para Foucault, los discursos son, sobre todo, vehículos para el poder, cuyos efectos para la construcción de sujetos describe y analiza, por ello lo considera como la capacidad de acción que unos sujetos tienen sobre otros, induciendo, facilitando, dificultando, limitando o impidiendo sus acciones. En su filosofía analítica del poder, Foucault distingue tres tipos que se han ido yuxtaponiendo históricamente: el poder soberano o de espada (la ley), el poder disciplinario (los saberes y las instituciones) y el biopoder (políticas de regulación poblacional).
En todos los casos, el poder conduce la conducta de los sujetos a través de diversas acciones posibles que se dan a través de: 1) los sistemas de diferenciación jurídica, económica y cognitiva, que permiten que unos actúen sobre otros; 2) los objetivos de mantenimiento de privilegios, acumulación de riqueza, y de trabajo; 3) las modalidades instrumentales tales como el lenguaje, el dinero, registros, vigilancia; 4) las formas de institucionalización implicadas, tales como estructuras jurídicas, costumbres, jerarquías, leyes, burocracias; y 5) la racionalidad en juego, ya sea tecnológica o económica. El poder así entendido, construye al sujeto de dos formas: el que está sujeto por el control y la dependencia de otro; y el sujeto a la propia identidad por las prácticas y el conocimiento de sí (Foucault, 1988b).
Con base en el pensamiento de Foucault sobre el discurso como vehículo del poder, es posible decir que los derechos humanos son una formación discursiva, una construcción lingüística y un saber político-legal cuyos valores e instrumentos son intertextuales y pueden ser reinterpretados por las luchas sociales para hacer lobbying y construir nuevas peticiones de derechos humanos en el ámbito legal y sociopolítico.
Pero, como lo demuestran las invasiones bélicas en nombre de la democracia y los derechos humanos, estas mismas cualidades sociopolíticas e intertextuales también pueden ser utilizadas por los poderes de dominación. Una visión genealógica del discurso de derechos humanos implica considerarlo como algo flexible, sin fundamentos naturales o morales pues en su flexibilidad se encuentran, simultáneamente, la posibilidad de expansión respecto de los sujetos, objetos, conceptos y estrategias nuevas a las que se pueda abrir; y la posibilidad de conducir a los sujetos a situaciones de dominación.
Si se considera a los derechos humanos como una formación discursiva, cuyos objetos, sujetos, conceptos y estrategias nunca están fijos ni terminados sino en construcción constante, de acuerdo con las diferentes luchas de fuerza y el surgimiento de contra-estrategias, es posible observar que los derechos humanos se construyen según el contexto histórico y nunca pueden ser fijos, de aquí que nunca son completamente positivos ni completamente negativos. Los derechos humanos tienen una dualidad que varía según la contingencia política y el contexto espacio-temporal, como veremos a continuación[2].
Los derechos humanos como discurso articulador e intertextual: el empoderamiento
Como ya se sugirió en la primera parte del ensayo, el discurso de derechos humanos tiene una faceta empoderadora que se da fuera y dentro de sus dispositivos de poder soberano –el sistema de justicia- gracias a la indeterminación discursiva del sujeto central del discurso (el humano del significante derechos humanos), el cual permite: 1) que una gran diversidad de sujetos sociales se incluyan e identifiquen en él, ampliando así los lugares de enunciación; y 2) que la intertextualidad de los instrumentos de derechos humanos históricamente determinados permita el reconocimiento de nuevos sujetos de derechos humanos y sus causas específicas. Esta doble capacidad empoderadora del discurso de derechos humanos se examinará a la luz de la teoría de la articulación hegemónica (Laclau y Mouffe, 2014) y la intertextualidad de los textos legales de derechos humanos (Baxi, 2003; Nyamu-Musembi, 2002).
Articulación hegemónica
Los derechos humanos pueden lograr la articulación de una gran diversidad de identidades, entre otras cosas, porque no implica sacrificar la identidad cultural o política de los sujetos sociales y propone conceptos que apelan a muchas de ellas –por ejemplo, unirse en torno al derecho a la alimentación o al desarrollo no va contra la identidad de género o la indígena, y ofrece categorías de análisis identitario o estructural. Para proponer una articulación en torno a los derechos humanos se usará la idea de articulación hegemónica, del argentino Ernesto Laclau y la belga Chantal Mouffe (Laclau and Mouffe, 2014).
La teoría de la hegemonía establece un análisis de la sociedad comparándola con un sistema de significado en el que los sujetos sociales son relacionales. En esta concepción de lo social, la identidad colectiva se logra con la articulación hegemónica contingente, mediante la práctica de unir a un gran número de sujetos bajo la fijación de un significante vacío que se erige como una identidad nueva y contingente en un contexto histórico determinado (Laclau, 1996, Laclau and Mouffe, 2001, Laclau, 1994).
La articulación hegemónica planteada así por Laclau y Mouffe tiene guarda muy poca relación según Antonio Gramsci, para quien la hegemonía significaba liderazgo moral e intelectual orientado a formar una voluntad colectiva con un carácter nacional-popular (una identidad colectiva nueva) que controlara la política, la economía y la sociedad civil. Gramsci le otorgaba a la identidad de clase un rol ontológicamente privilegiado en la lucha por la hegemonía, debido a la posición estructural de ésta, que se ubica al nivel de las relaciones de producción. Por el contrario, para Laclau y Mouffe todas las identidades tienen el mismo estatus ontológico y ninguna de ellas posee un carácter fundamental.
El momento de la hegemonía en Laclau y Mouffe es el momento de rearticulación de todas las diferentes identidades que se encuentran haciendo política democrática, es decir, la lucha por sus demandas sin pasar, necesariamente, por el sistema de partidos. Las articulaciones hegemónicas son la unión temporal de diversas identidades a través del uso de significantes vacíos, es decir, palabras que tienen la capacidad de fijar definiciones y contenidos en las distintas luchas, y de cancelar, temporalmente, la diferencia que caracteriza a cada identidad al convertirse en aquello que se es sistemáticamente negado por el enemigo estructural.
Por ejemplo, si tomamos los derechos humanos como el significante vacío en la lucha frente al neoliberalismo, aquéllos definen dos cosas. Primero, el contenido de la agenda. Los derechos humanos pueden fijar, parcialmente, el significado en una agenda común frente al neoliberalismo, lo cual quiere decir que las demandas se expresan en lenguaje de derechos humanos para privilegiar la dignidad humana, la participación ciudadana y la rendición de cuentas del Estado y entidades privadas.
Segundo, la idea de lo ausente frente al enemigo estructural. La falta de garantías para los derechos humanos es justamente lo que mujeres, indígenas, trabajadores/as, ambientalistas, migrantes, personas con VIH/Sida, etc. tienen en común frente al neoliberalismo.
Los derechos humanos pueden desempeñar el rol de significantes vacíos por dos razones. En primer lugar, los derechos humanos incluyen a las diferentes identidades que luchan por causas determinadas frente al neoliberalismo, al tiempo que representan lo que está ausente en términos de sus demandas: disponibilidad y accesibilidad de servicios, y políticas públicas que implementen el acceso a todos los/las sujetos a los derechos humanos.
Asimismo, todas las identidades buscan crear, de una forma u otra, las condiciones que permitan desarrollar la dignidad humana, que es un valor fundamental en los derechos humanos, y puede enfocarse en la procuración del bienestar social, el respeto a las necesidades generadas en la orientación sexual, la no discriminación por género, etc. Evidentemente, todo esto se reivindica frente a un enemigo común a todas las identidades, que son las entidades de toma de decisión en materia comercial, las trasnacionales y los gobiernos empresariales, como el mexicano.
En segundo lugar, los derechos humanos proporcionan criterios y parámetros para fijar el significado en la construcción de agendas. Esto quiere decir que las agendas de cabildeo de los diversos grupos que formen coaliciones en acciones de diplomacia ciudadana pueden estar construidas con base en las obligaciones del Estado y el respeto a la diversidad cultural, con el fin último de establecer un tipo de orden internacional en el que los derechos humanos sean el centro de la política económica.
Intertextualidad
La legitimidad del discurso de derechos humanos basada en la política y no en la supuesta esencia o moralidad humana es fundamental para la exigibilidad política de derechos humanos reconocidos o por reconocer, la cual es posible gracias a la intertextualidad del discurso de derechos humanos que proponen los académicos poscoloniales Upendra Baxi (2003) y Celestine Nyamu-Musembi (2002).
La intertextualidad es un término acuñado por Julia Kristeva pero ampliamente usado por los exponentes de los Estudios Legales Críticos (ECL), y se refiere a la inexistencia de textos completamente nuevos o autónomos, pues todo adquiere significado renovado por la lectura de contexto. Los textos se construyen en la conjunción de textos previos y presentes, y en referencia a sus contextos sociales, y tienen que ser entendidos en su propio contexto social e histórico, pero también en la incorporación de lecturas y contextos actuales.
Para Baxi, los valores e instrumentos de derechos humanos se pueden leer como textos que están listos para ser releídos y reinterpretados. Por ejemplo, la Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH) se refiere a los derechos naturales de la filosofía de la Ilustración, pero su construcción moderna y contemporánea se tiene que entender en relación con las lecciones del holocausto.
Asimismo la DUDH nutre la Convención para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, la cual fue elaborada en la década de los setenta, cuando el movimiento de mujeres estaba en un momento histórico importante. Estas mismas normas dan cabida al reconocimiento de derechos humanos de nuevos sujetos, como migrantes, personas con discapacidad, indígenas.
La intertextualidad de los derechos humanos se da sobre todo en la interpretación que se hace para la elaboración de jurisprudencia. En el estudio del derecho existe un cuerpo extenso de literatura que aborda la naturaleza de la autoridad legal y cómo ésta debe ser interpretada al momento de establecer jurisprudencia.
Algunos dicen que la ley se debe interpretar a la luz de las intenciones de quienes elaboraron la ley en cuestión, mientras que otros creen que la interpretación es válida en la medida que beneficia al sujeto defendido. Para los ECL no hay una respuesta única para esto; el arte de interpretar es un acto pragmático y se puede utilizar cualesquiera métodos que resulten apropiados para el caso (Kennedy, 2006).
Esta misma idea se aplica a la interpretación política –en vez de legal- de los derechos humanos. La legitimidad política del discurso de derechos humanos hace posible que los textos de derechos humanos –instrumentos y valores- tengan la misma validez aun cuando éstos sean materia de una negociación y no de un caso legal. Los textos legales de derechos humanos se pueden interpretar políticamente en el cabildeo de propuesta de política pública y económica para producir determinados argumentos que llevan el simbolismo ético y de legitimidad de los derechos humanos, sin tener que litigar el asunto en una corte.
Asimismo, la legislación de derechos humanos se puede usar para producir una demanda legítima sin que necesariamente se encuentre establecida como un derecho positivo, de la forma en que se hace la jurisprudencia.
La forma precisa en la que los sujetos sociopolíticos utilizan la intertextualidad de los derechos humanos puede interpretarse a través del trabajo de Celestine Nyamu-Musembi que ella llama “una perspectiva de derechos humanos orientada al actor”.
Señala que los instrumentos de derechos humanos se utilizan para construcciones de derechos humanos histórica y geográficamente determinadas que generalmente expanden la gama de los derechos mismos y son posteriormente llevados a los escenarios internacionales. Nyamu-Musembi analiza cómo, en su trabajo cotidiano, los intelectuales y activistas locales interpretan los debates más importantes de derechos humanos –especialmente los de universalidad vs. particularidad; individualismo vs. colectividad; el estatus de los derechos económicos, sociales y culturales; y la rendición de cuentas de los agentes violadores de derechos humanos no estatales – a la luz de la legislación internacional de derechos humanos y los mecanismos de defensa.
Concluye que las interpretaciones individuales de la gente amplían el alcance de algunos derechos porque, mientras siguen habiendo debates teóricos y filosóficos sobre estos asuntos, en la práctica la gente los ha rebasado. Nyamu-Musembi (2002:1) establece que “observar el significado de los derechos desde la perspectiva de aquellos que los reclaman transforma los parámetros normativos de los debates sobre derechos humanos, cuestiona las categorías conceptuales establecidas y expande el rango de demandas que son validadas como derechos”.
Los derechos humanos como dispositivo biopolítico y necropolítico: la dominación
Si bien los derechos humanos tienen una faceta política (articulación hegemónica) y legal (intertextualidad en la interpretación) que los convierten en un discurso empoderador de movimientos sociales y causas contra la dominación, también tienen otra que es funcional a las actividades más depredadoras de la vida en todas sus formas, incluyendo la humana.
Por un lado, se han transformado en un discurso que legitima políticas públicas que tienen como fin gestionar los efectos simultáneamente más corrosivos y potenciadores de la agencia política, como es el sufrimiento social causado por la victimización sistemática y generalizada.
Por otro, su estado-centrismo metodológico genera una política de verdad cuyos efectos de realidad excluyen las experiencias de sufrimiento frente a la violencia no estatal, que es la que impera en muchos lugares de América Latina actualmente. A continuación, se analizan los derechos humanos como tecnologías del biopoder y del necropoder en función del capital legal y criminal.
Biopolítica
Foucault llamó biopolítica a la tecnología de poder mediante la cual se regula administra la vida de la población como colectivo biológico, con el fin de hacer vivir a unos y dejar morir a otros, generalmente los grupos racializados y subordinados. El biopoder tiene como objeto a la población, “una masa de seres vivientes y coexistentes que tienen particularidades biológicas y patológicas y que por ello se colocan bajo un conocimiento tecnologías específicas” (Foucault, 1997:71).
En el marco foucaultiano, la palabra gobierno no se refiere a la institución de gobierno sino a “una actividad encaminada a conducir a los individuos a lo largo de sus vidas poniéndolos bajo la autoridad de una guía responsable de lo que hacen lo que pasa con ellos” ( oucault, 1997:67).
Agrega que la racionalidad –gubernamentalidad- contemporánea del biopoder es el neoliberalismo. Según el estudio genealógico de Foucault, el neoliberalismo se opone a la intervención estatal y a la expansión burocrática en nombre de la libertad económica porque atenta contra los derechos individuales.
El objetivo central del neoliberalismo es aplicar el discurso económico –conceptos, objetos, lógicas y lenguaje- al análisis social, borrando las diferencias entre los dos campos. El modelo de racionalidad económica se usa para justificar y limitar la acción gubernamental. El gobierno estatal –el Estado gubernamentalizado- se vuelve un administrador de negocios a cargo de universalizar la competencia e inventar sistemas para la acción individual y social, que se rigen por las leyes del mercado.
De esta forma, la economía deja de ser sólo un área de la vida humana para cubrir todas las áreas de ésta. Universalizar la economía sirve para entender lo social y evaluar el desempeño estatal y social en términos económicos (Foucault, 2004), con el fin de subordinar todas las esferas a las dinámicas del mercado, incluyendo la economía criminal y los derechos humanos.
Por esta razón, los estados neoliberales se han convertido en estados gerenciales que ya no controlan solamente el comportamiento individual a través de la disciplina sino que regulan y administran el crecimiento y la mortandad de la población para la reproducción de s misma a través de tecnologías del yo, es decir, técnicas que desplazan al individuo la responsabilidad sobre su propia salud, educación y todo aquello que incide en la reproducción del “capital humano” que cada individuo posee para lograr desplazar sus obligaciones sociales al individuo, el Estado neoliberal echa mano de diversas tecnologías de poder, pero aquí las que interesan son dos: la norma y la política pública, que son la base de los derechos humanos como técnica y tecnología.
Por un lado, en el neoliberalismo hay una “importancia creciente tomada por el juego de la norma a expensas del sistema jurídico de la ley ” (Castro, 2004:219); no es que “la ley desaparezca o que las instituciones de justicia tiendan a desaparecer, sino que la ley funciona cada vez más como una norma y que la institución judicial se integra más y más a un continuum de aparatos (médicos, administrativos) cuyas funciones son sobre todo reguladoras” (Castro, 2004:219).
El aparato jurídico del dispositivo de derechos humanos ha adquirido un rol de norma, es decir, busca imponer conformidad, homogenizar; es una técnica reguladora de la política de la vida, por eso se ha instalado bien en el terreno de la administración pública.
Por otro lado, el Estado neoliberal implementa políticas públicas, las cuales se definen como la toma de decisiones del Estado para modificar u orientar la acción social. Toman la forma de elementos legales, políticos y técnicos basados en el conocimiento social (Guendel, 2009:3). En el neoliberalismo se espera que la política pública regule la salud y el crecimiento de la población (Foucault, 1997:70-71) pero no con intervención estatal directa como ocurría en el Estado de Bienestar sino con políticas encaminadas a que el individuo se haga cargo de sí mismo, o en términos neoliberales, sea “empresario de sí mismo”. Esta es propiamente lo que se entiende como biopolíticas. Las políticas públicas de derechos humanos, como las de atención a defensores y víctimas pertenecen a este tipo de biopolítica.
Guendel afirma que el enfoque de derechos humanos a las políticas públicas es superior a los enfoques tradicionales o hegemónicos porque estos últimos son instrumentales mientras que los primeros tienen un propósito moral y ético: la redistribución del ingreso y el poder político a través del uso de los principios morales de la legislación de derechos humanos. Se basa en la idea de que la redistribución del poder político se da con la participación de los sujetos en el diseño y evaluación de políticas públicas.
Por sujeto el enfoque de derechos humanos entiende a los representantes de la sociedad civil organizada, es decir, los miembros de las organizaciones civiles que dicen representar los intereses de los marginados, los “pobres”, los “vulnerables”, las “víctimas” se convierten en objetos de política pública cuya representación proactiva está en estas organizaciones (Guendel, 2009).
Pero el enfoque de derechos humanos a la política pública presenta un problema serio en términos de la defensa de las víctimas porque la agencia política de los activistas es regulada para conducirlos a la despolitización de su movilización: el cabildeo y la promoción de política pública se lleva a cabo en un espacio de negociación y compromiso en vez de uno de antagonismo político, es decir, la relación con el Estado deja de ser política y se vuelve gerencial. Lo político se entiende aquí en el sentido del pensamiento político posfundacional en su vertiente disociativa o schmittiana, opuesta a la asociativa o arendtiana. En esta corriente de pensamiento no se cree que lo político no tenga fundamentos, sino que este fundamento siempre es temporal y depende de posiciones subjetivas, entre otras cosas (Marchart, 2009).
Desde la perspectiva schmittiana, toda vez que un principio político debe ser disociativo, lo que opera es el antagonismo. Más aún, “cuando el criterio amigo/ enemigo ya no es aplicable, perdemos automáticamente toda política en el sentido radical de la palabra y, por tanto, nos quedamos en la mera vigilancia de disturbios tales como rivalidades, intrigas o rebeliones. En el caso más extremo, se nos deja lo que Schmitt denomina Politesse –algo así como una forma “educada” lúdica de la política: la petite politique…” (Marchart, 2009:66).
En la biopolítica pública de derechos humanos se pierde totalmente el antagonismo porque la distinción, que debiera ser el fundamento contingente, se pierde al entrar en negociación y eventual burocratización de las demandas.
Los dispositivos de administración de sufrimiento como biopolíticas de derechos humanos
Por estas características de negociación y compromiso, las biopolíticas de derechos humanos se han convertido en dispositivos de administración del sufrimiento para el tratamiento gerencial de un fenómeno vital en las poblaciones que han vivido en conflicto y violencia: el sufrimiento social. Kleinman, Das y Lock (1997: ix-x) denominan sufrimiento social al dolor individual que el poder político, económico e institucional causa a los seres humanos como colectivo.
El sufrimiento social al conjunto de problemas humanos que tienen origen y consecuencias en las heridas devastadoras que la fuerza social puede infligir en la experiencia humana y que, a su vez, estimulan una respuesta social. Agrupa condiciones generalmente categorizadas y estudiadas por separado y de forma individual -violencia, drogadicción, síndrome de estrés postraumático, depresión– y sirve para vincular los problemas personales con problemas sociales evidenciando así que el sufrimiento es una experiencia social que aqueja a países ricos y pobres, pero que afecta primordialmente a las clases marginadas y desposeídas.
Para Kleinman, Das y Lock (1997: x) los poderes de dominación elaboran diversas intervenciones tecnológicas para “tratar” el sufrimiento social, que intensifican el sufrimiento debido a sus efectos morales, económicos y de género, y a que terminan normalizando patologías sociales o patologizando la psicología del terror. Estas políticas transforman las expresiones locales de las víctimas en lenguajes profesionales universales de queja y restitución –como el discurso de derechos humanos- lo cual recrea las representaciones y experiencias de sufrimiento, induciendo a la intensificación del sufrimiento mismo.
De acuerdo a Daas (2008), esto se denomina la “apropiación judicial burocrática del sufrimiento”. La burocratización del sufrimiento social tiene el objetivo de manipular el tiempo de las víctimas pues la espera es una dimensión simbólica de la subordinación política (Auyero, 2013). La vida de los que sufren acontece en un tiempo orientado por agentes poderosos, en una dominación que “se vive como un tiempo de espera: esperar con ilusión primero y luego con impotencia que otros tomen decisiones y, en efecto, rendirse ante la autoridad de los otros” (Au ero 2013:18).
El conjunto de biopolíticas públicas que se apropian del sufrimiento para burocratizarlo, para dominar al otro simbólicamente a través de la espera es lo que constituye los dispositivos de administración del sufrimiento (Estévez, 2017, mimeo), los cuales construyen sujetos que les son funcionales y conjuntan diversos tipos de biopolítica pública –comités y comisiones especiales, reglamentos, unidades de atención a víctimas- que operan a través de cuatro tecnologías que regulan la agencia política.
La primera es la positivización jurídica de la demanda política en una norma, no para reconocer derechos sino para la conversión de ésta en un código administrativo que evita imponer los términos de impartición de justicia y, en cambio, asigna los de la operación de un instrumento que gestiona el sufrimiento a favor del Estado. Esto es diferente a la positivización jurídica de la demanda política en el reconocimiento de un derecho, por ejemplo la positivización de la desaparición forzada como una violación grave al derecho a la vida y la integridad personal.
La norma en el sentido neoliberal reinterpreta las demandas con un código administrativo de plazos, mecanismos y fondos que conduce a los sujetos a lugares y tiempos en los que su capital político se va desvaneciendo y, al final, el objetivo no es la legislación para el reconocimiento de un derecho, sino la normativización de los términos de operación del dispositivo para su propia sobrevivencia.
La segunda es la complejidad interinstitucional. Se conjuntan representantes de los poderes Ejecutivo y Legislativo en comités o consejos en los que la organizaciones pueden o no tener representación, pero que sirven de foros de colaboración sin influencia real. Este andamiaje interinstitucional echa a andar un complejo juego de trámites burocráticos que dan al sujeto la ilusión de que están avanzando hacia la justicia aunque esté ausente el poder Judicial y la característica fundamental sea la espera y, como dice Auyero (2013: 36-37): “la espera produce incertidumbre y arbitrariedad. La incertidumbre y la arbitrariedad engendran un efecto subjetivo específico entre quienes necesitan al Estado para sobrevivir: se someten en silencio a requisitos del Estado por lo general arbitrarios. Para decirlo claramente, la dominación política cotidiana es eso que pasa cuando aparentemente no pasa nada, cuando la gente ‘solo espera’”.
La tercera es la subjetivación. Las biopolíticas públicas de derechos humanos construyen dos tipos de sujetos: el sujeto activo, el de la “participación ciudadana”; el sujeto pasivo, el que es sujeto de intervención para gestionar “positivamente” su sufrimiento y agencia política a través de canales de negociación. Aun cuando los activistas tienen las mejores intenciones de participar en el diseño de estas políticas, los dispositivos de administración del sufrimiento los convierten a ellos en stakeholders (en la jerga gerencial, socios) y a las víctimas en objetos de intervención gubernamental que sólo esperan, “la exposición habitual a largas demoras modela un conjunto particular de comportamientos sumisos” (Au ero, 2013:25). Esto tiene implicaciones para la subjetividad política como se verá más adelante.
En la biopolítica pública de derechos humanos se pierde totalmente el antagonismo porque la distinción que debiera ser el fundamento contingente se pierde al entrar en negociación y eventual burocratización de las demandas. Es cierto que desde la perspectiva arendtiana la negociación es política porque es el momento deliberativo, pero desde la perspectiva schmittiana se puede decir que ese momento en el que se delibera sobre el contenido de la norma es donde termina lo estrictamente político. El último momento de antagonismo es la disputa por las definiciones y la negociación de la norma que le da organicidad a la política pública. Los términos negociados son los que se traducen en las tecnologías que dan cuerpo a la administración del sufrimiento.
Después de negociar la ley los activistas entran en una práctica burocrática en la que la emergencia que debiera hacer evidente la primacía de la relación amigo-enemigo –la violencia estado-criminal contra la ciudadanía- se desvanece frente a la lógica administrativa que se vuelve una “petite politique”, no un momento político como el que se requiere para entrar en resistencia frente a la gubernamentalidad neoliberal. En los hechos, la sociedad civil y el Estado-criminal se convierten en socios del diseño de la política pública mientras que los activistas de derechos humanos se convierten en jugadores claves de la administración de problemas sociales en vez de antagonistas del Estado.
Cuarta y última, la fetichización de la justicia. Como la justicia no va a llegar en la mayoría de los casos si no es que en todos, el mecanismo la fetichiza de a lo menos dos formas. Una, con bienes materiales (botones de pánico, guardaespaldas, carros blindados, tecnología de vigilancia) o económicos (becas, viáticos para atender trámites, pagos por funerarias) que pueden estar a disposición de los activistas y las víctimas en medio del proceso, y cuya gestión se va convirtiendo en el objeto mismo de la lucha por la justicia.
El problema no es que se procuren medios para la seguridad de los activistas, o fondos económicos para financiar los gastos en los que las víctimas incurren durante la búsqueda de justicia, sino que estos bienes materiales y económicos reemplacen la justicia.
Dos, sustituir la justicia por el dispositivo mismo. Como el dispositivo se encuentra diseñado para entrar en operación paulatinamente o al mediano y largo plazo, y su andamiaje institucional está sujeto a una burocracia gubernamental que, como todas, es proclive a la desviación de fondos, la dilación, el abuso laboral y el nepotismo, los activistas y víctimas se empiezan a enfocar en su ineficacia, corrupción y abuso, de tal forma que paulatinamente la justicia empieza a tomar la forma de la correcta operación del dispositivo.
Los dispositivos de administración del sufrimiento son variados. Pueden ser los mecanismos que establece el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en albergues de refugiados temporales mediante los cuales procesa las solicitudes de asilo y atiende la emergencia humanitaria –el caso de los Sirios en Grecia. También pueden ser las comisiones de atención a víctimas o desplazados en contextos de desplazamiento y desaparición forzada masiva, como en Colombia y México.
Necropolítica
Para crear efectos de verdad los discursos se apoyan en otros discursos verdaderos y se producen y distribuyen bajo el control de grandes aparatos políticos y económicos que permiten determinar las distinciones entre: 1) enunciados falsos y verdaderos, 2) las formas en que se sancionan unos y otros, 3) las técnicas y los procedimientos para la obtención de la verdad, y 4) el estatuto de aquellos sujetos que tienen la función de decir lo que funciona como verdadero. La división entre falso y verdadero genera formas de exclusión discursiva que se vuelve un sistema, es decir, adquiere carácter histórico, modificable e institucionalmente coercitivo (Foucault, 1988b).
El discurso de derechos humanos tiene efectos de verdad, es decir, establece subjetividades, objetos y conceptos que dividen lo verdadero de lo falso. Para crear estos efectos de verdad se apoya en otros discursos de verdad tales como el derecho y la criminología, y se produce y distribuye bajo el control de aparatos económicos y políticos tales como cortes y otras organizaciones gubernamentales y no gubernamentales. El discurso de derechos humanos ha construido un régimen de verdad en el que la definición de la atribución estatal excluye otras subjetividades, objetos y conceptos derivados de la dominación contemporánea.
Los derechos humanos construyen narrativas verdaderas en las que los actores estatales siempre son los principales perpetradores responsables de violaciones a los derechos humanos tales como ejecuciones, desapariciones forzadas, tortura y persecución. Esta política de verdad se ha vuelto un problema para calificar las violaciones a los derechos humanos en contextos de necropolítica.
Aun cuando el término de necropolítica se atribuye al africano Achille Mbembe (2011)[3], la definición que interesa aquí es la de la feminista mexicana Sayak Valencia, quien la sitúa en el contexto mexicano y señala que en las sociedades hiperconsumistas los cuerpos se convierten en una mercancía, y su cuidado, conservación, libertad e integridad son productos relacionados (Valencia, 2010).
Para ella, los cárteles de la droga y las pandillas ejercen un poder de opresión análogo al del Estado y se han convertido en un Estado paralelo que reconfigura la biopolítica y utiliza técnicas que Valencia denomina necroprácticas –acciones radicales dirigidas a infringir dolor, sufrimiento y muerte. Al igual que el Estado legítimo, su contraparte criminal pretende tener el control sobre el territorio, la seguridad y la población, es decir, de gobernar a través de la explotación de los recursos nacionales, la venta de seguridad privada, y las personas. Controlan los cuerpos de hombres y mujeres, haciéndolos mercancías de intercambio o consumidores de los bienes ofertados en el narcomercado.
En las narrativas de violencia necropolítica, la naturaleza de las violaciones a los derechos humanos se caracteriza por un traslape de los dominios legal y criminal –ejecución por narcos trabajando para el Estado, desaparición de mujeres para esclavitud sexual solapada por policías, tráfico de migrantes para cosecha de órganos por parte de policías trabajando para narcos.
Sin embargo, no son necesariamente consideradas como violaciones porque no siempre es posible comprobar que tienen vínculos con el Estado. Esto se debe a que la naturaleza semicriminal del Estado en algunas partes de América Latina –México y Centroamérica específicamente- en efecto disloca la política de verdad del discurso de derechos humanos ya que se basa en el presupuesto ontológico de que existe una división entre la esfera pública y la privada –típica de los sistemas legales liberales-, que se vuelve extremadamente borrosa, incluso aceptando que esa división existe objetivamente.
Las juristas feministas Chinkin (1999) y Gal (2005) aseguran que la dicotomía público/privado en la ley siempre ha sido artificial, construida a través del lenguaje, y sirve propósitos ideológicos (Gal, 2005:25). Chinkin cree que esta división tiene importantes consecuencias para la legislación internacional, especialmente la de derechos humanos, porque define una visión estado-céntrica de la responsabilidad y la atribución. Asegura que la demanda de aplicación universal de los derechos humanos asume una racionalidad poco cuestionada de distinguir entre la conducta de los órganos estatales y los de otras entidades cuya definición en realidad depende de las convicciones filosóficas referentes al adecuado rol del gobierno y de la intervención gubernamental (Chinkin, 1999).
Según la división público/privado que permea el discurso de derechos humanos, las actividades criminales se dan en el ámbito de la economía criminal y no constituyen un problema de carácter público, entendido éste como el ámbito de la política del Estado. La división legal entre lo público y privado es fundamental para legitimar o descalificar la espacialización de las violaciones a los derechos humanos en el contexto de la narcoviolencia y la violencia sexual contra mujeres.
En narrativas típicas o verdaderas de derechos humanos estas actividades son consideradas simples crímenes debido a: 1) que los objetos a los que se refieren, como extorsión, y asesinato y vejaciones durante secuestros, entre otros; 2) los sujetos que involucra, tales como agentes cuyo vínculo con el Estado es borroso y generalmente negado; y 3) los sujetos subjetivados: no sólo periodistas y activistas políticos, sino gente de negocios, familias con negocios pequeños, testigos de actividades ilícitas, ciudadanos comunes que reclaman justicia para sus seres queridos asesinados o desaparecidos, o que se resisten a las extorsiones u otro tipo de delito.
Las violaciones a los derechos humanos en la necropolítica se invisibilizan por el colapso espacial de la dicotomía público/privado para fines de identificar la atribución estatal en la responsabilidad de derechos humanos; y por la impunidad estructural de delitos que violan el derecho a la vida, la seguridad personal, y los derechos de las mujeres a una vida libre de violencia sexual y sexista, incluyendo la esclavitud sexual.
Conclusiones
Desde una perspectiva posestructuralista del discurso –Foucault, Mbembe, Valencia, Kristeva, y Laclau y Mouffe, específicamente- el artículo demostró que, en términos analíticos, los derechos humanos son una gramática cuyo significado está siempre en disputa y susceptible de ser fijado por sujetos antagónicos por tener capacidades simultáneas de emancipación y dominación.
Por un lado, la capacidad emancipadora de los derechos humanos se analizó y demostró argumentando la existencia de dos dimensiones discursivas: como significante vacío para la articulación de identidades políticas; y como construcción intertextual que permite la argumentación liberal necesaria para legitimar demandas sociales. Esto es posible porque la indeterminación discursiva del “humano” de los “derechos humanos” hace posible que una gran diversidad de sujetos sociales se incluyan e identifiquen en él, y que se reconozcan nuevos sujetos de derechos humanos y las causas particulares de las violaciones a sus derechos.
Por otro lado, su funcionalidad al poder de dominación se estableció caracterizándolo como dispositivo biopolítico y necropolítico para la administración de la vida y la muerte. Las biopolíticas de derechos humanos administran el sufrimiento social causado por la victimización sistemática y generalizada. Asimismo, establecen una política de verdad cuyos efectos de realidad excluyen las experiencias de sufrimiento frente a la violencia no estatal, sobre todo la violencia criminal y sexual.
Lo que esto nos demuestra de los derechos humanos es que su falta de indeterminación conceptual los transforma en una herramienta política tanto beneficiosa como peligrosa. Los derechos humanos constituyen una gramática social y política cuyo significado es permanentemente dual. La virtud de esta dualidad es a la vez su mayor defecto pues los derechos humanos pueden al mismo tiempo constituir una plataforma que articula y argumenta causas progresivas y ser funcionales a los poderes destructivos del capitalismo.
No obstante, a pesar de esta dualidad inherente a su indeterminación, la investigación sociopolítica y sociojurídica en derechos humanos pone demasiado énfasis en resaltar sus características positivas. Es necesario hacer más investigación sobre los efectos corrosivos del uso de los derechos humanos, sobre todo su función de invisibilización de experiencias grotescas de sufrimiento social, en particular en los casos de la violencia doméstica y sexual contra las mujeres, y la violencia de la guerrilla y el narcotráfico.
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Nota biográfica
Ariadna Estévez es Doctora en Derechos Humanos
(Sussex University, Inglaterra), Maestra en Sociología Política, (City
University, Inglaterra) y Licenciada en Periodismo y Comunicación Colectiva
(UNAM). Investigadora Titular Definitiva de la UNAM-CISAN, y tutora en la
Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Entre su intereses de
investigación se incluyen: la biopolítica de asilo en América del Norte, la
necropolítica en México, y la crítica a la teoría de derechos humanos desde una
perspectiva necropolítica y feminista. Publica ampliamente en español e inglés.
https://unam.academia.edu/ARIADNAESTEVEZ
[1] Es posmodernista porque cuestiona los efectos de realidad y de verdad que produce el lenguaje de derechos humanos y su anclaje en la filosofía legal moderna, en particular las ideas de racionalidad, objetividad y universalidad. Asume la inexistencia a priori del sujeto de derechos humanos pues se construye a través de la sujeción a sus dispositivos legales y políticos. Es también posestructuralista porque asume que lo social no tiene un significado esencial, sino que éste es asignado a través del lenguaje, el cual funciona como un sistema relacional en el que cada elemento adquiere un significado en relación con los otros componentes del sistema.
[2] No existe tal cosa como una sola historia de los derechos humanos, cada país o región podría tener su propia genealogía. La historia ha realizado algunas indagaciones genealógicas sobre el discurso de derechos humanos en México y América Latina, las cuales se pueden resumir muy brevemente de la siguiente forma. La genealogía del discurso de los derechos humanos en la región latinoamericana revela no solamente las relaciones de fuerza que llevaron a que surgiera como una contra-estrategia de lucha, sino también la contribución del pensamiento latinoamericano a la formación de conceptos tales como “desaparición forzada” o “derechos colectivos de los pueblos indígenas”. El discurso de derechos humanos, como ha sido institucionalizado ahora no es producto sólo de la práctica legal sino de movimientos sociales por defender de la represión a sindicalistas, estudiantes, campesinos y oponentes políticos. Éstos eran violentamente castigados por resistir los embates de los regímenes autoritarios – desde el partido único hasta las juntas militares- que se resistían a liberar la política de la forma que lo hacían con la economía, cuya reestructuración incrementaba los niveles de pobreza y desprotección social. En esta lucha, la base discursiva no era el liberalismo político y social, sino el discurso de la transición a la democracia como fue promovido por los intelectuales latinoamericanos, y el discurso de la teología de la liberación. En términos más generales, la genealogía del discurso de derechos humanos en el continente refleja cómo éste surge como una contra-estrategia sociopolítica frente a la represión. En la medida en que se convirtió en un terreno en el que diferentes fuerzas se disputaban el poder, se institucionalizó y comenzó a legalizarse, pero también a incluir otros sujetos como los pueblos indígenas y las mujeres, u objetos como el libre comercio y el desarrollo de términos tales como “desaparición forzada”. Estévez 2007, 2008a,b, 201.
[3] Mbembe sostiene que la biopolítica no es suficiente para entender cómo la vida se subordina al poder de la muerte en África. Afirma que la proliferación de armas y la existencia de mundos de la muerte –lugares donde la gente se encuentra tan marginada que en realidad viven como muertos vivientes- son un indicador de que existe una política de la muerte (necropolítica) en lugar de una política de la vida (biopolítica) como la entiende Foucault. Examina cómo el derecho soberano de matar se reformula en las sociedades donde el estado de excepción es permanente. Según Mbembe, en un estado sistemático de emergencia el poder se refiere y apela constantemente a la excepción y a una idea ficticia del enemigo. Afirma que las operaciones militares y el derecho de matar no son ya prerrogativas exclusivas del Estado gubernamentalizado, y que el ejército regular no es ya el único medio para ejecutar el derecho de matar. Las milicias urbanas, los ejércitos privados y las policías de seguridad privada tienen también acceso a las técnicas y prácticas de muerte. La proliferación de entidades necroempoderadas, junto con el acceso generalizado a tecnologías sofisticadas de destrucción y las consecuencias de las políticas socioeconómicas neoliberales, hace que los campos de concentración, los guetos y las plantaciones se conviertan en aparatos disciplinarios innecesarios porque son fácilmente sustituidos por la masacre, una tecnología necropolítica que puede ejecutarse en cualquier lugar en cualquier momento. Mbembe (2011).